Leandro Ávalos Blacha
Marcelo fue el primero que conocí del edificio. Salía del departamento de Rogelio con una notebook bajo el brazo. Casi se le cayó al verme. “Pensé que no quedaba policía”. Mi uniforme siempre desconcertaba. Le mostré mi parche: SEGURIDAD. “Soy hermana de Rogelio”. Le avisé que me mudaba en los próximos días. En realidad sólo llevaría unas pocas ropas en un bolso. No saqué la vista de la máquina. “Se iba a comprar otra, me la había prometido”, me explicó, “si la quiere…”. Le dije que sí, que quería revisarla por si había información útil. “Ya la vio la policía”. “Si mi hermano lo quiso, después es tuya”. Le pedí las llaves. Por mi trabajo, aprendí a reconocer a un ladrón. Y estaba ante uno. Los delataba su forma de mirar, la manera de moverse, el modo de pararse. Marcelo no ocultó su enojo. “Bienvenida al edificio”, dijo seco y bajó corriendo las escaleras.
*
Despegué las cintas que marcaban la escena del crimen. Había mucho para hacer, empezando por cambiar las cerraduras y ordenar. Toda la meticulosidad de Rogelio estaba destruida. Habían dado vuelta sus pertenencias. Vi pedazos de vidrios y cerámicas. Imaginé esos floreros y estatuas en las estanterías, ahora tirados. Quien lo mató actuó con saña. La bolsa en la cabeza, los cortes. Era la primera vez que visitaba el piso. No me animé a recorrerlo. Rogelio no nos hablaba. Nosotros tampoco. Lo envidiábamos. Me instalé en la cocina. No dudaba de encontrar un buen champagne en la heladera. Casi me bajé la botella de un trago. Abrí otra. Al fin, propietaria. No podía evitar reírme. ¿Qué diría mi hermano de aquella intromisión? La negra tomando del pico a unos metros de la silueta dibujada donde encontraron su cadáver.
*
A la mañana me despertó el timbre. Alguien llamaba a la puerta. Me puse una bata de Rogelio. Nunca había sentido una tela tan suave. Era seda, muy fina, con un estampado de cebra. Las ojeras me llegaban hasta el piso. “No tomo más”, repetí como cada día. Intenté acomodarme el pelo. Al abrir encontré a Marcelo. Había más gente detrás. “Somos los vecinos del edificio, queríamos darle el pésame y entregarle esto”. Uno a uno se pasaron una urna de plata que me dió el encargado. “Lo lamento mucho”. “Es la voluntad de Dios”. “Que el señor lo tenga en la gloria”. “Era un buen hombre”. “Estamos para lo que necesite”. Me quedé mirando la urna hasta que se fueron. No tenía la más mínima idea de qué hacer con sus cenizas.
Levanté el diario que estaba junto a la puerta, La Nación. Cuando entré, la casa se había puesto en funcionamiento. Se oía una música ambiental. La tele estaba encendida en un canal de noticias. Se abrieron las persianas. La cafetera se puso en marcha. Había visto varios controles remotos tirados. Tendría que descifrar a qué aparatos pertenecían y cómo programarlos. Agradecí el café. Era justo lo que necesitaba.
En el diario, la muerte de Rogelio ocupaba una columna en la parte de policiales. La noticia obviaba los detalles más sangrientos que leímos en Crónica cuando ocurrió el crimen. Lo vinculaban con otros casos, pero seguían sin dar precisiones. No era extraño que un chorro se presentara como taxi-boy para robarle a un viejo puto. Al no haber nadie de la familia presionando la investigación, la policía no se esforzaba demasiado. Marcelo les dio la descripción de un muchacho que solía visitar a mi hermano. Tenían un identikit. La única pista. El sexo perdía a la gente. Se obsesionaban con la seguridad de la casa y de sus bienes, pero metían en la cama a cualquiera.
Guardé la urna en el bolso. Me puse el uniforme y salí al trabajo. Pensé en tirar las cenizas en el primer tacho de basura. Me dio culpa. Rogelio me evitaba el viaje desde Lanús. No dejaba de ser extraño para mí. Me sentía intrusa por vivir acá. Recoleta era una burbuja. Los morochos entrábamos a hacer nuestro trabajo y nos íbamos. Todo era demasiado perfecto, lindo. Una pequeña Europa. Veía un edificio imponente y me preguntaba qué sería. Quizás una simple escuela. Pero parecía una catedral. En el barrio hasta la muerte era linda y de lujo. El alma de diva de Rogelio habría soñado con un espacio en el cementerio de la Recoleta, entre los muertos ilustres. No había lugar sin historia o una función importante: museos, bibliotecas, embajadas, las mejores marcas del mundo, buenos restaurantes, tiendas de diseño. Las calles olían a perfumes importados. La gente era linda. Los vejestorios no iban abandonados y harapientos como en Lanús. Paseaban coquetos, tranquilos, despacito, ayudados por sus mucamas. Tres o cuatro de esos viejos podían ser dueños de media Argentina. En Lanús no durarían dos minutos. “No seas prejuiciosa ni resentida”, tenía que repetirme. A cada momento sentía que me devolverían al Conurbano.
