CAPÍTULO VI
Cuando Lynke y Victoria llegaron a Madrid estaban ya cansados de viajar, aunque el recorrido no había sido pesado en realidad. Las posadas en las que pernoctaron, después de aquella primera desastrosa noche, fueron bastante buenas y nunca tuvieron dificultades para obtener un dormitorio separado para Victoria.
Al principio ella no había podido dormir muy tranquila, pensando que cada crujido del piso, cada ruido inexplicable, significaba la llegada de un nuevo asesino. Pero los días eran largos, y en poco tiempo encontró que casi tan pronto como ponía la cabeza en la almohada caía en un sueño profundo y tranquilo.
Desde el momento en que Victoria le salvara la vida, Lynke había empezado a tratarla no sólo como a un igual, sino con especial camaradería. Le confesó con toda franqueza por qué había sido enviado a España y la hizo reír con su imitación de la voz precisa y moralizadora del Duque de Newcastle. Hasta describió a Charlotte y la pena que sentía al tener que abandonarla.
Victoria recibió tales confidencias con mezclados sentimientos. No era ni inocente ni tonta; pero no lograba comprender lo que impulsaba a una mujer casada a tener idilios clandestinos con hombres ajenos a su marido.
«Cuando yo me case», se prometió una noche en la oscuridad de su habitación, «sólo amaré al hombre al que pertenezca».
Lynke le contó no sólo de su idilio con Charlotte, sino con muchas otras mujeres. Mientras Victoria lo escuchaba, con los ojos muy abiertos, comprendió que Lynke hablaba de todo aquello como antídoto de su nostalgia. Había olvidado la juventud del chico con el que se suponía estaba hablando. En realidad, hablaba consigo mismo, para evocar la aventurera vida que llevara.
Sólo cuando se acercaban ya a Madrid, Lynke cesó de mirar hacia el pasado y empezó a pensar en el futuro inmediato.
—¿Crees que haya algún tipo de diversión en Madrid?— preguntó con aire petulante en su última noche de viaje.
—La gente que ha estado allá asegura que es la capital más alegre de Europa— contestó Victoria—, los Reyes viven con mucha tranquilidad, debido a la delicada salud del Rey. Pero fuera del palacio, hay diversiones para todos los gustos. . . aun para personas como usted, que han disfrutado de tantas cosas en la vida.
—Tal vez es cierto… he tenido muchas cosas— convino Lynke con lentitud—, supongo que como siempre he tenido dinero, nunca he pensado en lo que sería no tenerlo. Estaba pensando apenas anoche en lo delgado y pálido que estabas cuando te encontré. Al iniciar este viaje no eras más que un pequeño costal de huesos, y ahora… ¿te has visto en el espejo?
—Sí— contestó Victoria.
—Entonces, habrás advertido la diferencia. Estás irreconocible. Y ese cambio se debe sólo a unas cuantas pesetas de comida que consumes al día. ¡Yo siempre he visto la comida como una cosa natural, sin pensar que hay seres como tú, al borde de la inanición!
Victoria se sintió ruborizar un poco al pensar que Lynke había notado los cambios operados en ella. Día a día notaba la transformación que se estaba realizando en ella. Sus mejillas se habían teñido de color; su cabello se veía más brillante; su rostro empezaba a llenarse y los huesos de su cuerpo no eran ya tan prominentes.
Más de una vez había contemplado con inquietud su figura en el espejo, temerosa de que empezara a revelarse su femineidad; pero era todavía tan esbelta, que hubiera resultado difícil que alguien sospechara que no era un muchacho.
Después de unos momentos de silencio, Lynke murmuró:
—En estos últimos días te he confiado todos mis secretos, Víctor. En cambio, todavía no sé nada de ti. ¿No confías en mí lo suficiente como para decirme quién era tu padre?
Victoria no contestó de inmediato. Estuvo debatiendo en su interior si debía revelar o no a Lynke su secreto, con tanto celo guardado hasta entonces.
Con lentitud, levantó la vista hacia él:
—No es que no confíe en usted— le dijo—, es que mi padre no permitió nunca que nadie, fuera de mi madre y yo, supiera su verdadero nombre. No se ocultaba sólo de los ingleses; tampoco quería que los españoles conocieran su identidad. Cuando me lo reveló a mí me hizo prometerle que no revelaría su secreto. Me prometió explicarme un día las razones de ello; pero murió antes de confiármelas.
—Así que no me lo dirás— había ahora irritación en su voz—, muy bien, si prefieres seguir ocultándome tu identidad, aceptaré tu decisión. No puedo forzarte a confiar en mí, ni a brindarme tu amistad.
