6
Fui de nuevo a visitar a mi amiga. Los tratamientos habían fracasado. Los tumores se habían extendido. Había vuelto al hospital.
Reservé la misma habitación en la que me había quedado antes.
Como verás, me dijo mi anfitriona en un mensaje de texto, ¡nuestro hogar tiene un nuevo miembro!
Un gatito de ojos color bourbon, gris plata y brillante como una foca.
No debería haber dejado que los nietos le pusieran el nombre, dijo. Ahora se ha quedado con Moquito.
Un gato rescatado. Lo encontraron atrapado en un contenedor de basura, dijo. Deshidratado del todo y en los huesos. No pensaban que fuese a sobrevivir. ¡Pero míralo ahora!
Nueve vidas, dije, pensando en mi amiga. Deshidratado del todo. En los huesos.
Estaba enfadada, mi amiga. Estaba muy enfadada, quería destrozar todo lo que tenía a la vista, dijo. No con Dios. No estaba enfadada con Dios, por supuesto que no, ella no creía en Dios, dijo. Y desde luego no con su médico, adoraba a su oncólogo, a todo su equipo, dijo, habían hecho todo lo que podían por ella, y habían sido amables. ¿Y con quién, entonces? Consigo misma, dijo. Mi primer impulso era correcto, dijo. Debería haberlo seguido. No debería haberme sometido jamás a toda esa tortura, los vómitos, la diarrea, el cansancio –horrible, horrible–, y al final...
Falsas esperanzas, dijo. Nunca debí haber sucumbido a las falsas esperanzas. Nunca podré perdonármelo, dijo. Pausa. Nunca: como si todavía significara por mucho tiempo.
Y ahora aquí estamos, dijo. ¿Y qué he logrado? Quizá unos meses. Como mucho un año. Pero probablemente no tanto.
Estoy intentando no dejarme llevar por el pánico, dijo. Estoy tratando de mantenerme en mis cabales. No quiero salir pataleando y gritando. ¡Ay no, yo no! ¡Yo no! Despotricando con rabia, hundiéndome en la autocompasión. ¿Quién quiere morir así? Medio demente y con miedo.
Por otro lado, no te confundas, dijo: ella no era una estoica. No quería pasar por dolores insoportables. El dolor era algo que le aterrorizaba. El dolor era lo que más le aterrorizaba. Porque no puedes ser dueña de ti si estás agonizando, dijo. Ante esa clase de dolor no puedes pensar correctamente, eres un animal desesperado, solo puedes pensar en una cosa.
No era como si fuese vieja y débil, dijo. Toda su vida se había preocupado por su salud, y ahora pensaba que toda esa preocupación, todo ese ejercicio frecuente y esa alimentación sana, solo hacía más difíciles las cosas. Me dijo el médico que tengo el corazón fuerte, dijo. ¿Y si eso quiere decir que mi cuerpo va a seguir intentando luchar, que tendré que sufrir y seguir sufriendo hasta el último suspiro?
Como su padre, dijo. Los médicos le habían dado unos días que resultaron ser semanas, siguió esperando más y más y en el momento en que murió había perdido la cabeza por completo. Una muerte terrible, dijo ella. Salvaje. Nadie debería tener que morir así.