Cuando me quise dar cuenta, estaba en el negocio. “Buen día, Noelia”, dijo la dueña. Nunca me llamaba por el nombre. Se la oía cordial. “¿Cómo lo está llevando?”. Levanté los hombros. “Cosas de la vida, señora, gracias”. Me dijo que hacía bien en tomarlo así, buena filosofía. Asentí y me paré junto a la puerta mirando la calle. Controlé el reloj. Había memorizado rutinas de la avenida Alvear. Los movimientos de los contingentes de turistas del hotel. El horario en que algunas mujeres pasaban con ropa deportiva para entrenar. Buenos culos, lindas tetas. Los que paseaban a sus perros. Salvo por las mucamas, sentía que era la única que laburaba.
En la tienda había revuelo. Unas actrices vendrían a probarse vestidos. Le daban fama a la señora, pero había que exprimirlas para sacarles una moneda. Querían todo gratis. A algunas la señora las vestía de toda la vida. Para mí, muchas veces, las tomaba de boludas. Unos vestidos que no me pondría ni por puta se los cobraba como si fueran de hilos de oro. Ellas, encantadas. Yo no emitía opinión ni palabra aunque me dieran charla. Me limitaba a vigilar que no se guardaran nada. Sorprendía lo rápidas que eran para robar.
Cuando estuvimos en calma, la señora me preguntó por el servicio fúnebre. Si era creyente. Si iba a misa. Le dije a todo que sí. Quedaba mal admitir que no pasó nadie de la familia. Por primera vez en quince años me animé a pedirle un consejo y le consulté su opinión sobre las cenizas. “¿Su hermano quería ese descanso para su cuerpo?”. Asentí. Me dijo que no estaba de acuerdo con la cremación y menos con lo de tirar los restos en cualquier lado. Me recomendó guardarlas o consultar con un párroco. Podía llevarlas al cinerario de una iglesia.
*
Apenas entraba a casa cuando tocaron el timbre. Eran dos de los vecinos. “Gabriel, del 3º”. “Olivia, my dear, del 7º”, se presentaron. Vagamente los reconocí. “Sabemos cómo quedó el departamento, seguro necesita ayuda para ordenarlo”. Aunque prefería tomarme un vino a solas, no era mala idea. Los dejé entrar. Señalé los muebles tirados. “No entiendo cómo nadie escuchó nada”. “Arriba y abajo viven dos viejos sordos”, acotó Olivia. “La de abajo es mi exmujer”, agregó el hombre. Me sorprendió que la maricona hablara de esposa. “Qué espanto, con lo lindo que tenía Rogelio este lugar…”. “¿Lo visitaban?”. “Todo el tiempo”. Tras unos minutos en los que me ayudaron, quedé trabajando sola. Olivia se había sentado. Pronto se le unió Gabriel. Estaban husmeando entre las pertenencias de Rogelio más que ordenándolas. “¿Hay algo que quieran de él?”. Les vi el alma en los ojos, no sabían por dónde empezar. Gabriel fue directo al placard. Sacó unas ropas. Camisas y sacos estridentes. Olivia agarró unas pavadas de decoración. Sospeché que eran caras, pero me parecían horribles. Después se separaron unos libros. “Éstos se los había prestado yo”, dijo la vieja. Mentía. Pero se reactivaron y volvieron a ordenar. Me hablaron del edificio. El viejo del 6º era parco, pero respetuoso. La ex de Gabriel, “una vieja loca”. En los primeros pisos vivían dos matrimonios mayores. El del 2º no salía de la casa, cumplía arresto domiciliario. Olivia dijo que era militar. “Ahora ya no es el único representante de la ley”, agregó señalando mi credencial de seguridad. “¿No es cierto, Lieutenant Rodríguez?”. Después cambió de tema. Saltaba de una cosa a la otra, intercalando palabritas en inglés. Del cine a la astrología, de mi uniforme a las preguntas sobre mi familia. Siempre, por algún motivo, se las arreglaba para mencionar a Marcelo. “Pedile lo que quieras, que te resuelve todo”. Orquestaba el edificio. Conseguía mucamas, enfermeras, pagaba impuestos, hacía arreglos en cada piso, se encargaba de las compras. Gabriel asentía. Marcelo los tenía bien calientes y comiendo de su mano. Sabía cómo estafar a estos viejos chotos.
