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El diario que tenía planeado escribir, un registro de los últimos días de mi amiga, nunca lo hice. Lo empecé, pero lo dejé casi inmediatamente. Ni siquiera guardé las primeras páginas que escribí. Descubrí que, después de todo, no quería llevar un registro escrito. La razón parecía ser que yo no había tenido fe en ello. Desde el principio me parecía como una traición, no de la intimidad de mi amiga sino de la experiencia en sí. Por más que lo intentase con esfuerzo, el lenguaje nunca podría haber sido lo suficientemente bueno, la realidad de lo que estaba ocurriendo no podría haber sido expresada jamás con precisión. Incluso antes de comenzar, yo sabía que cualquier cosa que intentase describir acabaría siendo, como mucho, algo adyacente a la cosa, mientras que la cosa en sí se me escurriría, como el gato al que ni siquiera ves escaparse cuando abres la puerta de la casa. Hablamos por hablar sobre encontrar las palabras adecuadas, pero acerca de las cosas más importantes, nunca encontramos esas palabras. Anotamos las palabras como deben anotarse, una después de otra, pero eso no es la vida, eso no es la muerte, una palabra después de otra, no, eso no es en absoluto correcto. Sea cual sea el esfuerzo que hagamos para intentar poner las cosas más importantes en palabras, es siempre como bailar de puntillas con zuecos.
Entendido: el lenguaje acabaría falseándolo todo, como siempre hace el lenguaje. Los escritores lo saben demasiado bien, lo saben mejor que nadie, y por eso los buenos sudan y sangran sobre sus frases, los mejores se hacen añicos sobre sus frases, porque si hay alguna verdad que se pueda encontrar ellos creen que se encontrará allí. Esos escritores que creen que el modo en que escriben es más importante que cualquier cosa sobre la que escriban: esos son los únicos escritores a los que quiero seguir leyendo, los únicos que me pueden animar. Yo ya no puedo leer libros que...
Pero ¿por qué te estoy contando todo esto?
El lenguaje lo falsearía todo. ¿Por qué entonces crear un documento inauténtico, que alguien que lo lea más tarde –incluso yo misma– interprete (malinterprete) como la verdad?
Algo más: Escribir en el diario no tenía el poder estabilizador o reconfortante que yo esperaba. No me aliviaba. Al contrario, me frustraba. Me hacía sentirme boba. Boba e incompetente. Me llenaba de ansiedad: en qué escritora horrible me había convertido.
¿Y si llevásemos todo este tiempo entendiendo mal la historia de la Torre de Babel? Mi ex incluyó una vez la pregunta en un ensayo. He aquí que todos forman un solo pueblo y todos tienen una sola lengua. Dijo Dios: Esto no va a funcionar. Como unidad, la gente lograría de hecho construir la ciudad y la torre elevada al cielo con la que esperaban ser famosos. Por supuesto, El que todo lo sabe sabía que con una lengua común nada les resultaría imposible. El modo de detener esta abominación fue reemplazar la única lengua por muchas. Y así se hizo.
Pero ¿qué habría pasado si Dios hubiera ido incluso más lejos?, ¿y si les hubiera dado no a las distintas tribus sino a cada individuo un idioma distinto, único como las huellas dactilares? ¿Y, paso dos, si para hacer aún más conflictiva y confusa la vida entre los humanos, hubiera obnubilado su percepción de esto, de modo que, al mismo tiempo que entendiésemos que hay muchos pueblos que hablan muchas lenguas distintas, nos creyéramos que todos los de nuestra tribu hablan la misma lengua que nosotros?
Esto explicaría gran parte del sufrimiento humano, según mi ex, que era menos bromista de lo que se pueda pensar. Él creía de verdad que era así: cada uno de nosotros seguimos empleando nuestra lengua, y el significado está claro para nosotros pero para nadie más.
¿Es así incluso para los enamorados? Pregunté sonriendo, seductora, con esperanzas. Esto era justo al principio de nuestra relación. Él se limitó a devolverme la sonrisa. Pero años después, durante el amargo final, llegó la respuesta amarga: Para los enamorados sobre todo.
Una vez oí a un periodista decir que, cuando está trabajando en un texto, sabe que su lenguaje probablemente no está resultando claro si se ve a sí mismo limpiando repetidamente la pantalla del ordenador.
