Enzo Maqueira
La promotora se metió en la iglesia porque era el único lugar donde podía esconderse, porque pensó que el cura la iba ayudar, que ahí adentro iba a estar a salvo. Lo que nunca se imaginó fue que iba a haber misa. La iglesia del colegio Casa de Jesús. Sábado. Siete y media de la tarde. Afuera es otoño, hace frío, casi nadie en la calle. Por un momento se acuerda de cuando era chica y venía a esta misma iglesia. Es un recuerdo que dura un segundo, nada más, porque en realidad no le importa, ya nada significa demasiado para ella. Lo único que pide es que el cura termine de hablar pronto, que los narcos no entren en la iglesia para matarla, aguantar el bajón sin que le agarre un infarto. Lo pide mirando al Jesús del altar a los ojos y aprieta los puños en los bolsillos de la campera, refriega los últimos billetes que le quedaron, tiene las manos transpiradas. Los caminos que conducen a Cristo son estrechos, pero son estrechos justamente porque conducen a Cristo, dice el cura y hace una pausa, las manos abiertas, se toma su tiempo. Ella odia que el cura se tome su tiempo, pero no puede hacer nada, tiene que pasar desapercibida, no quiere levantar la cabeza, no tiene fuerzas para levantar la cabeza, y el cura dice que la salvación, los hijos de Dios, sus corderos… Ella no necesita ningún sermón. Lo que necesita es otra bolsa de cocaína, y si no tiene cocaína por lo menos que el cura le diga algo para tranquilizarla, que le saque de la cabeza la idea de que va a morirse, que los narcos están afuera, escondidos entre las palmeras. El patio de la iglesia de la Casa de Jesús siempre le había gustado, desde que entró al colegio y mamá la llevaba caminando porque estaban a dos cuadras. Ella miraba ese patio y se imaginaba que así era el Paraíso, con esas palmeras, las plantas como una selva, los pajaritos picoteando lombrices. En cambio ahora tiene más claro que nunca que los paraísos no existen, que esos negros pueden estar en algún lugar del patio, apuntando a la puerta de la iglesia con un arma, esperando que ella no aguante más. En cambio —dice el cura y la voz retumba en las paredes y el techo altísimo de la iglesia—, en cambio los caminos del diablo son amplios, llenos de lucecitas de colores… Pero —abre los brazos, las palmas hacia arriba— son los caminos del diablo.
Ahora empieza a darse cuenta de todos los errores que cometió, uno atrás de otro, cómo se fue enterrando cada vez más. El primer error fue no haber pagado la deuda que tenía con el dealer. Le debía demasiada plata, ya no lo podía llamar. Intentó con un par de conocidos pero ninguno estaba en la ciudad. Fin de semana largo. Ella era la única que se había quedado. Iba a tener que encontrar a algún dealer por el barrio. Preguntarle a alguno de los negros del barrio. Peruanos, bolivianos, villeros que pasan levantando cartones. Parecía fácil, pero acá está, soportando la misa, un sudor frío en la espalda, rodeada de señoras, chicas de la edad de ella; en la fila de atrás hay un tipo de bigotes, dos viejas, una está medio dormida. Cualquiera de esos chupacirios podría trabajar para los narcos. Los narcos son capaces de usar a cualquiera. Ella lo sabe muy bien. Lo sabe mejor que nadie. Se agarra la cabeza, aprieta los ojos con fuerza, tiene que aguantar, como sea, pero tiene que aguantar.
