1
La casa era tal como se anunciaba. Agradable, limpia y ordenada, con algunos toques especiales de bienvenida: flores en los dormitorios, la cocina bien surtida de café y té, zumo, yogur, pan y otros básicos. Almohadas y mantas adicionales, leña para la chimenea: todo parecía haber sido dispuesto por los anfitriones (distinguidos en Airbnb con la categoría de Superhosts), quienes antes de marcharse a Europa nos enviaron las indicaciones para llegar a la casa y el código para abrir la puerta principal.
No había fotografías, nos dimos cuenta enseguida –asumimos que las habían guardado con otras pertenencias y documentos privados–, pero el salón lo dominaba un cuadro de una mujer que, según nos parecía, debía de representar a la señora de la casa en su juventud. Un óleo a escala real que hacía pensar en el Retrato de Madame X de John Singer Sargent. De hecho, el cuadro podría haber sido justamente eso: una imitación de Sargent. Una mujer como un cisne blanco con un cuello imposiblemente largo, ataviada con un sencillo vestido negro escotado que mostraba las mitades superiores –por combinar dos metáforas avícolas– de sus pechos como huevos de avestruz. Una mano descansa en el respaldo de una silla y con la otra agarra un lirio. Una mezcla remilgada de erotismo y austeridad.
Si se trata realmente de ella, dijo mi amiga, no entiendo cómo puede soportarlo. Cómo puede soportarlo su marido. Quiero decir, lo de vivir cada día con ese recordatorio flagrante de lo joven y caliente que eras.
Yo me encogí de hombros. Ya sabes lo que pasa cuando convives con algo a diario, dije. Probablemente ya ni lo adviertan.
Es cierto. Pero me puedo imaginar que cada vez que alguien lo vea por primera vez diga. Anda, ¿esa eres tú? Ya sabes que la gente siempre te dice eso cuando ve una foto tuya en la que resultas atractiva: ¿Esa eres tú? Y tú tuerces el gesto porque te acaban de hacer ver qué poco te pareces a ella ahora, incluso podría tratarse de otra persona. Es humillante. No debería serlo, pero es de verdad humillante.
Me mostré de acuerdo en que era humillante. Por otra parte, dije, mucha gente expone sus fotos de boda de hace muchos años.
Bueno, una cosa es exponer una foto tuya vestida de novia, pero esto...
Da lo mismo, dijo. Es un engendro. Descompensa todo el salón.
Podríamos cubrirlo con una sábana.
Mi amiga se echó a reír. Ay, no, por Dios. Eso sería incluso más perturbador.
Había otros cuadros repartidos por la casa, mayormente paisajes o marinas. En el comedor: una gran fotografía en blanco y negro de la casa, enmarcada, del año 1930.
A mí me aliviaba que, aparte del engendro, la casa cumplía con las expectativas de mi amiga.
Me recuerda más aún al lugar donde crecí, dijo. Mis padres podrían haber tenido el mismo decorador. Pero ni locos le habrían dado las llaves a una serie de gente totalmente desconocida. Cuánto ha cambiado la gente.
A mí también me gustaba la casa. La disposición de los muebles bien acabados sobre un fondo de pulcra desnudez. Algo de cerámica selecta pero pocos objetos decorativos más. Ese equilibrio entre confort y sencillez que me dijeron que se llamaba el lujo de los Shakers.
Era media tarde. Nuestro viaje en coche se había retrasado por varios aguaceros fuertes, pero, para animarnos, el sol salió justo en el momento en que la casa se nos apareció ante la vista. Por el camino nos comimos los sándwiches de aguacate y tomate que yo había preparado para nosotras por la mañana. Ahora lo que más queríamos era un café. Cuando nos hicimos una cafetera, cada una se llevó una taza grande a su cuarto. Habíamos decidido que tras deshacer el equipaje iríamos a dar una vuelta rápida por la ciudad, seguida de una cena temprana. Allí había un restaurante para comer pescado elogiado en la web de un amante de la gastronomía que mi amiga había estado consultando. No obstante, no pude evitar sentir que lo hacía por mí. Aunque su capacidad para saborear –y tragar– alimentos era mucho mejor de lo que había sido durante sus diversos ciclos de quimioterapia, su apetito era cualquier cosa menos voraz. Yo hice como que no me daba cuenta de que le llevó casi una hora terminar su sándwich de aguacate y tomate.
