Claudia Piñeiro
Apenas unas semanas atrás, la librería española Papiros había abierto una sucursal en Buenos Aires, en San Telmo, frente a la plaza Dorrego, apostando al turismo constante de la zona sur de la ciudad. Y para darle difusión al emprendimiento, nada mejor que convocar al escritor estrella del momento, Martín Jenner, a dar una charla y firmar ejemplares.
Jenner llegaría puntual, como era su costumbre; por eso había salido con anticipación más que suficiente. Aunque le tomaría casi media hora, había decidido ir caminando a la librería desde su departamento de Puerto Madero, alquilado para él por la editorial después de su divorcio y como parte de su último y fabuloso contrato. Ningún otro autor en Argentina había logrado nunca una condición de negociación semejante, pero ningún otro autor vendía más de medio millón de ejemplares de cualquier trabajo que publicara, sin importar qué clase de libro fuera, sólo porque llevaba su firma.
De camino, le sorprendió lo sucia que estaba esa parte de la ciudad, la gran cantidad de baldosas rotas, pero sobre todo los grupos de muchachos que escuchaban a todo volumen música “de dudosa procedencia” —como le había oído decir a un colega que despreciaba cualquier manifestación artística posterior al siglo XIX—, sentados en medio de la vereda, mientras tomaban cerveza. Martín Jenner sintió que a su paso, a diferencia de lo que le sucedía en otros barrios de Buenos Aires, nadie lo reconocía. Ni siquiera lo miraban. Sentirse ignorado, más allá de sorprenderlo, lo indignó. “Esta gente no lee”, concluyó para sí cuando pasaba frente a la estatua de Mafalda en el Paseo de la Historieta, y una mujer le pidió si podía tomarle una foto sentada en el banco junto al personaje de Quino. “Estoy apurado”, dijo Jenner, y siguió sin detenerse.
A pesar de la caminata, llegó impecable a la librería. Allí sí, junto a tanta gente que había ido por él, se sentiría cómodo. Buscó su imagen en la puerta de vidrio de la entrada, se acomodó el pelo y la solapa del saco. La sala ya estaba colmada y eso le quitó la inquietud que le había producido ser ignorado en la caminata. La nueva Papiros era un lugar bastante grande, pero la concurrencia había excedido las previsiones de los organizadores, que tuvieron que agregar sillas en lugares poco ortodoxos. Ni bien entró lo recibieron el dueño de la librería, su editora —que cumplía también la función de estar atenta a cada uno de sus pedidos, del orden que fueran— y el director comercial de la editorial, que sólo iba a presentaciones de autores de envergadura. La charla era coordinada por la jefa de redacción de una de las revistas culturales más leídas. Pero a la tercera pregunta en la que la insegura mujer quiso lucirse haciendo extrañas vinculaciones entre distintos textos de Jenner y coronó su teoría diciendo: “Es evidente que entre esos textos hay un lazo profundo, ¿no te parece? Desde el lenguaje te digo”, el escritor respondió: “No, no me parece”, y siguió hablando de lo que a él le parecía, sin devolverle el micrófono hasta concluir lo que empezó como una entrevista y terminó como una conferencia.
Exactamente una hora después de comenzado el evento, Jenner se despidió sin dar lugar a preguntas del público. Agradeció en general, recibió un gran aplauso y anunció que estaría allí aún un rato más para firmar ejemplares. Entonces sí le dio el micrófono a la periodista para que lo calzara en el soporte. Con su habitual sonrisa, sus uñas de manicura perfecta esmaltadas en color azul y una lapicera Lamy —más usual entre arquitectos que entre escritores—, Jenner firmó ejemplares de La muerte y la canoa durante más de una hora. La fila de lectores en busca de su dedicatoria, a diferencia de lo que sucede con muchos otros autores, no se limitaba a mujeres de mediana edad sino que abarcaba fans de entre veinte y sesenta años, tanto hombres como mujeres. El único denominador común entre ellos era que se mostraban sensiblemente enamorados del autor.