—No es eso— aclaró Victoria en tono preocupado—, he estado pensando qué hubiera hecho mi padre en mi lugar. No sé por qué, pero creo que debido a lo mucho que usted ha hecho por mí, debido a que me siento tan feliz a su servicio, él me autorizaría a confesarle la verdad.
Contuvo un momento la respiración antes de decir:
—Mi padre era el Conde de Kinbrace.
—¡Kinbrace! ¡Euan Kinbrace!
Lynke repitió el nombre con asombro y entonces añadió:
—Lo recuerdo muy bien. Solía visitar mi casa y hospedarse con mis padres cuando yo era niño. Era primo distante de mi madre. Recuerdo haberlos oído hablar de su gran valor e inteligencia. Había un alto precio sobre su cabeza; sus posesiones en Escocia fueron confiscadas. Mis padres hablaban del alto precio que le habían hecho pagar por rebelarse contra el Rey. Mi madre se lamentaba con frecuencia porque nunca volvería a ver a su primo.
—¡Así que usted lo conoció!— exclamó Victoria con suavidad.
—Sí. Debo haber tenido ocho o nueve años la última vez que lo vi. Tenía el cabello rojo y ojos asombrosamente azules. ¡Ahora comprendo el porqué del color de tus ojos!
—Mi padre siempre decía que yo tenía las facciones de mi madre y los ojos de él— sonrió Victoria.
Lynke se quedó sentado, en su lugar junto a la chimenea, mirando con asombro al chico que estaba frente a él. Con razón, pensó, había dicho con tanto orgullo que era hijo de un caballero. No había la menor duda de su origen aristocrático: su pequeña nariz, su amplia frente, su barbilla orgullosa, el altivo porte de la cabeza, los dedos largos y delgados, las bien formadas piernas. ¡El hijo de Kinbrace! De pronto sintió deseos de que su madre estuviera viva para poder contárselo.
—Pero, ¿por qué se ocultaba tu padre de los españoles?— preguntó en voz alta—, este país siempre simpatizó mucho con los Estuardo, a los que tu padre defendía.
—Quisiera poder contestar esa pregunta, pero no lo sé— respondió Victoria—, sólo sé que mi padre debe haber tenido razones poderosas para mantenerse en el anonimato. Éramos muy pobres: él trabajaba, mucho para poder compramos lo necesario para subsistir. Mi madre trabajaba también. Bordaba y cosía por pedido, oficio que había aprendido de las monjas y cuando mi padre murió fue sólo el trabajo de ella lo que nos mantuvo vivos.
Lynke estaba pensando en esos momentos que el chico sentado frente a él era, en realidad, el Conde de Kinbrace, poseedor de un título antiguo de nobleza del que cualquier hombre hubiera estado orgulloso, a pesar de que la lealtad de su padre a los Estuardo lo había alejado para siempre de Inglaterra.
—Supongo— comentó Lynke en voz alta—, que no querrás presentarte en Madrid con tu verdadero nombre. Ahora eres el Conde de Kinbrace. ¿Sabes? ¿No sería conveniente que reclamaras el título ahora, antes que alguno de tus parientes escoceses lo haga?
—¡No, no!— exclamó Victoria a toda prisa, con una nota de agitación en la voz—. No puedo, no debo hacer tal cosa. Revelé la identidad de mi padre solo a usted. Prométame, por favor, mi, que no se la mencionará nunca a nadie.
No había la menor duda sobre la desesperada súplica de los ojos azules clavados en Lynke. Este apretó los labios. Había algo detrás de todo aquello, que no le había sido revelado. Le había sido confiado parte del secreto, pero no todo.
—Muy bien— asintió con cierta brusquedad—, tu secreto está a salvo conmigo. Llegarás a Madrid tal como habíamos planeado. Serás Euan Cameron, aunque creo que estás cometiendo un error.
—Gracias, mi— dijo Victoria.
—Preferiría que confiaras en mí a que me dieras las gracias—contestó Lynke. Entonces, ya sin insistir en el asunto, se retiró a su dormitorio.
Victoria permaneció mucho tiempo despierta esa noche, reprochándose por momentos el haber dicho demasiado, y por momentos el no haber hablado lo suficiente. Intuía que Lynke se sentía desilusionado y eso le causaba una gran tristeza. Pero no podía confiarle todos sus problemas, a pesar de lo bondadoso que había sido con ella. Con algo similar a un sollozo, hundió la cabeza en la almohada y trató de dormir.
Por la mañana, Lynke se mostró de muy buen humor. El fin del viaje estaba ya a la vista y Simón lo vistió con particular cuidado, para que causara una buena impresión al llegar al palacio.