Me trae a la mente el ideal de Orwell acerca de una prosa tan limpia y clara como el vidrio de una ventana.
Mirad por la ventana, es el tema de la redacción que propone el profesor. ¿Qué veis?
Cuando miré por la ventana, el monstruo seguía allí.
Hasta ahora no he lamentado no haber seguido escribiendo el diario, aunque supongo que algún día sí lo lamentaré. Por otra parte, me encuentro pensando en una película titulada No Home Movie, en la que la cineasta belga Chantal Akerman documentó conversaciones con su madre durante los últimos meses de la vida de esta. Todos deberíamos ser grandes cineastas.
Entiendo que es lo de ahora, que la gente haga vídeos y gestione que se los manden póstumamente a una o más personas a las que conocieron durante su vida. En algunos casos el vídeo está destinado a proyectarse en el funeral del difunto. No estoy segura del porqué, pero me resulta difícil imaginar que esto se pueda llevar a cabo de alguna manera que no resulte cursi.
El podcast del que me habló mi amiga, el que hizo a petición de la trabajadora social del hospital para responder preguntas acerca de cómo era ser una enferma terminal, y que después ella lamentó haber hecho: como yo sospechaba, no está tan mal como ella decía. Yo, al menos, no lo describiría así, como ella hizo, como si «se le fuera de las manos», aunque me provocó muecas de incomodidad en alguna ocasión. ¿Qué echaré más de menos? No echaré de menos nada, estaré muerta. No tendré sentimientos. Risita frágil.
Suena irritada. Está irritada. (Cuántas veces se ha dicho sobre mí que no aguanto a los imbéciles.)
Una sorpresa: al preguntarle si había pensado en quitarse su propia vida, responde sin dudarlo que no, cuando de hecho sabemos que este pensamiento llevaba con ella desde el día de su diagnóstico.
¿Algo que lamente?
No tanto no haber pasado más tiempo con su hija, o no haber logrado arreglar las cosas con ella, sino más bien no haber tenido otro hijo (una declaración que, obviamente, se puede leer de dos formas).
Lo mucho que odia el término lista del cubo. Su preferencia por fatal en lugar de terminal. No solamente no cree que haya vida después de la muerte, sino que le deja alucinada que tanta gente sí crea que la hay.
Probablemente era su tono lo que lamentaba. No quería aparecer enfadada o amargada. Mostrarte emotiva hacia tu propia muerte era impropio (su uso de esa palabra en el podcast me provocó una de las muecas de incomodidad). Al final mantuvo una imagen de aplomo estoico.
Ya que estoy ahí, me tiento escuchando algunos otros episodios de la serie. No me sorprende que la mayoría de las participantes sean mujeres (como también lo es la trabajadora social). ¿No están las mujeres siempre más dispuestas que los hombres a hablar de sus sentimientos? Por qué no iban a estar más dispuestas a hablar de estar enfermas y de lo que están padeciendo al enfrentarse a la muerte. Además, la mayoría de las entrevistadas son viejas, y todo el mundo sabe lo lacónicos que suelen ser los hombres mayores, especialmente si en algún momento de sus vidas han estado en la guerra. Además, me parece que, cuando se les pide que hagan algo para alguien, las mujeres, aunque no sientan gran entusiasmo, son más proclives a aceptar. (Parece haber algo de controversia sobre los estudios, y no son pocos, que implican pedirles a los pacientes terminales una entrevista o que rellenen encuestas o cuestionarios y todo eso. ¿Es ético quitarles tiempo a aquellos a los que les queda tan poco?, se preguntan algunos.)
