4
GRANADA

Los días se suceden, se convierten en semanas, la primavera avanza y casi termina. La comedora de pecados no se parece en nada a mi madre. Es callada, dispuesta, y no le cuesta nada darme un bofetón si, pongamos por caso, se me pegan las sábanas o no pronuncio correctamente las palabras al concluir un recitado. Pero cuando a veces, por las noches, me abraza, yo siento que ese es mi sitio. Su casa se convierte en nuestra casa. Y nuestra casa se convierte en un hogar. Yo sobre la alfombra, junto a la chimenea. Ella en el altillo al que yo, hasta ahora, no me he atrevido a subir. Ni ella está emparentada conmigo ni yo con ella, pero somos algo la una para la otra. Somos «nosotras dos».

* * * *

La luz se cuela por los bordes de los postigos, y se oye un chasquido repetido. Es ella, que bebe agua a grandes tragos. Yo me doy la vuelta, alejándome de ese sonido, intentando distinguir el sueño de la vigilia. Ella ya se recoge el pelo y se prepara para salir.

Me siento. Creo que debería peinarme, de pronto tengo la seguridad de que eso es lo que debería ocurrir. Pero en ese momento ella abre la puerta y yo salgo corriendo tras ella. Mi pelo suelto, negro, despeinado, ondea detrás de mí.

Me lo aliso un poco mientras los niños enumeran los recitados y los ágapes de la jornada. Yo estoy acostumbrada a echarme al menos un poco de agua en la cara, a diferenciar de algún modo el día de la noche. Pero en este mundo nuevo apenas existen diferencias.

Me fijo en que uno de los recaderos no es un niño, en absoluto, sino un sirviente en toda regla que lleva el blasón de la reina, un halcón y una rosa.

Hasta mi madre conocía toda la heráldica real, y eso que el anterior rey tuvo seis esposas. Dibujaba los emblemas de las reinas una y otra vez en las cenizas de nuestra chimenea hasta que a mí se me grabaron en la memoria. Un cisne coronado para su primera esposa, la madre de la reina Maris. Un halcón coronado para la segunda, que fue la madre de la reina Betania ejecutada por traición, fornicación, incesto y brujería. El fénix era el emblema de su tercera mujer, que falleció de parto. Esa era la preferida de mi madre porque, según decía, el fénix resurgía con más fuerza de sus cenizas. Después estaba el sencillo emblema dorado de la cuarta esposa, una simple corona dorada para la quinta y, finalmente, una doncella que surgía de una rosa para su última esposa, la reina Catalina. Esta había sobrevivido al rey, y era la madrastra de la reina Betania, a la que había criado en su propia residencia.

Veo que la comedora de pecados se pone en marcha y regreso al presente. Los niños han terminado de dar sus mensajes y yo no he oído ni uno solo.

El mensajero de la reina nos acompaña a cierta distancia, por lo que deduzco que debemos de estar dirigiéndonos al castillo. Yo no he estado nunca en el castillo, solo lo he visto desde lejos. Tengo que dar dos pasos por cada zancada que da la comedora de pecados. No le quito la vista de encima a sus faldones, que se balancean sobre sus nalgas una y otra vez, para no perderla por las calles, atestadas a esa hora de la mañana. A medida que nos aproximamos a la cola que se forma ante la verja del castillo, las carretas y los carruajes aminoran la marcha. Algo más adelante distingo el motivo del embotellamiento: un joven ganadero que hace cruzar a su rebaño por el centro de la calle.

—¡Apártate! —grita un carretero.

—Tengo tanto derecho como tú —responde el ganadero, intentando que sus vacas sigan avanzando. No parece muy convencido. Tal vez sea la primera vez que pone los pies en la ciudad.

—El matadero está en Dungsbrook, justo en dirección contraria —le aclara el carretero en tono adusto—. Sigue el rastro del hedor, si es que eres capaz de distinguirlo y el tuyo no te lo impide.

—Voy al semental, no al matadero —aclara el ganadero señalando su rebaño.

—Ah, son vaquillas. Jóvenes que van al encuentro de su toro… —reitera el carretero con un gesto de admiración, como si fueran damiselas.