No había duda de que la caravana fue recibida con admiración cuando el pesado carruaje, con sus resplandecientes servidores y sus seis magníficos caballos, cruzó las rejas de entrada para penetrar en el amplio patio del Palacio del siglo XVII, construido en el centro del hermoso parque conocido como El Retiro. Los lacayos y soldados de guardia contemplaron asombrados la llegada de la caravana.
Los criados abrieron la puerta del carruaje y bajaron la escalerilla. Un caballero con el pecho cubierto de medallas y charreteras doradas, avanzó, hizo una gran reverencia y dio la bienvenida a Lynke con algunas bien escogidas palabras.
El antiguo palacio, que había sido agrandado y reformado por los Reyes de España a través de los siglos, se había quemado apenas tres años antes, una noche de Navidad. Victoria, sin embargo, se sintió muy impresionada por el edificio que aún albergaba a la corte, hasta que los planes de construcción de Felipe V se pusieran en ejecución.
Subieron por una enorme escalera de mármol, bajo un techo incrustado en oro. Había servidores y guardias apostados a lo largo de la escalera y de los corredores que salían de ella.
Su guía los condujo hasta una antesala adornada con candelabros colosales y grandes retratos de anteriores Reyes de España.
Si Su Señoría tiene la bondad de esperar aquí, avisaré su llegada a Su Majestad el Rey. Apenas esta mañana estaba preguntando y a la Reina cuándo llegaría usted.
—Agradezco muchísimo las bondades de Sus Majestades— afirmó Lynke.
El caballero hizo una reverencia y los dejó. Lynke se volvió hacia Victoria y le guiñó un ojo.
—Veo que mi tío, el Duque de Newcastle, ha cumplido su palabra, de que nos recibirían con toda clase de consideraciones. Lo menos que puedo hacer es conseguirle lo que quiere.
—¿Qué es lo que quiere?— preguntó Victoria.
—Te lo diré después. Recuérdamelo— el cortesano volvió y los condujo hacia el Salón del Trono, a través de varios salones en los que se congregaban numerosos miembros de la corte. Era imposible no darse cuenta del interés que el paso de Lynke causaba entre ellos. Se le veía resplandeciente en su chaqueta de brocado azul y plata, con un chaleco bordado con hilo escarlata. Aun así, comparado con los españoles estaba vestido con sencillez.
Sin embargo, era un hombre que no necesitaba adornos para ser elegante y distinguido, pensó Victoria con orgullo. No era sólo su atractivo aspecto el que llamaba la atención, sino también su fuerte personalidad. Nadie podía dejar de advertir su presencia.
—¡El inglés!— Victoria oyó que decían una o dos personas en voz baja, al verlos pasar. Entonces, cuando iban a entrar en el Salón del Trono, oyó a alguien más, aunque no pudo ver quién hablaba.
—¡El inglés! ¡Don Carlos dijo que no vendría!
Victoria tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no volver el rostro y ver quién había comentado aquello.
Don Carlos se llevaría una gran sorpresa, pensó Victoria, pero ya no pudo pensar en nada más, excepto que estaba siendo presentada a los Reyes de España.
El Salón del Trono, con sus muros rojo y dorado, y sus tronos elevados sobre un estrado cubiertos con doseles de brocado dorado, era demasiado imponente para ser apreciado a primera vista. Pero el hombre sentado en el trono mayor y la mujer a su lado eran sorprendentes por el hecho de ser tan feos.
Victoria había oído hablar a la gente con tanta frecuencia sobre la Reina y sus interminables intrigáis, que había esperado a alguien muy diferente a la mujer gorda y de aspecto cansado, que se encontraba frente a ella. Isabel Famesio había perdido toda la belleza que en otros tiempos poseyera; sin embargo, en cuanto empezaba a hablar era evidente el porqué del dominio que ejercía sobre su esposo.
La voz débil y deprimida del Rey reflejaba con claridad no sólo su personalidad, sino el deterioro de su cerebro. La Reina, inteligente, parlanchina, encantadora, era sin duda alguna quien gobernaba España. Se mostró tan agradable, que no tardó en conquistar la simpatía de Lynke.
—Nos sentimos profundamente honrados con su visita, mi—dijo—, Su Señoria, el Duque de Newcastle, ha recomendado a usted en una forma muy especial a la atención de Su Majestad el Rey. Debe cenar con nosotros esta noche y contamos todas las novedades de la corte inglesa.
—Su Majestad es muy amable — agradeció Lynke.
—¿Cómo va la cacería este año en Inglaterra?— preguntó el Rey en un tono distante y distraído.
—No hay cacería por el momento, Majestad— contestó Lynke—, Pero el año pasado fue rico en perdices.
