Inés Fernández Moreno
Después de casi dos años de búsqueda y tras capear distintas crisis económicas, habíamos encontrado la casa justa para nuestro presupuesto. Estaba en Parque Chas, en la esquina de Constantinopla y Bucarest. Un caserón venido abajo, pero con un aire romántico de castillete abandonado. Tenía dos plantas y estaba rodeado por un jardín enmarañado presidido por dos cipreses.
—Es un chalet de los que hacían los ingleses cuando llegaron a tender los ferrocarriles —me explicó Andrés.
—El jardín no parece muy inglés —dije yo mirando con desánimo la invasión de malezas y los restos de un gallinero donde todavía picoteaban y cagaban tres gallinitas pigmeas.
—Pero rodea toda la casa, no vas a comparar con ese concepto mezquino del jardín como “fondo”. ¡Sacale varias fotos, por favor!
Como un copiloto solícito, yo llevaba un registro minucioso de todas nuestras incursiones con la cámara de mi nuevo celu.
Adentro de la casa, siguió el desacuerdo. Donde yo veía una sala como una tumba etrusca, él veía ventanales por donde entraría luz a raudales, donde yo veía una cocina ruinosa, un piso lleno de quejidos y pasajes estrechos que llevaban a cuartos como calabozos, él veía paredes por tirar, nuevos espacios, una planta llena de posibilidades y de excelente circulación.
Pero el arquitecto era él, y yo confiaba en sus ideas. Así que la compramos.
La dueña de la casa se llamaba Adriana Costa y debía tener unos veinticinco años aunque tenía un aire mortecino que la hacía parecer mayor. Según nos contó, había vivido allí con su madre divorciada, su abuela y una tía soltera que había sido veterinaria. Mujeres tristes que tal vez como último acto de desánimo habían muerto antes de tiempo. A medida que fueron desapareciendo, ella se había limitado a clausurar sus cuartos, sin tocar ni un alfiler. Como compartía la habitación con su madre, desde su desaparición decidió trasladarse al salón y allí vivía en el medio del caos, con ropa y zapatos apilados por los rincones, libros y papeles en el suelo y la compañía de tres perros viejos y olorosos, herencia de Clarisa, la tía veterinaria que llegó a tener hasta una docena. Yo salía de esos encuentros estornudando y bastante deprimida, pero el optimismo constructivo de Andrés era inalterable.
Unos días antes de la fecha convenida para la posesión pasamos por allí y encontramos a Adriana desmechada y en batón arrancando botones de una pila de ropa vieja.
—No llego a vaciar todo —nos dijo—, voy a necesitar unos días más…
Como estábamos apurados y pensábamos hacer una refacción a fondo, le ofrecimos ayuda.
—Me falta la parte de abajo —nos aclaró—, sobre todo el consultorio de mi tía, está abarrotado de cosas inútiles. Y las gallinitas…
Le aseguramos que nosotros tiraríamos todo. Y que nos ocuparíamos de las gallinas.
Aceptó aliviada y, pocos días después, empezamos los trabajos a todo ritmo.
Al tirar abajo las boiseries oscuras que cubrían las paredes, al abrir ventanales hacia el futuro jardín, la casa se fue transformando como por milagro en la que había imaginado Andrés. Yo documentaba cada cambio para nuestro álbum de refacciones.
Seis meses después nos quedamos con poco dinero y la finalización de la obra se retrasó, pero como una gran parte de la casa ya estaba habitable decidimos mudarnos igual.
Con la alegría del cambio nos acostumbramos rápido a vivir en una casa que tenía dos áreas. La nueva, luminosa y alegre, y la del pasado con el consultorio de la veterinaria, el lavadero derruido y el jardín lúgubre, donde cada tanto aparecía un cerquito de ladrillos. “Son tumbas de perros”, había dicho Pedro, el capataz de la obra. Se lo había comentado una vecina, la misma que había aceptado encantada las tres gallinitas pigmeas. Pero lo más siniestro era el consultorio donde todavía se conservaban, en un estante, una hilera de calaveras de animales de distintos tamaños y una canasta llena de huesos. En distintos rincones había maderas viejas, palanganas, un sillón desfondado, una colección de revistas de veterinaria y varios cajones sueltos con una mezcla anárquica de objetos. El placard empotrado en el fondo no auguraba nada mejor. Cuando Andrés con un fuerte tirón consiguió abrirlo, cayó de lo alto un objeto espeluznante. ¿Una araña gigante? ¿Un gato embalsamado? Le di una patada y después me acerqué con cautela hasta que vi que era una vieja peluca de kanekalon, de pelo medio apolillado. Me dio tal repugnancia que decidimos dejar el resto de la tarea para otro momento. Desde entonces, llamamos a aquel lugar “el cuartito de los horrores”.