La semana previa había transcurrido para mí entre tambaleos, como si estuviese borracha, con todos los sentidos extrañamente amortiguados, pero ahora no podía ser más agudamente consciente de todo: de la luz cálida que entraba por las ventanas del dormitorio, del aroma y sabor del café, de las almohadas que parecían nubes sobre el edredón azul cielo, del grano del suelo de madera clara sobre el que un kilim de colores brillantes vibraba como si fuese una obra de op art. Los cajones del armario y del escritorio olían a lavanda. (En el piso de abajo advertí un aroma diferente: un penetrante olor frutal áspero, como un cóctel de cítricos.)
En otras circunstancias, este habría sido un lugar adecuado para trabajar. Pero yo dudaba si me podría concentrar incluso para mirar las noticias en internet. Más bien me había visualizado viendo películas en línea y dándome atracones de episodios de todas las mejores series de televisión que me había perdido en los últimos años y con las que no esperaba ponerme al día. También di por hecho que yo sería la encargada de cocinar o limpiar o hacer cualquier recado que hiciese falta, y sabía que me parecería muy bien hacerlo, pues mi única preocupación era que no hubiese suficientes tareas de ese tipo que me mantuviesen ocupada.
No trates de anticiparte demasiado a las cosas era el consejo que me había dado a mí misma. Aunque mi amiga parecía totalmente segura de su decisión –ni una vez la había visto flaquear–, en el fondo de mi mente se alojaba la sospecha de que las cosas no iban a ocurrir como estaban planeadas. El mero hecho de estar allí no implicaba que con seguridad fuera a tomarse el fármaco. Al fin y al cabo, había ido allí a pensar, y pensar podría conducirla a cambiar de opinión. Puede que decidiese tomárselo un poco más adelante. (La mayoría de los pacientes terminales en posesión de una dosis letal de medicación, me informé, nunca se la tomaban.) En cualquier caso, era mucho más fácil para mí imaginar que, después de una semana más o menos, las dos dejaríamos juntas esa casa y no yo sola.
Yo era plenamente consciente, y me perturbaba serlo, de que, en gran medida, aunque acepté ayudar a mi amiga, no había aceptado verdaderamente –sino que de hecho estaba resistiéndome con aparente fuerza– la razón por la que estábamos allí. Por la que yo estaba allí.
Desde el momento en que acepté estar con ella hasta el final, hubo un montón de veces en las que me acobardé, me dije que estaba cometiendo un grave error, que era imposible, que de hecho no podía hacerlo. Luego pensé que era igualmente imposible para mí echarme atrás. Pensé que al menos debería hacerle ver estos recelos, a lo que respondió que lo iba a hacer de todos modos.
¿Quieres que lo haga sola? Porque te digo que no tengo ni el tiempo ni la energía de seguir buscando en la lista de toda la gente que conozco. Quiero paz.
Quiero paz era algo que había empezado a decir a menudo.
¿Dónde está tu sentido de la aventura? ¡Como si eso me pudiera haber convencido! De hecho, la razón real por la que acepté ayudar a mi amiga fue que yo sabía que, en su lugar, habría tenido la esperanza de poder hacer exactamente lo que ella quería hacer ahora. Y yo habría necesitado a alguien que me ayudase. (En los días subsiguientes, habría momentos en los que no sería capaz de huir de la sensación de que aquello era una especie de ensayo, de que mi amiga me estaba mostrando la manera.)
Fue mientras deshacía el equipaje cuando se me ocurrió llevar un diario. A mí me seguía pareciendo un gran error que la hija de mi amiga, su única familia, no estuviese involucrada en lo que estaba ocurriendo, y ni siquiera se le hubiese informado de ello. Yo comprendía lo que pensaba mi amiga al respecto y veía que podía tener razón, pero me entristecía, y me hacía sentirme culpable, como si fuese una especie de traición. No es que hubiera sido apropiado que yo contactara con su hija a sus espaldas, pero al menos quería tener una crónica para dejársela en herencia. Pensé que, a su debido tiempo, la gente cercana a mi amiga querría saber cómo era, lo que había dicho, pensado y sentido al acercarse el final. Sería importante, entonces, ser lo más detallista y precisa posible, y desde luego no se podía confiar solamente en la memoria. Pensé también que sentarme a escribir acerca de cada día me ayudaría, al igual que haber llevado un diario de otras experiencias, incluyendo algunas muy duras, aunque quizá nunca tan singulares como aquella, me había ayudado a mantenerme en mis cabales.
¿Una aventura? De serlo, serían dos aventuras distintas, la suya completamente diferente de la mía, y aunque compartiéramos hasta cierto punto los días venideros, las dos estaríamos bastante solas.