Lo que percibo al escuchar el podcast es una extraordinaria conformidad. Haya o no aceptación, también hay miedo. Miedo al dolor. Miedo a la oscuridad. Incluso los que optan por el «entrar con calma»4 no parecen totalmente seguros de la parte «buena». (Parece que la única persona con la que el poeta no pudo compartir su poema fue justamente quien lo había inspirado, y a quien se dirige, y la razón es que al padre de Dylan Thomas no le habían dicho que se estaba muriendo.) Escucho mucha más ansiedad que zen. Cada uno de los entrevistados ha visto morir a alguien antes que ellos. Las listas de cosas que hacer antes de morir y de últimos deseos son sencillas. Una Navidad más. Una primavera más. («Espero poder pasar unas últimas vacaciones con los nietos», «llegar a la graduación de mi hijo en la Facultad de Derecho», «acabar las reformas de la casa».) Muchos se encuentran, de forma bastante natural, preocupados por el pasado («Se me aparece la cara de mi madre una y otra vez.» «El miedo que sentí todos esos años por mi divorcio ya no lo siento.») Tristeza y preocupación por los que se dejan atrás, por aquellos que, previsiblemente, van a sufrir más la muerte de ese alguien que uno mismo. («Si al menos mis hijos no fueran tan pequeños.» «No estoy seguro de que mi marido sepa ni siquiera dónde está la cocina, se va a morir de hambre.» ¿Y los gatos?)
Ausencia de autocompasión, con la excepción de la madre de los niños pequeños. Ella lo hizo todo «correctamente», nos asegura esta mujer. Nunca hizo daño a nadie, siguió todas las reglas. Era una buena persona. Por qué ella por qué ella por qué ella.
Ausencia de humor, con la excepción de un hombre de cincuenta años de voz áspera obsesionado con su epitafio. Ha oído muchos muy buenos, dice, y su favorito es «Nos vemos pronto». ¿Puedo usar uno que hayan usado antes?, pregunta. ¿O sería plagio?
Como si le fueran a demandar por eso.
El hombre que plagió su epitafio. Y otros poemas. A mi amiga le habría encantado.
La lista del cubo viene de darle la patada al cubo, por supuesto. Pero la procedencia de darle la patada al cubo, eso nadie parece saberlo.
¿Qué tiene que ver un cubo con esto? ¿Y por qué darle una patada? ¿Y se supone que hay algo en el cubo? (Mi amiga.)
Siempre pensé que tenía que ver con un caballo moribundo. Le daba coces a su cubo mientras se desplomaba. Pero no encuentro la fuente al respecto.
¿Habrá alguna conexión con la superstición rusa de que trae mala suerte ver a alguien acarreando un cubo vacío?
Excepto para mi amiga y otra mujer, que simplemente dice que no lo sabe, todo el mundo dice creer que verán a sus seres queridos de nuevo. No por primera vez, me doy cuenta de que nadie parece tener miedo de ir al infierno. El infierno son los otros, si estás de acuerdo con Sartre. Evidentemente, la mayoría considera que es para otra gente, no para ti. Y nunca para los que esperas ver de nuevo. Como la extinción de la vida en la tierra a causa de una guerra nuclear o del cambio climático, un más allá que incluya la posibilidad de que el miedo y el dolor interminables resulten ser un horror demasiado grande como para asimilarse.
Paradise, California, perdido. Después de que el incendio de Camp Fire hiciera estragos en la localidad, un editorialista escribió: «Que la imaginación humana concibiera el lugar de la condena eterna como un infierno, y que la locura humana haya creado un futuro de olas de calor e incendios sin control que siguen recrudeciéndose, podría hacer pensar a algunos en dos infernales coincidencias.»
Me veo deseando –no sin culpa– que el podcast sea más interesante. Aburrida por el modo en que hablan de sí mismos, y sintiéndome como una mierda al respecto (aunque cualquier terapeuta sincero te contará lo a menudo que han de intentar permanecer despiertos mientras los pacientes descargan sus pesares), no puedo evitar sospechar que, más que decir lo que realmente piensan o sienten, estas personas están diciendo lo que piensan que otra gente quiere oír. Es decir, lo que es aceptable, lo que corresponde: lo apropiado.
Morir es un papel que desempeñamos como cualquier otro papel en la vida: qué pensamiento tan perturbador. Nunca estás seguro de tu yo verdadero salvo cuando estás solo, pero ¿quién quiere estar solo al morirse?
¿Es mucho pedir querer que alguien en algún lugar diga algo original al respecto?
Poco después de su diagnóstico, mi amiga acudió a algunas sesiones de terapia de grupo. Aunque las sesiones tuvieron lugar en la clínica oncológica, el grupo era solo para pacientes, sin que hubiera un terapeuta profesional o una persona formada para guiarlos. A ella no le sorprendió, dijo mi amiga, que todo el mundo acabase diciendo las mismas cosas. La enfermedad es una experiencia común, a fin de cuentas. ¿Por qué no iban a reaccionar ante ella de manera similar?