*
Empezó con marihuana, después LSD, tuvo una época de éxtasis. De ahí a la cocaína hubo un solo paso. ¿Ése fue su primer error, cuando empezó a tomar cocaína? Porque en algún momento ya no quería juntarse con nadie que no tomara, y si no había merca no iba a ningún lado; después fue al revés, no quería salir nunca, se pasó una semana encerrada en el departamento, aspirando una raya atrás de otra hasta que ya no tuvo más cocaína ni tampoco más plata, y cuando quiso volver a trabajar no la llamaban de ninguna agencia porque los había dejado plantados demasiadas veces. Papá y mamá estaban lejos, no le quedaban amigas, ningún amigo que le prestara plata sin que tuviera que pagarle con sexo. Ya iba a encontrar un trabajo nuevo, pero ahora necesitaba plata para comprar más cocaína. Buscó por los rincones del departamento hasta que encontró dos billetes de cien pesos en el fondo de un cajón. Le alcanzaba para comprar una bolsa más. Era poco, pero era mejor que nada. Enseguida llamó al dealer, aunque sabía que no le iba a atender el teléfono; la última vez le había dicho que si no le pagaba la deuda le iba a pasar con el auto por encima. Así que la promotora se vistió lo menos llamativa posible y salió a buscar cocaína por el barrio. Empezó en la verdulería, haciéndose la tonta: que ella nunca había estado en Perú pero quería conocer el Machu Picchu, en Perú mastican hojas de coca, ¿no?, los incas masticaban la coca. La verdulera acomodaba los tomates, agachada, no giraba la cabeza para mirarla. ¿Qué comen allá?, preguntó la promotora, como para cambiar de tema; en Perú, ¿hay buena carne?, pero la verdulera le dijo que no sabía qué comen en Perú porque nosotros somos de Bolivia, señorita, contestó, y entonces sí la miró a los ojos y la promotora pidió disculpas, salió avergonzada, estaba a punto de volver al departamento a aguantarse el bajón como fuera pero no, segundo error, siguió buscando. Y el cura que por fin termina el sermón, una chica canta una canción con la guitarra, el cura en cámara lenta, ella, que ya no puede soportar más, mira hacia arriba: bebés con alas, un viejo de barba que apunta con el dedo, las luces de la avenida a través de los vitrales; y ella que está temblando otra vez, la canción de una rubia con voz de travesti en los tímpanos, la cúpula de la Casa de Jesús que se le viene encima.
*
Lo había pensado mejor: no podía estar dando vueltas por el barrio hablando con negros hasta que encontrara un dealer. Era demasiado peligroso. Mejor recorrer la zona de los bares de Guardia Vieja. La parte cool de Almagro. Ella había ido varias veces. Siempre estaban llenos de músicos, escritores, gente de teatro. Nunca faltaba algún nene de mamá vendiendo drogas. Quizás se encontraba con algún conocido, alguno de los chicos que había dejado de ver en la última época. Podía funcionar, pero cuando estaba llegando se dio cuenta de que era demasiado temprano y los bares ni siquiera habían abierto. Hacía ese frío húmedo del otoño en Buenos Aires, la vereda alfombrada de hojas secas, los edificios y las palomas sobre los cables que cruzaban el cielo. Ella parecía la última persona en el universo. Miraba las ventanas de los departamentos y se imaginaba a las parejas acurrucadas, metidas debajo de veinte frazadas, tocándose los pies. Ella no. Ella estaba sola. Pero hasta en eso se había equivocado. No era la única en la calle; en la otra esquina estaba la vieja que siempre anda pidiendo monedas, Monedita, la promotora le había puesto ese apodo aunque nunca le había hablado. Siempre que Monedita se acercaba para pedirle ella caminaba más rápido porque tenía miedo de que la vieja le robara. Hizo lo mismo esta vez: cruzó la calle para que Monedita no se acercara. Justo en ese momento tres peruanos salían de una casa antigua.
Y ahora el cura sonríe, las viejas de adelante aflojan la cabeza, la madera de los bancos cruje. ¿Cuánto tiempo falta para que la misa termine? Ya no puede más, el bajón le hace sentir que cae en círculos y no hay forma de detenerse. Debió darse por vencida cuando esos negros la miraron de arriba abajo después de que ella les preguntara. La señorita cree que tenemos droga, ¿verdad?, porque somos peruanos, ¿ah? Ella negó con la cabeza, también con una mano, con el dedo apuntando para arriba: no, de ninguna manera, y juró que les había preguntado porque le pareció que podían saber. ¿Por qué te ha parecido eso?, contestó el negro, la próxima vez danos un beso, y se acercó para tocarle el culo pero ella corrió, una cuadra, dos, hasta que no pudo más y se quedó con las manos en la cintura, agachada, recuperando el aire en Corrientes y Medrano. El tránsito era un caos. Una camioneta había chocado con un taxi, la policía había cortado la mitad de la avenida. La promotora cruzó Corrientes esquivando los colectivos, las bocinas de los autos, las motos que se metían por cualquier parte. Demasiada gente. Era muy temprano para conseguir droga. Estaba por resignarse a que iba a pasarse el resto del sábado hundida en el bajón de la cocaína cuando sintió que le tiraban del brazo. Era Monedita. Tenía la respiración agitada, la miraba desde abajo con los ojos achinados. Fue un acto reflejo: se fijó en el bolsillo a ver si todavía tenía los dos billetes de cien pesos. Tranquila, mami —dijo Monedita—. ¿Qué andás buscando? ¿Caquita de paloma? Pero ella no entendía nada. Caquita de paloma —repitió Monedita y se golpeó el costado de la nariz con un dedo—, ¿querés más caquita o no querés más caquita?
