María Inés Krimer
Marcia compra velas en el chino de Lascano. Al salir el neón le ilumina la cara con el juego de luces y sombras. Recipientes con basura. Diarios húmedos. Envases vacíos. Latas. Desde que empezaron los cortes los vecinos queman gomas en la avenida. El combustible escasea. Colas de autos esperando la carga. Un policía parado en la entrada de un edificio de ladrillos a la vista juega con un celular. Marcia se detiene un momento en la esquina de Segurola, lo mira, esquiva una baldosa floja, sigue. No puede precisar qué es lo que busca en las veredas mal iluminadas, en las caras nocturnas que cruza por las calles. El insomnio que sobrevino a la separación de Pablo la obligó a caminar una, dos horas después de la cena: su estrategia era deambular hasta cansarse. Fue en una de esas rondas que advirtió un cartel con letras verdes que decía: Cross Fire. El gimnasio estaba en un primer piso, en la mitad de cuadra. Una puerta enrejada. Un aviso de una bebida energizante. La foto de una atleta musculosa debajo de un vidrio. Marcia no dudó en gastar sus últimos ahorros en una calza Nike y zapatillas con cámara de aire. Desde que se mudó a Monte Castro va al gimnasio tres veces por semana.
Marcia sube la escalera. Adelante está la sala con máquinas para correr, bicicletas fijas y dorsaleras. Al costado, un bar con mesas de fórmica y unas medialunas que agonizan debajo de una campana de vidrio. La chica de la mesa de entradas se saca el chicle de la boca, lo estira y se lo vuelve a meter. Se apantalla con un folleto. Calor, dice. Para morirse, dice Marcia. Un gato negro salta en la oscuridad y aterriza junto a su pierna mientras entra en la sala de Aerobics. El espejo que cubre parte de la pared está rajado. La humedad se filtra por los zócalos. La clase de esa noche tiene más gente que de costumbre porque los cortes obligaron a suspender varias en el último mes. Marcia separa una colchoneta, la acerca a la ventana. Una mujer con uñas fosforescentes estira los brazos en la barra, balancea la cabeza hacia un lado y hacia otro. Se incorpora y se instala cerca de la tarima. Un traba con short y remera fucsia llega a último momento y se ubica en la primera fila.
El profesor deja un esqueleto de juguete cerca del espejo.
—Vamos, no tenemos toda la noche. Acerquen mancuernas, barras.
Las paletas de los ventiladores se desperezan. Shakira inunda la sala de Aerobics.
—Trote.
Marcia le saca unos metros al traba y a la mujer de uñas fosforescentes. Cuando vuelven a cruzarse disminuye la velocidad. Pese al volumen de la música escucha los bocinazos de la calle, el roce de las zapatillas, el tintineo de unas llaves dentro de una riñonera. El clic del encendedor de Pablo suena todo el tiempo en su cabeza. Están en la segunda vuelta cuando Shakira enmudece. El profesor toca la bandeja, le da unos golpecitos con el dedo. Extrae el compact, lo mira de un lado y del otro. Lo vuelve a poner. Espera unos segundos. Palmó, dice. Hay un momento de vacilación, nadie sabe si seguir o no hasta que escuchan:
—Mancuernas.
El profesor agarra un par de tres kilos y, de espaldas, explica que los bíceps deben trabajarse con sobrecarga para lograr un efecto duradero. Las alumnas hacen cuatro series de veinte insistencias cada una. Marcia no deja de mirar al traba, le sorprende lo bien que combina el conjunto del short con la remera. Sólo se escuchan respiraciones acompasadas, el subir y bajar de los brazos, el zumbido de las paletas. El silencio de la sala de Aerobics amplifica los ruidos que vienen de afuera.
—Barras.
Marcia sostiene una con las manos hacia arriba, separada a la altura de los hombros. Las muñecas alineadas. La columna derecha. Los codos pegados al cuerpo: si se inclina hacia delante o se mueve hacia los lados se están usando otros músculos del cuerpo. Las luces se apagan de golpe. Otro corte, dice alguien. El profesor enciende una linterna. Seguimos, dice. Inclina el haz hacia abajo. Al piso, ordena. Ahora el esqueleto no es blanco sino amarillo. Marcia estira el brazo hasta tocar la colchoneta. Mira el desierto de cuerpos diseminados en la sala de Aerobics. Por la ventana entra un olor a gomas quemadas. Recuerda las fogatas de su infancia. La leña se apilaba en medio de la calle. El fuego primero era lento, después más intenso y más tarde se elevaba impulsado por los golpes del viento.
