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Más adelante me vi confesando la verdad, que no había ido al gimnasio esa mañana sino a encontrarme con mi ex, y que a pesar de la promesa de silencio que le hice a ella, le había contado todo.

Una semana antes, quizá, eso le habría molestado, dijo. No me preguntó por mi cambio de opinión.

Tiempo. Ambas éramos tremendamente conscientes de que se había convertido en un elemento diferente del que era antes de que cruzásemos el umbral de aquella casa.

Es tan raro, había dicho antes, durante uno de nuestros paseos. A veces parece que llevamos años aquí.

Yo sabía lo que quería decir. En una semana nuestra relación había crecido hasta tal punto que eclipsaba la amistad de nuestra juventud. Y esta nueva intimidad volvía intolerables los secretos y las mentiras.

Nunca me cayó bien, dijo. Pero si está tan atormentado como parece, lo siento por él. Qué triste desear que tus nietos nunca hayan nacido. Aunque para ser sincera, estoy contenta de no tener nietos de los que preocuparme.

Quizá traiga otra cosa el futuro distópico: gente que demanda a sus padres por haberlos traído al mundo. Señalando como prueba la abundancia de estudios científicos y de avisos que se les dieron a sus padres. ¿Qué pensabais, tontos del culo, que quería decir «A dos minutos de la medianoche»?

A veces, sin que yo preguntase ni dijese palabra, mi amiga respondía justamente a la pregunta que me rondaba la cabeza. Volvía la mirada de la ventana, por la que había estado mirando a los pájaros en el comedero que llenábamos dos veces al día, o levantaba la vista del libro que estaba intentando leer –normalmente sin éxito– y se ponía a hablar.

Echo de menos la infancia, decía. Yo era una niña feliz, y me siento agradecida por eso, porque conozco a tanta gente que llevó muy mal su infancia. Pero me veo caminando hacia casa desde la parada del autobús, balanceando mi cartera escolar de cuero marrón, una de mis posesiones favoritas de todos los tiempos, cómo me gustaría haberla guardado –cómo me gustaría poder tocarla ahora–, y cantando una de las canciones que habíamos aprendido esa semana. ¡Me encantaba la hora de música! La profesora ponía un disco y nosotros escuchábamos, y luego nos enseñaba la canción y la cantábamos a pleno pulmón, los talentosos y los que no tenían oído, todos juntos tan contentos. Produce un tipo particular de sonido, si alguna vez te has dado cuenta, esa mezcla de voces desiguales, sin duda desagradable para muchos oídos, pero toda mi vida se me ha puesto la piel de gallina al escuchar cantar a los niños, especialmente cuando lo hacen mal. Cuando lo hacen bien, cuando es una interpretación seria, algo que han ensayado, suenan como los ángeles, dijo, pero a mí no me suenan tan libres ni tan contentos, no se lo están pasando tan bien.

Esa querida cartera de escuela, prosiguió, y su valioso contenido: el cuaderno Mead blanco y negro para las redacciones, el archivador de hojas sueltas con las lengüetas de colores chillones que separaban las materias, los bolígrafos y lápices, el sacapuntas, la goma, la regla, el transportador de ángulos y el compás con lápiz: todo eso me hacía sentirme muy importante. El colegio, en general, hacía que me sintiera querida. Me acuerdo muy claramente de la sensación, dijo, aunque no pueda verbalizarla. Que alguien quisiera enseñarme cosas, que se preocuparan por mi caligrafía, por mis dibujos de muñecos de palo, por las rimas de mis poemas. Eso era amor. Eso era muy seguramente amor, dijo. Enseñar es amar. Y en algunos aspectos ese amor significó más para mí que el amor de mis padres, porque mis padres exageraban cada cosa buena por diminuta que fuese, ni mi madre ni mi padre fueron críticos jamás, todo lo elogiaban por igual, dijo, todos los esfuerzos que hacía, y si lo hacía mal le echaban la culpa al examen o a los deberes por ser demasiado difíciles. A diferencia de mis profesores, mis padres no distinguían entre esfuerzo y logro, dijo, pero no me engañaban, yo sabía que no podía confiar en lo que decían, así que era la opinión de los profesores la que de verdad importaba. En cualquier caso, mis padres no eran de esos siempre involucrados en la educación de sus hijos. Esa era la tarea del colegio, así lo veían. Conozco a muchos niños que aprenden pronto a leer, en su casa. Pero para mí ese acontecimiento tan crucial –el escalón más importante de mi vida– no sucedió hasta el colegio.