*
Olivia no paró de servirse. Tomaba más que yo. Sólo se levantó cuando Gabriel soltó un grito de loca al ver la hora. El departamento era un poco más transitable. Algún día tendría que pensar qué hacer con tanto espacio. Olivia se ofreció a ayudarme en la decoración. “Tenés que darle tu estilo”. Era difícil borrar a Rogelio del lugar. Su mariconería estaba presente en cientos de adornos diminutos y hasta en un retrato enorme en la pared del living. Posaba engreído, fanfarrón, jovencito, como cuando se lo llevó de casa algún viejo con guita. Me tiré en la cama con su computadora. Revisé las actualizaciones del Facebook. Cargué vidas en los juegos. No pude contenerme de ver las fotos de las vacaciones de mi prima. Elsa estaba en la playa, en el Caribe, con el asqueroso del marido. Raúl era un mono. Gordo, peludo y en sunga. Ella, con las tetas a punto de reventarle la bikini. Demasiada hembra para un camionero. Pasé rápido las fotos de paisajes. Busqué otra suya, en malla, y recordé nuestros veraneos en San Clemente. Fui a buscar un vino. Podía mirarla por horas. Pero al volver, la pantalla estaba negra. Pensé que sería la batería. Dejé la máquina a un costado y busqué el cable. Habían aparecido unas letras blancas, como en un chat:
—Hola, Noelia.
Intenté apagar la máquina.
—Somos amigos de tu hermano.
Me quedé mirando la pantalla sin escribir.
—Y tuyos, no tengas miedo.
—Mañana después de tu trabajo.
—Quintana y Ortiz, frente a La Biela.
—En la cabina de teléfono te van a indicar cómo seguir.
—No hables con nadie.
Cerré la computadora. Corrí a espiar por las ventanas. No había gente en la calle. Pero imaginé que detrás de las cortinas de los departamentos de enfrente alguien me estudiaba. “No te vuelvas loca, Noelia”. Me acerqué a la mirilla. El pasillo estaba vacío. Me aseguré de que la puerta tuviera el seguro. Metí la computadora en un armario. Abrí el vino y tomé en el sillón hasta quedarme dormida.
*
“Goodbye, Lieutenant”, escuché cuando salía. Olivia estaba sentada en el banco de Marcelo. El muchacho lustraba la puerta a pocos metros. Usaba una remera ajustada y sin mangas. Saludé a la mujer y me acerqué a él. “¿Nunca se saca el uniforme?”, exclamó sonriente. Se había incorporado y trababa los músculos. Se me partía la cabeza. “¿Qué te importa?”. Me disculpé. Tenía que controlar mis reacciones. Marcelo siguió limpiando. Le hablé de mi hermano y le pregunté por sus amistades, la gente que lo visitaba. “No me meto en la vida de los vecinos. Le dije a la policía lo poco que sabía”. Me notó inquieta. “¿Pasó algo?”. No le tenía confianza. “Tuve una sensación extraña, un llamado que no entendí. No se preocupe, gracias”. Me despedí de Olivia. Me hizo un saludo militar. Mientras caminaba, noté que el bolso me pesaba. Todavía llevaba la urna de mi hermano conmigo. No tenía tiempo para dejarla. Caminé apurada a la tienda. La señora llegó al rato. Entró de malhumor, sin saludarme.