No era fácil llegar hasta Constantinopla y Bucarest. Yo tomaba el subte desde el centro y me bajaba en Los Incas, una de las últimas estaciones de la línea B. Después tenía que caminar unas diez cuadras. Me iba internando en aquellas callecitas breves y circulares con nombres de ciudades europeas —Viena, Hamburgo, Constantinopla— como quien se va perdiendo en un sueño. Una esquina podía terminar en un chanfle inesperado, en una placita minúscula o en un punto donde confluía consigo misma, como la esquina de Bauness y Bauness. Había, como en cualquier barrio suburbano, casas bajas con su indefectible jardincito delantero y sus detalles tiernos: carteles de bienvenida, patos o enanos de cerámica, canteros protegidos por un techito de nailon. Pero también florecía la singularidad. Vecinos que ocupaban hasta la mitad de la vereda con macetas propias. Un canillita que además de diarios y revistas vendía huevos. Un quiosco custodiado por un perro. Una farmacéutica que tiraba el tarot. Un verdulero en la calle Torrent que le cantaba loas a cualquier vegetal o fruta que uno le pidiera.
Una tarde en que volvía cansada pero más propicia que nunca al espíritu del barrio, pues en la revista me acababan de conceder dos meses de trabajo freelance, me detuve en la calle Ginebra frente a una ventana bordeada de malvones y cortinas de crochet. Contra el vidrio, una estampita de San Expedito y, debajo, un cartel donde se ofrecían “clases de crochet y de bijouterie”. Le saqué varias fotos y recordé con ternura a mi abuela tejiendo crochet. Yo nunca había tenido paciencia para aprender. Tal vez mi vida en Parque Chas admitiera ahora esa actividad lenta y pacificadora.
Por la mañana, durante el desayuno, le conté a Andrés mis avances en el barrio y la idea de tomar clases de crochet con una vecina. Él también hacía sus descubrimientos. Me habló del tallerista de la calle Barzana donde había cambiado unas bujías del auto: se llamaba Giacomo y había sido barítono.
—Ahora ya no canta pero habla hasta por los codos. Me dijo que conoció bien a la familia Costa, y sobre todo a la tía veterinaria. Parece que era una mujer hermosa. Él sabía de algunas historias porque, además de viejo vecino, era socio del excomisario Padeletti, de la 19.
—Por de pronto la bella coleccionaba huesos —dije yo recordando la canasta de huesos y las calaveras de su consultorio—. Tendríamos que vaciar de una vez ese lugar, ¿no?
Cuando Pedro llegó para colocar los zócalos que faltaban, le pedimos que esa misma semana empezara con el jardín y que nos ayudara a vaciar el cuartito de los horrores.
Pedro, con su calma y su dulce acento de misionero, dijo que después había que quemar incienso. Eso recomendaba su señora, para limpiar el lugar: “Hay que guardarse sobre todo de la envidia de los muertos, dice ella, que es la peor ponzoña”.
Más tarde, mientras tomábamos un café en la cocina, me comentó que su sobrino Eladio estudiaba veterinaria, que tal vez le interesaran las revistas y hasta las siniestras calaveritas y los huesos de los perros. Que se los iba a llevar. “Lo que es malo para uno —sentenció— puede ser bueno para otro”.
Lo dejé trabajando en el jardín y decidí ir hasta la casa que ofrecía clases de crochet.
Bajé por Cádiz y, después de varias vueltas en falso, desemboqué en Ginebra donde enseguida reconocí la ventana de los malvones. Sobre el frente de piedra de la casa, junto a la puerta, había una placa de bronce que decía “Eduardo Brunner. Osteópata”. Toqué el timbre.
La mujer que me abrió debía tener más de setenta años pero no tenía en absoluto el aspecto de una abuelita tejedora. Era alta y robusta, tenía una cara de pómulos altos y unos ojos encendidos que ella intentaba dominar. Enseguida me dio la mano y me dijo que se llamaba Franca. Después me hizo pasar a un living bastante espacioso pero de muebles enormes y oscuros entre los que se movía con increíble agilidad. Las artesanías de crochet brotaban como excrecencias por todas partes: almohadones, carpetitas en los apoyabrazos de los sillones, caminos de mesa y hasta algunas macetas con fundas tejidas. “El crochet —me dijo— es una de las fórmulas más eficaces para mantener la mente tranquila. Mejor que el yoga —afirmó—. Y mantiene las manos en movimiento, igual que la bijouterie. Mi marido, que era osteópata, me lo decía siempre”. Así me enteré de que era viuda del osteópata y que era una de las vecinas más antiguas de Parque Chas. Se había mudado allí de recién casada, en los años cuarenta.
