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El tratamiento contra el cáncer que mi amiga había estado recibiendo –y que incluía una terapia aún experimental– fue más exitoso de lo que los prudentes médicos le habían permitido esperar.

Seguiría viviendo.

O más bien, tal como lo dijo ella, no se iba a morir.

De hecho, lo que dijo fue No me tengo que ir de la fiesta justo ahora.

Ahora oscilaba entre la euforia y la depresión. Euforia por el motivo evidente; depresión porque, bueno, no estaba exactamente segura de por qué, pero le habían advertido que contase con eso.

Suena absurdo, dijo. Pero tras pensar todo este tiempo que esto sería el final, y tras intentar prepararme para esto, la supervivencia resulta anticlimática.

De hecho, su primer pensamiento al recibir su diagnóstico fue que no iba a aceptar ningún tratamiento. Cuando supo cuál era la tasa de supervivencia para alguien con su tipo de cáncer en la etapa en que se lo descubrieron (cincuenta-cincuenta, según sus averiguaciones, aunque su oncólogo no se quiso comprometer), pronosticó un largo periodo de tratamientos dolorosos y debilitadores durante los cuales se sentiría demasiado enferma como para hacer algo que pudiera considerarse «vivir» y que, con toda probabilidad, no lograría salvarla en cualquier caso. Había visto que ocurría con demasiada frecuencia, dijo. Yo también. Todos lo habíamos visto. Aun así, le instamos a no darse por vencida, insistimos en que tenía que hacer todo lo posible para luchar contra la enfermedad. Cincuentacincuenta: no eran las peores probabilidades.

Y al final no fue difícil convencerla. No quería irse temprano de la fiesta. Y por qué no ser una cobaya (a pesar de las repetidas objeciones de su médico, ella siguió denominándose así).

Solamente una persona no intentó cambiar su mentalidad. Su hija simplemente le dijo: Es tu elección.

Cuando oí esto me sentí desasosegada. Las dos mujeres tenían una historia tensa. Demasiados huesos duros de roer entre nosotras, bromeaba mi amiga, como para formar un esqueleto entero. A menudo hacía bromas sobre la relación con su hija, en parte porque el humor siempre había sido un rasgo destacable de su personalidad, y en parte porque ese era su modo de combatir la dificultad. Recuerdo cuando nació su hija: un embarazo insólitamente difícil que concluyó en un parto extenuante con una hemorragia posparto lo suficientemente grave para requerir una transfusión. Supongo que eso es lo que pasa cuando traes al mundo a un monstruo era su manera de bromear después al respecto.

Vivian a más de tres mil kilómetros, y aunque se hablaban en el momento del diagnóstico de mi amiga (no como tantas veces en que recuerdo que no era así), no habían tenido mucho contacto durante años.

Yo ni siquiera conocí al hombre con el que vive, me dijo mi amiga. No me sorprendería enterarme de que se han casado.

Es tu elección. No era yo quien tenía que juzgar esa respuesta. Tampoco tenía por qué añadirle la connotación más cruel y siniestra. Pero sabía cómo le sonaría a mi amiga y el enorme dolor que podría causarle.

Antinatural es una palabra que sigue viniéndome a la mente cuando pienso en esta madre y esta hija. Desde que me acuerdo, solo parecía haber malentendidos entre ellas. Los momentos de afecto eran más bien insólitos cuando vivían bajo el mismo techo. Una vez que la hija se mudó, desaparecieron del todo.

Cuando mi amiga comenzó la frase De haber sabido cómo sería, yo estaba segura de que continuaría: nunca habría tenido hijos. Pero habría intentado tener al menos un hijo más fue lo que de hecho dijo.

En su día, cuando se enfrentaban a un hijo que les desconcertaba o repelía por algún rasgo –enfermedad o discapacidad, falta de afecto, mal comportamiento–, los padres trataban de creer a toda costa que su hijo real había sido robado y que los ladrones (según muchas leyendas, eran muy probablemente demonios o hadas) habían dejado como sustituto un trol o un diablillo o alguna otra cosa no humana. Imaginen cuántas veces ha servido el mito del niño cambiado como justificación para la violencia infantil: castigo corporal, descuido, abandono, incluso infanticidio.

