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Me voy al gimnasio, le dije a mi amiga. Volveré pronto.

En verdad iba a encontrarme con mi ex. Habíamos quedado en hacer un brunch en uno de los restaurantes que había junto al mar la mañana después de su acto en el congreso.

Cuando le pregunté qué tal le fue, se encogió de hombros.

«No les hizo gracia que no aceptase que hicieran preguntas. Alguien dijo que se vería como algo cobarde. En su día eso me habría afectado.»

«¿Ya no?»

«Ya nunca más.»

«Ya no te importa lo que la gente piensa de ti.»

«Claro que me importa. Pero, como la mayoría de la gente, he invertido demasiado tiempo preocupándome de lo que otros piensan de mí. De mi imagen. De mi reputación. No estoy seguro de que realmente alguna vez fuesen tan importantes, o al menos no tanto como yo pensaba. No es que no pueda mencionar cosas infinitamente más estúpidas en las que perdí la mitad de mi vida pensando. Estoy obsesionado estos días con el tipo de cosas a las que la gente presta atención sin querer reparar en lo más evidente. Me alucina la página web del New York Times cuando la recorro de arriba abajo, desde los espantosos titulares a la sección de buen vivir o comoquiera que se llame: Cómo corregir tu postura. Cómo limpiar tu baño. Qué poner en el táper de la comida del cole.»

«Vivir mejor.»2 En algunos momentos de mi vida centrarme en cosas como limpiar el baño me ayudó a mantener la cordura. En momentos en los que todo parecía depender de si conseguía llevar a cabo cualquier mínima tarea del hogar. Momentos en los que nada significaba más que ese rato del día en el que me tomaba un descanso del trabajo, encontraba un lugar tranquilo y me comía el sándwich y la pieza de fruta que me había traído esa mañana. Un momento de paz. La ansiedad y la depresión a raya. Podía lograrlo, por tanto. Podía vivir un día más.

«Admito que mi propio interés en las cosas ha ido disminuyendo a lo largo de los años», dijo mi ex. «Llevo sin leer una novela desde hace, ay, ni sé cuánto tiempo. De hecho, los únicos libros que leo ahora son para mi trabajo. Veo algo de televisión cuando estoy demasiado agotado para hacer otra cosa. Pero ya nunca voy al cine. Ni a museos, ni a conciertos. Ni mucho menos de vacaciones. No salgo de viaje si no es por trabajo.»

Durante décadas había ido por el mundo dando conferencias sobre arte y cultura. ¿Cómo pudo perder por completo el interés?

«Aunque cada uno de los poetas que hay en el mundo se sentase hoy a escribir un poema sobre el cambio climático, eso no salvaría ni un árbol. De todos modos, el arte, el arte con mayúsculas, me resulta algo del pasado.»

«Eso es ridículo. Hay más artistas profesionales en activo ahora que nunca.»

«Seguro. Pero hay cierto tipo de genio artístico que ya no se da. Estamos en la era de la alta tecnología, donde abundan los genios, pero el último artista creativo del nivel de, pongamos, Mozart o Shakespeare, fue George Balanchine, que nació en 1904. En cualquier caso, desde luego que no creo en el poder salvador del arte, como en su día creí. Es decir, ¿quién lo creería? Teniendo en cuenta a lo que hemos llegado.»

«¿Y el sexo?»

«¿Qué?»

«Volviendo a lo que has dicho sobre tu falta de interés hacia las cosas que en su día te importaban.»

«Ah. Eso, igual», dijo. «Un alivio, francamente. Muchos hombres pasan la mayor parte de sus vidas dando vueltas por ahí como si fuesen perros. Cuando miro atrás, si soy sincero diré que, en sentido amplio, mi vida sexual me ha resultado más humillante que satisfactoria. Si hubiese habido una droga que me quitase la libido la habría tomado, al menos durante mis años más locos. Habría hecho de mí una persona mejor. En cualquier caso, me he convertido en una especie de monomaniaco, es cierto. Últimamente solo escribo y doy charlas sobre una cosa. Aunque me haga sentirme como Casandra. Aunque la gente me odie tanto que me amenace de muerte. Gracias a Dios que ahora estoy soltero y vivo solo. Pero no son únicamente los desconocidos, ya sabes. Muchos amigos se han apartado de mí. Mi propio hijo casi no me habla porque no le oculté lo horrorizado que me había quedado al saber que su mujer espera su tercer hijo. No quiere que me acerque a ella. Dice que el mero hecho de verme podría provocarle un aborto del susto.»