Quedamos en que yo iría los viernes a la mañana para empezar con una aguja número cinco y algún ovillo de lana de cuatro hebras.
Cuando nos despedimos vi sobre el recibidor un retrato del finado. Me detuve a observarlo. Era un hombre atractivo, con una de esas miradas seductoras de las que cada mujer se siente destinataria. Pensé que debía haber tenido muchas pacientes con dolor de huesos. Franca se paró junto a mí. “Era un hombre con mucha personalidad y con mucha labia”. Lo dijo con un tono apagado como si fuera más un reproche que algo para celebrar.
Pocos días después, cuando salía de casa para ir a tomar la primera clase, me crucé con Pedro que llegaba de comprar materiales.
—Tengo que hablarle de algo, doña Julia —me atajó.
Pedro tenía un aire preocupado y supuse que sería un pedido de dinero. Pero no se trataba de eso.
—Es sobre los huesos que le llevé a mi sobrino. No eran todos de perro —dijo. Y se quedó callado como si me diera la oportunidad de adivinar.
Habría también huesos de gatos, pensé.
—Hay huesos de un cristiano, dijo mi sobrino, una mano casi completa.
—¿Una mano? —repetí como una idiota tratando de encajar la información.
—Raro, ¿no? —dijo, y empezó a llevar sus herramientas al jardín.
—Bueno —acoté—, tal vez hacían estudios comparativos…
—Y, será —dijo Pedro con esa resignación de los humildes ante las tragedias o los misterios de la vida.
Me quedé inquieta con esa información y durante la tarde, mientras respondía algunos mails, busqué en internet “huesos de la mano”. Aparecieron varias imágenes radiográficas de manos. Sin el calor de la carne, se las veía en toda su crudeza animal: frías y temibles herramientas para el agarre. En total, decía el artículo, la mano humana tiene veintisiete huesos, uno lleva el horrible nombre de “ganchoso”. ¿Sería confiable la información del sobrino de Pedro? Con tanta cantidad de huesos y huesecitos, podría haberse equivocado.
Cuando más tarde se lo conté a Andrés, él no le dio importancia; la manipulación de huesos y de órganos es algo más que habitual entre los estudiantes de Medicina o de Veterinaria.
La primera clase de crochet fue muy corta, menos de media hora, porque Franca se había quedado casi sin voz. En susurros me contó que había trabajado de preceptora durante más de veinte años en escuelas secundarias y que, desde entonces, de tanto forzar la voz, sufría con frecuencia de disfonías. Pero insistió en que me quedara y practicáramos la vareta, el punto más elemental del crochet.
Mientras me daba algunas indicaciones también ella tejía. Pasaba las lazadas de lana con una firmeza que producía un efecto hipnótico. Pero tal vez fueran sus manos lo más notable: unas manos fuertes que uno podía imaginar manejando herramientas más contundentes que una aguja de crochet.
—Es importante trazarse un plan —me recomendó antes de irme—. Así uno aprende con más entusiasmo.
Yo me había propuesto hacer una manta de cuadrados tejidos de distintos colores. La idea me gustaba. A la inversa que Penélope, se trataba de acumular y acumular tejidos para después unirlos y montarlos en una sola pieza.
—Para una manta de una plaza vas a necesitar unos cien cuadrados de cuatro por cuatro.
Era un proyecto a largo plazo. Me fui de allí un poco desanimada, con algunas cadenas de vareta y un pedacito amorfo de cuadrado con la consigna de practicar en casa.
Al viernes siguiente, otra vecina se había sumado al grupo: se llamaba Lidia y tenía una edad indefinida, entre cuarenta y cincuenta años.
—Julia es nueva en el barrio —me presentó Franca con la voz recuperada.
—Sí, estoy a unas cuadras de aquí, en la esquina de Bucarest y Constantinopla.
—Ah, creí que había comprado en Berna, en los departamentos nuevos —dijo Franca.
—No, vivimos en diagonal a los departamentos, en una casa que estamos refaccionando.
Franca detuvo el tejido y me pareció que palidecía.
—Entonces estará muy cerca de la casa verde, la de Clarisa.
—Me lo dijo con una voz que me pareció acusadora.