Jenner sabía desde hacía mucho tiempo lo que producía en sus lectores y lo fomentaba con distintas estrategias. Así lo hizo también esa tarde, en la librería de San Telmo, dedicándole tiempo a cada uno de ellos, prestándole atención y festejando con falsa humildad todos sus halagos. Martín Jenner era el autor más leído del país, también el más traducido. Y las dos cosas, tenía la certeza, se las debía en mayor medida a sus lectores que a la crítica o a sus colegas, siempre esquivos a la hora de elogiar sus libros, que consideraban “discretos” sin llegar a hablar mal de ellos. Jenner jamás fue seleccionado entre los finalistas de ninguno de los tantos premios Nacionales o Municipales, jamás alguna de sus novelas fue elegida “la ficción del año” ni en ferias, ni en festivales, ni en esas listas que hacen los suplementos culturales a fines de diciembre. Jenner se decía, y les decía a los pocos que se atrevían a preguntar, que no le importaba, que su capital estaba allí, frente a él, haciendo cola para llevarse su ejemplar firmado. Por eso era que Jenner no se limitaba a estampar la firma en los libros sino que le preguntaba a cada uno de sus lectores el nombre completo, se lo hacía deletrear si era necesario, conversaba con ellos un rato y se sacaba fotos con cientos de celulares, e incluso, y a pesar de lo mal que le sentaban, aceptaba en algunos casos tomarse selfies. En esa estrategia de devoción mutua radicaba la razón, estaba convencido, de que sus lectores le fueran tan fieles. Fieles no tanto a lo que escribía sino a él mismo. Jenner le hacía creer a esa gente, allí parada a la espera de su firma, que la conocía, que era como de su familia, que había un vínculo. Ése era para Jenner el verdadero motor del contrato autor-lector. Y aunque a él esa intimidad no le gustaba demasiado, más bien le causaba repulsión, la sostenía porque no le cabían dudas de que influía directamente, y quizás de manera exponencial, sobre las ventas de sus libros. Hoy un escritor, Martín Jenner lo sabía desde sus primeros pasos en el mundillo literario, con sólo escribir no llega a ninguna parte. Y él sí que había llegado lejos. Muy lejos.
Ni bien se tomó la última foto, se incorporó, fue al perchero y se puso el abrigo para salir a la bruma de un mayo húmedo y gris. Más allá de la vidriera, en la calle empedrada, un grupo de jóvenes pasaba pateando una botella y hablando a los gritos. Parecía que discutían, pero no. “Su forma de hablar, su estruendoso manejo del lenguaje”, pensó Jenner, “en este barrio se van a quedar todos sordos muy jóvenes”. Además de oírlos los vio bajar hacia Paseo Colón esquivando autos que iban en sentido contrario. Se preguntó si vivirían en el edificio tomado de la otra esquina, un edificio que alguna vez había sido público y que desde hacía años ningún gobierno se atrevía a desalojar. Pero enseguida descartó la pregunta, si, en definitiva, a él qué le importaba dónde vivía esa gente.