«Así que ya tienes dos nietos. No lo sabía.»

«Dos chicos, de cinco y tres años.»

¿Cómo lo llevarán los demás? Durante años compartes tu vida, la misma casa, la misma cama, los mismos (o eso te atreves a creer) planes de futuro. Pasáis tanto tiempo juntos, rara vez das un paso sin consultarle, llegas a un punto en el que es difícil decir dónde acaba uno y dónde empieza el otro...

«¿Tienes fotos?»

... y entonces, increíblemente dentro de la misma vida (y qué corta es, al fin y al cabo), llega un día en que no sabes nada de ninguno de los aspectos más importantes de la vida del otro.

«Por supuesto. Pero sé que en verdad no las quieres ver, solo pretendes ser educada.»

Aquella vez en el metro: preguntándome por qué demonios me estaba sonriendo aquel hombre, hasta que se inclinó hacia delante y dijo su nombre. Unos cuantos años antes, recién salida de la universidad, nos fuimos a vivir juntos. Por lo visto yo no había reconocido a ese gran amor de mi vida (ahora casado, según parece, y padre primerizo) que iba sentado frente a mí en el tren expreso dirección norte.

«Pero tiene que ser muy duro para ti, por lo pesimista que eres sobre su futuro.»

¿Había cambiado él tanto, o era que yo lo había enterrado hasta tan abajo, a dos metros bajo mi corazón?

«Insoportable.»

Otra época, otro ex. Atisbándolo a través del ventanal de una pizzería. Demasiado ocupado con su teléfono para darse cuenta, mientras yo seguía mirándolo fijamente, transportada a los años de pasión y dolor. Los años perdidos, como yo había llegado a considerarlos con amargura. Mirándolo fijamente desde fuera, sin preocuparme de haber atraído la curiosidad de varios comensales, quiero saber por qué no siento más. Quiero saber cómo es que donde una vez lo hubo todo ahora no hay nada.

En la película más romántica que existe, una chica añora a su novio, que está en la guerra, incluso al descubrir que se le está olvidando su rostro. Habría dado mi vida por él, dice. ¿Cómo es que no estoy muerta?

El musical más triste de todos los tiempos, lo consideró un crítico. Los paraguas de Cherburgo.

«Y tú de verdad piensas que no hay esperanza.»

Y años después, cuando iba en tren a Filadelfia para visitar a una amiga, a través del hueco entre los dos asientos que había frente a mí reconocí su mano, su mano derecha (lo único que logré ver) sujetando un libro. ¿Le digo algo? No. Tampoco me cambié de vagón. Me limité a viajar detrás de él, preguntándome: Por qué ya no siento más. Recordando muy bien, no obstante, lo que había sentido. El amor. El odio. La promesa que me hice: Nunca más. Nunca más permitiré que mi vida se entrelace con la vida de otra persona...

«Ya has oído lo que pienso», dijo. «Lee sobre ciencia y mira lo que el mundo está haciendo al respecto. ¿Puede ser más sencillo? Seguir expulsando carbono por el aire y antes o después –y cada vez parece más claro que sea antes– la cagaremos. Y no cometas errores, si de hecho existe al menos un rayo de esperanza depende de la supervivencia de la democracia liberal. No hay nada que vaya a acelerar el final de un planeta habitable con mayor velocidad que el auge de la extrema derecha. Y aquí los tenemos a ambos, a los dos espectros caminando codo a codo.»

«Pero ya sabes», dije, «esta idea tuya de que la gente no tenga hijos. ¿No sería el siguiente paso lógico que la gente comenzase a suicidarse? Lo digo porque todo lo que hacemos, realmente, es contribuir al problema. Cada vez que encendemos la luz, o que nos metemos en un coche, o hacemos lo que sea llegados a este punto, estamos gastando recursos, estamos contaminando la tierra, estamos destruyendo a otras especies y sentenciando a muerte a nuestros descendientes. Si un número suficiente de nosotros se sacrifica quitándose de en medio, ¿eso no ayudaría?»