—Era verde, ahora es blanca —dije a la defensiva—, y creo que Clarisa era el nombre de la tía de Adriana Costa. ¿Usted la conocía?
Franca se levantó de su asiento y quedó por un momento en silencio.
—Sí, claro que la conocía —dijo al fin y se quedó vacilando como si no recordara bien para qué se había levantado. Por fin fue hacia la cocina y trajo un plato de galletitas que dejó sobre la mesa junto a nosotras—. Fuimos muy amigas. Pero ella murió joven. Son temas tan tristes —suspiró y volvió a concentrarse en su tejido
Se instaló un clima tenso que se fue diluyendo poco a poco, cuando Lidia contó que su árbol de naranjas amargas estaba dando frutos y que muy pronto nos iba a hacer probar su famoso dulce.
Por entonces empezaba la primavera en Parque Chas: los jazmines florecían, los lazos de amor proliferaban y el jacarandá de la esquina daba sus proverbiales flores celestes y extendía sus ramas hacia la casa como si quisiera abrazarla. También la gente en el barrio se expandía, baldeaban la vereda, sacaban a sus perros e intercambiaban sonrisas.
La mañana del sábado entramos al fin al cuartito de los horrores. Nos pusimos guantes de trabajo y empezamos a sacar objetos inútiles para tirar en un volquete.
Cuando removimos una hamaca vieja de esterilla desfondada y dos reposeras con las maderas rotas, apareció contra un rincón una bolsa que parecía de cemento.
Pedro se asomó al cuarto, echó una ojeada y dictaminó:
—Es cal viva.
—Se usa como desinfectante —dijo Andrés.
—Para mí, la vieja la usaba para enterrar a los perros. Se los envuelve en cal viva para que no echen olor.
Tiramos palanganas desconchadas, jeringas y bandejitas metálicas, pilas de carpetas y papeles, unos cuadros de naturalezas muertas, unas raquetas descordadas…
Trabajamos hasta que el cuarto quedó totalmente despejado. Sólo quedaba el placard.
—Eso te lo dejo a vos —dijo Andrés, y dio por terminada su participación.
Yo me tomé un descanso y después abrí de par en par las puertas del placard. Me invadió un olor dulzón a moho y a viejo, que me provocó una arcada. Metí desordenadamente ropa, bolsos y zapatos en bolsas de plástico y descubrí contra el fondo una caja de madera con incrustaciones que parecían de nácar. Intrigada, la llevé a la cocina. Tenía el aspecto de un cofre y le faltaba una pata. Intenté abrirlo pero estaba cerrado con llave. Pedro, que andaba por ahí, sacó su cortaplumas y, con una insospechada habilidad de cerrajero, la abrió en una sola maniobra. Le di una revisada somera: cajas de diapositivas, algunas cartas y documentos, un fajo de estampitas, una cajita con una medalla deportiva y otra con un dije de plata en forma de corazón. Por último, en el fondo, cubierta por un papel de seda, una foto en blanco y negro. Era el retrato de una mujer y estaba firmado por Annemarie Heinrich. La miré con curiosidad: aquella tenía que ser Clarisa joven, la tía veterinaria que amaba a los perros. Tenía una melena color cobre, peinada a la moda de la época, con ondas sobre la frente; la boca era grande, con un rictus displicente, pero los ojos como contrapunto eran lánguidos, de heroína romántica. Llevaba un collar de perlas en el cuello que echaba provocativamente hacia atrás. ¿Qué hacía entre tantas porquerías aquella mujer hermosa?
Me imaginé que a Adriana le gustaría recuperar esos recuerdos. Sin embargo, más tarde, cuando le hablé, no pareció demasiado entusiasmada. Pensaba mudarse pronto al sur donde iban a poner una hostería con su novio, y tenía miles de trámites por delante. De todas maneras, si no me molestaba, pasaría el domingo a ver de qué se trataba.
A la mañana siguiente salí temprano a caminar. Tenía dos meses de libertad por delante. Eso me despertaba un ánimo veraniego, ganas de hacer gimnasia, de sacar fotos, de preparar ensaladas exóticas…
Me detuve en lo del verdulero lírico de la calle Torrent a comprar fruta y allí me encontré con Lidia, mi compañera de crochet.
—¿Cómo van tus cuadrados? —me preguntó.
—Bueno, al menos ahora empiezan a parecer cuadrados.
El verdulero exhibía en aquel momento un ramillete de perejil: “Más hermoso que un ramo de novia, señoras”.
Las dos nos reímos.