Cualquier idea de que la hija de mi amiga hubiera sido cambiada por accidente al nacer se acalló fácilmente: tenía los hermosos ojos azules de su madre, y hasta sus anillos dorados alrededor de las pupilas. La misma cara en forma de corazón, las mismas piernas arqueadas, voces que no se diferenciaban. Pero recuerdo oír a mi amiga decir más de una vez: Si viviésemos en la Edad Media, juraría que me dieron el cambiazo con la niña.

Cuando se sentía presionada, un suspiro de exasperación. Es que no la siento como mía.

Que nunca dejaba de darme escalofríos.

Y cuando hacía el comentario –de haber sabido cómo irían las cosas, habría intentado tener otro hijo– también eso me daba escalofríos. Pero pensé que la entendía. Si hubiera tenido otro hijo, y si hubiese logrado tener una relación mejor con aquel, ¿no sería eso la prueba de que no era del todo culpa suya lo mal que habían salido las cosas con su hija? Yo la entendía. O, al menos, lo intentaba.

También insistía en que todo habría sido diferente –quería decir mejor– si su hija hubiese sido un hijo.

Esta es la historia más triste que jamás he oído, comienza una de las novelas más famosas del siglo XX. A menudo me viene a la mente cuando oigo hablar a la gente acerca de sus complicadas vidas, sobre todo de sus familias infelices.

Hubo un padre, por supuesto. O más bien el fantasma de uno. Habían estado en la misma pandilla durante toda la época del instituto, y al final, brevemente, justo antes de que le mandaran al ejército, fueron pareja. Cuando él volvió de la guerra, intentaron sin éxito sacarlo adelante. La hija había sido, confesó mi amiga, el resultado del polvo de la ruptura.

Sabíamos que se había terminado, dijo. Pero ninguno de los dos estaba enfadado con el otro, y yo no tenía ni idea de cuándo iba a volver a tener sexo. Fui yo la que insistió en una última vez.

La idea de matrimonio nunca se le pasó por la mente, dijo ella. No estaba enamorada de él, nunca había estado enamorada de él –aparte de la nostalgia del instituto, no tenían intereses comunes–, y no deseaba tener a ese hombre en su vida de ahí en adelante. Cuando le dijo que estaba embarazada, también le aclaró que no esperaba nada de él. Los padres de ella tenían dinero y, al parecer, no reaccionaron con disgusto sino con entusiasmo al conocer el estado de su hija. Siempre se habían lamentado de no haber podido tener más hijos. Independientemente de las circunstancias, la promesa de una nieta era motivo de celebración.

Y como el novio de mi amiga había vuelto de la guerra y se sentía perdido e inseguro acerca de prácticamente todo, salvo del hecho de que no estaba listo para la paternidad, estuvo totalmente de acuerdo con un plan que le apartase del asunto. En cualquier caso, él quería dejar su ciudad natal y empezar una nueva vida en otra parte. Ni siquiera esperó al nacimiento del bebé para marcharse.

Una década de silencio concluyó con noticias acerca de su muerte. Resulta que un día él y su mujer estaban en el coche en el campo cuando se toparon con una casa cuyo segundo piso estaba en llamas y desde el cual, tal como explicó luego la mujer, su marido dijo haber oído gritos. Él corrió hacia la casa, entró y subió las escaleras y, entonces, abrumado por el calor y el humo, sufrió un paro cardiaco. Los bomberos, que llegaron solo unos minutos más tarde, no fueron capaces de reanimarlo. Y respecto a los gritos, la mujer no había oído nada, dijo, y resultó que en el momento del incendio no había nadie en la casa.

Nunca debería haberle contado esa historia, dijo mi amiga. Tendría que haber fingido todo el tiempo que no tenía ni idea de quién era su padre.

A ojos de la madre, el padre, que desde un principio le resultó intrascendente, había disminuido con el tiempo hasta quedarse prácticamente en nada. Para la hija, en cambio, la ausencia lo había agigantado aún más, y a su muerte se convirtió en un coloso.

Era impresionantemente atractivo: no hay más que mirar el anuario del instituto. (Tú te habrías esperado que estuviese con alguna mucho más atractiva era una de las flechas más afiladas del carcaj de la hija.) Un soldado: valiente, romántico. Un héroe que habría sacrificado su vida para salvar a unos desconocidos de una casa en llamas. Un hombre así no abandona sin más a su propia hija. Y sin embargo nunca lo conoció. Ni siquiera ha hablado jamás con él.