Puedo nombrar a todos los profesores que tuve en la primaria, dijo, empezando por el parvulario: la señorita Gillings, la señora Matthews, la señorita Lopez, la señorita Banks, el señor Goldenthal, la señora Hershey, el señor Cork. Los quería a todos. Quería a todos mis profesores cuando era niña. Incluso a los que después comprendería que no eran tan buenos como me parecían, que eran de hecho bastante malos en su trabajo. Aun así, los sigo recordando con cariño, dijo.

(Aquí me acuerdo de una conversación que tuve una vez con un hombre que se graduó solo unos años antes en una universidad en la que yo había dado clases. Cuando le pregunté con quién había estudiado allí, no recordaba ni un solo nombre.)

Mi recuerdo es que yo no era una excepción, dijo mi amiga. Mi recuerdo es que a la mayoría de mis compañeros de clase también les gustaba el colegio. Pero también recuerdo malos momentos, niños que se enfadaban, niños doloridos. Recuerdo que me desconcertaba una niña en particular. Winnie. «Winnie the Poop.»3 A nadie le caía bien, ni siquiera el profesor ocultaba su antipatía hacia esta niña, pero para mí no estaba claro qué había de malo en ella. Aunque su madre la vestía de verdad muy raro, como a las huérfanas de las ilustraciones de las novelas victorianas, con vestidos anchos casi hasta los tobillos, oscuros, de colores planos –ahora creo que se los debían de hacer en casa y cortarlos todos por el mismo patrón– y aquellos toscos zapatos de cordones que parecían ortopédicos. Pero ella nunca molestaba a nadie, era retraída, se dejaba caer sobre la silla y se hundía en ella, claramente tratando de resultar invisible. Pero de vez en cuando, sin razón aparente, en medio de la clase, cuando el profesor estaba hablando o escribiendo algo en la pizarra, surgía ese sonido espantoso, ese aullido animal, y todos nos girábamos para verla allí sentada, con la cabeza hacia atrás y la boca completamente abierta, apretando y soltando los puños, gimoteando. Una visión terrible, pero al mismo tiempo tan extraña, tan cómica, que, todo hay que decirlo, algunos niños se reían.

Yo estaba estupefacta pero también fascinada, dijo mi amiga. ¿Qué sabía yo del sufrimiento al ser una niña tan protegida? Y recuerdo lo mal que me sentía por ella. De hecho, siempre pensé en esto como mi primera experiencia real de compasión. Recuerdo lo raro que era, el modo en que parecía ser al mismo tiempo un mal sentimiento y uno bueno: ¿cómo era posible? Y era más que simplemente sentirlo por alguien: eso ya lo había sentido a menudo antes. Esto era algo mayor, y requería algún tipo de acción.

¡Una ocasión para actuar noblemente! No podría estar más contenta. Me haría amiga de aquella pequeña marginada patética e infeliz. Y mi opinión sobre mí misma era tan alta que creía que la bendición y el honor de mi atención era todo lo que ella necesitaba para cambiar su vida. Ay, recuerdo lo entusiasmada que estaba al sentir el cosquilleo de aquellos impulsos caballerescos por mi espina dorsal.