Animada por la simpatía de Lidia, me atreví a preguntarle por Franca.
—¿La conocés desde hace mucho? Me pareció que reaccionó mal cuando le mencioné a Clarisa.
Lidia miró hacia arriba con un gesto resignado, como si de allí provinieran todos los misterios, después se inclinó hacia mí y me dijo en voz baja:
—Un drama pasional.
Franca y Clarisa habían sido muy amigas. Inseparables, me contó, hasta que Clarisa empezó a atenderse con Brunner por alguna dolencia de la columna.
—Él era un mujeriego incorregible, la persiguió y la persiguió hasta que al final: lo que te imaginás.
—¿Y entonces?
Lidia volvió a mirar hacia el cielo, de donde también parecía proceder lo fragmentario de su conocimiento. Ella no sabía mucho más, salvo que él, después de un tiempo, había desaparecido.
—Las dejó pagando a las dos.
—¿Se fue con otra?
—Hablaban de una paciente chilena, pero nunca se supo nada más de él, como si se lo hubiera tragado la tierra.
A la noche, cuando volvió Andrés, le conté las últimas novedades.
—Hay algún misterio con esa mujer, ¿no?
—Ya lo dijo Flaubert —sentenció él—, basta con que miremos largamente un objeto para que se vuelva interesante. Si querés más detalles —agregó—, te recomiendo que pases por el garaje de Giacomo. De paso, le dejás el auto para que le cambie el aceite.
El domingo amaneció nublado y ventoso, pero con el paso de las horas empezó a despejarse. Cuando llegó Adriana, a eso de las cuatro de la tarde, no quedaba ni una nube en el cielo. Estaba muy distinta de la pálida chica desmechada que habíamos conocido unos meses atrás. Se había cortado el pelo, estaba vestida con ropa clara, muy a la moda, y los ojos le brillaban de entusiasmo, como si al liberarse de la casa hubiera podido por fin empezar su verdadera vida. Se quedó asombrada de los resultados de la refacción, de la luz que entraba a raudales por las ventanas, de los nuevos espacios. Me pareció por un momento que se le nublaban los ojos, como atravesada por alguna revelación existencial.
Tomamos un té, mientras ella revisaba el contenido del cofre.
—Era hermosa —dijo Adriana cuando descubrió la foto de Clarisa. De chica, a mí me parecía un hada.
—¿Nunca se casó?
—No, aunque tenía muchos admiradores. Era una mujer severa. Mi madre le tenía un poco de miedo: “No hagas esto, no hagas aquello, Clarisa se va a enojar”. Yo tenía prohibido entrar en su consultorio.
Cuando Adriana abrió la cajita con el corazón de plata se quedó sorprendida. Levantó el dije y lo miró a la luz.
—Lo tenía en una pulsera que no se sacaba nunca. Y de pronto un día no la tenía más. Dijo que la había perdido.
Mientras terminaba su té, miró por encima las cartas, las postales y otros documentos viejos y volvió a meterlos en el cofre de cualquier manera.
—No quiero tener estas cosas —concluyó—, mejor desprenderse del pasado, ¿no?
—Bueno, depende —quise matizar.
—Es que ninguna de ellas, ni mi tía ni mi madre, fueron felices —dijo con pesar.
Tal vez la agobiaba ahora la culpa de su incipiente felicidad.
—Me llevo la foto y las medallas y lo demás te pido que lo tires. O te quedás con el cofre, si te gusta.
Se levantaba para irse cuando le pregunté por Franca.
—¿Y a Franca Brunner la conociste? Estoy tomando clases de crochet con ella.
—Claro que la conocí —dijo de inmediato—, era íntima amiga de Clarisa. Mi madre la detestaba, decía que era una amiga demasiado posesiva. Demasiado…
Se quedó dudando, como si no encontrara la palabra justa, y al final concluyó:
—Uno nunca termina de conocer a las personas, ¿no? Después se pelearon a muerte. Dicen que fue por una historia de celos con el marido, el que desapareció… En fin, yo era muy chica en esa época.
La vi irse, en una camioneta nueva, con la sospecha de que nunca más nos volveríamos a ver.
El lunes a la mañana Andrés me dejó el auto para que lo llevara a cambiar el aceite, y conocí a Giacomo. Alto y desgarbado, con una nariz enorme y, tal como lo había anunciado Andrés, un torrente de palabras. Junto con el verdulero lírico habrían compuesto un dúo insuperable. Apenas le mencioné a Franca, aunque ya estaba metido debajo del auto para vaciar el carter, asomó la cabeza de abajo del chasis y así, como una tortuga boca abajo, empezó a contarme lo que sabía.