¿Y de quién era la culpa?

Le partió el corazón, dijo mi amiga, el día que estaba vaciando el armario de su hija y encontró las cartas que ella le había escrito en secreto.

Y en las que, según parecía, había vertido todo su resentimiento hacia la madre y los abuelos.

Sé que no te dieron una oportunidad. Sé cómo es mi madre y lo que es capaz de hacer para salirse con la suya.

Odiaba ser hija de madre soltera: mientras crecía, era la única así entre sus amigas. Nunca pudo librarse de sus sentimientos de vergüenza por no tener padre. Así de duradera era su hostilidad hacia cualquiera que saliese con su madre. Aunque nunca se casó, mi amiga tuvo romances con varios hombres mientras la hija se hacía mayor, y con cada uno de ellos la chica se portaba tan bruscamente como podía. No sería injusto decir que ahuyentó a algunos.

Odiaba crecer en la casa de sus abuelos como si su madre y ella fuesen hermanas. (Si te soy sincera, dijo mi amiga, le dejé gran parte de la crianza a mi madre, que también era lo que mamá quería, y yo me sentía en realidad más como una hermana mayor que como una madre.) La hija no podía tolerar ver lo bien que se llevaban la madre y los abuelos. Era una extraña entre ellos, la hija de su padre, no era como ninguno de los parientes de su madre, con los que no lograba llevarse bien en absoluto.

Nunca perdonaré a esa mujer por haberse interpuesto entre nosotros.

Esa mujer era yo, por supuesto, dijo mi amiga.

Cartas de amor, eso es lo que eran.

Ella se las había arreglado para convertirlo en una gran pasión, dijo mi amiga. Nos habría vendido a todos los demás como esclavos con tal de pasar una hora con él.

Y eso es lo que más me molesta, dijo. Bueno, ódiame a mí. Soy la que se quedó preñada y se negó a una boda de penalti, soy la madre horrible. Pero ¿y mis padres? Todo lo que hicieron fue quererla y cuidarla, y ella destrozó lo que deberían haber sido sus mejores años. Eso es lo que yo nunca le perdonaré.

Si hubiera sabido cómo iban a terminar las cosas, habría intentado darles otro nieto.

Es la historia más triste que jamás he oído.

En el colegio escribió un poema sobre su padre que incluía los versos «Era yo la que estaba en la casa en llamas / era a mí a la que oíste gritar».

Todo sobre la tragedia que era su vida, así lo describió su madre. Esta niña, muy querida y muy buscada, que creció con todos los privilegios concebibles en un mundo lleno de sufrimiento, y mírala, obrando como si fuese huérfana, refugiada, alguien que llegó en patera. Incluso tuvo el valor de describirse así.

«Emocionalmente, yo llegué en una patera» era otro verso del poema.

A sus abuelos también les molestó el poema, en el que se les acusaba de ser unos esnobs ricos e insensibles, más bien enemigos que una familia cariñosa.

Era la gota que colmaba el maldito vaso, dijo mi amiga. ¡Y el colegio encima va y le da un premio!

Mejor revelarlo aquí: nunca le tuve mucha simpatía a la hija. Nunca me cayó bien. Era, la verdad sea dicha, una niñita extraordinariamente desagradable. Me acuerdo de lo culpable que solía sentirme por mi aversión hacia ella: era solo una niña, al fin y al cabo. Pero nunca había conocido a una niña tan desagradable. Mentía con la destreza de un estafador. Rompía sus juguetes adrede. Robaba cosas que podría haber tenido solo con pedirlas. Acosaba a los niños más pequeños. Cuando su abuela le regaló un gatito, lo martirizaba tan despiadadamente que casi se volvió salvaje.

Cuando le llegó el momento de ir a la universidad, solamente solicitó plaza en facultades de estados lejanos (Quiere marcharse lo más lejos posible de mí, decía su madre, y con razón), y después, para trabajar tras su graduación, se fue todavía más lejos y vivió en el extranjero unos cuantos años. Siempre había mostrado talento y pasión por la escritura, pero, más que hacer carrera literaria (¿Seguir mis pasos?, dijo mi amiga. Antes morir), se metió en los negocios, en concreto en el negocio de asesorar a otros cómo gestionar los suyos propios, hasta especializarse en el sector hotelero y de entretenimiento. En esto resultó ser una especie de genio, y como era un trabajo que requería viajar mucho, y viajar era lo único que le gustaba más que el trabajo en sí, y ya que, gracias a su trabajo, viajar normalmente implicaba viajes gratuitos de lujo, había resultado estar más contenta de lo que imaginaría quien la hubiera conocido de niña.

