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El asombro de ciertas coincidencias.

Para mirar la hora le doy un golpecito a mi teléfono, que está sobre mi escritorio encima de un libro que resulta ser la novela de Ben Lerner 10:04, y veo que son las 10:04.

Leo acerca de una nueva película con mi gato apoyado en el hombro. En el instante en que llego a la palabra vampiro, el gato, que nunca me ha mordido, hunde los dientes en mi cuello.

Un 12 de octubre veo que el saldo de mi cuenta corriente es exactamente 1.492 dólares.

Un altercado violento entre dos hombres sale en las noticias. Un hombre blanco y uno negro. El apellido del hombre blanco es Black y el del hombre negro es White.

Y aquí, en esta casa, en un estante de la biblioteca del salón: Un thriller psicológico en la estela de Highsmith y Simenon, ambientado en el sórdido mundo de los bajos fondos de la Nueva York de los años setenta.

No tan asombroso. Mucha gente tiene los mismos libros. Lo que es asombroso es que el libro tiene la esquina doblada en la misma página –el comienzo de un capítulo nuevo– donde, por última vez, yo lo dejé.

El asesino es un bebedor empedernido. Sus nuevos amigos, que están a la moda, comparten la creencia popular de que fumar hierba es el remedio contra el alcoholismo, pero él es prudente con las drogas. Un día consiguen que se coma un brownie sin decirle que contiene hachís. Tras esto, se engancha con avidez al cannabis pero sin dejar el alcohol; al contrario, se convierte en un consumidor crónico de ambos. Como su comportamiento es cada vez más perturbador, la actriz empieza a arrepentirse incluso de haberse hecho amiga suya, especialmente cuando él seduce a la mejor amiga de ella, que se enamora locamente de él y, para colmo, acaba siendo maltratada y abandonada. Pero las adicciones del asesino son su verdadera perdición. Una paranoia que empeora y la falta de autocontrol le llevan a un comportamiento errático que, a su vez, le lleva a la vaga sospecha de que él conocía a la mujer que encontraron estrangulada en el parque. Tras ser violada por el asesino, la actriz le cuenta sus sospechas a la policía. Más tarde echa mano de sus habilidades escénicas para tender una trampa al asesino, manipulándolo para que haga una confesión que se graba en un equipo que ha instalado la policía en el apartamento de ella. Al mismo tiempo, ella se escapa por los pelos de ser también asesinada.

Durante su juicio, el asesino, consciente de toda la atención que ha despertado su caso, se imagina que escribirán un libro sobre él: un superventas del que harán una gran película. Se le ocurre que quien represente su papel en la película no solo tendrá que ser un buen actor sino también un estupendo bailarín. Ese, por supuesto, sería John Travolta. Y ahí lo dejamos: condenado a cadena perpetua y fantaseando consigo mismo en la pantalla, encarnado por John Travolta.

El libro prosigue durante unas cincuenta páginas más, pero no estoy segura de que las vaya a leer ahora que el destino del asesino ya se ha decidido. Supongo que probablemente habrá un giro inesperado o algo así más adelante, pero no me acaban de gustar los giros en las novelas de misterio.

Había una librería en el centro comercial. Cuando nos dejamos caer por allí para echar un vistazo, mi amiga se dio cuenta antes que yo: Mira quién va a venir a esta ciudad.

Para ser precisa, era a la ciudad vecina, a uno de los campus de la universidad pública. «Cuánto puede empeorar.» Una conferencia sobre crisis globales.

En una semana, según el cartel.

El asombro de ciertas coincidencias.

¿Te interesa ir?, preguntó mi amiga.

Le recordé que ya había asistido a esa charla. Por no hablar de que ya había leído el artículo en el que se basaba.

Es cierto, dijo. Se me había olvidado.

Espero que no te importe que te diga que siempre me pareció un cretino, añadió.

Uno de esos periodistas agresivos, arrogantes y engreídos, lo llamó, enumerando los nombres de otros tantos que se adecuaban al arquetipo.

Sin embargo, era a él a quien yo había acudido. Era a él a quien le había contado todo. Era a él a quien llamaría cuando acabase aquella pesadilla. Pero no mencioné nada de esto.