La comedora de pecados no espera a oír el resto de la conversación. Se abre paso entre el ganadero y sus vacas. Al llegar a la cola, avanza hasta el frente, dejando atrás a la gente que aguarda para entrar en el castillo. Un hombre que en ese momento se acerca a los guardianes disimula su sorpresa y se echa a un lado. Hasta los guardias se apartan cuando entramos. Yo nunca me había sentido tan importante.

El mensajero real nos conduce por un patio hasta el corazón del castillo. El edificio es más grande que el mercado que ocupa el centro de la ciudad. Nos acercamos hasta un portón pesado, de madera, con un dintel de piedra labrada de tal manera que parece un pergamino enrollado. A mí me encantaría tocarlo, porque se curva casi como si fuera agua, pero la comedora de pecados no se detiene, y además está tan alto que no llegaría con la mano.

Al otro lado se extiende un corredor con puertas a ambos lados. Intento imaginar qué puede haber tras ellas: una cocina, un fregadero, una despensa, una fresquera, un almacén, las cámaras de los criados… El mensajero nos guía hasta un tramo de escaleras, y yo rezo una oración breve para rogar protección. En el nivel superior todavía se suceden más puertas: cuarto de ropa blanca, dispensario de hierbas medicinales, platería… Mi mente se queda corta imaginando qué puede haber del otro lado. Y entonces subimos a otra planta. Yo nunca había estado tan arriba en mi vida, tan lejos del suelo. Debemos de estar tan altos como los estorninos. Me noto algo mareada, pero aun así desearía que hubiera una ventana cerca para mirar por ella.

«¿Cómo se ve la ciudad desde la altura de los estorninos?» —les pregunto a las aterradoras escaleras—. ¿Podría ver mi antigua casa?».

Mi deseo no tarda en cumplirse. Pasamos por una aspillera que se abre en la piedra. Pero solo se ve hacia el este del castillo: pastos y granjas. Aun así, las casas parecen miniaturas. ¡Y las ovejas! Son pequeñas como hormigas. La vieja comedora de pecados tira de mi collar. Y me parece oír una costura que se rompe.

Una mujer corpulenta nos espera en el quicio de una puerta. Parece una mujer, pero va tan pintada que podría tratarse de un cuadro. Tiene el rostro cubierto de pasta blanca. Y las cejas dibujadas en forma de finos semicírculos. En cada mejilla se ha marcado un óvalo rojo, y se ha pintado los labios como un arco diminuto. También tiene el pecho del mismo blanco que la cara, pero con unas venas azules que se ha dibujado encima. Solo cierto nerviosismo le lleva a abrir y cerrar la boca temblorosa, y al hacerlo demuestra que es una dama que respira y no un lienzo. Noto que es muy muy rica, porque viste un faldón enorme bordado de piedras preciosas. Y entonces me fijo en el corpiño, de un naranja oscuro como el de la falda y ribeteado con hilo de plata. Las únicas personas a las que se les permite llevar ropajes con hilo de plata son las damas de cámara de la reina. Y existen reglas al respecto.

Esa Cerda Pintarrajeada tiene que echarse a un lado y retirarse del quicio de la puerta cuando pasamos, porque la comedora de pecados y ella están gordas y no caben a la vez. A ella le sorprende ver a una segunda comedora de pecados, lo noto, pero como llevo la letra P colgada del collar, no puede decir nada. Cerda Pintarrajeada nos deja pasar e informa de nuestra llegada a través de una puerta interior flanqueada por guardias.

Entramos a una especie de sala de estar. Al menos eso es lo que hace la mayoría de damas, estar sentadas concretamente. Deben de ser damas de compañía, o del servicio privado de la reina. Sé que existen numerosos niveles, pero no conozco todos los nombres para ellos. Están las ayudas de cámara y las lavadoras, que ocupan el rango más bajo. Y también están las damas de compañía de la reina, que ocupan el más alto. En medio, una cohorte de todo el resto de damas. La hermana de Gracie Manners, que trabajaba de ayuda de cámara, contaba que la reina Betania tenía entre sus doncellas incluso varias hijas de antiguas familias eucaristianas como rehenes. De ese modo, si alguna de esas familias intentara iniciar una rebelión, tendría cabezas que cortar. Salvo en esos casos, servir a la reina parece ser un gran privilegio. Cuando queda alguna vacante, frente al castillo se congrega algo parecido a una feria, y gentes de alta alcurnia acuden para intentar colocar a una hermana o una esposa entre el séquito de la soberana.