Alguien dijo: Cuando llegas a este mundo, al menos sois dos personas, pero al abandonarlo estás tú solo. La muerte nos llega a todos, pero sigue siendo la experiencia humana más solitaria, la que nos separa en lugar de unirnos.
Apartado. ¿Quién lo está más que alguien a punto de morir?
Tendría que hacer una lista, pensé. Había hecho un montón de listas desde que todo aquello comenzó, infinitas listas de tareas por hacer: como Scott Fitzgerald señaló una vez que la gente suele hacer cuando está al borde de un colapso. Mi estilo era hacer una lista para, acto seguido, ignorarla; en lugar de volver a mirarla, me sentaba y hacía otra.
Provisiones: ¿no necesitábamos provisiones? Claro que sí. Mañana iré a hacer la compra, y para ello debería hacer una lista.
Cuando acabé de deshacer el equipaje, cuando me senté en una fracción soleada del escritorio y escribí mi lista de la compra, me sentí satisfecha de tantearme y de concluir que me encontraba en un estado razonable de calma. En un rincón del cuarto había un bonito espejo de pie antiguo. Voy a atravesar esto, aseguré, y –sonriendo ante el juego de palabras fortuito– fui al piso de abajo.
Donde mi calma se hizo añicos al ver a mi amiga llorando desplomada ante la mesa de la cocina.
Lo primero que pensé fue que había cambiado de opinión. Ahora que habíamos llegado se daba cuenta de que a pesar de todo no quería estar allí. Para eso, como he dicho, yo estaba preparada.
No te vas a creer lo que he hecho, dijo entre sollozos.
El cuerpo me ardió de terror. ¿Quizá, en un momento de impulso incontrolado, se acaba de tomar el fármaco en este mismo instante? Pero no puede haberlo hecho. No lo habría hecho.
¡Se me olvidaron!
¿El qué?
Las pastillas, por supuesto. Qué otra cosa. Las tenía escondidas, ya sabes, en mi dormitorio, al fondo de un cajón, y cuando estaba haciendo el equipaje me olvidé de sacarlas.
Casi me tambaleo del alivio.
Tenemos que volver, dijo.
¡Claro! Es lo primero que haremos mañana.
Mañana no. Ahora.
No me podía creer que hablase en serio.
He de asegurarme de que no las he perdido o guardado en otro sitio, dijo alzando la voz. Tengo que saber que están allí. Tengo que saber que no las han robado ni nada por el estilo. Que no se han desvanecido de repente en el aire. Que no me las inventé, ante todo.
Tenía el pelo agarrado entre los puños. Me daba miedo que empezase a arrancárselo, como una loca.
Tenemos que irnos, y tenemos que irnos ahora.
Más tarde, con las pastillas a buen recaudo en su nuevo escondite de su cuarto, y mientras ambas terminábamos de cenar en el exquisito restaurante de pescados al que llevábamos yendo dos noches seguidas, le sugerí discretamente que quizá haberse dejado las pastillas significaba que la idea de tomárselas le creaba un conflicto. Después de todo, se había acordado de traer todo el resto de sus medicinas, ¡y eran muchísimas!
Anda ya, no me supone ningún conflicto. Y te dije que nunca me mencionaras eso.
No recuerdo que me lo dijeras.
Bueno, quizá no con tantas palabras. En cualquier caso, te equivocas. Yo sé exactamente lo que hizo que me las olvidara. El quimiocerebro.
Sabía lo que era el quimiocerebro, pero al no decir yo nada, ella siguió explicándome.
Son fallos de memoria, problemas de atención, despistes, problemas para procesar la información. Puede ocurrir incluso después de interrumpir el tratamiento. Incluso puede empeorar tras interrumpir el tratamiento. Disfunción cognitiva. Puede durar años, en algunos casos durante el resto de la vida de una persona. Te podría dar miles de ejemplos, dijo.
Una vez, al enviar un paquete, se lo dirigió a sí misma y no a la persona a la que se lo quería enviar. Fue a comprar zapatos y, aunque se los probó, acabó comprando la talla equivocada. Luego le pasó lo mismo al comprarse unos pantalones. Perdía cosas todo el rato: las llaves, el monedero, el teléfono.
Todo lo que escribía lo tenía que revisar cien veces, dijo, y cada vez encontraba algún error que antes se me había pasado, ya no podía confiar en mi criterio acerca de nada. Veinte por ciento para el conductor, eso era lo que pensaba. Y luego, por mi confusión, le daba veinte dólares.
Yo quería preguntarle cómo podía confiar en la crucial decisión que nos había llevado hasta allí. ¿Cómo sabía que no era también fruto del quimiocerebro?