Mi amiga, que es probablemente la persona más leída que conozco, está teniendo problemas para leer. Desde mi diagnóstico, dijo. La única vez en su vida en que no tenía varios libros a la vez a medio leer y al mismo tiempo estaba ansiosa por leer otros nuevos.

Había intentado volver a libros que ya había leído, me dijo, los más importantes para ella.

Pero el viejo encanto ya se perdió, dijo. Mis escritores favoritos, mis libros favoritos: ya no me conmueven como antes. No tengo paciencia. En verdad no es tan diferente de leer cosas malas, ya sabes. También me pasa que quiero decirles: ¿Por qué me estás contando todo esto?

Le cuento sobre otro escritor que escribió en el blog de una revista literaria sobre una visita a un antiguo profesor suyo cuya pasión por la literatura moderna le inspiró y ayudó a formarse como escritor en su época de estudiante. Ahora, anclado a una silla de ruedas y con mucho tiempo libre, el profesor declaró que había estado releyendo clásicos modernos: Faulkner, Hemingway, Scott Fitzgerald y tantos otros. A la pregunta del escritor: ¿Han envejecido bien?, el anciano respondió que no. Como representaciones completamente vanas, así los juzgó. No merecen la pena en absoluto.

Pero no es solamente leer, dijo mi amiga. También me resulta difícil saber a qué debo seguir prestando atención. Con la música ha pasado algo muy raro, por ejemplo. Antes me gustaba escuchar distintos tipos de música, dijo, pero ahora se ha convertido en algo irritante. ¿Quién lo iba a pensar?

La mayoría de las canciones pop a ella le suenan monótonamente iguales, dijo. Y las letras tan banales (¿Por qué no habrá nunca una excepción a esta regla?, preguntó), que antes nunca le habían molestado particularmente, ahora la deprimían.

Y últimamente también parecía deprimirla mucha música clásica, dijo. Era demasiado. Demasiado seria, demasiado conmovedora. Demasiado, demasiado insoportablemente triste, dijo.

Escuchar eso me sobresaltó. Recientemente, la música clásica había comenzado a perturbarme de ese mismo modo. La música que en su día amé y consideré una bendición y un bálsamo, ya no la podía escuchar: un cambio que no entendía en absoluto pero que me resultaba descorazonador.

Los dueños de la casa eran unos apasionados de las películas antiguas. Entre su amplia colección de DVD estaba Dejad paso al mañana, una película que ninguna de las dos habíamos visto. Yo tenía muchas ganas de verla cuando me acordé de que había sido fuente de inspiración para la gran película de Ozu Cuentos de Tokio.

La Gran Depresión. Tras perder su casa y todos sus ahorros, una pareja de ancianos se ve obligada a pedir ayuda a sus hijos. No quieren ser una carga; de hecho, el hombre hace todos los esfuerzos posibles para seguir siendo el sostén familiar que fue durante toda su dura vida laboral, pero encontrar trabajo a su edad resulta imposible. Para los hijos, tener que lidiar con unos padres ancianos y necesitados es realmente una carga, y no se esfuerzan en esconder su resentimiento. Mamá y papá, felizmente casados durante más de cincuenta años, no pueden soportar la idea de la separación, pero para sus hijos es la única solución justa y factible. Al principio se suponía que sería solo temporal, pero la separación está destinada a resultar permanente cuando papá se ve obligado a mudarse a la casa de una hija que vive a muchos kilómetros de donde mamá ha sido reubicada con un hijo y su mujer. Los hijos han organizado una cena de despedida para sus padres, pero, devastados por la traición de sus hijos y paladeando el último día que se les proporciona para estar juntos antes de que el hombre se marche a California, los dos deciden saltarse la cena y salir esa noche por su cuenta. Cenan juntos en el mismo hotel donde pasaron su luna de miel. Llega la hora de que el hombre tome su tren. En la estación, aunque se muestran animosos como si no fuese la última vez que se ven (papá encontrará un trabajo en el oeste, irá a buscar a mamá, y pronto estarán juntos de nuevo, sin separarse jamás), no está demasiado claro (para ellos, para nosotros) cómo acabará su historia.