*
No sospechó de Monedita. Empezaba a desesperarse y no podía darse ese lujo. Dejó que Monedita la llevara hasta cerca de las vías del tren, donde están los puentes, las casas tomadas, el sur del barrio. En uno de los pasadizos que están pegados al barranco de las vías Monedita golpeó un par de puertas pero no contestó nadie; en la última puerta habló con una señora que le indicó otro lugar. Es acá nomás, ¿te vas a aguantar?, dijo Monedita, mirándola de reojo, pero ella ya empezaba a sentir que las piernas se le aflojaban, que todo daba vueltas, que las vueltas nunca iban a parar. No sabe cómo, pero pudo caminar hasta Rivadavia. Monedita tocó el timbre en un edificio antiguo que tenía la puerta pintada con grafitis. No esperó a que alguien atendiera. Otro error de la promotora: no salir corriendo en ese momento, ir al hospital, que le pusieran una inyección que terminara con todo. En lugar de eso siguió a Monedita por un pasillo oscuro, subieron por unas escaleras. Algunas puertas se iban abriendo: peruanos, bolivianos, villeros, la miraban y después cerraban la puerta de un portazo, el olor a frito en la cara. Monedita subía quejándose del dolor en las rodillas, le dijo que faltaba poco, frenó a descansar un rato. Siguieron hasta el segundo piso. Un típico hijito de mamá, con barba crecida, treinta años como mucho, las esperaba al lado de una puerta abierta. Monedita pasó primero y se acercó a decirle algo al oído. La promotora lo saludó con una sonrisa. El nene de mamá tenía un Rolex en la muñeca izquierda. Cara de nene malo. No le pareció lindo, pero le dio ternura. Quinto error. O sexto. Ya no sabe cuántos fueron.
*
Oremos para que este sacrificio que es mío y de ustedes sea agradable a Dios Padre Todopoderoso, dice el cura con la hostia en alto y ella no sabe cómo acomodarse en el banco, dónde poner las manos, a cada rato se apoya una mano en el pecho para controlar el corazón. Por momentos le parece que no late, o que late demasiado rápido, que le aprietan el pecho con una mano caliente. No quiere morirse en medio de esas viejas, de esos señores con cara de comisario, las chicas de su edad que nunca deben haber fumado un porro. Rezan, todos, y aunque ella se acordara de cómo era rezar no podría hacerlo.
—¿Así que andaba buscando cocaína? —había dicho el nene de mamá, inclinado hacia adelante para ponerse a la altura de la promotora, que se había sentado en la única silla, donde le dijo él, haciéndose el malo, en una sala sin muebles, dos puertas cerradas, mientras Monedita se había quedado de pie contra un rincón y se comía las uñas—. Bueno, linda —había dicho el nene, mirándola fijo a los ojos—. Te tengo una buena noticia.
¿Quién era ese pelotudo? Conocía a flacos así, pero éste era todavía más ridículo. Lo subestimó, en eso también cometió un error. La promotora le explicó que tenía poca plata, otro día iba a volver con más, pero ahora estaba desesperada —lo pensó y lo dijo en voz alta—, tan desesperada que era capaz de hacer cualquier cosa con tal de conseguir un poco de cocaína. Lo decía en serio, temblando de miedo pero muy en serio, cualquier cosa, había dicho, pero se arrepintió de inmediato porque el nene de mamá sonrió y dijo que sí con la cabeza, muy despacio, un rato largo, y después miró la hora en el Rolex y sacó el celular del bolsillo para hacer una llamada.
—Preparen todo —le dijo a una voz de hombre que atendió al otro lado de la línea—, ya encontré a alguien para hacer el trabajo.
Apenas cortó volvió a ponerse frente a la promotora, la miró a los ojos, se acercó hasta que ella pudo oler su aliento a alcohol. El nene malo le dijo que era su día de suerte; él le iba a regalar mucha droga, pero a cambio ella iba a tener que hacer algo. ¿Cuánta droga?, había preguntado la promotora. Cuánta droga, repite en voz baja y otra vez la guitarra, la rubia cantando otra canción que le rompe los oídos, una fila de chupacirios en el medio del pasillo, las viejas de adelante, las chicas de su edad, el tipo de atrás que pasa junto a la promotora, la mira, parece que se babeara; igual se pone en la fila para tomar la comunión.