*
Estuve distraída todo el día. Podrían haber entrado mecheras del Once. No las habría visto. La señora me llamó una vez chasqueando los dedos. “Despertate, querida”. Necesitaba ayuda para mover un mueble. Su preocupación en los últimos días eran las marcas extranjeras que cerraban sus locales en el país. Significaba menos competencia para el negocio si se iban, pero su presencia le daba nivel a la avenida. Si las cosas seguían así, decía, íbamos a vestirnos con cáscaras de banana y coco como en Venezuela. “¿Se decidió con lo de su hermano?”. “Lo estoy hablando con mis padres”. Más que por sus bienes, no se preguntaba nada de Rogelio en la familia. “Espero que encuentren un lugar para que descanse en paz”. Paz necesitaba yo. Salí del trabajo sin saber exactamente lo que haría. Seguí por Alvear hasta Ortiz. Pasaría por
La Biela y me fijaría qué tipo de movimientos había. Era un lugar demasiado seguro como para que intentaran algo ilícito. Cuando llegué a la confitería, me quedé mirando los alrededores. La gente caminaba pacíficamente y recibía las invitaciones de los promotores de restaurantes y bares vecinos. Nunca me di el gusto de estar despreocupada o de vacaciones, de esa forma. Casi todos eran extranjeros. Me acerqué a la cabina de teléfono. Era roja, como las inglesas. Me pregunté si sonaría de un momento a otro o me quedaría esperando al pedo. Di unos pasos alrededor. Hice como que revisaba mi celular. Entonces sentí un cuerpo que me rozó el bolso. Me di vuelta con velocidad. “¿Noelia Rodríguez?”, preguntó el hombre. Para entonces lo tenía tomado del brazo, doblado tras la espalda. “El abogado… ¿se acuerda?”, dijo, dolorido. El hombre me había contactado cuando murió Rogelio. Se iba a encargar de los papeles y los trámites administrativos. Era de la edad de mi hermano. Igual de viejo, más enclenque. Lo solté. Se acomodó el traje. “¿Está bien?”. “Fue mi culpa, por tanto misterio. No quería contarle nada que no fuera personalmente”.
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Me llevó por el barrio. Dimos la vuelta al cementerio y nos detuvimos ante una discoteca abandonada. Tenía la fachada negra, una faja de clausurado y algunos carteles a medio arrancar. Se veía el torso de una chica, casi desnuda. El doctor intentó quitarlo. “Hay negocios que ya no son tan bien vistos en el barrio”. No tenía fuerza, lo ayudé. Me dijo que Rogelio tenía asuntos de los que no me había hablado. Inversiones en boliches-cabarets. Algunos con aires VIP como aquel. Funcionaron durante años, pero habían cerrado. Los vecinos los perseguían. El viejo siguió caminando. No quería quedarse en ningún café. Yo estaba cansada después de pasar el día parada en el local. “Rogelio tenía muchas esperanzas en usted”. Solté una risa. Como treinta años sin vernos. El doctor dijo que era probable que yo no supiera nada de él. “Pero su hermano siempre estuvo al tanto de todo”. Le pedí que no hablara estupideces. Vivíamos sin su ayuda, con lo justo. “Estaba presente en otro sentido”. Rogelio le había asegurado que yo sería la encargada de reemplazarlo cuando él se retirara. Aunque no imaginó una jubilación como la que tuvo. El doctor compartía sus esperanzas. Al fin me invitó a sentarme en una pizzería. Me señaló una silla en la vereda. “Doctor”, lo saludó el mozo. Era bastante cutre. Hasta para mí. “Con esto empezó”. Miré la pintada con el nombre del lugar: “Rogelio Pizza”.
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Presenté el aviso de renuncia en mi trabajo. Para la señora fue una traición. “Cómo son… con todo lo que te di y a la primera de cambio…”. Dijo algo de “negra de mierda”. “Acordate de entregar tu uniforme”, me repitió cada día. No se lo pensaba dar, lo había pagado con mi sueldo. La cosa se puso peor cuando me vio en la iglesia. El doctor me había mostrado la que estaba en el barrio, cerca de casa. Me gustó el lugar, su simpleza. Entre tanto edificio monumental, la fachada de Nuestra Señora del Pilar era austera. Adentro me encontré a la señora. Tenía su reunión con el grupo de caridad, otra gente al pedo que venía al negocio. “¿Acá pretende dejarlo?”, me preguntó espantada cuando me vio con la urna. Le sorprendía que Rogelio fuera del barrio. Las viejas cuervas me miraron de arriba abajo. No se imaginaban las cenizas de un morocho en su templo. “Es un trámite complicado. Volvé otro día así te explica Rosa, hoy no hay nadie”. Me fui con sus miradas clavadas en la espalda. Parecía que llevaba una bomba en las manos.