—Según mi socio, ella mató a Brunner por celos. Y después se inventó lo de la fuga. Paddy se atendía con él de los meniscos, así que eran bastante amigotes. Fíjese —me dijo y me apuntó con una llave inglesa—: la Brunner hizo la denuncia como un mes después de la desaparición del marido. ¿Por qué tardó tanto?
Se quedó con la llave inglesa en alto, como si estuviera a punto de descargar un golpe de verdad.
—Eso le dio tiempo para maniobrar. Tal vez lo enterró en el jardín, dice Paddy, aunque él nunca pudo comprobar nada.
Sólo una vez habían revisado las pertenencias de Brunner a ver si encontraban rastros de su posible paradero.
—¿Y encontraron algo?
—Nada. Se pidió la declaración de ausencia, pasaron los años y archivaron el caso.
Giacomo remató la historia con un largo “ssss”, un sonido que expresa la quintaesencia de la resignación porteña.
A la siguiente clase de crochet, llegué a lo de Franca un poco más temprano que lo habitual. Yo le había pedido algunos gajos para trasplantar y con esa excusa pude acompañarla hasta el fondo de la casa. Tenía un jardín pequeño pero muy cuidado, con canteros de hortensias y arbustos tupidos contra las paredes. Observé cómo Franca sacaba de raíz un gajo de aloe vera y otro de jazmín paraguayo. Con esas manos, pensé, bien pudo haber estrangulado a un marido traidor. Bien pudo cavar un pozo y enterrarlo.
Pocos minutos después llegaron Lidia y también una sobrina de Franca que tejía muñequitos, gorros y carteras. Yo seguí con mis cuadrados. Había aprendido a combinar dos colores y a manejar con agilidad las varetas y cadenetas. Franca y Lidia estaban con algo más importante. Una pantalla cónica recubierta de un tejido de crochet, que rematarían con un fleco de piedras de fantasía. Franca había desplegado sobre nuestra mesa de trabajo una caja de herramientas que me fascinó: tenía alicates, una miniperforadora, bandejas con cadenitas, un rollo de acero negro, unos alambres curvados que se llamaban alambres con memoria, ganchos, argollas y argollitas…
—Ahora me quedan pocos accesorios, hace tiempo que no hago bijouterie —dijo con modestia.
Me quedé hipnotizada por la destreza con que manejaba el alicate: insertaba cada piedra de color en un alambre y la colgaba del borde de la pantalla cerrando después el alambre con un perfecto rulito. Mientras lo hacía, moviendo con rapidez la mano hacia arriba y abajo, descubrí la pulsera que llevaba en la muñeca. Allí estaba, tintineando contra el alicate, un corazón de plata idéntico al que yo había encontrado en el cofre de Clarisa.
A duras penas pude concentrarme en mis insípidos cuadrados. Recordé las palabras un poco enigmáticas de Adriana. Tal vez Franca hubiera matado a Brunner. Pero no por los motivos pasionales que Padeletti había imaginado.
Antes de irme me levanté con la intención de ir al baño. Franca me señaló el pasillito, donde se alineaban tres puertas.
—La primera es de mi cuarto —dijo—, la siguiente es la del bañito.
El baño era blanco e impoluto, con carpetitas de crochet que cubrían el inodoro y el bidet. También había un perchero con estantes y una segunda puerta que debía comunicar con el consultorio del osteópata. Después de lavarme las manos, movida por la curiosidad, me acerqué y moví el picaporte. El pestillo cedió y la puerta se abrió unos milímetros. En la penumbra me pareció ver la sombra de alguien agazapado junto a un escritorio. Me tapé la boca para no gritar. La puerta se abrió unos centímetros más y con un poco de luz me fue llegando la comprensión cabal de la escena. Aquella silueta que se cernía sobre el escritorio no era una persona: era un esqueleto de estudio. Pude ver también láminas de anatomía contra las paredes, una camilla, estanterías con libros y un fichero metálico. Todo parecía intacto, recién ordenado. Como tenía el celular en un bolsillo, no pude resistirme a mi manía documentalista y saqué varias fotos, apurada y apuntando un poco al tuntún.
Después cerré la puerta que daba al consultorio tratando de no hacer ruido. Pero Franca y Lidia hablaban animadamente más allá del pasillo y nadie había advertido mi indiscreción.