—Un ladrillo —había dicho el nene de mamá.
Un ladrillo. Un kilo de cocaína. El nene malo sacó una bolsita del bolsillo, levantó un poco de cocaína en una uña y se la ofreció a la promotora. Ella aspiró tan fuerte como pudo. Sintió como la cocaína le atravesaba la nariz, le dormía la boca, se esparcía por las venas. Ahora sí estaba lista para hacer lo que fuera necesario. Lo dijo dos veces, así el nene malo creía en ella, pero el nene malo ya ni siquiera la miraba. Otra vez había agarrado el celular, hacía otra llamada, dio la orden de que enviaran al boludo ese a la estación Medrano. Cuando cortó llamó otra vez y pidió dos hombres que acompañaran a la señorita hasta la estación Medrano. Usted se queda acá, le dijo a Monedita, volviendo a guardar el celular en el bolsillo. La promotora no terminaba de creer lo que estaba pasando. Un kilo de cocaína. Era todo lo que le importaba, ahora más que nunca. El nene le dijo que ya le iban a explicar lo que tenía que hacer cuando llegaran a la estación, mis chicos, dijo, mis chicos se encargan de todo. En quince minutos ella iba a encontrarse con un hombre que la estaba esperando en el segundo ventilador del andén, estación Medrano, dirección al centro. Eso era todo. Le prometió que cuando volviera a su departamento ya iba a estar el ladrillo esperándola. Ya sabemos dónde vivís, dijo el nene malo y la señaló con un dedo, un anillo plateado, grueso, unas iniciales que la promotora no alcanzó a leer. Se acercó otra vez a ella, más cerca que antes: ¿Hace falta que te explique lo que te va a pasar si no hacés lo que te pedimos? La promotora lo miró fijo a los ojos: el nene malo empezaba a darle miedo. Dos tipos que aparecieron de atrás de una de las puertas la fueron arrinconando contra la salida. Eran petisos, la mandíbula como una tenaza, el pelo duro. Negros. Recién en ese momento la promotora terminó de entender que el nene malo era narcotraficante. Empezó a temblar, un poco porque la cocaína llegaba al cerebro, otro poco por la emoción de saber que estaba tan cerca de conseguir más, también porque sentía que su vida estaba en peligro. Monedita la saludó con una mano. Andá tranquila que ellos te cuidan, dijo antes de que uno de los negros cerrara la puerta.
*
Tú has venido a la orilla,
no has buscado ni a sabios ni a ricos.
Tan sólo quieres que yo te siga.
Señor, me has mirado a los ojos
Sonriendo, has dicho mi nombre
En la arena, he dejado mi barca,
Junto a ti, buscaré otro mar.
El cura vuelve al altar caminando despacio, la cabeza gacha, una aureola rosada en la cabeza. A ella el corazón le está latiendo demasiado rápido, como si fuera a reventar, morirse en el medio de la iglesia, eso sí que no quiere, morirse entre esas viejas. Cierra los puños para darse fuerza. Parece que la misa termina, ya está, hablar con el cura, una palabra tuya bastará para sanarme, como en la oración que ella rezaba cuando era chica, pero no, todavía falta, el cura dice que se olvidaron de las donaciones, se ríe, con la edad uno se olvida de las cosas, dice el cura, las donaciones, señala a dos señoras que están a un costado, con una bolsa negra de terciopelo, y que ahora caminan entre los bancos. El cura alza los brazos para explicar para qué se usa el dinero recaudado: obras, hermanos carenciados del norte del país, el programa para los chicos con adicción al paco. Las viejas de adelante se acercan a la bolsa de terciopelo y sueltan los billetes con los dedos como una garra; un señor de traje, nenes, otro señor más; cuando las señoras se acercan a la promotora ella mira para abajo, una gota de transpiración sobre el mármol del piso.
¿Y si la mataban después de que ella cumpliera con su parte del trato? Iba caminando por Medrano, los dos negros atrás de ella. Faltaban dos cuadras para la estación de subte. No podía confiar en narcotraficantes. Pensó en escaparse doblando por Perón, pero los negros la seguían demasiado cerca. Era peligroso intentar algo. Además quizás no la engañaban, un kilo de cocaína, un ladrillo blanco, y la entrada a la estación de subte que estaba cada vez más cerca.