¿Cómo debería morir una persona?, dijo. Que le consigan la guía para torpes. Pero nada de libros, no quería leer nada, no quería hacer averiguaciones, dijo. Era divertido, dijo, durante un tiempo eso era lo que yo quería, o pensaba que quería, instruirme a mí misma, del modo en que lo hice acerca del cáncer, averiguar todo lo que pudiera, y Dios sabe que aprendí un montón, casi todo muy interesante, incluso fascinante, dijo, me sumergí por completo, y leyendo sobre el tema me olvidé de lo que leía, no sé si me explico, lo que quiero decir es que a veces estaba tan absorta en el material que me olvidaba de por qué lo estaba estudiando, ¿y lo maravilloso de leer no es eso, que te saca de ti misma? Pero todo ha cambiado, dijo. No siento deseos de leer acerca de morir o de la muerte, de lo que las mentes brillantes, los filósofos, tuvieran que decir al respecto, aunque me digas que la persona más lista del mundo acaba de escribir el libro más brillante sobre el tema, ni lo tocaría. Me da igual. Lo mismo que la falta de ganas de escribir sobre lo que me está pasando. No quiero pasar mis últimos días en la misma lucha, la lucha por encontrar las palabras adecuadas: esta es mi maldición, cada vez que lo pienso. Cosa que me sorprendió, dijo, porque al principio pensé que, por supuesto, tenía que escribir sobre esto, que escribiría sobre esto, mi último libro sobre las últimas cosas, o sobre la cosa, esa cosa distinguida, en realidad, dijo, citando a Henry James. Pensé si no sería imposible no escribir sobre ella, dijo mi amiga. Pero enseguida cambié de opinión. Cambié de opinión, dijo mi amiga de nuevo, y sé que no cambiaré otra vez. La idea de escribir acerca de este tormento me pone enferma, dijo. No es que no esté ya enferma, literalmente, enferma para morirme, muy literalmente, vaya idea, dijo, riéndose. Ya ves, vuelvo otra vez con las malditas palabras. Pero lo que quiero decir, dijo, es que ya estoy harta. Suficiente palabrería. Estoy harta de escribir, harta de buscar palabras. Ya he dicho lo suficiente. He dicho demasiado. Eso espero. ¿Me explico?
Le garanticé que sí se explicaba, y le dije que siguiera hablando.
He decidido que escribiré sobre ello solo si descubro algo nuevo que decir al respecto, dijo. Cosa que no va a ocurrir.
Una buena muerte, dijo. Todo el mundo sabe lo que eso significa. Sin dolores, o al menos sin convulsiones durante la agonía. Marcharse con elegancia, con un poco de dignidad. Limpia y seca. Pero ¿con qué frecuencia ocurría? No muy a menudo, de hecho. ¿Y por qué? ¿Acaso era mucho pedir que fuese así?
Dijo: Habla tú ahora. Ya no puedo aguantar el sonido de mi propia voz.
Al igual que en mi última visita, intenté hablar de las cosas habituales, los libros que había leído, las películas que había visto, pero me callaba cada dos por tres, ante lo cual ella se ponía nerviosa y empezaba a hablar de nuevo.
¿Sabes quién vino a verme ayer?
Nombró a alguien que yo solamente conocía por su reputación pero que era buen amigo de ella desde la escuela de periodismo. A él lo habían despedido de la plantilla de su periódico y de su puesto de profesor pocas horas después de ser acusado de media docena de casos de conducta sexual inapropiada, incluyendo una aventura con una asistente de cátedra.
Siempre fue así, dijo ella. Como dice el chiste sobre Harvey Weinstein: salió del útero toqueteando a su madre. Un viejo verde ya desde la veintena. Era uno de ellos: siempre lanzando miradas lascivas y babeando e incapaz de tener las manos quietas. La verdad, yo no sabía qué decirle, dijo mi amiga. En un abrir y cerrar de ojos su vida quedó destruida. Incluso llegó a pensar en el suicidio, dijo mi amiga que le había confesado el hombre. Imagínate, se sentó justo ahí donde tú estás sentada y habló de por qué no acabar con todo, y luego se dio cuenta y empezó a pedirme perdón por ser un cabrón tan insensible, y entonces –mi amiga alzó la voz al decirlo– empezó a llorar. Yo seguía diciéndole que todo estaba bien, dijo, porque no podía soportar estar ahí tumbada oyéndolo llorar y disculparse, pero Dios mío, ya sabes, no estaba bien, dijo, nada bien, me dijo mi amiga categóricamente.