Ahora, nosotras esperamos. Los suelos de esparto están desgastados, y noto las piedras duras a través de mis zapatillas. Cambio el peso del cuerpo de un pie a otro, con los pies cada vez más doloridos, y me descubro a mí misma mirando con avidez los almohadones sobre los que se sientan dos damas jóvenes, de mi misma edad, una de ellas bonita, la otra corriente. A pesar de los cojines, las dos se sientan muy tiesas, como si tuvieran palos en la espalda. Debo reprimir la risa al imaginarlo.

La dama bonita va vestida casi tan bien como la Cerda Pintarrajeada, pero con una camisa abierta que deja a la vista parte del pecho. Es realmente hermosa y luce una cabellera rubia, espesa, como las que se describen en las canciones sobre jóvenes bellas. Me fijo en que las mangas son la nueva moda, fruncidas en la muñeca en vez de abiertas.

—¿Puedes prestarme una vela? —le pregunta la guapa a la corriente. El rostro de esta es de esos que cuestan de recordar, como si no hubiera nada en él en lo que fijarse. Una cara que es como un cuenco de papilla. Lleva un vestido oscuro, sencillo, de lana, de mangas anchas, como las mías. Por su manera de mantener los brazos bajados, parece claro que intenta que pasen desapercibidos.

—¿Es que no tienes las tuyas? —replica Cara de Papilla—. No hace ni dos días vi que tenías un candelabro lleno.

Cabellera Rubia se alisa la camisa, incómoda.

—¿Qué has hecho con ellas? —prosigue Cara de Papilla—. ¿Ya las has gastado todas?

Cabellera Rubia no responde.

—En ese caso, o bien te ha dado por los libros, o tienes un amante.

Cabellera Rubia intenta ocultarlo, pero con la mirada desvela que Cara de Papilla ha acertado en una de las dos cosas.

Yo vuelvo a moverme un poco. Cabellera Rubia alza la vista, me ve y al momento desvía la mirada y la clava en un tapiz. En él se representa a una dama desnuda en un bosque, bajo la luna llena. Es muy distinta de los cuadros de señoras desnudas que mis tíos Daffrey pagaban para que les imprimieran, y que vendían los días de mercado. En ese tapiz, tres ramas cubren las partes pudendas del cuerpo. Además, una de las manos de la joven desnuda se apoya en el tronco de un árbol sobre el que se posa, en una de sus flores, un hada con alas. Con la otra mano se cubre el vientre, como si tuviera las tripas encogidas. Eso decía mi madre cuando alguien tenía la barriga hinchada y dolorida a causa de un exceso de bilis amarilla o lombrices. En el tapiz no aparecen todos los detalles de una mujer de verdad y, por ejemplo, el bajo vientre es recto y liso, y los dedos de los pies se ven todos iguales. Junto a la mujer desnuda aparecen varios animales salvajes que nadie querría cerca en la vida real: un león amarillo, un ciervo inmenso y un jabalí azul. Todos yacen a sus pies como perros de compañía.

—¿Desde cuándo Diana en el bosque se ha vuelto tan absorbente? —le pregunta Cara de Papilla a Cabellera Rubia.

—He oído que lady Corliss la encargó por mil libras.

—Mil libras —repite Cara de Papilla, que pone cara de aburrida—. Eso no es nada comparado con los regalos en los que la reina baña a sus favoritos.

Yo me fijo en el rostro de la mujer representada en el tapiz. Hay algo que me perturba. Es exactamente igual que la reina. Tiene su mismo pelo y sus mismos ojos. Sin duda debe de haber algún error… Un tapiz de la reina desnuda…

Me fijo en el resto de la obra tejida. Una cenefa de uvas y hojas de parra decora los bordes. Pero en un punto concreto, esos racimos de uvas son irregulares. Tal vez sean letras. Dos de ellas parecen enes minúsculas, que reconozco porque están en mi nombre. La del centro no sé cuál es, aunque seguramente habrá centenares de letras que desconozco. Esa en concreto se parece a un niño flaco que se inclina para estudiar una piedra que tiene en la mano. O un árbol pequeño que se dobla bajo el peso de una manzana. También hay otras letras más pequeñas bajo las grandes. Una parece una horca. Otra es como un gusano diminuto. Quizá esas letras expliquen por qué el tapiz es tan caro. Observo a Cabellera Rubia. Ella sigue concentrada en él.

