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Si hubiese llevado un diario, podría contarte exactamente cuándo dejamos de hablar. Para entonces estábamos instaladas en el apartamento de mi amiga. Tras la casa, el apartamento nos resultaba pequeño, si bien, una vez más, yo tenía mi propio cuarto. Deshice el equipaje y me instalé –de nuevo sin saber por cuánto tiempo– y comencé con la misma rutina. Iba a hacer la compra y cualquier otro recado que hiciera falta. A la persona que limpiaba semanalmente le habían dicho que se marchase cuando mi amiga dejó el apartamento pensando que era para bien, así que ese trabajo también recaía en mí. Me entregaba a ello hasta que mi amiga me rogaba que parase. El ruido de la aspiradora, el olor del desinfectante: esos y otros estímulos tan corrientes se habían vuelto intolerables para ella. Su piel era ahora tan sensible que incluso la seda podía irritársela.

Pero cuando descubrió la ventana de su cuarto sucia de caca de paloma insistió en que la limpiase enseguida. Una vez hecho, decidimos que debería ponerme a limpiar todas las ventanas, por lo mucho que le revolvía el estómago el olor del amoniaco.

Estaba contenta de estar en casa, dijo mi amiga. Seguía aferrada a la idea de que haberse marchado lejos había sido un error, una rendición a un pensamiento equivocado, debido a lo cual había sido castigada.

Ahora que había regresado, nunca volvería a dejar el apartamento. Aunque se sintiese lo suficientemente bien, no quería salir, ni siquiera al parque que estaba justo delante de su edificio, que durante mucho tiempo había sido uno de sus lugares favoritos y que ahora, en pleno verano, era un refugio de intensa sombra verde. Había comenzado a tener problemas de equilibrio y le aterrorizaba caerse. Y había algo más: al haber llegado a la siguiente etapa –la final– de su viaje, se había volcado en sí misma.

Al volver de algún recado, a veces me tomaba unos minutos para ir al parque antes de entrar en casa.

Normalmente, enseguida que me sentaba en uno de los bancos, me ponía a llorar.

Jesús, ya sabes, se suponía que no iba a ocurrir así. Aunque me sorprenda ahora porque era inevitable. Pero ¿no se siente así siempre el amor? Como un destino, aunque sea inesperado, aunque sea improbable.

Coincidencia: en un libro nuevo que estoy leyendo encuentro que alguien compara la experiencia de ver a una persona morir con la intensidad de enamorarse. Y ya sabes, no me sorprendería que en otros idiomas hubiera una palabra para esto, como la palabra para esa clase de amor particular que, en la lengua de los bodos, se llama onsra.

Quiero saber cómo será cuando todo esto (todo esto: lo inexorable, lo inexpresable) se haya convertido en un recuerdo lejano. Siempre he detestado la manera en que las experiencias más poderosas a menudo acaban pareciéndose a los sueños. Me refiero a esa contaminación de lo surreal que mancilla en gran medida nuestra visión del pasado. ¿Por qué tanto de lo que ha pasado se percibe como si no hubiese pasado de verdad? La vida no es más que un sueño. Piénsalo: ¿Puede haber una noción más cruel?

Recuerdos. Necesitamos otra palabra para describir el modo en que vemos los acontecimientos del pasado que siguen vivos dentro de nosotros, pensaba Graham Greene.

Estoy de acuerdo.

También estoy de acuerdo con Kafka. Y, al mismo tiempo, con Camus: El sentido literal de la vida es todo lo que hagas para evitar matarte.

Lo que no me mata me hace más fuerte. Poco antes de morir, Christopher Hitchens se preguntaba cómo este fragmento de Nietzsche podía llegar a impactarle tan profundamente. Claramente no era fiel a su propia experiencia, y no había sido fiel tampoco a la de Nietzsche. Tener cáncer fue lo que le trajo a la mente esa reflexión, dijo Hitchens.

¿Cómo no recordar ahora también el viejo grafiti «Dios ha muerto. Nietzsche. Nietzsche ha muerto. Dios»? Más tarde, los antiateos no pudieron evitar reemplazar «Nietzsche» por «Hitchens».

Obituarios recientes. I. M. Pei. Agnès Varda. Ricky Jay. Bibi Andersson. Doris Day.

Aunque no en ese orden (me gustaba la rima).

Sé de gente que confiesa leer regularmente obituarios con la esperanza de ver el nombre de alguien a quien conoce. Según dicen, leer obituarios es también una fuente de bienestar para mucha gente sola. Supuestamente no son las muertes lo que a esa gente le gusta leer, sino las vidas pulcramente resumidas que aparentemente vivieron los difuntos. Pero ¿serán esas personas también lectores voraces de biografías? Probablemente no. Escribe tu propio obituario: un ejercicio que a menudo recomiendan los coaches de vida y los consejeros de desarrollo personal, y que nunca ha tenido ni pizca de atractivo para mí.