La película más triste que se hizo nunca, la llamó Orson Welles.

La vimos sentadas una junto a otra en el sofá, atragantándonos y abrazadas la una a la otra como dos personas que intentan desesperadamente evitar que la otra se ahogue.

Lo que no quiere decir que lamentemos haberla visto; aunque sea tristísima, una historia bien contada te sube el ánimo.

Los dueños de la casa eran aficionados a Buster Keaton. Vimos a Buster Keaton corriendo colina abajo, esquivando una avalancha de piedras, intentando meter en la cama a su mujer inconsciente por la borrachera, huyendo de una patrulla de polis, enredándose entre las cuerdas de un ring de boxeo, intentando meter en la cama a su mujer inconsciente por la borrachera, recibiendo amenazas de otros hombres mucho más fuertes que él, adorando a una vaca marrón muy grande y siendo adorado por ella, intentando meter en la cama a su mujer inconsciente por la borrachera. Vimos a Buster Keaton caerse, caerse y caerse de nuevo, vimos cómo la cama se desplomaba bajo el peso de su mujer inconsciente por la borrachera, y nos reímos una y otra vez, atragantándonos y abrazadas la una a la otra como dos personas que intentan desesperadamente evitar que la otra se ahogue.

Mi amiga había hecho yoga durante muchos años: tuvo incluso un trabajo de media jornada como profesora de yoga. Había dos locales de yoga en la ciudad que ofrecían dos tipos de clases de yoga, pero ella no tenía interés en ninguno de los dos. Al igual que mucha otra gente, había hecho yoga principalmente para tratar de mantenerse en forma. Nada que ver con la iluminación. A pesar de lo que afirme la gente, dijo mi amiga, ella nunca había presenciado ningún crecimiento espiritual, ninguna mejora en el carácter moral de nadie conocido que practicara yoga –y el número de gente que conocía que practicaba yoga era grande–, no había visto a nadie que ella considerase que se hubiera vuelto mejor persona por hacer yoga, dijo, salvo que ser una buena persona signifique sentirse mejor con uno mismo; si acaso, dijo, había visto a gente volverse cada vez más egocéntrica, algo que también había visto en alguna gente que iba a psicoterapia. En cualquier caso, ya no tenía que preocuparse de estar en forma. Desde su diagnóstico el único ejercicio del que disfrutaba era caminar. Dependiendo de lo bien que se sintiera, dábamos caminatas por la ciudad o a través de la reserva natural, aunque había días en los que tenía que ir muy despacio y otros en los que se tenía que parar y sentarse a descansar por el camino. Normalmente salíamos juntas, aunque a veces cuando yo me levantaba por la mañana ella ya había salido por su cuenta. A menudo se levantaba muy temprano, antes del amanecer; en ocasiones yo tenía la impresión de que había pasado toda la noche despierta, aunque ella insistía en que, de hecho, estaba durmiendo muy bien. No temía perder la conciencia ni le asustaba la oscuridad, algo tan común en la gente que se enfrenta a la muerte. Era porque no tenía miedo, pensaba; era porque estaba lista para marcharse. Había descubierto que, a diferencia del placer de la música, el placer del trinar de los pájaros no había disminuido. Era una de las cosas que seguían haciéndola salir a la reserva natural al amanecer. Habrá trinos de pájaros en el cielo, dijo, si el cielo existe.

Yo tampoco estaba interesada en el yoga, pero salí a buscar el gimnasio más próximo, un club deportivo situado en el mismo centro comercial que la librería, donde me dijeron que podía pagar por entrenarme sin tener que pagar matrícula mientras lo hiciera con uno de sus entrenadores personales. Si acudía a la misma hora cada vez, podría trabajar con el mismo entrenador. Yo habría preferido sin duda hacerlo por mi cuenta. No me gusta tener a alguien observándome y contando a mi lado: de ese modo no puedo pensar tranquilamente en mis cosas mientras hago ejercicio, y los entrenadores personales que veo en mi gimnasio habitual a menudo tienen cara de estar muy aburridos.

El entrenador, a pesar de llevar tatuajes en todos y cada uno de sus firmes músculos, tenía cara de chico de coro, de chico con voz de soprano.