—He oído que el favorito de la reina estuvo casado una vez —dice la dama en voz tan baja que apenas capto sus palabras—. Pero cuando pasó a formar parte de la corte de la reina, su mujer sufrió una desgraciada caída por las escaleras y se abrió la cabeza como si fuera un huevo.

Cara de Papilla hace la señal del Hacedor.

—Que el Hacedor nos libre de tal desgracia.

—¿Seguro que fue una desgracia? —Cabellera Rubia se toca el labio superior con la punta de la lengua, y se mantiene un instante en silencio para que calen las palabras que acaba de pronunciar.

Las dos damas están tan concentradas en su charla que no se fijan en que Cerda Pintarrajeada ha regresado a la estancia y se dirige hacia ellas.

—¿Acaso sugieres que la empujaron? —Cara de Papilla planta en el suelo su zapatilla de piel, como una mula—. La reina te hará arrancar la lengua por calumnias.

—No me des lecciones —replica Cabellera Rubia—. Tu madre está muerta y a tu padre lo ejecutaron por traición. Su emblema de las alas doradas fue retirado de la pared del salón de estandartes. De no ser por la compasión de la reina, tú en este momento irías mendigando por ahí.

De pronto se oye una sonora palmada. Cerda Pintarrajeada está plantada ante Cabellera Rubia, con la cara tan quieta que es imposible saber si es ella la que acaba de propinar el bofetón.

Cabellera Rubia parece a punto de meterle los pulgares en los ojos a Cerda Pintarrajeada.

—Y no pongas esa cara —susurra Cerda Pintarrajeada—. Hay damas que darían lo que fuera por ocupar estos puestos.

Cabellera Rubia la mira con desprecio.

—¿Alguna sin eucaristianos colgando en sus árboles genealógicos? —Se lo dice directamente a Cerda Pintarrajeada, en tono desagradable.

La cara de esta se queda tan fija que es como si se hubiera convertido en una talla de madera. Al cabo de un largo instante, finalmente, se da media vuelta y nos señala, a la comedora de pecados y a mí, una puerta interior, custodiada, aunque sin apartar en ningún momento la mirada de Cabellera Rubia.

* * * *

Un anciano, encorvado como un sauce sarmentoso, se inclina sobre una dama que está tendida en un diván y olisquea un cuenco lleno de orina. Tiene los ojos saltones y la cara muy arrugada. Se cubre la cabeza, de nuca muy recta, con una gorra blanca de médico.

Cerda Pintarrajeada nos ha seguido.

—¿Es este el lugar adecuado para un recitado? ¿Los aposentos privados de la reina?

Sauce responde:

—La reina ha ordenado que tratemos aquí mismo a Corliss, para seguir estando cerca de ella.

Con un movimiento de cabeza señala una puerta, tras la que debe de encontrarse la reina. Ese castillo es como una casa de las hadas, con todas esas puertas que se abren a estancias con otras puertas, y así hasta el infinito.

—El flujo es contagioso —dice Cerda Pintarrajeada como si el médico no lo supiera—. ¿De veras que este es el lugar más adecuado?

—El flujo solo se transmite de noche, cuando los vapores pueden transportarlo —responde Sauce.

Apoya la mano en el diván para poder levantarse. Es una mano con forma de garra, y me fijo en que tiene la uña del dedo meñique cubierta por algo que es de plata. Se trata de un pinchabrujas, un dedal con una aguja larga y gruesa en lo alto que se usa para desenmascarar a las brujas. Las verdaderas brujas no sienten el dolor.

Sauce le entrega el orinal a Cerda Pintarrajeada. Ella lo recoge, aunque no sabe bien qué hacer con él.

Lady Corliss… —llama en voz baja el médico a la dama que sigue tendida en el diván.

Corliss vuelve la cabeza y nos ve a la comedora de pecados vieja y a mí. Aparta la mirada al momento y se ríe un poco.

—Supongo que se me había pasado por alto.

—¿Os dejamos sola, Corliss? —pregunta Sauce.

—¿Un sorbo antes de que os vayáis? Me arde mucho la boca —dice Corliss.