El doctor Alterio se ofendió más que yo cuando le conté. Debía ser una viuda de Rogelio. Hablaba de él con admiración, nostalgia, cariño. “¡Pero quién se cree!”. Le pedí que se calmara, ya encontraría un lugar mejor. “No son dignos de él”, repitió. Nos encontramos en la pizzería a diario para discutir los asuntos de Rogelio. Había orientado los negocios a la gente rica con la que se juntaba. Movía droga a domicilio con una flota de taxis. Armaba boliches y los llenaba de putas finas, modelos y vedettes. Las chicas de los cabarets cerrados atendían ahora en departamentos de la zona. Alterio me enseñó a entrar a unas páginas de internet en las que transmitían en vivo. Me hice la estúpida. “¿La gente paga por esto?”. El doctor me miró cómplice, como si conociera mi historial de Firefox. “Hay público para todo”. No me sorprendía que lo vieran. Sí que pagaran, con tanto porno gratis. Alterio me dijo que algunas cosas no se consumían tan libremente y me preguntó si me animaba a ver algo más duro. “Me animo a todo”, respondí confiada. El doctor abrió otro navegador y me enseñó la pantalla. Había un chico colgado de las muñecas. Estaba dormido o inconsciente. Muy flaco. Señaló el número con la cantidad de visitas. “Está así desde que lo agarramos. 25 días”. A pesar de la delgadez, reconocí sin problemas el identikit del chico que mató a mi hermano.
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Un novio despechado, según Alterio. Rogelio tenía varios romances. Muchachitos de todos los colores. Éste lo había traicionado. El doctor quería verlo sufrir. Al parecer, por lo que decía la página, mucha gente también. Cada cierto tiempo, unos hombres encapuchados entraban al cuarto para golpearlo o someterlo a una tortura. “¿No es mejor entregarlo a la policía?”. Alterio me miró de una manera que no quise desafiar. “Volvamos a los papeles”. Aún debía ganarme su confianza. Había muchas propiedades a nombre de sociedades fantasmas y alquiladas. En algunas vivían las chicas. No tenía claro mi papel en esa estructura. “Ya va a encontrar su lugar”, me aseguraba él. Lo acompañé a algunos de los privados. El más cercano estaba en Charcas, frente a la policía. Una linda cuadra, con un colegio, alguna boludez de yoga y el museo de un escritor. Alterio mantenía al comisario contento. Las chicas eran simpáticas. Estudiaban y podían confundirse con cualquier jovencita del barrio. Tenían clase. Las querían presentables para los clientes. Nada de putas corrientes. Al lado de ellas, me sentí una harapienta. Alterio me sugirió que dejara de usar el uniforme fuera del trabajo y que me comprara ropa. Me tentaba la idea de volver a la tienda como clienta, tras la renuncia. Comprar los vestidos más caros para que la señora muriera de rabia. Pero el uniforme me daba seguridad. Podía, en cambio, permitirme otros lujos. Por ejemplo: tener una chica que limpie. Contar con una buena mucama era un bien preciado. En el local vivían hablando de ellas y los problemas que acarreaban. Lo difícil de encontrar una muchacha que entendiera las órdenes, que las cumpliera, que no robara, que tuviera algo de honestidad y educación. Que hablara más castellano que guaraní. La señora decía que por más rico que uno fuera, siempre dependería de un morocho que lo asista. Sobre todo de viejo y en la enfermedad.
Hablé con Marcelo. Le pregunté si podía ayudarme a conseguir una buena mucama. Las que vi en el edificio eran lindas. Las cruzaba cuando hacían los mandados, casi todas con el uniforme clásico: negro y cuello blanco. La del milico era grandota, fortachona. Parecía andar con orgullo de entrar a esa casa. Engreída. Nunca respondía a mi saludo. “Justo tengo alguien para recomendarle”. Le pedí que la llamara cuanto antes.
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La señora estuvo ausente varias semanas. Había reaparecido la hija, una falopera que sólo generaba quilombos. Llamaba al negocio hecha una furia para pedir plata. Amenazaba a la madre con contar su historia en los medios. La internaban, se escapaba, huía durante un tiempo. La madre se ponía insoportable.
“¿Qué me mira?”, me preguntó enojada en cuanto entró, en mi último día de trabajo. No dijo nada al respecto, como si fuera un día normal. Arrastraba a la drogadicta de la mano. Pálida, toda chupada, anoréxica. Vestida como un yiro. Casi la llevaba por el aire. Pasó sin ver a nadie. Se encerraron en la oficina. De afuera nos llegaban gritos. No había gente en la tienda. Me quedé pegada a la entrada. No tocó timbre un solo cliente. Al rato la señora salió apurada y cerró la puerta de la oficina tras ella. Le puso llave. La chica golpeaba de adentro. “Asegúrese de que no entre nadie y que ella no salga de ahí. No importa cuánto grite”, ordenó. Me hizo a un lado para pasar. “Sí, señora”. Se fue haciéndome burla a las últimas palabras. “Sí, señora, sí, señora… lo único que sabe repetir esta chimpancé…”. La seguridad con la que me miraba esa mujer me impactó desde que conseguí el trabajo. Nunca dudó de que yo era inferior en todo sentido. Era una roca. Pero la falopera quebraba su carácter. La señora no podía ocultar que pasaba el día llorando. La hija pedía a los gritos lo peor para la madre. Durante mucho tiempo, yo tuve los mismos deseos.