Una vez que estableció su total independencia de ellos, su hostilidad hacia su familia disminuyó. Las muertes de sus abuelos, que se produjeron una inmediatamente después de la otra, le despertaron sentimientos de culpa que su madre no esperaba que fuese capaz de sentir. Sería exagerado decir que la madre y la hija se reconciliaron –nunca habría verdadera paz entre ambas–, pero no había tanta tensión, y al menos durante unos pocos años se las arreglaron para estar cada una en la vida de la otra de un modo parecido al de una relación familiar normal.

Pero era demasiado tarde. Había demasiada historia, demasiada mala sangre entre ambas. (Con la lógica típica de una familia disfuncional, mi amiga perdonó enseguida a sus padres por votar a los republicanos, pero no a su hija, nunca.) Al final simplemente era más sencillo dejarlo correr, arreglárselas sin el otro. Si bien mi amiga tuvo que conocer al hombre con el que vivía su hija, esta no tenía ni idea de que su madre también había estado saliendo con alguien (un hombre cuyo interés se enfrió, sin embargo, cuando quedó claro que ella podía estar gravemente enferma).

Así estaban las cosas en el momento del diagnóstico de mi amiga.

Es tu elección. Qué cosas dices, dijo mi amiga. Es tu elección. Punto. Como si fuese algo nimio. Como si no tuviese nada que ver con ella.

Le agarré la mano, traté de calmarla. Dije: La gente dice cosas inapropiadas...

Has hecho bien en no tener hijos, dijo.

No era, ni por asomo, la primera vez que me decía eso, pero en esta ocasión lo dijo con un vigor inusual. Entonces, como dándose cuenta de que quizá no debería haberme dicho eso: Ya sabes, a otras personas les dije expresamente que no vinieran a verme esta tarde porque quería que estuviésemos solo nosotras.

La verdad es que no tenía nada que contarle así que hablé de otras cosas, lo habitual, libros que había leído, películas que había ido a ver, y lo asustados que estaban todos los que vivían en mi edificio porque habían informado de que en un apartamento había chinches. Mi amiga y yo nos conocimos al principio de la veintena, cuando ambas trabajábamos en la misma revista literaria. El redactor jefe, nuestro viejo director, se había muerto ese mismo año, y hablamos de él, de nuestros viejos tiempos en la revista y de cuál sería su futuro ahora que su fundador y redactor jefe no estaba, y yo le conté del funeral, al que asistí, y al que ella, según dijo, también habría asistido de no estar enferma.

Hablamos de otra gente que ambas conocíamos, de otros a los que conocimos en la revista, de los que todavía éramos amigos y de los que habíamos perdido el contacto. Los muertos. Me preocupó toda esta charla sobre la muerte, a ratos acerca de gente (como nuestro antiguo jefe) que había sucumbido a la misma enfermedad que ahora amenazaba la vida de mi amiga, pero fue ella quien dirigió la conversación, como solía hacer siempre cuando nos juntábamos: era su estilo.

Aunque estaba un poco aturdida por la medicación (y, aunque lo negase, creo que con dolores también), continuó de la manera enfática por la que era conocida, sin duda alguna la de alguien que había pasado buena parte de su vida tras un atril. Me acordé de que siempre había sido célebre por su energía. Era el tipo de persona que otros describen como una luchadora, una superviviente, y por esa razón los que la conocíamos nos quedamos sorprendidos cuando anunció que tenía la intención de renunciar al tratamiento. Y no nos sorprendió cuando cambió de idea. No se equivocaba, no obstante, al tenerle miedo al tratamiento. La primera vez me costó reconocerla. Blanca como un huevo y flaca como un palillo fue como ella intentó prepararme. Y sin un mechón de lo que en su día había sido un nubarrón de pelo.