Sauce llena una taza y le da de beber unas pocas gotas. Después, Cerda Pintarrajeada y Sauce salen al salón contiguo.

Corliss mira a los ojos a la comedora de pecados.

—Estoy lista.

La vieja comedora de pecados busca un taburete, pero solo hay un banco de madera pegado a la pared. Me hace una señal con la cabeza, y yo interpreto que quiere que vaya a por él. El banco pesa mucho y tengo que arrastrarlo. Araña el suelo haciendo un ruido espantoso, y se lleva la mitad del esparto que lo cubre. La comedora de pecados me mira mal, pero no parece que Corliss se haya dado cuenta. Pronuncia las palabras que dan inicio al recitado.

—Perdóname, Hacedor —empieza a decir Corliss—. He pecado mucho. Soy vanidosa, y no tan caritativa como debiera. —Hace una pausa, y por su manera de mover los ojos me parece que le duele algo. Mucho—. He mentido. He envidiado. —De pronto se echa a un lado y tiene arcadas. La comedora de pecados le acerca una palangana justo a tiempo de recoger el vómito. Yo encuentro un paño y le seco los labios a Corliss. —Gracias —me dice ella como si realmente me estuviera agradecida.

La comedora de pecados nombra los alimentos que va a comer y que corresponden a los pecados admitidos, y hace una pausa.

Corliss respira con dificultad y traga saliva.

—Debería seguir. No gano nada ocultándolo. He… He usado en mi beneficio mi favor con la reina. Me he llevado dinero de gente que tenía poco que gastar a cambio de prometerles que intercedería por ellos ante la soberana. —Corliss respira como si el aire estuviera muy cargado—. La reina siempre ha tenido su propio criterio. Y yo sabía que no iba a poder cambiarlo. —Suspira y, en voz baja, añade—: Pero no era eso lo que les decía a quienes acudían a mí.

—Pavo real asado —dice la comedora de pecados.

Corliss parece a punto de vomitar de nuevo, así que levanto el cuenco, pero al final solo se atraganta un poco, y a mí me llega un olor dulzón a enfermedad. Los labios se le han vuelto azulados, y hay algo que me ronda por la mente. Intento atrapar el pensamiento, pero me esquiva y se aleja deprisa, sin darme tiempo a concretarlo. Corliss suspira y empieza a hablar de nuevo:

—Forniqué con un hombre. Era un conquistador. Un depredador con las mujeres. Yo lo sabía. Y estaba casado. —Cierra los ojos—. Pero compartíamos… una misma ambición.

—Uvas pasas —añade la comedora de pecados.

Corliss vuelve la vista hacia mí.

—Leo horóscopos y otros augurios.

—Granada —sigue enumerando la comedora de pecados.

Ahogo un grito. La granada es para la brujería.

Corliss también parece sorprendida.

—Pero si los horóscopos son magia blanca…

—Intentar conocer los designios del Hacedor es hechicería. Y para la hechicería el alimento es la granada —se limita a anunciar la comedora de pecados.

Corliss permanece en silencio. Cuando reanuda el recitado, lo hace con voz aguda, infantil.

—Creo que debo recitar una cosa más. —Escoge con cuidado las palabras—. Pequé para proteger a una persona a la que tengo en gran estima. Y juré que nunca hablaría de ello. Pero si voy a morir, la reina debería saberlo. Por más que se lo expliqué, tal vez no pueda descifrar las imágenes. —Se estremece, pero noto que en esa ocasión no es de dolor, sino de sentimiento—. Yo era la gobernadora de la reina. He vivido con ella desde que era una niña, desde que no era más que una paria en la residencia de su madrastra Catalina, mucho antes de que su fortuna diera un vuelco y se convirtiera en reina. —Ahora Corliss habla más deprisa—. Ayúdame, Hacedor, yo solo quería protegerla. Pero si los demás descubren lo que he hecho, caerá la reina.

Corliss vuelve a estremecerse, y sus escalofríos, esta vez, parecen durar más. Y no solo duran más, sino que van en aumento hasta convertirse en convulsiones. Es como si tuviera epilepsia, y las sacudidas van a más. Empieza a salirle espuma entre los labios azules. Con un gesto de la cabeza, la comedora de pecados señala el salón al que han salido Sauce y Cerda Pintarrajeada.