Jenner se guardó la lapicera en el bolsillo y por fin bajó del improvisado escenario. Hacía rato que lo esperaban su editora, el gerente comercial de la casa que lo publicaba y el dueño de la librería para llevarlo a cenar. Lo habrían esperado el tiempo que hubiese sido necesario, era el escritor superventas, el más exitoso del catálogo completo de la editorial, el que compensaba las pérdidas que les ocasionaba la publicación de mejor literatura. Estaban ya por irse cuando alguien abrió la puerta de la librería con ímpetu. Un hombre de algo más de treinta años —difícil calcularle la edad con esa barba hipster—, delgado, algo desprolijo. Avanzó hacia ellos. Llevaba una mochila de la que sacó un ejemplar de La muerte y la canoa. El dueño de la librería le salió al paso: “Disculpe, ya terminó la firma, si quiere puede dejar su ejemplar y lo pasa a buscar en unos días”. El hombre no se movió, miró a Jenner a los ojos sin decir una palabra. Jenner se inquietó por esa situación algo violenta que transcurría en la tensión del silencio. Necesitó romperlo. “Pero, por favor...”, se quejó, “cómo no lo voy a firmar, es sólo un instante más”. Jenner metió la mano en el bolsillo y sacó otra vez la lapicera. El hombre le extendió el libro. Jenner, como es su costumbre, lo abrió en la primera hoja dispuesto a firmar. Sin embargo, esta vez algo lo confundió: donde debía estampar su firma encontró pegada una hoja con renglones arrancada de alguna libreta. Entonces miró al hombre como pidiendo permiso para sacarla y él le dijo: “Lea”. Jenner obedeció, lo hizo mentalmente, sin repetir en voz alta lo que leía: “Este libro lo escribí yo, señor Jenner, usted lo sabe. Crápula, estafador”. Martín Jenner palideció, le temblaron las piernas; en un primer momento evaluó la idea de contestar, de decir algo, incluso de hacer echar a ese hombre por el personal de seguridad que cuidaba la librería y esperaba junto a la puerta. Pero casi de inmediato, en cuanto pudo controlar el temblor de sus piernas, concluyó que lo mejor era hacer como si no hubiera leído el mensaje. Entonces, sin mirar otra vez al barbudo hipster que lo había traído, firmó su ejemplar, levantando apenas la nota, y se lo devolvió. A su vez el hombre, sin dejar de mirarlo, aunque Jenner no hacía contacto visual con él, guardó su ejemplar en la mochila y se fue sin saludar. “Qué tipo raro, ¿no? Hay cada personaje en esta ciudad”, dijo la editora, que no había percibido más que la actitud algo prepotente del hombre de la mochila. “Sí, la verdad que sí”, afirmó Jenner, pero no agregó nada más. Le pareció mejor no mencionar lo de la nota ni lo del insulto. Al menos por el momento.
Lo llevaron a comer a un sitio clásico pero de moda, muy cerca, a unas pocas cuadras. Un restaurante vasco que figura en las listas de los diez mejores de la ciudad. La humedad sobre el piso empedrado de esa zona de San Telmo, sus zapatos nuevos y la luz titilante de esas cuadras lo hicieron trastabillar un par de veces. O tal vez fue el estado de inquietud que le quedó después de la última firma; de hecho, cuando unas horas atrás había venido caminando desde su casa por las mismas calles, con la misma humedad y los mismos zapatos, no recordaba haber tenido dificultades. Estaba más oscuro, eso sí. Y ahora había más basura que esquivar en las calles. A San Telmo, de noche, lo invade la basura, pensó.
En la entrada del restaurante los esperaba una recepcionista que chequeó la reserva. El director comercial de la editorial le comentó que no había sido fácil conseguir lugar pero que, como sabían que era su preferido, habían movido cielo y tierra hasta lograrlo. La cena transcurrió con normalidad. Pero fue algo así como la calma que antecede a la tormenta, porque cuando estaban caminando de regreso hacia la plaza Dorrego para subir al auto, se toparon otra vez con el hombre de barba hipster. Martín Jenner lo reconoció inmediatamente, lo esquivó y apuró el paso. Gracias a su gesto, los otros advirtieron lo que estaba pasando. Todos se metieron dentro del auto del director comercial con rapidez, sin siquiera abrirle la puerta a la editora ni respetar que entrara primero siendo la única mujer del grupo. El hombre de