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Dormí con el uniforme y me lo dejé puesto, como cada mañana. Alterio me esperaba en la camioneta. Dimos algunas vueltas por la tienda. Él sabía de esas cosas. No le quería robar a la señora, sólo verla arruinada, con miedo. Nunca cortaría el poder que tenía sobre mí. Cuando le conté mi deseo al doctor, me preguntó si no me parecía demasiado. Sonrió. Me estaba probando. “Rogelio no se equivocó con usted”. Alterio había quedado resentido con la mujer desde el episodio de la iglesia. Estaba esperando una excusa para vengarse.
La señora hizo la rutina que le conocía. Llegó a la tienda con la hija. En la entrada había una nueva persona de seguridad. Una mujer. Debilucha, más joven que yo. El uniforme era distinto y le quedaba como un disfraz. Por ahí no estaba de más robarle. Que supieran lo que era el negocio sin mí. Alterio tenía listos a tres pibes. Esperamos a que la señora saliera. Los chicos entraron. “¿Seguro no van a matar a nadie?”, le pregunté a Alterio. El viejito negó, pero se reía. Era imposible saberlo. Las cosas, a veces, se complicaban, dijo. Los pibes tenían que reducir a mi reemplazante y a la ayudante de la señora, mientras otro se ocupaba de la chica en la oficina. Un trabajo limpio. Sin escándalos. Me asustaba la reacción que pudiera tener la asistente. Me acordaba lo histérica que se puso cuando me negué a darle mi uniforme. Esperamos unos veinte minutos en la camioneta hasta que aparecieron. Uno traía abrazada a la pendeja, como dos novios. Los otros caminaban atrás. Arrancamos en cuanto subieron. A la piba ya le habían dado falopa y Alterio le mostró una bolsita repleta de porquerías. Se le iban los ojos. Uno de los chicos se limpiaba sangre de los nudillos. No quise preguntar. “Cooperá y te ganás la Cajita feliz”.
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La piba estaba de lo mejor. Se reía y hablaba pavadas. Pero cumplió a la perfección cuando tuvo que estar seria. Le dijo a la madre que la secuestraron, que estaba bien, pero tenía dos horas para entregar 100 mil pesos. Entre llantos repitió nuestras indicaciones. Para la señora el monto era un vuelto y podía reunirlo en ese tiempo. Lo último que querría era un escándalo por la nena. No lo denunciaría. La piba se abalanzó sobre la bolsita y empezó a aspirar. Estaba chocha. Lo miraba a Alterio embobada. “Tomá lo que quieras, linda”, la calmaba el otro y le prometía todas las drogas del mundo. La pasamos bastante bien hablando mierda de la madre. Parecía un concurso de quién recibió el peor insulto suyo. La piba decía que ganaba. No la contradije para no pasar un mal rato. Hacerse la torturada con esa vida perfecta… Era fácil culpar por todo a una madre conchuda. El padre tampoco le daba mucha importancia. Tenía una noviecita más chica que ella. “Bueno, nena, tomate la frula pero acá no estás en terapia”, la corté. Se rio y preguntó si le dábamos una parte de la plata. Alterio le ofreció un trabajo, si quería. Ya me la veía metida en un puterío en el interior. Le pasó otra bolsita. La piba seguía con la merca y no sé cuántas pastillas. Cada vez estaba más tarada. Cuando vimos a la madre en Plaza Houssay, ya estaba dormida. “¿Respira?”. Alterio levantó los hombros y le restó importancia. Entre los estudiantes de Medicina, la vieja buscó la ambulancia de la esquina que le marcamos. Tenía que abrir la puerta de atrás y tirar adentro la bolsa con la plata. Después liberaríamos a la hija. Miró para todos lados. Actuó de lo más obediente. En cuanto se asomó a arrojar el paquete, dos hombres a sus espaldas la empujaron al interior y cerraron las puertas. La ambulancia se puso en movimiento. Nosotros cumplimos y tiramos a la piba junto a una pila de basura. Ella no nos interesaba.