Los ojos de todos los congregados en ese salón se clavan en mí cuando abro la puerta, y al momento se apartan en todas las direcciones, como cuando un recipiente de barro cae al suelo y se rompe.

Cerda Pintarrajeada hace girar un anillo y pregunta al aire:

—¿Y ahora cómo lo hacemos?

Sauce parece comprender por qué he entrado y cruza el umbral al momento.

Pasa por delante de Corliss y, sin detenerse, se acerca a la puerta que queda al fondo y llama. Desde el otro lado llega un murmullo acallado. Yo siento como si me corriera un chorro de agua por la espalda. La puerta interior se abre y entra la reina.

Yo, a la vez, quiero bajar la mirada y quiero mirar. Es como si cinco personas hubieran entrado en el aposento, pero solo es ella. De apenas treinta años de edad, pero con la misma presencia de una abuela. Es imponente. Por más que yo trabajara toda mi vida no podría permitirme un palmo de su falda. Es de una seda rara, con bordado de pájaros dorados y carmesíes. El corpiño es de terciopelo negro con bordados de oro, que combina y a la vez destaca el negro azabache de sus cabellos. Le han montado los rizos en lo alto de la cabeza para que parezca más alta de lo que ya es. Y se los han retirado la frente para que se vea bien la corona de oro.

—Majestad…

Sauce y Cerda Pintarrajeada le dedican sus reverencias.

La reina avanza un paso, pero justo antes de sentarse, hace el ademán de retirarse.

—¿Es contagioso este flujo?

Cerda Pintarrajeada hace una pausa brevísima antes de responder:

—No, majestad. Así lo ha declarado su propio galeno.

—No hay peligro, majestad —confirma Sauce.

La reina se sienta junto a Corliss, que sigue agitándose.

—Querida…

Corliss vuelve la vista a un lado.

La reina susurra:

—Te lo prohíbo. Te prohíbo que me dejes.

Y entonces, sin venir a cuento, la reina emite un chillido muy agudo que nos sobresalta a todos.

—¿Quién dormirá a los pies de mi cama? ¿Quién compartirá conmigo las comidas? ¿Quién se ocupará de mí?

La reina levanta la taza que reposa junto al diván de Corliss y la arroja al aire con furia. Alcanza la falda de Cerda Pintarrajeada. La mancha se extiende por el tejido naranja.

Sauce se agacha como un perro.

—Majestad, os ruego que contengáis el temperamento.

—Haré lo que me plazca —replica la soberana.

Sauce y Cerda Pintarrajeada apenas se miran, pero yo me fijo en su expresión. Esas expresiones de cólera deben de ser frecuentes en la vida privada de la reina, como lo eran en su padre, el anterior rey, que no paraba de casarse y matar a esposa tras esposa.

—A Corliss ya no podemos ayudarla —informa Sauce a la soberana—. Vos que la habéis querido debéis presenciar su paso al reino del Hacedor. No puede hacerse más.

La reina permanece inmóvil unos instantes y aspira hondo. El aire le llega a la espalda, la levanta, y súbitamente vuelve a ser la reina contenida de antes.

—¿Ha concluido su recitado?

La comedora de pecados, que ha permanecido inmóvil, como un taburete o un tapiz, vuelve a la vida.

—Pronunciaré las palabras para poner fin a este recitado: «Al comer los alimentos, vuestros pecados serán nuestros pecados. Y los llevaremos en silencio hasta la tumba».

—Llevaré a las cocinas la lista de alimentos —anuncia Sauce.

* * * *

Sauce se planta frente a nosotras en el rincón, respirando pesadamente, y su boca desprende un olor a rancio que me llega en oleadas. La comedora de pecados enumera los alimentos, y él los garabatea en un pergamino. Frunce el ceño al oír que debe incluirse una granada para la brujería, pero al momento recompone el gesto neutro. Con una última bocanada apestosa, Sauce deja de escribir.

Regresamos al pasillo y recorremos corredores y más corredores. Bajamos un tramo de escaleras. Cuanto más nos alejamos de los aposentos de la reina, más notamos el frío. Me envuelvo bien con el chal. La comedora de pecados se detiene en cada esquina, como si hiciera esfuerzos por recordar el camino. Yo no he estado nunca en una casa tan grande como para perderme en ella. Me fijo en los tapices de las paredes. Supongo que podrían ser como árboles concretos en un camino, que recuerdas para ir desandando los pasos. En este hay unos unicornios. Más adelante cuelga otro que representa a una rica dama con una cabra en el regazo. Creo que en realidad pretende ser un ciervo. Sí, sería más adecuado.

