Buenos Aires es un lugar tan improbable que fue necesario fundarla dos veces. La primera por Pedro de Mendoza. El adelantado invirtió todo el dinero que había robado durante el saqueo de Roma en montar una fabulosa expedición ya que se creía que en las Indias existía una planta que curaba la sífilis que padecía. Aquello fue un desastre: traicionados por Alonso de Cabrera, quien vendió al mejor postor las provisiones que les estaban destinadas, y cercados por los indios querandíes y el hambre, los habitantes de aquella aldea precaria se vieron obligados a incluir en su menú las botas, los cinturones y también a alguno de sus compañeros. Muchos de los dos mil que integraron la expedición se dirigieron a otros destinos, de los que quedaron en la aldea sólo sobrevivieron unos doscientos que fueron rescatados en pésimas condiciones.
Más tarde, cuando se estableció el Río de la Plata como rumbo para llevar las riquezas extraídas de las minas de plata del Potosí, y en prevención de las acciones de los piratas, se la fundó nuevamente para emplazar allí un fuerte y una aduana con la prohibición de ejercer el comercio. Los habitantes de la nueva Buenos Aires veían pasar por las aguas mulatas del río los barcos negreros cargados con los esclavos capturados en el África occidental rumbo a las minas; y, desde el Potosí, los que bajaban con sus bodegas hinchadas de plata y metales preciosos. Eso atrajo de inmediato a los contrabandistas. En pocos años Buenos Aires prospera al impulso de los negocios ilegales y de la frondosa arborescencia de delitos y crímenes que se asocian como rémoras al contrabando. La urbe supera a Asunción y a Lima en importancia económica y estratégica.
Estos nacimientos turbios e inquietantes deben haber marcado algo del carácter y del temperamento de la ciudad. Sus habitantes tienen la picardía propia de quienes viven al margen de la ley: la velocidad de reflejos y una sorprendente capacidad de adaptación a situaciones nuevas.
Su música distintiva es el tango, heredero del candombe de los negros esclavos, nacido en los prostíbulos y lupanares, que terminó por imponerse como la danza sensual por excelencia. Un abrazo hecho canción.
La ciudad no es ajena, como toda gran urbe, a una inmigración tan abierta como desordenada; gentes de todas partes llegan en busca de mejores condiciones de vida y, con ellos, a unirse con los locales, toda la jerarquía delincuencial, desde el ratero hasta el atracador de bancos, desde el traficante de drogas hasta el estafador de guante blanco. Acá conviven los “señorones” con los peones, la alcurnia con el arrabal. La ciudad es, al decir del tango de Enrique Santos Discépolo, un cambalache, esos comercios en los que se amontonan objetos viejos en desuso sin orden ni concierto.
Mezclao con Stravinsky
va Don Bosco y La Mignon,
Don Chicho y Napoleón,
Carnera y San Martín.
Igual que en la vidriera
irrespetuosa de los cambalaches
se ha mezclao la vida
y herida por un sable sin remache
ves llorar la Biblia junto a un calefón
Ciudad de contrastes y contradicciones, siempre al borde del caos, enamora por su desorden a pesar de su violencia, de un tránsito irrespetuoso, sin ley ni orden, donde reinan el insulto fácil y el ruido atronador de escapes, bocinas e improperios. Sus habitantes mantienen con la ciudad una relación nerviosa de amor-odio. La ironía es moneda corriente en el habla porteña. La dominan tanto los supermillonarios de Puerto Madero como los obreros de las “villas miseria”, como se llama por aquí a los barrios más pobres. Será seguramente debido a su proximidad: las mansiones y las chabolas están separadas a veces por una calle, por una vía de ferrocarril, próximas, visibles, contradictorias.
Los cuentos que integran este volumen son una pequeña muestra de la diversidad de Buenos Aires, de los distintos enfoques y de la potencia narrativa de una ciudad que se ha reinventado muchas veces. De las relaciones entre sus distintos sectores sociales y económicos, de sus tensiones, de su crueldad, pero también de su amor. Y, fundamentalmente, de la relación contradictoria que los habitantes mantienen con la urbe. Jorge Luis Borges, el mayor autor del país, lo dijo así:
Y la ciudad, ahora, es como un plano
de mis humillaciones y fracasos;
desde esa puerta he visto los ocasos
y ante ese mármol he aguardado en vano.
Aquí el incierto ayer y el hoy distinto
me han deparado los comunes casos
de toda suerte humana; aquí mis pasos
urden su incalculable laberinto.
Aquí la tarde cenicienta espera
el fruto que le debe la mañana;
aquí mi sombra en la no menos vana
sombra final se perderá, ligera.
No nos une el amor sino el espanto;
será por eso que la quiero tanto.
André Malraux dijo que Buenos Aires es la capital de un imperio que jamás existió. No existió en el sentido de conquista o poderío bélico y económico que habitualmente se le da, pero sí existe en la potencia de sus letras alumbradas por un ingenio nacido de la necesidad, del precario equilibrio de su política y de su economía, de su irreverente capacidad para sobrevivir.
ERNESTO MALLO