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Me dejaron en mi casa. “Lieutenant”, me saludó Olivia al llegar. Estaba chismoseando con Gabriel y Marcelo. En realidad lo escuchaban embobados. El portero gesticulaba y entre gesto y gesto se tocaba el bulto. No sé qué anécdota les contaba ni me interesaba. Pero no me pude hacer la tonta al pasar. “¿Cuándo repetimos la comida?”, dijo la mujer, “la próxima es en su departamento”. Señaló a Gabriel. “Yo encantado, cuando quieran”. “¿Qué tal la empleada?”, se sumó Marcelo. “Viene mañana”. Agradecí por todo y me escapé al ascensor. La gente al pedo cree que uno tampoco tiene nada para hacer. En el ascensor sentí mal olor. Estaba por culpar a Marcelo por no limpiar, pero me di cuenta de que era de mi uniforme.
*
Con el uniforme de reemplazo no me sentía cómoda. Sólo lo usaba en casos de urgencia, cuando lavaba el otro y no se secaba. Me lo puse. Me daba vergüenza recibir a la mucama con olor a chivo. La chica tocó timbre puntual, a las 9. Marcelo la dejó subir. Llamó a la puerta. Seguro me tomó por retardada, porque desde que entró me quedé sin hablar. “Me dijo mi primo que necesitaba empleada”, comentó ante mi silencio. Era una amazona. Asentí. Se había puesto un uniforme azul oscuro. Le señalé una silla para que tomara asiento. Vi su pelo largo, de rulos, que le llegaba hasta la cintura. Morocha, bajita, de piernas macizas. Por fin pude balbucear. “¿Lavás? ¿Planchás? ¿Cocinás?”. A todo asintió. Venía de trabajar en lo de una familia del barrio. Les limpiaba en el departamento y en el campo. Atendía a los chicos. Imaginaba el cuadro: el hogar color pastel, el matrimonio frustrado, los mocosos malcriados con sus uniformes de colegio privado. Me ofreció referencias. No hacía falta. Le expliqué que el lugar fue de mi hermano y lo que había ocurrido. Vio el retrato colgado. Se persignó. Acordamos su paga y un horario. Podía empezar ya mismo. Le propuse ordenar la ropa de Rogelio para donarla.
Mientras ella vaciaba el primer placard, revisé la computadora. En las noticias ya se hablaba de un incidente en la tienda de la señora M… Describían de “brutal” la golpiza que recibió la asistenta. La hija apareció casi muerta. Culpaban por esto a sus captores y no a las adicciones de la piba. La eterna protección a los ricos. La preocupación, decía el marido, era encontrar a la señora… Gran favor le hacíamos.
Alterio me había instalado un programa para ver páginas que escapaban a los navegadores corrientes. En una aún exhibían al noviecito de Rogelio. Resistía heroico, piel y huesos. Me puse a ver las cámaras de nuestras chicas y busqué la dirección que me dieron: TheRufinaExperience. La pantalla todavía estaba en negro.
*
Viviana había sido una bendición. Por vergüenza a que viera tantas botellas de alcohol, comencé a tomar menos. No esperaba que yo le dijera qué hacer. Preparaba sus utensilios e inventaba su lista de tareas. Una mañana encontró la urna cuando guardaba mi viejo bolso de trabajo. “¿Qué hago con esto, señora?”, me preguntó. La miré como una estúpida. Le conté la verdad, mi indecisión al respecto. Lo poco que conocía a Rogelio. Mi sospecha de lo que él hubiese deseado. “¿Por qué no lo lleva?”. A esa altura me daba lo mismo tirarlo o tenerlo en el placard. Pero me pareció la excusa para pasar tiempo con ella fuera del trabajo. Le pedí que me acompañara, el sábado. Viviana no sabía. Tenía un hijo que atender, iba a intentarlo. Al día siguiente me confirmó que vendría. Dejó mi uniforme limpio y perfumado.
El sábado llegó temprano con su nene. Se disculpó, no había quién lo cuidara. El pibe tenía sus ojos. Una mirada intensa. Parecía educado, calladito. No sabía cómo hablarle a un chico. “Saludá a la señora”, le ordenó. El nene me dio un beso. Sonreí como una tarada. Espié a la madre mientras caminaba a la cocina. Estaba de jean y con un suéter negro. El pelo atado con una colita. Aunque me negué a que trabajara, se puso a preparar el desayuno. Había venido Alterio y los viejos con los que se juntaba mi hermano en el edificio. Por suerte, Olivia y el doctor se ocuparon de entretener a la criatura. “¿Y esto qué es?”, preguntó por la silueta de Rogelio en el piso. Viviana lo hizo callar. No habíamos podido limpiar esa alfombra ni las manchas de sangre. Se quedó mirando el retrato colgado y la urna ubicada enfrente. Viviendo donde vivía debía estar familiarizado con la muerte.