Había una mujer, dijo mi amiga, que se unió al grupo más o menos a la vez que ella. Esa mujer tenía unos sesenta años y había nacido en Bulgaria, y aunque llevaba viviendo en Estados Unidos desde la época del instituto, hablaba inglés con acento. Ella y su marido, de padres búlgaros pero nacidos en los Estados Unidos, llevaban cuarenta años casados. Ya jubilado, su marido había trabajado toda su vida como inspector de edificios. Ella era auxiliar de odontología. Tres hijos, todos ya adultos. Empezó como un matrimonio en el que había amor, contó la mujer al grupo. Habló de los buenos recuerdos de sus primeros años: la boda, los nacimientos muy seguidos de los hijos –todos guapos y con buena salud–, que fueron como deseos concedidos, uno dos tres.
Pero el marido y la mujer se habían desenamorado tiempo atrás, dijo, y durante la mayor parte del matrimonio no se habían llevado bien. De hecho, confesó la mujer, el hogar era tal campo de batalla que sus hijos se alegraron de marcharse cuando fueron lo suficientemente mayores. Tras eso, la pareja se peleaba menos, pero comenzó a llevar vidas cada vez más separadas, dijo. Dormían en habitaciones separadas, no siempre se sentaban a comer juntos. Pasaban días enteros sin intercambiar apenas una palabra. Aun así, tenían un compromiso: para bien o para mal. Además, eran católicos. No habría divorcio.
Pasó un tiempo, contó la mujer al grupo, antes de que supieran lo enferma que estaba. Al principio nadie mencionó el cáncer. Sus síntomas se debían probablemente a una úlcera, dijeron, o a un reflujo ácido, incluso a lo mejor solo a un tirón muscular. La verdad llegó a borbotones, con una sucesión de pruebas que traían noticias cada vez peores. (El grupo asiente con seriedad: ese camino se lo tienen bien trillado.) La primera reacción de su marido había sido más bien de irritación, dijo la mujer. Su mujer siempre había sido una hipocondriaca, le contó al médico (no del todo sin razón, llegó a admitir su mujer). Él también tenía reflujo ácido, ¿y qué? Dolores y achaques: no eran unos jovenzuelos, ninguno de los dos. Pero cuando se confirmó un diagnóstico claro de cáncer, contó la mujer al grupo, su marido cambió.
Al principio, dijo, pensaba que a lo mejor se lo estaba imaginando. Sus hijos insistían en que así era: y no les sorprendía, dijeron, debido a todo lo que había padecido. El shock. El miedo. Sin mencionar las célebres perturbaciones del quimiocerebro.
Pero no era su imaginación, dijo. No era el shock, no era miedo, no era el quimiocerebro. Cuando les explicaron el pronóstico de cáncer de páncreas con metástasis, dijo, su marido se animó.
De repente siempre estaba de buen humor con ella, dijo. A ver, no es que le alegrara verla sufrir, dijo. No era un monstruo. No era el mejor de los maridos, no, pero siempre fue un hombre decente. Pero no podía ocultar sus sentimientos, dijo. No a ella. En el hospital, dijo, yo me fijaba en las otras personas que iban a visitar a los pacientes de mi habitación. Me fijaba en sus caras y miraba las caras de mis hijos y de mi otra familia y amigos, y veía el mismo miedo y la misma tristeza. Pero nunca una mirada como la de él, dijo. Y nunca lágrimas. Una vez, cuando él creía que estaba dormida, yo estaba en realidad mirándolo, le contó al grupo. Estaba sentado en una silla junto a la ventana, con las piernas cruzadas, balanceando un pie. Miraba fijamente por la ventana con la cara hacia el cielo, y la mirada en su rostro era la de un hombre ufano, un hombre bastante satisfecho con cómo iban las cosas. Entonces estiró las piernas y se reclinó con las manos en la nuca, dijo. Ahora estaba estudiando el techo. Unos momentos después, según lo describió la mujer, dio un profundo suspiro y sonrió.
Según mi amiga, la mujer le contó al grupo que habría querido decirle a su marido que se mantuviera lejos, no quería que volviese más al hospital. Quería decirle que no la estaba engañando, a ella que lo conocía mejor que nadie: como si tras cuarenta años no se diese cuenta de lo que sentía. Como si no pudiera leerlo como un libro, dijo. Como si no pudiera escuchar su corazón cantando Libertad.