Cuando llegué a casa, me dolía un poco la cabeza y decidí darme una ducha para despejarme. Mientras me pasaba la esponja por los brazos, los codos, las rodillas, me estremecí: también yo tenía un esqueleto adentro. Pude sentir a ese otro ser, hecho sólo de huesos, parodiando todos los movimientos cotidianos de mi vida.
A la noche me dolía más la cabeza y me sentía medio afiebrada, pero de todas maneras insistí en mostrarle mis fotos a Andrés.
—Te voy a presentar a tu otro yo —le dije.
Andrés las miró distraído mientras levantaba la mesa.
El esqueleto tenía la cabeza caída hacia un costado, debía tener rota parte de su armazón, lo que le daba un aire melancólico y resignado. Los brazos le colgaban lánguidos a los costados y las manos… ¡Dios mío! ¡Le faltaba una mano!
Andrés se acercó y miró ahora con más atención.
—También le faltan costillas y los dos pies.
Y, con ese afán didáctico que yo admiraba pero que también aborrecía, desarrolló una vez más su teoría de la “atención arbitraria”, una variante del viejo dicho: “Todo es según el color del cristal con que se mire”: cada uno interpreta las señales externas pasándolas por la red de sus pensamientos y obsesiones.
—¿Y si fuera el mismísimo Brunner? Como en la “Carta robada” —dije—, el cuerpo que nunca apareció está a la vista de cualquiera.
—Vamos, Julia, ¿una vieja que teje carpetitas lo liquidó y lo dejó en los huesos?
—Tendrías que ver esas manos —dije.
Y de pronto me cayó otra ficha.
—¡La cal viva, Andrés! La bolsa de cal viva, ¿te acordás?
Andrés no me contestó enseguida.
—Julia, tomá un Paracetamol y descansá por favor. Mañana me tengo que despertar muy temprano.
Me dormí con un sueño sobresaltado, como si fuera por una ruta llena de baches.
A las cuatro de la mañana me desvelé totalmente. En la oscuridad busqué mi celular y me puse a mirar las fotos otra vez. Me detuve en la que tenía más luz y empecé a ampliarla. Entonces descubrí lo que me pareció una evidencia. Primero en la unión del omóplato y el húmero, después entre el cuello inclinado y la clavícula, y en la zona de la muñeca, uniendo los huesitos de la mano con el cúbito y el radio: aquellos rulitos de alambre negro, las mismas terminaciones que yo le había visto hacer a Franca en la clase de crochet. Me la podía imaginar perfectamente reconstruyendo con paciencia de orfebre el esqueleto de su marido. Las manos y los pies debían ser las piezas más complejas, tal vez por eso faltaban o estaban incompletas. ¿Pero para qué se tomaría ese trabajo?
A la mañana siguiente tenía más de 38 grados de fiebre y Andrés insistió en llamar al médico. Era una simple gripe, pero los siguientes tres días los pasé con temperaturas altas. Por momentos me sentía mejor pero, en cuanto me levantaba de la cama, me volvían a atacar ráfagas de fiebre y de escalofríos. Una noche soñé con dos mujeres que avanzaban en una procesión, tomadas de la mano y con túnicas blancas. La escena tenía algo de ritual, se oía el tintineo de pulseras y cuando giraban, aunque no les veía las caras, yo sabía que las dos estaban muertas.
Recién al cuarto día empecé a sentirme mejor. Me levanté, me duché y me vestí. Y después me puse a ordenar el cuarto. Sobre la mesa de la computadora estaba el cofre de nácar que Adriana no había querido llevarse. Tampoco yo sabía si me lo quería quedar. Lo puse sobre la cama y lo abrí. Volví a mirar los planos viejos de la casa y decidí guardarlos, leí algunos fragmentos anodinos de postales familiares y las tiré al papelero, lo mismo hice con el resto de los papeles. Por último sacudí la caja para eliminar algunos alfileres y pelusas. Un papel había quedado adherido al fondo, engrampado en una de las esquinas. Lo desprendí y lo abrí. Era una esquela escrita con tinta negra, de letra inclinada y pequeña:
Mi querida,
Ahora para siempre seremos dos corazones que no forman más que uno.
Abajo una inicial, con un trazo alambicado que se perdía en los bordes carcomidos del papel. Podía ser una E, pero también podía ser una F.
El viernes siguiente no hubo clase de crochet. Lidia pasó por casa para anunciarme que la pobre Franca había sufrido un ataque de presión y estaba internada. Por ahora el pronóstico era dudoso, se lo había dicho la sobrina. Lo lamenté de verdad. Yo estaba segura de haber descubierto un crimen, al menos en parte —nunca sabría con certeza los acuerdos y desacuerdos entre ellas ni cómo Brunner habría interferido en la historia—, y tenía un deseo morboso de volver a mirar aquel esqueleto.