Es la muerte la que le presta la autoridad al narrador de una historia, escribió Walter Benjamin a su manera autoritaria. Y: el «sentido de la vida» es el eje en torno al que se mueve la novela.

Bart Starr. Carol Channing. W. S. Merwin. Michel Legrand.

Que, casualmente, escribió la partitura de Los paraguas de Cherburgo.

La mayoría de esta gente era longeva, casi todos vivieron mucho más allá de la esperanza media de vida de setenta y nueve años. Mi amiga, en absoluto joven, era sin embargo lo suficientemente joven para haber sido hija de ellos.

John Paul Stevens. Toni Morrison. Paul Taylor. Hal Prince.

Chaser, «el perro más listo del mundo». Sarah, «la chimpancé más lista del mundo».

¡Gato gruñón!

El último de su clase. El día de Año Nuevo de 2019, en las instalaciones de un criadero de la universidad en Hawái, un caracol arborícola llamado George murió. Y con él se extinguió por completo su especie.

Yo no quería decir que dejamos de hablarnos sin más, abruptamente. No fue así. Incluso antes del desastre que nos obligó a dejar la casa, ya habíamos dejado de mantener el tipo de conversaciones que a veces acababan con mi amiga tosiendo o sin aliento. No era que no tuviéramos nada más que decirnos la una a la otra, sino más bien que nuestra necesidad de hablar comenzó a apagarse. Una mirada, un gesto o un toque –a veces ni siquiera eso– y todo se entendía.

Cuanto más lejos estaba en su viaje, menos quería que la distrajeran.

Ya no quería que le leyera, aunque de nuevo era capaz de leer un poco ella sola. Cuando estábamos fuera llegó un paquete: las galeradas de un libro, de un autor que ella conocía, un antiguo estudiante que pedía una frase promocional.

Una última buena acción, dijo mi amiga. Por qué no.

Sería el último libro que leyó. (Me gustaría decir, para mayor efecto, que la frase promocional fue lo último que escribió, pero, si bien es perfectamente posible, no estoy segura de que sea cierto).

Que no se me olviden nuestras últimas risas juntas.

Habíamos cargado el coche con nuestras cosas y nos íbamos de la casa. Habíamos recorrido algunos kilómetros en silencio cuando soltó con una vocecilla afligida: Te aplicas, haces planes.

¿La había oído bien? Esas palabras eran parte del diálogo de una de las películas que habíamos visto juntas, una vieja comedia disparatada en la que un playboy corteja a una heredera, planeando enriquecerse, primero casándose con ella y posteriormente deshaciéndose de ella. Maldición, maldición, maldición, grita el canalla exasperado cuando todo sale mal. ¡Te aplicas, haces planes y nada sale como se suponía! Esa escena nos hacía morir de risa, y ahora, a pesar de que obviamente se encontraba mal, sus palabras me parecieron tan inauditas en esas circunstancias que solo pude reírme. Sorprendida al principio, enseguida se unió.

Cuando nos calmamos y recorrimos otros tantos kilómetros, dije que esperaba que esta vez no se hubiese olvidado de las pastillas. Lo que nos hizo desternillarnos de nuevo. Lucy y Ethel hacen la eutanasia. Yo temblaba tanto que el coche se salió un poco de la carretera.

No, no quería visitas. Ya se había despedido, dijo.

No, no quería contactar una última vez con su hija.

Estoy reconciliada con nuestro no estar reconciliadas, dijo.

Una vez que yo estaba sentada en el parque al otro lado de la calle, le eché un vistazo a la fachada de su edificio. ¿Cuáles eran sus ventanas? Conté los pisos, ¡y ahí estaba! De pie en la ventana de un sexto piso –la ventana de su dormitorio– mirando hacia fuera. Desde ahí tendría una buena vista del parque. Pero ¿ella me veía? Hasta donde yo distinguía, ella no estaba mirando hacia la calle sino a lo lejos. Pensé en saludarla con la mano, pero era demasiado tarde: se había ido. (Con todo y con eso, como a menudo sucede, la imaginación se convierte en recuerdo: recordaría la visión de mi amiga saludándome desde la ventana de esa habitación una y otra vez.) Fue ese atisbo de ella, sin embargo, lo que me hizo recordar a otra mujer, alguien a quien había conocido brevemente hacía muchos años.