la barba se acercó al auto, se paró a un costado, junto al parabrisas delantero, levantó el limpiaparabrisas y luego lo bajó dejando apresada una hoja de cuaderno similar a la que estaba dentro del libro que había llevado a la librería. Jenner intuyó lo que debía decir. El hombre se quedó un rato más allí, mirando directo a los ojos del escritor, con el dedo mayor de la mano derecha extendido y el resto en puño apretado. “Fuck you”, dijo, y se fue. Ninguno de los que estaban dentro del auto se movió ni hizo nada, hasta que finalmente el hombre cruzó la plaza en diagonal y se perdió por Carlos Calvo en dirección a la avenida 9 de Julio. Cuando ya no estaba a la vista, el director comercial se bajó del auto y retiró el papel que estaba sobre el parabrisas. Jenner hubiera querido detenerlo, pero sabía que ocultar el contenido de la nota habría sido peor. El director comercial entró otra vez al auto y leyó: “La muerte y la canoa la escribí yo, usted es un impostor, señor Jenner, un crápula estafador”. “¡Por Dios!”, dijo la editora. “Increíble”, comentó el librero. Luego el auto fue invadido por un silencio incómodo. Y al rato: “¿Quién será este loco? ¿Alguien le vio cara conocida?”, preguntó el director comercial. Jenner movió los brazos en el aire buscando palabras que no encontraba y luego dijo que no tenía ni la menor idea, que lo había visto en la librería por primera vez en su vida, y entonces sí les contó el episodio anterior. “¿Cómo no nos dijiste antes?”, le reprochó la editora. Y siguió: “Este hombre está muy mal. No es la primera vez que veo una cosa así, en esta ciudad hay muchos que tienen el delirio de que son escritores y que un escritor famoso les robó su obra maestra”. “En esta ciudad hay más gente que escribe que gente que lee”, se quejó el director comercial. “Pero a lo sumo te denuncian en un diario, o te hacen juicio y listo”, siguió la editora. “En esos casos lo solucionamos fácilmente con nuestros abogados. Pero este acoso es peligroso. ¿No les parece que deberíamos hacer la denuncia a la policía?”, sugirió el director. “Yo creo que sí”, dijo el librero. “Podemos ir ya, hay una seccional acá cerca”. Jenner, todavía pálido del susto, intentó mantener la calma, la suya y la del grupo. “A ver, esperemos un poco. Nunca me pasó algo igual. Sí que me esperen durante días para darme un libro escrito por ellos, o para pedirme un autógrafo, o hasta para regalarme una rosa roja. En fin, hay gente rara, intensa, que se obsesiona con uno. Pero en general se les pasa. A éste también ya se le va a pasar”, concluyó. “¿Querés que lo corra y le diga algo? Como para asustarlo un poco y quedarnos tranquilos de que no va a volver a suceder”, preguntó el director comercial. “No, no, no vale la pena. Además, ya debe haber subido a un colectivo, o al subte”, respondió Jenner. “Mejor no prestarle atención, todos buscan un poco de fama a costa de uno. Y por lo general, una vez que tienen su minuto de gloria se calman.”
Arrancaron dando por terminado el intercambio de ideas, pero en el trayecto siguieron hablando del hombre de barba hipster. El director comercial dejó al dueño de la librería en su casa, que quedaba a unas cuadras, sobre la calle Defensa, a la altura en que San Telmo empieza a perder su encanto y se transforma en el microcentro de la ciudad: una zona que de noche, apagados el bullicio y las corridas del día, espanta a muchos. Luego siguieron hasta Puerto Madero para llevar a Martín Jenner hasta el lujoso departamento pagado por la editorial. “¿Seguro que estás bien, tranquilo?”, le preguntó la editora al escritor. “Claro que sí”, dijo Jenner, “lo único que me falta es perder la calma por un hipster mal entrazado que cree que escribió lo que escribí yo. Tranquilos, esto no es más que una anécdota que contaremos hasta cansarnos en cada brindis de la editorial”. Jenner le extendió la mano al director comercial, besó en la mejilla a la editora y bajó. Antes de irse se acercó a la ventanilla a decir una última cosa. “Obvio que esto les saldrá unos cuantos dólares más en el próximo contrato. Trabajo insalubre, amigos”, advirtió y todos se rieron, aunque sabían que, tratándose de Jenner, eso podía no ser una broma.
