3

Fui al gimnasio. Llevo muchos años yendo al mismo gimnasio del barrio. Hay otros que van desde hace casi tanto tiempo como yo, por eso a algunos los veo cada vez que estoy allí. Hay una persona en particular que me llama la atención: todos estos años, da igual el día o la hora a la que yo vaya, esa mujer está allí. Aunque nunca nos hemos hecho amigas –si alguna vez nos dijimos nuestros nombres, a mí se me ha olvidado el suyo–, solemos charlar si coincidimos en el vestuario. Recuerdo que nuestra primera conversación fue acerca del libro La broma infinita, del que casualmente llevaba un ejemplar consigo. Cuando le pregunté si le había gustado, dijo que lo mejor era su longitud. Así podría pasar mucho tiempo leyendo el libro, dijo. Semanas. Y le parecía que, aunque no le gustase, al menos compensaba el gasto de dinero. (No pude evitar pensar en una piruleta que durase todo el día.) Estaba tan cansada, dijo esa mujer, de pagar veinte pavos por libros cortos, cosas que duraban poco tiempo, a veces ni siquiera un fin de semana.

Y a veces es solamente un libro de poemas, dijo. ¿Cómo pueden cobrarnos tanto por un libro de poemas? ¿Quién los compra?

No mucha gente, le aseguré.

En ese momento, la mujer del gimnasio era joven, todavía iba a la universidad, tal como recuerdo, o quizá acababa de salir de ella. Facultad de Bellas Artes. Me acuerdo con mucha claridad de su aspecto porque era muy guapa, con rasgos vívidos y dramáticos incluso sin un toque de maquillaje, y de cómo evoqué una anécdota sobre un director de cine que decía acerca de una niña actriz que no deberían filmarla con todo ese maquillaje, solo para que dijeran que la pequeña Elizabeth Taylor no llevaba nada de maquillaje.

La mujer del gimnasio también era afortunada de tener lo que en su día fue un cuerpo estupendo, incluso sin todo el esfuerzo del entrenamiento. Aunque con el paso del tiempo su aspecto había cambiado, no diría que drásticamente pero sí más que el de la mayoría de la gente. Al llegar a la mediana edad sigue en forma, pero con sobrepeso, sus rasgos precisos se han desdibujado y su brillo ha desaparecido. Nadie es más consciente de esto que ella misma. En el vestuario se sienta encorvada y envuelta en toallas con una mirada de humillación en el rostro. ¿Por qué tendrán todos estos espejos aquí, por qué las luces tienen que ser tan endemoniadamente intensas?

Estoy de acuerdo con lo de las luces. Son endemoniadamente intensas. Pero su comentario sobre los espejos me confunde. Ignorarlos no me resulta problemático.

Cómo era posible, quería saber la mujer del vestuario, que una persona entrenase cada día y vigilase cada bocado que daba y aun así no perdiera peso. Ahora comía la mitad que antes, dijo, pero cada año tenía que comer menos solo para evitar convertirse en un tonel. A ese paso, pronto tendría que limitarse a una zanahoria y un huevo duro al día. Y no sería tan terrible si no le doliera, dijo, pero cuando tenía el estómago vacío era como una rata que quería roerlo todo para salir de allí, por la noche a veces era tan horrible que no podía dormir. Sabía que sonaba demencial, dijo la mujer del vestuario, pero cuando su hermana tuvo cáncer y perdió quince kilos, la mujer no podía evitar querer que le pasase a ella. ¿Y era tan loco? Después de todo, el odiar siempre su aspecto, luchar siempre contra su propio cuerpo y siempre, siempre perder la batalla quería decir que estaba todo el tiempo deprimida, más deprimida de lo que su hermana había estado por el cáncer. Y en cualquier caso su hermana ahora estaba bien.

Ir a comprar ropa, prosiguió la mujer del vestuario. Era divertido. Me daba alegría. Pero ahora era más bien un castigo. Cada vez que necesitaba un vestido o unos pantalones nuevos, tenía que probarse cien cosas antes de encontrar algo que le quedase bien, y todo el tiempo tenía que mirarse al espejo. Se quedaba ahí de pie mirándose en el espejo y apretando los dientes, dijo apretando ahora los dientes al contarme la anécdota, pensando cómo solía ser antes, no solamente lo divertido que era sino el subidón que siempre obtenía al admirar su propio cuerpo.

Lo peor es desde atrás, dijo. De verdad no puedo soportar mi aspecto desde atrás. Nunca he vuelto a ponerme nada que no me cubra el culo.