Cuando bajó las escaleras uno de los negros la agarró del brazo para que se detuviera. ¿Ve a ese hombre allí? —le dijo uno de ellos—, ¿lo ve?, a ese hombre lo tienes que empujar a las vías. El hombre estaba de espaldas, debajo del segundo ventilador, parado muy cerca del andén. Otro tipo, al lado de él, parecía haberlo llevado hasta ese lugar. Yo no voy a empujar a nadie, se escuchó decir la promotora, con una voz que apenas le salía. Tú esperas que venga el tren y lo empujas justo para que le pase por encima, dijo el negro. Ella repitió que no, de ninguna manera, sin embargo no podía sacarse de encima la imagen del ladrillo de cocaína y sus manos aceptaron la tarjeta que le dio el otro negro, la pasaron por el lector de los molinetes, de alguna manera estaba caminando, sin que ella fuera capaz de oponerse, y entraba en el andén. Los dos negros se quedaron del otro lado, vigilándola mientras hacían como que conversaban entre ellos. No tenía opción. Ya no podía escapar. Iban a darle la suficiente cocaína como para tomar un año entero. La promotora se fue acercando despacio. El hombre al que tenía que empujar estaba de espaldas, parado muy cerca de las vías; el otro la miraba a cada rato, nervioso, tratando de disimular, como si esperara el momento para salir corriendo. La promotora temblaba cuando las luces del subte aparecieron, como un espejismo, al final del túnel. El hombre seguía de espaldas, quieto, no parecía darse cuenta de los nervios del otro. Era demasiado fácil. No podía fallar. ¿Y si fallaba y el nene malo la mandaba a matar? También la podían matar aunque ella hiciera lo que le habían pedido. Esos tipos eran capaces de cualquier cosa. Pensó demasiado, ése fue otro error, y el subte que salió por la boca del túnel tan rápido que ella no pudo reaccionar pasó de largo, empezó a frenar, las puertas automáticas se abrieron, el hombre se perdió entre la gente que salía al andén.
*
Caía el último rayo de sol del atardecer cuando la promotora reconoció la cúpula de la iglesia sobresaliendo entre los edificios. La iglesia más antigua de Almagro, los mismos vitrales que había conocido cuando era chica, el olor a incienso, las viejas en tapados de piel. Había dejado atrás a los dos negros porque no se esperaban que ella fuera a correr como lo hizo, saliendo del andén por la puerta de emergencia, saltando los escalones de dos en dos. También la había ayudado que empezaba a oscurecer y había más gente en la calle, todos los que iban al cine en el centro, o al teatro, o a lugares a los que ella no iba a poder ir. Ni siquiera podía volver a su departamento. Tenía que encontrar un lugar donde estar a salvo, alguien que la ayudara, el cura, que la sacara de este infierno, la bendición, podemos irnos en paz, dice el cura, y la rubia desafina una última canción, el tipo de atrás, los nenes, señores, las viejas de adelante, todos salen de la iglesia demasiado despacio, minutos que se hacen eternos. Ninguno le presta atención a la promotora, que sin embargo siente que todos la miran, el aire húmedo de la calle, ya falta poco, se anima a espiar hacia afuera: ya es de noche, no parece haber nadie escondido en las palmeras. Ella que trata de retener algo del aire que entra desde afuera hasta que el cura cierra la puerta, no queda nadie más que ellos dos en la iglesia, unos minutos más para ordenar su cabeza, juntar fuerzas, un zumbido en el oído, hacer su vía crucis hasta la sacristía. Logra ponerse de pie después de sostenerse de la madera del banco. Camina con las últimas fuerzas. Con los nudillos blancos golpea la puerta de la sacristía. El cura abre sin preguntar quién es, si vino a confesarse va a tener que esperar un poco, dice. La promotora no sabe cómo empezar. No encuentra las palabras. ¿Es muy grave la macana que te mandaste, che?, pregunta el cura y tiene los anteojos puestos, el último botón de la camisa todavía abrochado. Ella no responde, ya no puede, ni siquiera va a intentarlo. Es como si lo que vino a decir ya no fuera real. No tan real como los billetes de diez, veinte y cincuenta pesos que sobresalen de la bolsa de terciopelo, atrás del cura, sobre una mesa. O como la cruz de hierro, con una punta filosa, como una estaca, que cuelga de una pared. El último esfuerzo. Un movimiento rápido que tome al cura por sorpresa. Con toda esa plata puede pagar la deuda que tiene con el dealer. Hasta le va a sobrar un poco para comprar más. ¿Cuánto puede comprar? Una bolsa, quizás dos, un par de días más aspirando cocaína. Después verá cómo sigue. Ahora va a cometer el último error. Ahora sí va a matar a un hombre.