Pero no podía hacerlo, dijo. No tenía el coraje de enfrentarse a él, me dijo mi amiga que les contó la mujer a los demás del grupo. La verdad era que ella lo sentía por él. Estaba tan avergonzada de él, dijo, que me inspiraba compasión. Aunque le odiaba por no intentar siquiera ocultar sus sentimientos, pensaba que a lo mejor lo cierto es que no era capaz. Pensé que era posible que ni siquiera supiera eso de sí mismo, que estaba negándose a aceptar sus sentimientos (que habrían sido exactamente como él, dijo), y que se habría indignado si yo...
Y aquí hizo una pausa, buscando un momento para recomponerse.
Pensando en nuestra vida juntos, resumió la mujer, vaya tristeza de matrimonio había resultado ser, qué poca felicidad digna de recuerdo tuvimos, yo tuve que confesar que la entendía. Quizá si sus roles se hubieran invertido, ella habría sentido lo mismo, dijo. Quizá mucha gente atrapada en malos matrimonios sienta alivio cuando el otro muere. Quizá no puedan evitar sentirse así, y quizá no puedan esconder sus sentimientos. Y a pesar de lo terrible que era todo, la mujer dijo que se preguntaba: ¿Eso era un crimen? Cuando piensas en ello, dijo, ¿qué andaba yo diciendo? ¿Que mi marido debería haber sido mejor actor? ¿Mejor embustero?
Ella lo necesitaba, prosiguió la mujer. Estaba enferma, llevaba tantos días tumbada boca arriba, indefensa. No quería ser una carga para sus hijos, dijo, que tenían todos sus trabajos y familias y tantas luchas por su lado. Necesitaba a alguien que cuidase de ella, y su marido cuidaba de ella, aunque Dios sabe que no siempre era fácil, y él lo hacía sin protestar.
Y, como digo, le contó la mujer al grupo, ahora siempre está de buen humor. Siempre contento, demasiado feliz de estar haciendo por mí esto y lo otro, a veces canturreando por lo bajo, o silbando. Y durante todo el tiempo no tiene ni idea de lo que estoy padeciendo, y de que sé la verdad. No tiene ni idea, repitió la mujer, de que yo lo sé. Lo sé.
Según mi amiga, la mujer contó su historia de un modo extrañamente forzado y monótono, con la mirada baja, como si estuviera leyendo un guión invisible en una audición para un papel que no tenía ninguna esperanza de conseguir. Pero obtuvo la atención de todos, dijo mi amiga. Se habría oído la caída de un alfiler, y por supuesto todos estábamos escandalizados ante lo que estábamos escuchando. Cuando la mujer terminó, los demás comenzaron a hablar. No todo el mundo, dijo mi amiga. Hubo algunos, como yo, que no dijimos nada (confieso que no tenía la menor idea de qué decirle a esta pobre mujer), pero los que hablaron se mostraron de acuerdo. La mujer estaba equivocada. Seguramente los hijos –que conocían a su padre, a fin de cuentas– tenían razón, y la mujer, que en su opinión debía de estar completamente equivocada, debería escucharlos. Había otra explicación para el comportamiento de su marido, una perfectamente obvia, que era que su manera de sobrellevarlo era esa, decían. ¿Y no ocurría todo el tiempo? ¿No es eso lo que hacía la gente, poner buena cara, tratar de actuar con normalidad, de mostrarse alegres, esconder sus lágrimas...? ¿Y por qué? Porque pensaban que eso facilitaría las cosas a la paciente y la ayudaría a mantenerse animada, por eso. Y eso es lo que estaba haciendo su marido, le explicó la gente del grupo. No había nada siniestro en ello. ¿Y no había dicho ella misma lo bien que él la estaba cuidando, siempre ahí para lo que necesitase, que se desvivía por ella?, y si eso no era una prueba sólida de su amor...
La mujer no discutió con esa gente, me informó mi amiga. De hecho, no reaccionó ante sus comentarios, salvo asintiendo con la cabeza de vez en cuando, con la mirada siempre baja y media sonrisa torcida fija en su cara. Ella sabía.