Ir a la playa, ir a nadar, broncearse: todas esas cosas también solían ser entretenidas, dijo la mujer del vestuario. Pero ahora ni loca aparecía en público en traje de baño, ni siquiera salía a la calle con pantalones cortos. Por mucho calor que hiciese, dijo, siempre iba cubierta. Aunque perdiera peso, aunque volviera a estar flaca, no mostraba su cuerpo en público, dijo. Aun cuando supiera que no tenía peor aspecto que la mayoría de las mujeres de su edad –sabía que, de hecho, estaba mejor que la mayoría de ellas–, no entendía por qué algunas mujeres podían mostrarse básicamente desnudas como lo hacían tantas, sin sentido del ridículo, sin vergüenza. Cuando veía a una mujer paseando por la playa con muslos de piel de naranja y una tripa colgante como una hamaca, tenía que girarse, dijo la mujer del vestuario, ni siquiera podía mirar. Y antes morir que darle a alguien una razón para sentirse así hacia ella.

Había horror genuino en la voz de la mujer. Había horror y amargura y sufrimiento. Vaya jugarreta vil le había hecho la vida.

¿Has oído aquello de X, Y o Z, que se hizo tantos estiramientos faciales que su hoyuelo del mentón es en realidad su ombligo? Me acuerdo de que la primera vez que oí este chiste fue sobre Elizabeth Taylor.

Mucho antes de la llegada de FaceApp, recuerdo que una vez oí a alguien decir que a todo el mundo, en algún momento de su juventud –digamos cuando terminaron el instituto–, le deberían dar imágenes digitalmente modificadas que mostrasen el aspecto que probablemente tendrá al cabo de diez, veinte, cincuenta años. Así, dijo esa persona, al menos estarían preparados. Porque la mayoría de la gente se niega a aceptar el envejecimiento, y lo mismo la muerte. Aunque lo vean alrededor de ellos, aunque el ejemplo de padres y abuelos esté ahí en sus narices, no lo asimilan, no se acaban de creer que les ocurrirá a ellos. Les ocurre a otros, les ocurre a todos los demás, pero a ellos no les ocurrirá.

En cambio, en mi caso siempre me tomé esto como una bendición. Una juventud abrumada por el conocimiento pleno de lo triste y doloroso que es envejecer yo no la consideraría juventud en absoluto.

El otro día ocurrió esto: estaba sentada con unos amigos en la terraza de un café. Una mujer de mediana edad hablaba por teléfono junto al bordillo alzando la voz sobre el ruido de la calle. Soy la más joven, la oímos decir. Desde la ventanilla de un coche que pasa, un hombre brama: ¿Cómo vas a ser la más joven? ¡Si pareces centenaria!

Una mujer mayor que conozco, que en su día fue muy guapa, decía esto sobre el asunto: En nuestra cultura, tu aspecto es una parte muy importante de quién eres y de cómo te tratan. Especialmente si eres mujer. Así que, si eres guapa, si eres una chica o una mujer guapa, te acostumbras a cierto nivel de atención. Te acostumbras a la admiración, no solo de gente que conoces sino de desconocidos, de casi todo el mundo. Te acostumbras a los piropos, te acostumbras a que la gente quiera tenerte cerca, te ofrezca cosas y haga cosas por ti. Te acostumbras a suscitar amor. Si de verdad eres muy atractiva y no estás mal de la cabeza o no eres insoportablemente creída o completamente lerda, te acostumbras tanto a ser popular, te acostumbras tanto al amor y a la admiración que los das por hecho, ni siquiera sabes lo privilegiada que eres. Entonces un día todo eso desaparece. De hecho, desaparece paulatinamente. Comienzas a notar ciertas cosas. Las cabezas ya no se giran a tu paso, la gente a la que conoces no siempre recuerda tu cara después. Y esto pasa a ser tu nueva vida, tu extraña nueva vida: una persona corriente, que no suscita deseo, con una cara común y fácil de olvidar.

Pienso a veces en esto, dijo la mujer que fue guapa en su día, cuando oigo a las chicas jóvenes quejarse de que, vayan a donde vayan, los tipos las miran lascivamente o les lanzan silbidos, toda esa atención grosera no deseada. Y yo lo entiendo, porque también solía sentirme así. Pero tráeme a la chica que de aquí a unos años diga: ¡Aleluya!, ¡estoy tan contenta de que ya no me pase esto! Es como la menopausia, dijo. Da igual el gran alivio que te produzca no tener que lidiar más con la menstruación, preséntame a la mujer que recibe con alegría su primera ausencia de periodo.

Recuerdo, dijo la mujer mayor en su día atractiva, que tras alcanzar cierta edad era como un mal sueño, una de esas pesadillas en las que por alguna razón nadie conocido logra reconocerte. La gente no me buscaba ni trataba de hacerse amiga mía del modo en que siempre lo había hecho. Nunca me había visto en la posición de tener que esforzarme para gustarle a la gente o para que me admirasen. De repente me había vuelto muy tímida y socialmente torpe. Peor: comencé a sentirme paranoica. ¿Me habría vuelto una de esas personas patéticas que siempre intentan gustar a otros cuando todo el mundo sabe que esa es justamente la clase de persona que nunca agrada a los demás?