Yo estaba entonces entre la licenciatura y el posgrado, un momento de mi vida en el que llegaba a fin de mes juntando varios trabajos a tiempo parcial, y aquella mujer me había contratado para que la ayudara con la investigación para un libro que estaba escribiendo. También ella vivía en un apartamento con vistas a un parque: un apartamento mucho más señorial, un parque mucho más grande. Central Park. Tenía unos veinte años más que yo, y el libro que estaba escribiendo era la biografía de una mujer perteneciente a una vieja familia rica norteamericana. La mujer había saltado a la fama como modelo y actriz en la década de 1960, pero sus trastornos psicológicos la habían conducido a una tristeza autodestructiva y, finalmente, a la muerte.

Aparte del libro, que según parece le estaba causando enormes dificultades, la mujer llevaba a cabo otros proyectos. Me hizo llamar a varios agentes literarios para pedirles copias de manuscritos de escritores a los que representaban. (No recuerdo exactamente de qué iba esto, lo más probable es que estuviera buscando algo para llevarlo al cine.) Todos los agentes parecían saber quién era ella, pero no parecían tomársela en serio, y algunos me hicieron saber que eran gente ocupada a los que les sentaba mal que se les molestase de ese modo. Cuando la informé de que uno de ellos había dicho algo extremadamente insultante –algo como «Chicas, a ver si encuentran otro juego al que jugar»–, en lugar de sentirse extremadamente insultada, le hizo gracia.

Una vez me dio una lista de nombres y números de teléfono de gente a la que quería que llamase para invitarlos a una fiesta. Prácticamente todos los nombres de la lista me sonaban; muchos le sonarían a cualquiera.

No me gustaba el trabajo, porque nunca me pareció lo suficientemente real; a menudo sí que parecía solo un juego. No tenía mucha fe en que aquella mujer acabase el libro que estaba escribiendo. Además, me pagaba poco.

Una mañana me llamó a casa y me pidió que fuera ese mismo día al archivo de una biblioteca y pidiera un libro concreto. Quería que revisara el libro, un volumen escrito a máquina encuadernado como si fuese antiguo, que no permitían sacar de allí, y que seleccionara detalles específicos de las vidas de aquellos sobre los que estaba escribiendo que fuesen además ancestros suyos. Decía que debería llamar antes y pedirles que me tuvieran el libro reservado cuando llegase. Pero no llamé –dudaba que fuese realmente necesario– y me sorprendió tener que esperar más de una hora a que me lo trajeran.

Cuando vio mi factura del trabajo de ese día, me puso peros a la cantidad. Cuando le expliqué lo de la espera, me recordó que me había dicho que llamase antes; si lo hubiera hecho no habría tenido que esperar, dijo. Entonces tuvimos unas palabras. Al final accedió a pagarme la hora extra y por su parte le habría parecido bien pasar página. Pero yo no quise trabajar para ella después de eso, y no volví a hacerlo.

Esto fue hace más de cuarenta años. En todo este tiempo apenas he pensado en ella, aunque supe que, de hecho, finalmente llegó a terminar su libro y fue publicado. De vez en cuando oigo algo sobre una de sus fiestas glamourosas. Pero como no soy de las que leen obituarios con regularidad, me perdí el suyo cuando apareció, y solo recientemente supe que, hace unos años, saltó desde el ático al que se había mudado después de que yo la viese por última vez.

Ninguna de las fotografías que se publicaron con los obituarios que vi la muestran como era en el momento de su muerte: vieja –más o menos con el doble de edad que cuando la conocí– y deprimida. La mayoría de las fotos eran iguales que las que yo tenía en la cabeza: pelo oscuro y rizado y sonrisa llena de dientes en un rostro delgado y huesudo. Tenía una voz trivial que sonaba siempre entusiasmada y una tendencia a hablar efusivamente: Todo el mundo era adorable. Todo el mundo era divino. Las bailarinas planas plateadas (o quizá eran doradas) que calzaba en su casa. Su letra puntiaguda, como la de un borracho o la de un niño. Un miedo exagerado a ponerse enferma. (¿Estás resfriada? Yo no me acerco ni a mis propios hijos si están resfriados.) Temblaba al contarme que a una amiga cercana le habían encontrado lo que resultó ser un tumor maligno en el cuello. Y no era nada más que un bultito diminuto, dijo lloriqueando. Y palpándose cuidadosamente su propio cuello largo y delgado.

La anfitriona refinada. En nuestro primer encuentro, cuando me estaba entrevistando para el trabajo, entró una sirvienta al salón con una bandeja: vino blanco, galletas saladas y un paté servido en un pequeño tiesto de arcilla. La invitada torpe: después de que una galleta que agarré con demasiada fuerza se me quebró entre los dedos, me sentí demasiado avergonzada para tocar nada más.