El gerente esperó con el auto en marcha, mientras su escritor superventas no terminaba de entrar en el edificio. Jenner buscaba las llaves en el bolsillo, pero antes de que las encontrara se acercó el hombre de la empresa de vigilancia que cuidaba el edificio las 24 horas y le abrió. Jenner extendió el brazo hacia el auto a modo de saludo y entró. Los otros tocaron una bocina corta y se fueron. Mientras Martín Jenner avanzaba hacia el ascensor, el hombre de vigilancia le acercó una pila de sobres, la correspondencia pendiente de entrega que, según le dijo, había retirado él mismo del buzón esa tarde porque ya no cabían más papeles dentro. Jenner la tomó y le agradeció la molestia: “Soy un desastre con este tema de los buzones, viejo”. Y se metió en el ascensor.
Ya dentro del departamento, tiró el pilón de sobres sobre la mesa ratona, se sacó los zapatos y se sirvió un whisky. Jugó con un par de hielos que echó dentro del vaso y se sentó en el sillón. Más que sentarse se desplomó. A esa distancia de la mesa ratona, observó los sobres desparramados y uno le llamó la atención. Estaba dirigido a su nombre pero debajo, entre paréntesis y con letra de imprenta, decía: CRÁPULA ESTAFADOR. Habría querido tomarlo con calma, pero era demasiado. Lo abrió temblando. Encontró lo que sospechaba: una carta donde el hombre de la barba hipster, que por fin había puesto su nombre, Antonio Borda, le recordaba que le había enviado tres ejemplares de su manuscrito, La muerte y la canoa, por correo el año pasado, uno en marzo, otro en agosto, y el último en octubre. “Como le dije en el último envío, eran las tres copias que tenía, ni una más, y se las mandé sin resguardo porque confié en su honestidad. No le di a leer la novela a nadie más, sólo confié en usted. En la Feria del Libro me dijo que le encantaría leer lo que escribía. ¿No se acuerda? ¿O se lo dice a todos?” Claro que se lo digo a todos, piensa Jenner, y sigue leyendo. En lo que queda de la carta Borda le agradece haberlos leído y luego se extiende en tres largos párrafos acerca de las virtudes de su propio texto “que, dadas las circunstancias, me doy cuenta de que usted también valoró”. Por fin terminaba la carta con un párrafo que Jenner consideró una provocación: “No volveré a ponerme en contacto con usted, pero si no declara públicamente que yo soy el autor de La muerte y la canoa dentro de las próximas 72 horas me suicidaré y usted cargará con eso por el resto de su vida”.
Martín Jenner sintió que iba a desmayarse. Este loco lo estaba logrando, lo estaba sacando de sí. Y eso a él no le había gustado nunca. Necesitaba hablar con alguien. Marcó el número de su editora pero cortó. Mejor sería decírselo al día siguiente, para qué dejar a otra persona sin dormir. O tal vez llamaría directamente a su abogado, pensó. En cualquier caso no temía que el hombre se matara; dicen que los suicidas lo hacen sin avisar, recordó. Y Borda había dicho 72 horas. Nadie planea un suicidio a tres días vista, Jenner estaba seguro de eso. No recordaba haber oído nada semejante. El hipster debe de estar buscando plata, concluyó; si sabe que otra cosa, de él, el escritor más exitoso de la Argentina, no va a conseguir. Basta de elucubraciones, se dijo. Y se tomó una pastilla para dormir, después de un tercer whisky. “Eran las únicas copias que tenía”, volvió a leer en la carta. No creía que la situación fuera de gravedad, pero sí que sin la ayuda del fármaco no le sería fácil descansar como necesitaba.