Cuando llevaba cerca de una hora de visita, nos interrumpió su oncólogo, un hombre de color, joven y atractivo a la manera clásica, como una estrella de cine con el papel del héroe que hace de médico, y me conmovió ver cómo ella coqueteaba con él (y cómo el, sutilmente y de buen grado, le devolvía el flirteo) antes de que me pidieran que saliese de la habitación. Una habitación para ella sola. (No te vas a creer lo que me está costando, me dijo, pero no podía soportar la idea de estar aquí tumbada todo el día con una compañera de habitación viendo la tele o chismorreando por teléfono. No aguanto ni siquiera unos minutos en la sala común. Y yo, a su vez, le conté que estuve en el hospital por una pequeña operación el año anterior y tuve que escuchar durante horas a la mujer de la cama contigua poniendo al día sobre su estado por teléfono a una serie interminable de gente, incluyendo a su peluquera y, por raro que parezca, a una persona aparentemente desconcertada a la que tuvo que explicar de qué se conocían entre ellas.)

Cuando el médico terminó su consulta, retomamos la charla donde la dejamos. Entonces, de golpe, se tumbó agotada. Fue tan repentino como si le hubieran disparado. Ya no le quedaba energía para charlar, pero me pidió que me quedara un poco más. Vino una enfermera a sacarle sangre y mi amiga la tomó con ella, ya no recuerdo por qué aparente motivo. (Esa no me gusta, fue todo lo que dijo después.) La enfermera, la viva imagen del aplomo, me guiñó el ojo al salir. En las unidades de terapia oncológica están entrenadas para perdonar.

Estoy tan contenta de que hayas venido, dijo mi amiga cuando le di un beso de despedida.

Le dije que volvería al día siguiente.

¿Qué haces esta noche? ¿Alguna cosa?

Le dije que iba a escuchar a mi ex, que daba una charla.

Ah, él, dijo ella. Y puso los ojos en blanco.

Le pregunté si había leído el artículo en el que se basaba la charla y dijo que sí.

Un gusto ver que sigue siendo la alegría de la huerta, dijo.

Recientemente publicaron un relato en una antología. Estaba basado en una historia real que a mi amiga y a mí nos resultaba familiar porque involucraba a alguien que conocimos en su día, otro antiguo compañero de trabajo. Un hombre que daba clases en una universidad se sentía abrumado por la presencia en una de sus clases de un joven que, por lo visto, le recordaba al bello efebo que había sido el amor y la obsesión de su juventud. Cayó en la tentación y sedujo al estudiante y se entusiasmó al ver que sus sentimientos eran recíprocos. A esto le siguió un romance apasionado en que ambos hombres esperaban que, a pesar de su diferencia generacional, la relación perdurara. Pero tras poco tiempo se reveló que el joven era de hecho el hijo del antiguo amante del profesor. Este descubrimiento desencadenó una serie de profundas alteraciones en la psique del profesor, que enseguida rompió la relación, aunque nunca fue capaz de volver a una vida normal: se quedó tan hecho polvo que al final se suicidó.

Recuerdo que, en aquel momento, lo que nadie de nosotros podíamos creer era que, hasta que la verdad se reveló, ese hombre se las había arreglado para ignorar no solo la pista del parecido por parentesco, que de hecho era notable, sino la pista mucho más importante de que sus dos amantes llevaran el mismo apellido. Otra cosa increíble: que él nunca mencionase nada acerca de ninguna de estas extraordinarias «coincidencias» al estudiante, y que aparentemente nunca buscase saber si había algo más tras ellas.

El poder de la negación. Ha sucedido más de una vez: una chica aparece dando a luz en el baño de un instituto, pongamos, y más tarde revela que no tenía ni idea de que estaba embarazada, que los muchos cambios que estaban teniendo lugar en su cuerpo los atribuía a... lo que sea.

La capacidad sin límites de la mente humana para el autoengaño: desde luego, mi ex no se equivocaba en eso.

En el relato publicado, escrito por el joven (bueno, ya no era joven) amante, los géneros de los personajes y otros detalles habían sido cambiados para que el estudiante con el que el profesor acaba teniendo una aventura resulte ser una hija de cuya existencia nadie le había hablado. Según el escritor, esto era para crear un conflicto más dramático y para que el suicidio fuese más convincente. Por supuesto, la verdad era mucho más interesante, y mi amigo no fue el único en sentir que el escritor en verdad había «arruinado» la historia, olvidando que lo que en realidad había ocurrido no era una obra de ficción. Algunas personas cercanas al profesor se molestaron al verle convertido en un personaje ficticio y pensaron que el relato nunca debería haberse escrito o publicado de ninguna manera.