De los obituarios y textos dedicados a su memoria aprendí algunas cosas sobre ella que antes no sabía, y me acordé de otras cosas que en su día supe pero que había olvidado por completo. Se recordaba a menudo que, cuando aún estaba en la universidad, había tenido un romance con el viejo William Faulkner.

Un momento de remembranza, entonces, cuando me senté en el parque mirando hacia las ventanas de mi amiga. Esas ventanas que estaban tan limpias como la prosa ideal de Orwell.

Junto a mí: mis bolsas de la compra, los huevos y el pan y el salmón y el kale y el helado que nunca se comerá. Que yo me comeré y seguiré comiendo hasta que esté tan llena que ya no pueda comer más. Y aun así comeré más.

Se acerca un hombre con una escoba y un recogedor con el palo muy largo. Lo conozco. Es un vecino voluntario que limpia la basura del parque, que Dios le bendiga.

Y que bendiga a la mujer que viene cada día a alimentar a las ardillas y a los pájaros.

Y que bendiga a las ardillas y a los pájaros.

Pero ahora esa pareja que está frente a mí. Acaban de sentarse, una pareja joven, y están discutiendo. No los oigo muy bien tras el borboteo y las salpicaduras de la fuente, pero creo que hablan en francés. Se han sentado en el borde de la fuente. Son jóvenes y guapos incluso enfadados, son guapos del modo en que lo son los jóvenes. No sé lo que dicen, pero puedo adivinar –siempre se puede adivinar– que se están peleando.

Ay, por favor, no os peleéis, jóvenes. Que este sea un lugar pacífico.

Yo también me peleé con alguien, esta misma mañana, podría contarles. Podría interrumpir ahora mismo a la pareja, como una señora loca, el tipo de señora loca que te encuentras en el parque. Irrumpir en medio de su pelea, empezar a contarles acerca de mi propia pelea, de la pelea que tuve esta mañana al teléfono con mi ex. Porque le dije que tenía miedo de no poder hacerlo, que pensaba que no sería capaz de mentir. Volvimos a darle vueltas a todo una vez más. Si estás presente en el momento de la muerte, dijo, es evidente que te interrogarán. Lo sé, lo sé, dije, porque por supuesto lo sabía: ¿cuántas veces habíamos repasado esto? Pero me puedo imaginar que, en ese preciso momento, mentir pueda resultarme difícil. O al menos que mi mentira no resulte convincente.

Fue todo lo que dije.

Entonces él explotó. Es tan típico de ti, dijo. Además, te ha pasado tropecientas veces. Dijo, no tienes arreglo.

Es tan típico de ti. Todo lo que le molestaba, todo lo que iba mal entre nosotros, era siempre tan típico de mí.

Era tan típico de mí no haberle hecho feliz. Tan típico de mí haberlo ahuyentado. Haberle forzado a buscar consuelo en los brazos de otra: era tan asquerosamente típico de mí.

Así lo dijo.

Lo gritó, de hecho.

Imaginad a la joven pareja intercambiándose miradas perplejas. ¿Por qué nos está contando todo esto?

O por qué no imaginarlos amables. Olvidando su pelea, dejando a un lado sus propios problemas para escuchar. Quel est ton tourment?

Una folie à deux era el modo en que mi ex describió lo que estaba ocurriendo entre mi amiga y yo.

Se lavó las manos sobre lo nuestro.

Señora loca. Ese es tu miedo más grande. Vieja loca con bolsas en el banco de un parque. Bendiciendo las cosas, maldiciendo acerca de las cosas. Ese tipo de historia de mujer. Un destino del que mi propia madre apenas escapó. Debería levantarme y marcharme ya. El helado se está derritiendo. El pescado se va a estropear. Pero me siento aturdida. Me temo que si me levanto me voy a marear. Me entra pánico. ¿Qué está ocurriendo aquí?

Tanto el hombre con su escoba y su recogedor como la que da de comer a las ardillas y a los pájaros se han marchado. La pareja francesa (ay, qué bien: se han debido de reconciliar, él la rodea con el brazo, ella tiene la cabeza sobre su pecho) se marchan.

¿Qué está ocurriendo? Mi corazón late con miedo. Pronto terminará, este cuento de hadas. Pasará este momento que es el más triste de mi vida y también ha sido uno de los más alegres. Y me quedaré sola.

Bienaventurados los que lloran a los muertos.

Lo que atrae al lector a la novela es la esperanza de templar su vida helada al abrigo de una muerte, de la que lee, dijo Benjamin.

Yo lo he intentado. He escrito una palabra tras otra. Sabiendo que cada una de las palabras podría haber sido distinta. Como la vida de mi amiga, como cualquier otra vida, podría haber sido distinta.

Yo lo he intentado.

Amor y honor y piedad y orgullo y compasión y sacrificio...

Qué importa si he fracasado.