O sea, aquí estaba esa mujer que había llegado y había hecho algo tan difícil, me dijo mi amiga. Había contemplado la verdad y no se había encogido ante ella. Había contado lo inenarrable. Había dado nombres. Y aquí estaba toda esa gente haciéndole luz de gas. No estaban siendo sinceros, ni con ella ni con ellos mismos. Como no podían aceptar la verdad, tuvieron que enterrarla bajo toneladas de sandeces.
Y no era la primera vez que algo así sucedía en esa sala, dijo mi amiga. Siempre los mismos vanos consejos, los mismos lugares comunes acerca del poder del pensamiento positivo y de los milagros que sucedían y de no rendirse y dejar que el cáncer ganara. Y lo único que eso hizo fue recordarle lo difícil que era para la gente aceptar la realidad, me dijo mi amiga. Nuestra abrumadora necesidad o de esconder la cabeza en la arena o de imbuirlo todo de sentimiento, dijo.
Todo lo cual me recordaba a mí lo irritada que se ponía mi amiga cuando otra gente insistía en que, aunque su hija nunca le mostró su cariño, por fuerza sí lo tenía. (Todos los hijos quieren a sus madres: eso lo sabe todo el mundo.)
La terapia de grupo la hacía sentirse lo contrario a respaldada, dijo mi amiga. La hacía sentirse marciana. Tras la reunión en la que esa mujer les contó su historia, mi amiga dijo que había tenido suficiente. No volvió más.
Y más tarde, cuando supe que esa mujer había muerto, sentí todo ese aluvión de rabia de nuevo, dijo. Parecía tan terriblemente injusto, el modo en que le habían negado sus sentimientos, cómo ninguno de nosotros había dicho ni una sola cosa que le pudiera haber sido de ayuda o consuelo. Enferma de vergüenza era el modo en que mi amiga describía lo que sentía cada vez que pensaba de nuevo en esa mujer. Y yo seguía preguntándome, dijo, si alguna vez llegaría un momento antes del final en que alguien viese en realidad a esa mujer. La viese a ella.
Es la historia más triste que jamás he oído.
Acerca de esa mujer, yo misma me estoy preguntando: ¿Alguna vez llegó un momento antes del final en que ella cambiase de opinión y se enfrentase finalmente a su marido?
¿Cuál piensas que es el sentido de tu vida?
«La familia.»
«El amor.»
«Hacer lo correcto.»
«Ser una buena persona.»
«Seguir siendo positiva y perseguir tu sueño.»
El sentido de la vida es que se detiene. Por supuesto tenía que ser un escritor quien diese con la respuesta. Por supuesto ese escritor tenía que ser Kafka.
Pero en tus propias palabras, dijo la trabajadora social.
Esas son mis propias palabras. Estoy de acuerdo con Kafka.
Pero la pregunta es cuál es el sentido de tu vida.
Que se detiene, dijo mi amiga. Exactamente como dijo Kafka. (Risita frágil.)
Mi mujer y yo hemos vivido durante mucho tiempo, me dijo el propietario de la casa. Y créame, la tragedia no nos ha sido ajena. Uno de nuestros hijos murió de meningitis cuando no era nada más que una cosita pequeña. A nuestra edad hemos visto morir a muchos de nuestros amigos y familiares, y, entre los dos, hemos pasado por unas cuantas enfermedades graves. Una casa inundada no es lo peor que puede pasar en el mundo. Si esto es lo peor que me pasa este año, me consideraré afortunado. Ese es el riesgo que corres si alquilas tu casa, y por supuesto es por lo que tenemos un seguro. Y es una bendición que no fuese el baño de arriba, en cuyo caso el daño habría sido mucho peor.
Estábamos al teléfono. Antes de colgar, algo en mí me hizo preguntarle por el cuadro del salón. (Vigilándonos: ¡ja!, dijo mi amiga, apuntándola con el dedo mientras dejábamos la casa.) Me contó que lo habían comprado en una subasta de una herencia. A ambos nos dejó muy cautivados, dijo. Al principio pensábamos que había sido un error, por el modo en que dominaba el salón. Pero después resultó ser un buen tema de conversación. Pero a mi mujer..., no, nunca llegó a parecerse a ella, dijo el hombre. Y soltó una risilla.
¿Es usted?, me preguntó el inspector del seguro cuando vio el cuadro.