Pero ahí está, y ahora lo tenemos. Otra historia de las más tristes.

Jesus, du weisst es el título de un documental austriaco que vi hace unos quince años y que nunca se me ha ido de la cabeza. Jesús, tú sabes. Muestra a seis católicos, cada uno en una iglesia vacía diferente, que han acordado rezar arrodillados y en voz alta mirando a la cámara situada sobre un trípode en el presbiterio. Estos fieles corrientes, tres hombres y tres mujeres, tienen muchas cosas en su interior, tienen muchas cosas en la cabeza, hay en ellos, oh, tantas cosas que quieren contarle a Jesús. La frase «tú sabes» se repite varias veces. (De hecho, Ya sabes, Jesús habría sido el título más preciso, ya que aquí es la muletilla informal en las conversaciones y no la omnisciencia del Señor la que marca el sentido.) Estas charlas íntimas unilaterales, la mayoría acerca de problemas familiares, son más bien lo que esperarías oír que una persona le cuenta a un psicoanalista o a un confesor y no lo que se nos viene a la mente con la palabra oración. No precisamente la carta de amor a Dios, no la elevación del corazón y la mente a Dios o la petición de bondades tal como la define la Iglesia católica.

Una mujer está deprimida porque su marido ha sufrido un infarto y ahora se pasa todo el tiempo viendo programas de televisión malos. Otra se queja de un marido que la engaña. Quizá, con la ayuda de Jesús, encuentre las palabras adecuadas para hacer una llamada anónima en la que informar al marido de la otra mujer. Y quizá Jesús también le dé la fuerza para no asesinar a su marido con el veneno que confiesa haber obtenido ya.

Un hombre anciano le pregunta fríamente a Jesús acerca del maltrato que le causaron cuando era niño: Por qué me pegó mi padre. Por qué mi madre me escupió en la cara.

Un hombre joven comienza quejándose del fracaso de sus padres por entender su devoción religiosa hasta llegar a describir sus desconcertantes fantasías eróticas, a veces religiosas.

Una pareja joven se turna para comentar la infelicidad que ha surgido en su relación porque ella quiere una cosa en la vida y él quiere otra.

Sueltan una perorata, los seis. No hay otro modo de expresarlo. Como no hay modo de ignorar el hecho de que gran parte de lo que escuchamos de ellos tendría que considerarse un lloriqueo. Hay un tono defensivo soterrado: cada persona parece sentir una apremiante necesidad de explicar sus sentimientos, de presentar su situación como si estuviera exponiendo un caso ante un juez.

Del puñado de gente que estaba conmigo entre el público no se quedaron todos hasta el final.

Lo que revelaban las plegarias grabadas en la película son lo más crudo de la soledad, la autoestima baja y la tristeza. Cada suplicante parece estar pidiendo amor a gritos, un amor que nunca encontraron o un amor que temen estar a punto de perder. Aunque las personas que aparecen en la película son de distintas edades y tienen distintos orígenes, comparten las dos cosas más importantes: religión y nacionalidad. ¿Qué pasaría si el experimento del director se repitiese con otros grupos de creyentes, no austriacos, no católicos, los resultados serían los mismos? Creo que sí. Al ver la película y escuchar las plegarias me sentí como una testigo de la condición humana.

Qué es la oración y está Dios realmente escuchando son dos preguntas sobre las que el director quiere que el espectador/voyeur se pare a pensar. Yo me fui del cine pensando en el popular mandamiento edificante: Sé amable, pues cada persona con la que te cruzas está librando su propia batalla.

A menudo atribuido a Platón.

Poco después de ver el documental, di con una entrevista en la radio con el director John Waters. Al pedirle algunas recomendaciones de películas, él inmediatamente mencionó Jesús, tú sabes. Mi película favorita de estas vacaciones, dijo (estábamos en Navidad). Esa gente es exasperante, dijo John Waters. Y lo que la película deja claro es que, si realmente hubiera un Ser Supremo que tuviese que escuchar las oraciones de la gente todo el tiempo, se volvería loco.