Pero en lugar de aceptar, y menos aún de corresponder, mis gestos de amistad, Winnie se mostraba hostil hacia mí. Un día, cuando fui al aseo de las chicas, ella se puso a hurgar en mi cartera. Aunque yo sabía lo que había hecho –no pudo evitar su sonrisita de satisfacción cuando volví a clase–, al pedirnos el profesor que sacáramos los cuadernos, en lugar de acusar a Winnie de robármelo me dejé castigar por haber «perdido» el mío. Curiosamente, justo después de aquello Winnie decidió que quería que fuésemos amigas. ¡Vaya castigo! Los de la clase eran demasiado amables: ella era de verdad una lata, la primera depresiva crónica que conocí, seguro que lo era, no tenía ni un hueso alegre en su cuerpo, ni una melodía en su corazón o un sueño en su cabeza. ¡Winnie the Poop! Estar con ella era como encontrarse atrapada en un sótano oscuro y mohoso. Durante el resto de ese año escolar, Winnie se me pegó, y lamentablemente, y como una lapa, también se me pegó esa cosa que provocaba que otros niños no quisieran nada con ella. Era o ella o mis otros amigos, pero no era tan sencillo como optar por mis otros amigos. Es que no era capaz de hacer lo necesario para deshacerme de ella ya que era yo quien había iniciado la amistad. Me sentía demasiado avergonzada, y fue un gran alivio que, al comienzo del siguiente curso, acabáramos en clases distintas.

Se vuelve atrás, dijo mi amiga. Tu mente te hace volver atrás. Hay una llave o crees que hay una llave. Una mano sale de tu mente... Ay, tienes que estar tan cansada de escucharme darte la tabarra así.

No, sigue. Te estoy escuchando. Quiero saber. Sigue.

Echo de menos la infancia, dijo. Cuando estaba en tercero, un chico se enamoró de mí. Incluso se me declaró. ¡En serio! Durante el recreo un día hincó una rodilla en el suelo y dijo: ¿Te quieres casar conmigo? Y yo dije: ¿Dónde está el anillo? Se supone que tiene que haber un anillo. Y unos cuantos niños y niñas nos habían rodeado y se empezaron a reír de él. Durante una semana o así se le veía cabreado, no hablaba conmigo ni con nadie más. Y entonces un día lo hizo de nuevo, hincó una rodilla en el suelo y sacó un anillo. ¡Y vaya anillo! La cosa más bonita y brillante, pero me estaba grande. Yo lo iba a llevar colgado del cuello con una cadena, pero resulta que lo había robado: ¡era el anillo de compromiso de su hermana! Gracias a Dios que no lo perdí.

Hay cierto tipo de felicidad, dijo mi amiga, que solo se da en los niños pequeños. Me refiero a que de niños es posible estar totalmente centrados en una sola cosa. Es tu cumpleaños. Pediste una bicicleta, o un cachorrito, o un par de patines nuevo. A medida que se acerca el día solo puedes pensar en eso. Y entonces sucede, tu deseo se colma, tu sueño se hace realidad, y nada va a impedirlo. Al conseguir eso en concreto es como si te lo diesen todo. Pero después de cierta edad ese sentimiento –esa alegría pura– no sucede, no puede suceder porque ya no te conformas con una sola cosa, una vez que llegas a la pubertad deja de ser posible.

(Ahora me acuerdo de la hijita de una amiga cuyo deseo más grande era tener una Barbie. Durante un tiempo su madre, que se oponía a la muñeca sexualizada, se resistió. Entonces, en unas navidades, cedió. Cuando la sacó de la caja, la niña de seis años, embelesada, declaró con voz apasionada: ¡Barbie! ¡Te quiero! ¡Siempre te he querido!)

Para mí, dijo mi amiga, el primer día de clase era el día más feliz del año. Recuerdo estar tan entusiasmada que no podía dormir la noche anterior. Íbamos a la iglesia los domingos, pero para mí el colegio era el lugar verdaderamente sagrado, el lugar de esperanza y agradecimiento y alegría. El culto a Dios una vez por semana era completamente abstracto, pero el amor por aprender..., eso era real.