Le taladré la cabeza a Andrés con mis conclusiones.
Él me escuchaba ahora con más atención, pero como buen abogado del diablo ponía objeciones a todas mis conjeturas.
La principal coincidía con la mía: ¿Para qué se tomaría semejante trabajo la mujer de Brunner? Si lo redujo a huesos, bastaba después con tirarlos a la basura. ¿Y aquellos rulitos de alambre negro que me parecían tan reveladores? Simples arreglos, decía Andrés. Como una esposa hacendosa que en lugar de zurcirle las medias le zurcía el esqueleto.
—¿Y la mano que encontramos aquí cómo encaja? —me preguntaba él con sorna.
—¿Esa? Un regalo siniestro entre cómplices. O una simple coincidencia.
No me di por vencida y, en los ratos perdidos, navegando por internet, encontré una posible respuesta a la primera objeción: “Para un antropólogo forense los huesos hablan: allí quedan impresos todos los acontecimientos de la vida, desde antes de nacer hasta después de morir”.
Franca no querría correr el riesgo de un reconocimiento (cuantos más huesos dispersara por ahí, más evidencias fuera de control). Y además, tal vez sintiera un secreto placer en tener a Brunner allí exhibido.
Mi licencia en la revista estaba por terminar y en esos días me empezaron a caer algunos pedidos, entre otros una serie de notas sobre educación a distancia, así que estuve unos días ajena a mi historia.
Una mañana de sábado pasé por casualidad frente al taller de Giacomo.
Cuando me vio, me saludó y me hizo gestos para que me acercara. Quería presentarme a su socio Padeletti, que tomaba mate con él, sentado en un banquito.
—Ésta es la señora Julia, Paddy, la que te conté que vive en la casa que fue de Clarisa. Y además la conoce a Franca.
Paddy era un hombre de unos setenta años, bastante arruinado: tenía un ojo semicerrado y para levantarse a saludarme tuvo que hacer un esfuerzo penoso.
—Ah, buenas piezas esas dos —dijo Paddy.
—Me contó Giacomo que eran amigos, que usted se atendía con él.
—Era un genio. No sabe qué mano tenía, uno salía como nuevo de cada sesión… ¡Ojalá esté con su chilena y no donde yo me imagino! —suspiró.
Yo estaba apurada por irme. Sin embargo no pude resistirme y le lancé la pregunta crucial:
—Perdón por la curiosidad, ¿pero usted vio el esqueleto del consultorio?
Paddy me miró primero con sorpresa y después empezó a reírse hasta que del ojo semicerrado le brotó una lágrima.
Se secó la lágrima con la manga y me miró con un aire burlón:
—¿Usted se refiere a Jacinto, el hombre callado?
Me quedé desconcertada. ¿Qué era eso de Jacinto?
—Él lo llamaba así —explicó—. Decía que era su mejor amigo. El único que no se quejaba de dolor de huesos. Siempre estaba haciendo chistes con ese pobre esqueleto.
Todas mis conjeturas se derrumbaron de un soplo. Me fui de allí derrotada y decidí no contarle a Andrés ni una sola palabra. Al final de cuentas sólo había descubierto una triste historia de amor secreto.
Unos seis meses después de aquel encuentro con Paddy, la revista me encargó una segunda parte del artículo sobre educación a distancia. Entre otras escuelas, tuve que visitar una en el límite entre Parque Chas y el barrio de Agronomía que se había plegado al programa. La directora se llamaba Mimí, era una mujer afable y estaba encantada con la visita de una periodista. Hablamos una media hora sobre el proyecto y la forma en que intervendría su escuela y, antes de irme, insistió en mostrarme las aulas desde donde grabarían algunas de las clases. Gracias a la cooperativa y a las donaciones de muchos, me dijo, tenían bastante material didáctico, en especial en las áreas de geografía y ciencias. En cuanto abrió la puerta del gabinete de ciencias naturales lo vi: un esqueleto colgado de su percha.
Me quedé extasiada frente a él.
—¿Es verdadero? —le pregunté.
—No, de esos deben quedar pocos, éste es bastante viejito pero debe ser de resina o de plástico. Y está casi completo. Además, es un misterio.
Yo apenas respiraba.
—¿Un misterio?
—Sí, apareció solo. —Se rio—. Quiero decir, nunca supimos quién lo trajo. Apareció una mañana en la puerta del colegio, embalado en una caja. Como un bebé abandonado.