Cuando aparto la vista de la cabra-ciervo, me doy cuenta de que la comedora de pecados ha desaparecido tras la siguiente esquina. Corro, pero al doblarla yo también, no la encuentro. No sé si ha seguido a la izquierda o a la derecha.

Detrás de mí oigo los pasos de unas botas. Me echo a un lado, y un joven de mi edad pasa junto a mí. No es alto, pero sí de complexión robusta y fuerte. Lleva unos cortes en las mangas que dejan ver una tela de seda color borgoña. Es moreno, de ojos oscuros, y guapo como el que más.

Se acerca a la misma esquina tras la que la comedora de pecados ha desaparecido. Apenas la dobla, algo pequeño y brillante se le cae de la mano y aterriza en la estera de esparto que cubre el suelo, silencioso como una sombra. Es un anillo, un anillo de oro como el de padre, el que llevo yo siempre, pero más ancho. Lo recojo y lo sigo para devolvérselo.

Él oye mis pasos y se vuelve a mirarme. Yo bajo la vista y levanto el anillo.

—¿Qué es esto? —pregunta con voz afilada, pero no se acerca a recogerlo. Tal vez ya se haya fijado en mi collar con la letra P. Quizá le dé miedo tocar el anillo ahora que yo lo he manchado. Ni siquiera se me había ocurrido, lo he recogido sin pensar. Pero ahora, al alzar la vista, veo que su gesto es franco—. Debo confesarte algo —me dice—. Hace un momento no habría dicho que en todo el castillo habría una sola persona lo bastante honrada como para devolver un anillo.

«Yo no robaría nunca —pienso yo; pero entonces me acuerdo del pan—. Pero eso fue porque no tuve alternativa —me digo a mí misma—, y no porque no fuera honrada». Seguro que mis reflexiones se me deben de notar en la cara, porque él prosigue:

—No es mi intención insultarte. Es que no soy de aquí. Y desde que he llegado no he conocido a dos personas entre veinte que no estuvieran dispuestas a vender el alma de su madre a Eva por medrar. Este anillo es un recuerdo de un amigo de mi pueblo natal.

Yo me llevo la mano al mío.

—Tú también llevas uno —dice con voz serena—. Así pues, sabes a lo que me refiero.

Hace una pausa, como cediéndome espacio para intervenir. Si no hubiera transcurrido una semana, le diría que sí, que lo sé. Le hablaría de padre. Pero ¿por qué me dirige la palabra? Sin duda ha de ver lo que soy.

Me llevo la mano al collar con la letra P. Y descubro que me lo he cubierto con el chal. Por eso me mira todavía. Cuando descubra lo que soy, me odiará. Creerá que se lo he ocultado. Bajo la mirada.

—¿Qué? —me pregunta con dureza—. ¿Ni siquiera una doncella habla con un señor norteño? ¿Es eso? Esta corte es tan estirada que nadie se digna a relacionarse con un ratón de campo criado entre gente rústica. No puedo hablar con nadie.

Recuerdo que había una canción popular sobre ratones de campo y ratones de ciudad, pero en este momento solo pienso en qué ocurrirá si descubre qué soy.

Vuelve a dirigirme la palabra:

—Unas palabras amables no me vendrían nada mal. Exceptuando a mi padre, todo el mundo sabe que mis pretensiones sobre la reina son estériles, y no han escatimado comentarios para transmitírmelo. —Se lleva la mano a la gorguera—. Y estos cuellos que lleváis aquí en el sur son incómodos, inútiles, y precisan de mucho almidón.

Sin poder evitarlo, se me escapa una carcajada.

—Y ahora te ríes —dice él, como si me estuviera burlando, aunque al momento él también se ríe un poco—. Yo ya te he contado algo de mí, y al final te he sacado algo. Sin duda de lavar ropa has de saber. Así que ya ves, casi somos viejos amigos. Tal vez podrías ayudarme a pasar el tiempo hasta que la reina decline mi solicitud de matrimonio y pueda regresar a casa. ¿Qué me dices, vieja amiga?