—Abdominales.
Marcia corrige la postura: la cabeza relajada, la mirada a cuarenta y cinco grados, el mentón separado del cuerpo. Recorre la panza con el dedo. La rutina está haciendo efecto, piensa. Hay suspiros, quejas, deserciones. Las uñas fosforescentes de la mujer buscan la botella de agua mineral. El profesor dice: Quema, quema. Alguien se acerca tanteando en la oscuridad hasta encontrar una colchoneta vacía. Marcia siente un olor espeso, ácido. Después escucha un largo suspiro, como si la recién llegada viniera de lejos y le hubiera costado encontrar un lugar en la sala. Pagué hasta fin de año, se justifica mientras se acomoda en la cuerina. El profesor insiste: Quema, quema. Marcia piensa en el policía parado en el edificio de ladrillos a la vista. Hace dos noches la despertó la sirena de una ambulancia. Después no se pudo volver a dormir y cuando lo logró, ya de madrugada, soñó con el crepitar de las llamas, el calor, la casa boqueando en busca del aire. Cada tanto estallaba un fogonazo en otro sector y las mangueras de los bomberos se dirigían hacia las ventanas mientras volaba una lluvia de chispas y se ensanchaba una columna de humo que subía hasta el cielo.
—Duele —dice la voz.
—¿Qué?
—La piel, cuando se quema.
Marcia piensa si esa voz era un anuncio de lo que le espera, si terminará hablando con una desconocida en un gimnasio de mala muerte. Cuando se mudó a Monte Castro, después de la separación, dejó de ver a sus amigas. Nadie iba a atravesar la ciudad para tomar un café o compartir un happy hour en la confitería de Álvarez Jonte, entre jubilados que jugaban al truco, taxistas comentando un partido y las mujeres recién salidas de la peluquería. Te fuiste al culo del mundo, le reprocharon. El alquiler, dijo Marcia. Le avergonzaba contar que las amenazas de Pablo la obligaron a buscar un lugar alejado donde mudarse. No quiere pensar en el clic del encendedor amarillo ni en el celular estrellado contra el piso ni en las mangas largas que usó todo el verano para tapar los moretones violetas de los brazos.
—Glúteos.
Marcia gira, se pone en cuatro patas y levanta la pierna derecha hasta formar un ángulo recto. Mira hacia el costado. La mujer de la colchoneta se seca la frente con la palma de la mano.
—No doy más —dice.
Cuando se incorpora, el haz de la linterna ilumina una oreja oscura, como un higo chamuscado. Marcia intenta seguir la rutina pero se da cuenta de que no puede. Tiene la impresión de que esa oreja es otra advertencia. Cierra los ojos para no ver las llamas. El calor igual quema. La puerta queda entreabierta y hay un silencio roto por la voz del profesor y el ruido lejano de la calle. En el momento en que la figura desaparece en la escalera la luz vuelve. Hay aplausos, gritos de entusiasmo. La mujer de uñas fosforescentes destapa la botella de agua mineral y toma un sorbo. El traba se acomoda el short en el espejo. Marcia mira la colchoneta vacía. Hay una lonja de gasa amarilla y pegajosa adherida a la cuerina.
Al salir, tropieza con el esqueleto. Afuera ya es noche cerrada. Ve, a lo lejos, el destello de las gomas en la avenida. Una mujer con bolsas del supermercado. Un hombre pasea un caniche. El perro le sale al cruce, la chucea. Siente las piernas empapadas debajo de la calza. Cuando llega a la esquina de Segurola se detiene en el edificio de ladrillos a la vista.
—¿Pasó algo?
El policía aparta los ojos de la pantalla.
—Un hombre le arrojó alcohol a la mujer —dice—. Después le prendió fuego. Los vecinos escucharon los gritos.
—¿Y cómo está?
El policía no contesta.
Marcia apura el paso. Al doblar en Lascano se detiene. Saca de la basura un diario húmedo, lo entierra más en el recipiente. Se limpia los dedos en la calza. La mano tiembla al abrir la puerta del ascensor. Si Pablo se entera de dónde vivo, piensa. Pone la llave en la cerradura. Le sorprende que haya luz adentro. Por el corte se olvidó de apagarla.