Un día mi hijo trajo a casa a una amiga, continuó la mujer que en su día fue atractiva, y por casualidad la oí decir: Tu madre es un poco rara, ¿no? Hoy aún no estoy segura de lo que la chica quería decir, nunca lo averigüé, pero me generó una crisis. Más o menos en aquel momento comencé a replegarme. Es decir, aún iba a trabajar y cuidaba de mi familia, pero cada vez socializaba menos. Además, aunque nunca engordé, dejé de ponerme maquillaje y de teñirme las canas.

Recuerdo, dijo la mujer que en su día fue atractiva, que una de las peores partes de todo fue la culpa. Sinceramente sentía que, al envejecer y perder mi aspecto, resultaba decepcionante para la gente, los estaba defraudando. No negaba el hecho de que resultaba decepcionante para mi marido, no porque él lo dijese, aunque tampoco lo escondía. Y cuando empezó a engañarme, supe que usaba el hecho de que yo no tratase de mejorar mi aspecto –quería decir, obviamente, de parecer más joven– como justificación. Incluso mi madre, que en su día fue modelo y que era lo que yo consideraría una mujer de mundo, me había advertido de que estaba poniendo en riesgo mi matrimonio. Después de todo, mi atractivo fue en buena medida lo que enamoró a mi marido y lo que le llevó a casarse conmigo, él y yo lo sabíamos, habría sido absurdo negarlo. Pero la chica de la que se enamoró y con la que se casó había desaparecido, y cómo iba a saber él que sería incapaz de desear a la mujer que la reemplazaba. Y entonces hizo lo que muchos otros hombres en esa tesitura hacen, dijo la mujer que en su día fue atractiva, me dejó por otra. Otra que, según señalan siempre mis amigos –supongo que porque piensan que me hará sentirme mejor–, se parecía muchísimo a mí hace veinte años, cuando yo tenía su edad. Los amigos también siguen diciéndome: Vas a conocer a alguien, ¡vas a encontrar a un hombre que te quiera por ti misma y no solo por tu aspecto! Qué gracia, ya ves, nunca conocí a un hombre así.

Quizá realmente yo sea rara, como decía aquella chica, o quizá sea una persona terrible, superficial, aunque a menudo me siento como si me hubiese muerto, dijo la mujer que en su día fue atractiva. Me morí hace todos esos años y desde entonces soy un fantasma. Estoy en duelo por mi yo perdido desde entonces, y nada, ni siquiera mi amor hacia mis hijos y nietos, pueden compensarlo.

La mujer del gimnasio siempre había querido ser pintora, dijo otro de los días en que nos encontramos en los vestuarios. Pensé que podría hacerlo, pero no estaba segura, dijo, porque así son las cosas cuando estás empezando y no has tenido la oportunidad de ponerte a prueba. La mayoría de mis profesores eran hombres, dijo, y recuerdo que dos de ellos en particular realmente me animaron. Siempre me decían lo buena que era. Por supuesto, siempre se me acercaban, pero eso no me resultaba sorprendente, otros hombres también lo hacían, y muchos profesores varones se insinuaban a sus estudiantes mujeres en aquel entonces, así eran las cosas. Pero yo no podía evitar tener dudas. No estaba segura de si realmente les gustaba mi trabajo o si solamente les gustaba yo. No podía ignorar el hecho de que mi única profesora mujer no estaba tan impresionada con mi trabajo como ellos. Pero entonces pensé que a lo mejor tenía celos o estaba siendo competitiva, como lo son muchas mujeres, y de hecho uno de los hombres me aseguró que esa era claramente la situación. Cuanto más se alargaba aquello, más confundida me sentía, dijo. No sabía en quién confiar, no podía distinguir lo sincero de lo halagador. Perdí toda la confianza en mi propio criterio. No estoy intentando excusarme. Si ser artista hubiera sido de verdad mi destino, sé que nada me habría detenido. Pero cuando miro hacia atrás pienso: ¡Dios mío, aquellos hombres! La verdad es que me tenían hecha un lío. No distinguía ya qué era lo real.

Un día, más o menos cuando David Foster Wallace se mató, le pregunté a la mujer del gimnasio si recordaba que nuestra primera conversación había girado en torno a La broma infinita. No se acordaba y pensaba que yo me había confundido. Había oído hablar del libro, pero estaba segurísima de que no lo había leído. Nunca leía libros tan largos, dijo. ¿Quién tiene tiempo para eso?