Empezamos mal cuando se dirigió a mí como «jovencita». Aunque después se aprendió mi nombre, a veces me llamaba jovencita. Pero había una franqueza en él que me gustaba, y nunca parecía aburrido. Y tras percatarse de la sequedad y las evasivas con las que yo respondía a sus preguntas sobre mí, dejó de intentar sonsacarme y pudimos hacer nuestras sesiones de treinta minutos sin parlotear.

¿Has hecho burpees?

Sí que había hecho.

¿Crees que puedes hacer diez en treinta segundos?

Podría.

Bueno, ha sido impresionante. Estás muy fuerte, jovencita.

También estaba bastante ahogada. Al tomar aliento me acordé de lo que había dicho mi amiga acerca de su temor de que estar en tan buena forma física solo contribuyera a que su agonía final fuese más dura. Se me clavó en la mente como una lanza. Sin esperanza, cuando la muerte se acerca, la mente busca solamente alivio y el cuerpo, con su propia mente, lucha con desesperación por mantenerse vivo, el corazón debilitado dice entre jadeos no, no, no en cada latido.

Qué terrible. Qué cruel. Qué absurdo.

¿Ocurre algo?, preguntó el entrenador.

Negué con la cabeza, pero enseguida solté abruptamente que una amiga mía se estaba muriendo.

Lo siento, dijo. ¿Puedo hacer algo?, dijo pensativo, como hace siempre todo el mundo, esa frase hecha que nadie quiere oír, que no reconforta a nadie. Pero no era culpa suya que nuestro idioma se haya vaciado, secado y vulgarizado, dejándonos siempre estúpidos y sin saber qué decir ante la emoción. Un profesor de secundaria nos hizo leer una vez la famosa carta de Henry James a su desconsolada Grace Norton, considerada desde su publicación como un ejemplo sublime de empatía y comprensión. Incluso él comienza diciendo: «Prácticamente no sé qué decirte.»

Sentémonos, dijo mi entrenador. Y lo hicimos, nos sentamos juntos sobre una de las esterillas gruesas que había en el suelo.

Me gustaría poder darte un abrazo, dijo. Pero ya no se nos permite tocar a los clientes. El encargado tiene miedo de las denuncias y esas cosas. Es un problema porque a veces es difícil hacer correcciones y explicar cosas como la postura correcta solo con palabras. Y tocar es muy importante.

En ese momento yo había metido la cara en la toalla. Los hombros me temblaban.

Así que solo tienes que imaginártelo, dijo. Imagínate mis brazos a tu alrededor ahora mismo en un fuerte abrazo cálido. Su voz se quebró. Lo siento, dijo. Desde que era un niño, no puedo evitar llorar cuando veo a alguien que llora.

Eso es porque todavía eres un niño, dije sin hablar.

Tras serenarnos dijo: Es buenísimo que estés entrenándote. El ejercicio es la mejor medicina contra el estrés. Y por favor, recuerda que yo estoy siempre aquí para lo que necesites.

Pero tras ese día no volví más. De hecho, pasó mucho tiempo hasta que fui capaz de volver a entrenar.

Cuando nos estábamos despidiendo dijo: Me apena mucho lo que estás pasando. Prométeme que no te olvidarás de cuidarte.

Yo cerré los ojos para que no me viese que los ponía en blanco.

Estaba en el aparcamiento cuando le oí gritar mi nombre.

Lo siento, dijo corriendo hacia mí. Es que no podía dejarte ir así sin más. Entonces, tras echar un vistazo rápido alrededor para asegurarse de que nadie miraba, me dio un abrazo fuerte y cálido.

En el camino de vuelta a la casa me imaginé contándole esta anécdota a mi amiga, antes de percatarme de que no podría hacerlo.

No sé quién fue, pero alguien, quizá fue Henry James o quizá no, dijo que hay dos tipos de personas en el mundo: los que al ver sufrir a otro piensan: Esto podría ocurrirme a mí, y los que piensan: Esto nunca me ocurrirá a mí. El primer tipo de persona nos ayuda a sobrevivir, el segundo tipo hace que la vida sea un infierno.