«Obviamente, no va a ocurrir.»

«¿Y en cambio la gente sí dejará de tener hijos?»

«Pero eso ocurrirá.»

«¿El qué?»

«Que la gente se suicide para escapar del calor y de la escasez de comida y de agua limpia. Muchos lo harán antes de que eso ocurra.»

«¿Tú lo harías?»

«No creo que esté en mi naturaleza. Creo que la mayoría de la gente no lo haría, aunque crean que sí. En cualquier caso, salvo por la guerra nuclear, nuestra generación –esos mismos que podrían haber prevenido esta catástrofe– se ahorrará la parte peor.»

«Acabo de leer la reseña de un libro sobre el trabajador de un laboratorio que desata a propósito un virus gripal pandémico con la esperanza de matar a suficientes humanos para salvar el medioambiente.»

«¿Ah, sí? ¿Y cómo funcionaba eso para el medioambiente?»

«El reseñista no lo decía. Ya sabes, para no desvelar el final.»

«Un cretino hizo un chiste sobre mí acusándome de aguafiestas que desvela el final. “Vaya”, tuiteó, “ahora ya sabemos cómo acaba la vida en la tierra.” Creo que pretendía ser ingenioso.»

«Solo sarcástico, creo.»

«Estoy dando a conocer los hechos. ¿Por qué hay tantas reacciones hostiles hacia mí?»

«Es por tu actitud», dije. «Das la impresión de ser un gruñón arrogante, incluso intimidatorio. Y no puedes ir por ahí diciéndole a la gente que no hay esperanza.»

«¿Te refieres a la verdad? Porque no te creerás que la gente va a aclararse las ideas y cambiar las cosas en los diez o doce años que nos quedan antes de llegar al punto de no retorno».

«No lo sé. Pero hay algo en la manera en que presentas la espantosa verdad, como si te resultase placentero, como si te diera una especie de abyecta satisfacción. En otras palabras, se te transparenta tu misantropía.»

Se rió. «Mi mecanismo de defensa, quieres decir. No te creerás en serio que me resulta placentero imaginar el sufrimiento que les espera a mis nietos. Pero es cierto, yo mismo me siento muy hostil. Dejando aparte todo lo demás, ¿quién podría perdonar alguna vez a esos americanos –y estoy hablando de todos los privilegiados, los que tienen estudios– que eligieron a un negacionista del cambio climático para que ocupara el despacho más poderoso del mundo, o a los CEO del petróleo que ocultaron su propio estudio sobre la conexión entre combustibles fósiles y calentamiento global mucho tiempo atrás, cuando se podría haber hecho algo al respecto? La enormidad de algo así excede todos los episodios mundiales de genocidio, en mi opinión. No sé tú, pero yo he perdido por completo la fe en que la gente actúe correctamente.»

«Pero te ha de quedar algo de esperanza o no seguirías hablando en público.»

«Es una contradicción, lo sé. Supongo que al menos quiero ser capaz de mirar a mis nietos a los ojos cuando sean lo suficientemente mayores para preguntarme y dónde estabas, y qué hiciste. E incluso si sé que ya no hay esperanza de despertar a tiempo a la estúpida humanidad, ¿por qué no habrían de escuchar la verdad? ¿Por qué no tendrían que pensar por lo menos, aunque sea solo durante el tiempo que lleva leer un artículo o escuchar una charla, acerca de su propia estupidez monstruosa y del mal que podrían haber evitado, aunque no lo hicieron? La verdad es que, ahora, cada vez que veo a un recién nacido se me parte el corazón. Me siento terriblemente enfadado, pero también terriblemente culpable todo el tiempo. Si hago esto que hago ahora es porque en su día no hice más. Malgasté mi vida en cosas que, aunque pareciesen importantes en su momento, resultaron ser triviales.»

«Y dices que no puedes –o no quieres– perdonar a los demás, pero reclamas perdón para ti mismo.»

«Sí. Su perdón. Quiero que mis nietos me perdonen.»

En ese momento una mujer que llevaba una mochila portabebés para gemelos, con un bebé en su pecho y otro a la espalda, entró en el restaurante, cosa que mi ex, sentado de espaldas a la puerta, afortunadamente no pudo ver.