Tomamos un té, mientras contaban anécdotas de mi hermano. Para mí era un completo desconocido. Quise inventar una historia de un viaje que ni yo me creí. Lo que realmente me acordaba no era lindo. Acepté quedarme callada, mirando a Viviana. Levantó las tazas cuando terminamos y nos preparamos para salir. El nene quería llevar la urna. Ya lo veía tropezando a los dos pasos y desparramando las cenizas. Además era pesada. Pero la puse en el bolso y se lo colgué del hombro. Cuando lo vio Viviana, lo retó. “¿Qué hacés vos con eso? Devolvelo que no es para jugar”. “Ella me lo dio”. Me hice la estúpida y lo negué. Viviana me pidió disculpas.
*
El chico estaba encantado con el barrio. Iba de la mano de la madre tocando con la otra el paredón de ladrillos del cementerio. Se quiso soltar cuando vio enfrente el McDonald’s del shopping. “Vamos, mami”, empezó a pedir. “¿Podemos?”, me preguntó después a mí. Ya iba a decirle que sí. “No seas maleducado”, lo cortó Viviana y siguieron adelante. Olivia y Gabriel caminaban lento, tomados del brazo. Alterio se me puso al lado. “¿Se encuentra bien?”. Yo estaba de lo mejor. El afectado era él. “¿Y la señora?”. El doctor miró su reloj. “Enterradita”. “¿No va a haber lío? ¿Dónde está?”. Me pidió que no me preocupara, que no era el momento. Sólo me mostró una foto que recién le llegaba al celular. Se veían las manos de la mujer arañando la tapa encima. Detrás, su boca abierta.
*
El chico preguntó quiénes vivían ahí. “Los que se robaron toda la guita de este país”, contesté sin pensarlo. Algunas bóvedas y mausoleos eran más grandes que la casa en la que nací. Viviana me miró seria. “Es un cementerio, como el del barrio”. Me pregunté en qué podía compararlo con el de Avellaneda. Quería que nos acercáramos a algunos de los grupos de las visitas guiadas. A la chica que les describía el lugar a los brasileros se le entendía bastante. Olivia dijo que no hacía falta. Conocía los casos más nombrados: los próceres muertos, peronistas, radicales, artistas, científicos. El sepulturero que ahorró toda su vida para construirse el mausoleo en el que hoy descansa. El matrimonio con las estatuas que lo representan de espaldas, como se ignoraron en vida. Alterio le explicaba al chico quién había sido cada uno de esos nombres en la historia argentina. Me tenté con dejar las cenizas frente a la tumba de Eva Perón. Rogelio odiaba que papá lo llevara con él a la unidad básica. Le gustaban los morochos, pero no que no tuvieran plata. Pensé quizás en alguien con una muerte similar a la de él. Un crimen pasional, lujurioso, sangriento. ¿Cuántos habrían muerto en manos de un pibito que los yiraba? Alterio me codeó al pasar frente a la estatua de una chica. Rufina Cambaceres. Parecía intentar abrir una puerta. El doctor contó que confundieron un ataque de catalepsia con su muerte y la enterraron viva. Encontraron el cajón corrido y a la chica arañada por la desesperación. “Esto es art nouveau, chiquito”, comenzó a decir Olivia para explicarle. “¿Y Alberto?”, preguntó Viviana. Lo vimos a lo lejos corriendo a unos gatos. La madre lo llamó a los gritos. Empezó a seguirlo. Los viejos fueron tras ella. Olivia apenas podía moverse. Cuando me iba a sumar, un gato me saltó encima. Me asusté, pero no lo hizo para atacarme. Se frotó en mi pierna. Era naranja, peludo, gordo. Intenté acariciarlo. Se corrió. Me miró y comenzó a alejarse. Se movía con delicadeza entre las tumbas. “Vení, carajo”, lo llamé. Más me huía. No sé por qué me obsesioné. Lo seguí hasta que paró a olfatear una estatua. Luis Ángel Firpo (1894-1960). Un hombre esbelto de bronce, bien marcado, con una bata que dejaba el pecho descubierto. De un costado sentí alboroto. Apareció Albertito, sonriente, con el viejerío atrás. Se quedó a mi lado. Viviana lo zarandeó por desobediente. Los viejos casi no tenían aire, pero se calmaron y vieron la estatua. “¿Qué les parece?”, pregunté. “Él estaría encantado”, aseguró Alterio. Los demás asintieron. Hasta Viviana. Le explicó al nene que el hombre había sido un boxeador famoso. No tenía dudas de que la paz de la que hablaba la señora Rogelio sólo la encontraría con un chongo así. Le dimos un beso a la urna y cubrimos el cuerpo del boxeador con los restos que quedaban de mi hermano.