Tres días después, Antonio Borda apareció colgado frente a la librería Papiros. Los comerciantes de la plaza Dorrego rodeaban el cadáver que el juez no había autorizado retirar. La soga pendía de un cartel de hierro que servía para indicar el nombre de una casa de antigüedades. Borda tenía en el bolsillo una carta dirigida “A quien corresponda en la editorial”, donde decía más o menos lo mismo que explicaba en la carta que le había mandado a Martín Jenner. El asunto se convirtió en un escándalo que cubrieron todos los medios. Pasaron semanas hablando del “hipster, mitómano, poeta y suicida” en diarios, radios y canales de televisión. Hasta que surgió un asunto de mayor interés y la cobertura mediática decayó. Martín Jenner declaró ante la policía y la Justicia. Le hicieron un extenso reportaje en uno de los noticieros más vistos del horario central, en el que era muy difícil ver invitado a un escritor para hablar de lo que fuera. “No supe medir lo mal que estaba este muchacho, me siento culpable, necesitaba ayuda y no lo vi. A veces pasa que alguien tiene una idea que casualmente otro escritor desarrolla y se siente estafado. Todo el tiempo sucede. Coincidencias, temas que están en el aire y que en varias cabezas toman distintas formas literarias. En fin. Yo creo que en medio de su delirio él debía de estar convencido de que me envió su manuscrito y yo publiqué algo que le pertenecía. El delirio tiene caminos extraños, inenarrables hasta para nosotros, los escritores. Una pena que nadie haya notado lo mal que estaba. Soy agnóstico, pero si no lo fuera, pediría una oración por él”, dijo como cierre Martín Jenner, y hubo una especie de minuto de silencio que no duró los sesenta segundos de rigor. Luego en el noticiero completaron la entrevista con un informe que incluía las conclusiones de un importante psiquiatra especialista en suicidios. El hipster tenía antecedentes de desórdenes psicológicos. Había estado internado en dos ocasiones. El único familiar que apareció a reconocer el cadáver fue una tía lejana que no lo veía hacía años.
Unas semanas después, La muerte y la canoa llegó a la vigésimo primera edición. “Bueno, no quiero hacer humor negro, pero finalmente el hipster nos hizo un favor”, le dijo la editora a Martín Jenner cuando lo llamó para avisarle de otra nueva tirada de su novela. “Sí, no me hace gracia el chiste, pero me alegra lo de la nueva edición”, respondió Jenner. Luego arreglaron detalles de su participación en el festival literario de Paraty, en Brasil, “un festival al que van sólo unos pocos”, intentó entusiasmarlo su editora, como si Jenner no tuviera muy en claro de qué festival se trataba, si hacía años que se molestaba cada vez que aparecía la lista de invitados y él no era uno de ellos. “Sí, supongo que les diremos que sí a los de Paraty, dejame pensarlo un poco”, pidió, y luego cortó.
Jenner se acercó a la ventana. El río estaba más gris que de costumbre. A lo lejos se veía un barco, tan pequeño a la distancia que bien podía ser una canoa. Tuvo ganas de servirse un whisky, aunque si arrancaba a esa hora de la mañana no iba a poder escribir en todo el día, así que lo descartó. Mejor era ponerse a escribir ya, con su computadora portátil, frente a esa ventana que le regalaba un paisaje único. Pero antes fue a su escritorio a hacer por fin lo que no había podido hacer hasta ahora. ¿Tal vez por cábala? ¿Por respeto al muerto? ¿Por regodeo en saborear un riesgo que en algún momento sintió que podía quebrarlo? No sabía por qué lo haría recién ahora, pero era el momento. Sacó del último cajón las tres copias del manuscrito de Borda que había recibido por correo, en marzo, agosto y octubre del año anterior. Las quemó dentro de la pileta de la cocina, esperó que los papeles ardieran por completo. Con cuidado, juntó las cenizas en un jarrón. Le colocó un plato encima por si acaso. Y ubicó el jarrón en la biblioteca del living. Allí quedarían hasta que tuviera tiempo de bajar a orillas de ese río que veía cada día por la ventana. Cuando fuera al río, se juró, iba a esparcirlas. Ojalá en ese momento pasara una canoa y las cenizas volaran frente a ella, como cuando se lanzan las de un muerto a su lugar más querido.