Entonces se me ocurre algo.

«Tal vez no le importe. Tal vez, aunque le enseñe mi P, querrá seguir conociéndome».

Me llevo la mano al collar, pero al oír unos pasos que se acercan por el corredor, él vuelve la cabeza. Aparece un joven que lleva unas calzas rojas que le dan aspecto de gallo de corral.

—¿Coqueteando con una criada? No es precisamente la mejor manera de hacerte merecedor de la reina. Tu padre estaría… —Pero se interrumpe, porque se me ha movido el chal y mi collar ha quedado a la vista—. ¡Pero si es una comedora de pecados!

Me fijo en Ratón de Campo. Se ha puesto lívido. Gallo de Corral le tira de la manga. Ratón de Campo baja la mirada y lo sigue por el corredor. Ahora sí, ahora sí me viene a la mente la vieja cancioncilla:

Le dice un ratón de campo

a su primo de ciudad:

«Adiós, adiós, primo mío,

que esta vida entre tus calles

a ti te guste tal vez

pero yo comer prefiero

alubias, pan y cebolla

sin exponerme a peligros

que pasteles y confites

entre temores y espantos».

La vieja comedora de pecados no se muestra nada contenta cuando finalmente me reúno con ella en el patio del castillo. Me paso todo el trayecto de vuelta pensando en Ratón de Campo. En su rostro, al que asomaba un vello ya crecido que necesitaba un buen afeitado. En su voz, que se alegró al saber que yo sabía algo de lavar ropa. Quién lo iba a decir, un rico al que le importa que una chica sepa lavar ropa.

Nos detenemos una última vez, en casa de un mercader. En la cocina hay un ataúd pequeño con un pergamino enrollado en lo alto. La cocinera y un albacea son los únicos testigos, y permanecen de pie con las cabezas gachas. Qué cosas tan frágiles, los bebés. ¿Cómo puede haber tantos adultos vivos cuando mueren tantos recién nacidos?

* * * *

Después del ágape, los pasos de la vieja comedora de pecados transmiten el cansancio de todo un día de trabajo en el camino de vuelta a casa. Al llegar a la plaza mayor, aminora la marcha para ver una pantomima, pero no llega a detenerse, así que yo solo me entero de fragmentos. Los titiriteros que representan las noticias cuentan que han encontrado un muñeco bajo las ventanas de la reina. No era un hechizo de amor de magia blanca, sino un objeto de magia negra para echar una maldición sobre alguien. Era de cera de abeja e imitaba la forma una dama de alta alcurnia. Peor aún: el que confeccionó el muñeco le pegó pelos de cerdo en el vientre y las partes pudendas.

Solo de pensarlo siento un estremecimiento en mi propia entrepierna. Qué cosa tan espantosa; maldecir no solo a una mujer, sino las partes de su cuerpo encargadas de dar a luz. El actor, por supuesto, no se reprime a la hora de representarlo todo. Para esos titiriteros, cuanto más truculento es todo, mejor resulta el espectáculo. Una bruja con una marca del diablo en la mejilla sostiene una muñeca de cera vestida de azul. La bruja murmura algo en una lengua desconocida y le clava un alfiler a la muñeca en la barriga. Un actor, que también va vestido de azul, como la muñeca, se retuerce y se toca el vientre, y todo el mundo entiende que lo que le hacen al muñeco lo siente aquel de quien el muñeco toma el aspecto. Si tiras de los pelos de cerdo pegados en la muñeca que va vestida como una dama, la dama sentirá los tirones. El titiritero que va vestido de dama aúlla una y otra vez.

Hace ya bastante rato que hemos dejado atrás la plaza, pero yo todavía oigo los aullidos. «La dama de la pantomima ha muerto exactamente igual que Corliss, agarrándose el vientre», pienso yo. Y la idea me estremece, y el escalofrío me llega hasta la nuca.

Al poco tiempo, los sonidos del espectáculo se ven engullidos por el estrépito de Northside. Mis pies son como hormigas, que desfilan el uno frente al otro camino de casa. Alejo de mi mente a Corliss y al muñeco de cera. Y recreo en mi memoria los momentos de mi encuentro con Ratón de Campo, hasta la llegada de los pasos de Gallo de Corral. Me detengo justo antes de que aparezcan.