El Rey dijo algo a la Reina y ella se apresuró a explicar:
—Su Majestad el Rey está más interesado en la caza mayor… prefiere cazar alces y jabalíes. Pero ustedes podrán háblar de eso después.
Se volvió hacia el cortesano que los condujera hasta el trono.
—Tenga la bondad de conducir a Lynke al Salón Jardín. Doña Alicia debe estar allí y sé muy bien que está impaciente por conocerlo.
Lynke y Victoria hicieron profundas reverencias a los Reyes y se alejaron mientras seguían al cortesano.
Cruzaron algunos salones magníficos, pero vacíos; sin embargo, la habitación a la que fueron conducidos, por fin, estaba llena de gente. Se encontraban reunidas todas las damas de la corte y con ellas los funcionarios y cortesanos que atenderían a sus majestades al terminar las audiencias.
Cuando Lynke entró en el largo salón que daba a los jardines, las personas que se encontraban más cercanas a la puerta dejaron de hablar. Su silencio pareció contagiar a otros cortesanos y en pocos segundos, a Victoria le pareció que toda conversación en el salón cesó.
Con lentitud, el cortesano que los conducía a través del salón se detuvo en el extremo más lejano, frente a un grupo cercano a la ventana. Había tres damas reunidas ahí, pero una de ellas destacaba de tal modo entre las otras, que no había duda de quién se trataba.
—¿Me permite presentarle al Honorable Lynke, señora?—pregunto el cortesano.
Hubo una leve pausa antes que Doña Alicia se pusiera de pie e hiciera una profunda reverencia. Desde esa posición, levantó la vista hacia Lynke. Era preciosa, pensó Victoria de pronto y, de manera inexplicable, sintió que algo le oprimía el corazón. ¡Doña Alicia era la mujer más hermosa que había visto en su vida!
— ¡Así que por fin ha llegado, mil— no había sorpresa en su voz, sólo una leve nota divertida!
Lynke se llevó a los labios los dedos de ella.
—He llegado— repitió él—, el viaje me pareció eterno, pero eso se debió a mi impaciencia.
—¿Su impaciencia de qué?— preguntó Doña Alicia.
Lynke enarcó las cejas como sorprendido de que no comprendiera.
—De conocerla a usted, por supuesto, señora. Ella se echó a reír. Era una risa provocativa y encantadora. Sus ojos, mientras tanto, parecían coquetear con él.
—Es usted todo un cortesano— afirmó—, yo siempre pensé que los ingleses eran fríos y poco expresivos —miró a su alrededor, al grupo que los observaba en silencio—, pero, debo presentar a mis amigos…
Murmuró los nombres de las señoras, que hicieron reverencias mientras Lynke inclinaba la cabeza ante ellas. Entonces se volvió hacia los caballeros.
—Ante todo, debo presentarle a alguien que parece muy sorprendido de su llegada… Don Carlos, Marqués de Estrada.
Lynke no inclinó esta vez la cabeza. Miró de frente el rostro malhumorado de Don Carlos y clavó sus ojos en los ojillos malevolentes del otro.
—El noble Marqués sin duda alguna tenía buenas razones para sospechar que yo me quedaría en el camino— dijo con frialdad.
Don Carlos no contestó. Victoria notó cómo sus dedos se cerraban sobre la empuñadura de su espada. Entonces, sin decir nada se volvió para luego alejarse.
Doña Alicia echó hacia atrás la cabeza y río con gesto despectivo.
—Está celoso— comentó con aire burlón.
Lynke volvió a besar los dedos de su mano.
—Me siento más que halagado por ello— dijo con suavidad y al incorporarse, agregó—. ¿Me permiten ustedes presentarles a mi paje? Viene de Escocia… el señor Euan Cameron.
Victoria hizo una inclinación de cabeza, tratando de copiar lo mejor posible los elegantes movimientos de Lynke. Las damas hicieron apenas un leve intento de reverencia. Y, al levantar la cabeza, Victoria vio el rostro de Doña Alicia. Había perdido hasta la última gota de color y tenía una expresión de asombro e incredulidad en sus ojos. Pero al encontrarse con la mirada de Victoria, la expresión de su rostro cambió. El asombro desapareció para ser sustituido por algo más… algo siniestro, casi aterrador.
—Así que se apellida Cameron, ¿no?— preguntó y había una nota de insistencia en su voz.
—Euan Cameron a sus órdenes, señora— contestó Victoria, hablando en la forma más firme y masculina que pudo.
Doña Alicia no dijo más. El color estaba volviendo a su rostro; pero la mirada que le dirigió hizo con que Victoria se sintiera, de pronto, muy temerosa, sin saber por qué.