Pero quiero saber, dijo, ¿por qué no pudo ser igual para mi hija? ¿Por qué no fui capaz de darle una infancia más parecida a la mía? Y mis padres, que tuvieron un papel tan importante en su crianza, especialmente mi madre: ¿por qué las dos crecimos de un modo tan diferente? Recuerdo que cuando era niña yo era tolerante, era imparcial. Me caía bien todo el mundo, nunca era mezquina, jugaba a gusto con los demás, sabía compartir, sabía escuchar. Así que ¿por qué me convertí en alguien tan impaciente? De mí se ha dicho muy a menudo que no aguanto a los imbéciles. Y es cierto, no los aguanto, y siempre me siento orgullosa de oír eso. Pero cuando pienso en lo indulgentes que eran, lo poco que me cuestionaban y lo que me consentían siempre..., ¿por qué yo, como adulta, como madre, no fui también así? Y tanto amor por el colegio y buenos recuerdos de profesores, y yo odiaba dar clases, evité enseñar tanto como pude, y cuando enseñé no fui en absoluto como mis viejos profesores, no fui buena profesora, no tenía paciencia con los estudiantes, al igual que no tuve paciencia con mis compañeros de clase en la facultad y durante el posgrado, y nunca la tuve tampoco con la mayoría de mis colegas. Fría. Intimidante. Condescendiente. Avasalladora. Profesora del Infierno. Perra. Ese era el tipo de cosas que escribían mis alumnos sobre mí en sus evaluaciones del curso. Y en lugar de importarme, simplemente dejé de leerlas. Pero ahora no puedo evitar preguntarme, al mirar atrás, cuando recuerdo a mis profesores, cuando recuerdo toda esa felicidad y amor, ¿por qué desprecié yo dar clases durante toda mi vida adulta?

Me estoy quedando sin voz, dijo. (Había estado hablando sin parar durante horas.) Y tú debes de estar harta de oír estas cosas.

Negué con la cabeza. De hecho, estaba fascinada. La verdad es que mi atención estaba tan absorta en cada una de sus palabras que parecía que había algo indecente al respecto.

No creo haberte contado nunca esta anécdota, empezó una vez. No, no me la había contado, pero de todos modos yo ya la sabía, o al menos la versión que los rumores habían hecho circular. Cuando era aún adolescente, su hija se interpuso entre ella y un hombre.

¿Te puedes imaginar algo más sórdido?, dijo mi amiga. Tu hija tirándole los tejos a tu novio. Y además ante tus narices. Y él se sentía tan halagado, el muy imbécil. Tuve que expulsarlo de nuestras vidas antes de que sucediese lo innombrable. Llegué a amenazarlo con avisar a la policía. Y una vez que se fue, ella lo olvidó del todo. No era como si de verdad le hubiera importado, desde luego. No era una inocente desamparada. Todo lo que pretendía era herirme. Y también quería que lo supiera el mayor número de gente posible, para que yo sufriera la mayor humillación posible.

Entonces fue cuando comprendió lo mucho que la odiaba su propia hija, dijo mi amiga.

Nunca lo había superado. Una mancha en su vida que nunca se quitaría, así la describió. Una pena que podría surgir inesperadamente en cualquier momento, y que parecía surgir en momentos particularmente felices o tranquilos, dijo, para estropearlos.

Puedo estar pasando un día perfectamente agradable, haciendo mis cosas, cuando de pronto, sin razón aparente, vuelve el recuerdo de todo aquello. Aprendí que podía superarlo sumergiéndome en mi trabajo, pero algunas veces era suficiente para hundirme en una depresión durante días.

Pero ¿ni siquiera intentaron hablar de aquello?, pregunté. Es decir, cuando su hija creció.

Lo intentaron, dijo. Y no llegaron a ninguna parte.

El recuerdo que su hija tenía del episodio era bastante diferente. En su opinión, ella no podía ser la culpable. No era más que una niña, al fin y al cabo. Fue culpa del hombre, dijo. Era un asqueroso, pero su madre estaba demasiado encaprichada para darse cuenta. Solo la tenía a ella para culparla de meter a un tipo así en sus vidas, para empezar.

Mucho después, dijo que su madre había exagerado. De haber sido una relación tan importante como su madre parecía pensar, seguro que habría seguido con ella, dijo la hija. Es que, de hecho, ella no recordaba ni siquiera de cuál de los novios de su madre estaban hablando. Y todavía mucho después, la hija insistió en que su madre lo recordaba todo confusamente. Entre ella y ese tipo, quienquiera que fuese, no había ocurrido nada.

Quieres perdonarlo todo, dijo mi amiga, y deberías olvidarlo todo. Pero descubres que no puedes perdonar algunas cosas, ni siquiera cuando sabes que te estás muriendo. Y entonces eso se convierte en su propia herida abierta, dijo, la incapacidad para perdonar.