«Por lo demás», dijo, «este cruasán estaba delicioso.»

Una de tus cosas favoritas, dije en silencio.

Y tú siempre pedías los de chocolate, respondió él mentalmente en cambio.

Fue ahora cuando la conversación se centró en mi amiga.

«Sé que nunca le caí bien», dijo él. «Cuando estábamos en el mismo espacio, yo lo notaba. Pero la respetaba. Era una buena periodista. Perdona que use el pasado.»

«A ella no le importaría», dije, segura de que era así.

«Nunca me cupo la menor duda de que está haciendo lo correcto», dijo. «Es lo que esperaría tener las fuerzas suficientes para hacer si estuviera en su lugar. Y tú también estás haciendo lo correcto: algo además muy valiente, en mi opinión», añadió. «Pero no puedo imaginar el tormento que estarás pasando.»

¿Y cómo podría llegar a describírselo?

Le conté la historia de que mi amiga se había olvidado las pastillas y tuvimos que volver en el coche a buscarlas.

«No debería reírme», dijo él.

«A ella no le importaría», le repetí.

«Ha habido algunos momentos bufonescos», dije. «Cuando se le olvidaron las pastillas, y luego eso que ocurrió hace un par de días. Como te dije, su plan es no hacerme saber exactamente cuándo se va a tomar las pastillas. Un día te levantarás y ya habrá ocurrido, dijo. Lo sabrás porque la puerta de mi habitación estará cerrada. Ella siempre duerme con la puerta de la habitación entornada, se ha acostumbrado a hacerlo desde que tiene gatos, y dormir en una habitación cerrada le provoca claustrofobia, dijo. Así que aquella mañana me levanté algo más temprano que de costumbre –aún era de noche– y vi que su puerta estaba cerrada. ¿Qué hice? Sentí pánico. Tenía miedo de desmayarme. Fui a la cocina y vomité en el fregadero. Luego me llené un vaso de agua, pero mi boca estaba funcionando tan intensamente que no me lo pude beber. Me senté junto a la mesa de la cocina y me derrumbé. Traté una y otra vez de recomponerme, pero no lo conseguí. Finalmente logré beberme el agua. No estoy segura de cuánto tiempo pasó, a lo mejor mucho, pero ya había empezado a amanecer. Y de repente oigo un ruido y lo siguiente que veo es que ella se acerca a la cocina. Resulta que se había dejado abierta la ventana –cosa rara porque ella es friolera, especialmente por la noche, aunque fuera haya tanta humedad que parezca vapor– y en algún momento de la noche el viento cerró la puta puerta de un golpe.»

«Ya sé que no debería reírme», dijo él de nuevo, «pero suena un poco como una comedia de situación. Lucy y Ethel hacen la eutanasia.»

«Ay, créeme, nosotras también nos reímos», dije. «De hecho, nadie podría creer la cantidad de carcajadas que ha habido en esa casa desde que llegamos allí. Pero eso fue después. En aquel momento no me pareció divertido en absoluto. En aquel momento me puse literalmente a temblar de ira. Quería romper todo lo que había en la casa, pero me conformé con lanzar el vaso de agua contra la pared.»

«¿Y cómo reaccionó ella ante eso?»

«Pues estupendamente. Todo lo que dijo fue: “¿Realmente te parece justo para ti estar enfadada conmigo porque sigo viva?” Y entonces puedes imaginarte cómo me sentí. Pero, como digo, nos reímos después al respecto. Es increíble cómo se las ha arreglado para mantener su sentido del humor. Incluso logra ver el lado bueno de las cosas. Tómatelo como un ensayo, dijo. Ahora que sabes cómo va a ser, estarás preparada.»

Aunque se me había ocurrido muchas veces, La muerte os sienta tan bien no era algo que tuviera valor para decir en voz alta.

«La conozco desde hace muchos años y te digo que nadie la consideraría una mujer fácil», dije. «Yo estaba tan preocupada por cómo sería estar con ella. Y resulta que nos llevamos muy bien, es como si siempre hubiésemos vivido juntas. ¿Qué?»

«Nada.»

«Esa cara que pones...»

«Me has hecho volver atrás, eso es todo. Fue hace mucho, pero, por si no te acuerdas, una vez me dijiste eso a mí.»

«No me acuerdo», dije. Pero sí que me acordaba.

«Justo después de que nos fuéramos a vivir juntos», dijo. «En aquel primer estudio. Tras una semana o así, dijiste que era como si hubiésemos estado siempre juntos. Lo siento, no quería cambiar de tema. ¿Crees que durará mucho?»

«No. Será pronto. Cualquier día de estos.»

«¿Cómo puedes estar tan segura?»

«Simplemente lo intuyo.» De nuevo, ¿cómo explicarlo? «He armonizado con ella de un modo increíble. Justo cuando voy a preguntarle si quiere algo de beber ella dice: ¿Te importaría traerme un zumo de naranja? Agarro el mando de la tele y en ese mismo instante ella me dice: ¿Podemos cambiar de canal?»

Sucedía todo el tiempo. Cada día el ambiente en la casa era un poco distinto, un poco más cargado de algún modo indefinible, y yo había aprendido a leerlo. Cualquier día de estos. No podía explicarlo, pero lo intuía.

«Ya sé que hemos comentado esto», dijo, «pero tienes que acordarte de tomar ciertas precauciones. Ella tiene que dejar una nota.» (De hecho, esa nota, ya redactada, está en un cajón de su mesilla de noche y solo le falta la fecha. Todo es parte de su preparación meticulosa.) «Y no debería quedar ningún indicio que pudiera inferir que tú has sido parte del plan o que la has asistido de algún modo. Nadie lo sabe, salvo nosotros tres, ¿verdad? Asegúrate de que así se queda. Ella tiene razón, quizá fue bueno que tuvieses ese pequeño “ensayo”. Has de mantener la calma. No lo largues todo de una vez cuando llegue la policía. Revisarán la casa concienzudamente. Te harán preguntas. Tú te ciñes al guión. Y deberías llamar a la policía lo primero, antes que a mí.»

«También tengo que llamar a su hija», dije. «Debería llamarla a ella antes que a ti.»

«Muy bien. Pero ten cuidado con lo que dices.»

«Esto es una locura.» Me ardían los ojos y la garganta. «No entiendo por qué tenemos que padecer todo esto, como si fuésemos criminales, por el amor de Dios. ¿Por qué los pacientes terminales no tienen el derecho a terminar con sus propias vidas?»

«Lo tendrán: una vez que haya tantos ancianos y enfermos terminales que amenacen con noquear por completo nuestro tambaleante sistema sanitario. Tu médico te dará una receta, será barata y fácil de obtener, y todo será perfectamente legal. Nada de tener que acudir a la internet oscura.»

«¿De verdad crees que pasará eso?»

«Es la única solución práctica: y la única piadosa, en mi opinión.»

Lo único es que la mayoría de la gente no la elegirá. Fue nuestro pensamiento común silencioso.

Sabemos que la convicción de que procrear es éticamente erróneo para los seres humanos no es nueva. De hecho, es antigua. La vida es sufrimiento, el nacimiento proporciona la muerte, traer a una persona a este mundo sin su aprobación es moralmente injustificable, afirma la filosofía antinatalista. Que la vida también pueda traerle a un individuo una gran cantidad de placer no cambia nada, dicen los antinatalistas. De no haber nacido, la persona no se habría perdido los placeres de la vida. Al nacer, él o ella no tienen elección, salvo la de soportar una multitud de malestares físicos y emocionales, como el daño que proviene de envejecer, de la enfermedad o de la muerte. La posibilidad de un futuro más feliz en que el sufrimiento se redujese inmensamente no puede ser una justificación para el sufrimiento que hoy existe. Y, en cualquier caso, según un destacado antinatalista contemporáneo, un futuro más feliz es una ilusión. El principal problema era, es, y será la naturaleza humana, dice el antinatalista. Todo podría haber sido diferente, es cierto. Pero eso habría requerido de nosotros que fuésemos una especie diferente. Los humanos no aprenden. Cometen los mismos terribles errores una y otra vez, dice. «Se nos pide que aceptemos lo inaceptable. Es inaceptable que la gente, y otros seres, tengan que padecer lo que padecen, y no pueden hacer casi nada al respecto.»

Cuando le preguntan si tiene hijos el antinatalista no lo dice.