Esa es la única cosa que no voy a tolerar, prosiguió. Siéntete mal por mí, pero no quiero lloriqueos o gimoteos en mi presencia. No lo admito, dijo. Ahora siento haberme confiado a él. Pero es un amigo de siempre, ya sabes, y hasta ahora no se lo he contado a mucha gente. Y de hecho es algo en lo que tengo que empezar a pensar, ¿no?, preguntó mi amiga retóricamente: A quién debería contárselo y cómo debería plantearlo. Y lo más importante, a quién quiero ver. Tengo que pensar en un montón de cosas. He estado haciendo una lista. Tengo que despedirme de gente, ya sabes. Tengo que... ¿Debería hacer una fiesta? ¡Lo digo en serio! ¿Debería anunciarlo en Facebook? Sé de gente que lo hace. Tiene sentido, desde luego, pero me parece tan estrambótico. No estoy segura de tener el valor de hacerlo.
Le dije que no tenía que planear todo en un día. Le pregunté si había pensado cómo quería pasar el tiempo –si es que estaba completamente decidida a no escribir másal salir del hospital. Y dónde. Le pregunté si había algún sitio al que quisiera ir, consciente de que viajar estaba en los primeros puestos de la lista de cosas que hacer antes de morir o «lista del cubo»,1 un término sobre el que le había oído a ella objetar categóricamente mucho antes de su diagnóstico: ¿Se les podría haber ocurrido uno más feo?
No lo sabía, dijo. Su mano ondeó sin fuerzas en el aire. Es una paradoja en la que he reparado, dijo. Sé que me estoy muriendo, pero cuando estoy aquí tumbada pensando, especialmente por la noche, a menudo me siento como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Eso debe de ser la eternidad, dije sin hablar.
La cercanía de la eternidad, añadió ella en silencio.
A veces incluso me sorprendo deseando que las horas pasen un poco más rápido, que el día acabe antes, dijo. Y añadió: Por extraño que parezca, me aburro con frecuencia.
¿Cómo saldrás de esto que estás pasando?, pensé.
La verdad es que no lo sé, respondió mentalmente.
¿No sería increíble, me dijo, que morirse resultara ser un aburrimiento?
Sonó su teléfono: su hija. Su avión había aterrizado, pronto estaría allí. ¿Podía pasar a buscar algo para su madre de camino?
Aproveché la interrupción para intentar calmar mis emociones respirando hondo.
Anda, mira, dijo, señalando la ventana del hospital. Fuera había empezado a nevar, y como el sol justo estaba descendiendo, la nieve se había teñido de un tono rosa atardecer.
Copos de nieve color rosa, dijo. Bueno. Ya he vivido para verlo.
Todavía es un gatito, dijo mi anfitriona en un tono que implicaba gran orgullo hacia él por eso mismo. Puede ser muy díscolo y travieso, y tiende a vagar por las noches. Asegúrate de cerrar bien la puerta para que no te moleste.
La misma novela de misterio de tapa blanda en lo alto de la misma pila de la mesilla de noche.
El asesino se hace amigo de una mujer que conoce en un bar, una actriz joven que ha llegado a la gran ciudad desde el Medio Oeste con la esperanza de convertirse en una estrella de Broadway. Aunque lo encuentra sombrío y le irrita su hermetismo, la mujer no sospecha en absoluto de sus delitos. Gracias a ella, él empieza a cumplir su sueño de «tener más cultura». Ella le presta libros y le lleva a ver películas de arte y ensayo y a exposiciones en museos. Y algo mucho más importante: logra que se aficione a las discotecas. Es la época de Fiebre del sábado noche. El asesino resulta ser un bailarín espectacularmente bueno que enseguida se convierte en el rey de la pista. Cuando la mujer lo anima a estudiar danza, él se entrega a la tarea y toma clases seis días por semana; avanza tan rápido que comienza a pensar en serio en dedicarse profesionalmente a ello. Ahora su vida se ha transformado por completo. Nunca ha sido tan feliz. Pero cuando una tendinitis severa lo obliga a dejar de bailar, se hunde. Con amargura se percata de que, aunque tenga mucho talento y aunque trabaje muy duro, al haber empezado a entrenar demasiado tarde nunca acariciará la fama.
El asesino piensa mucho en John Travolta. Resulta que Travolta y él tienen muchas cosas en común: cumplen años el mismo día, miden y pesan exactamente lo mismo, ambos son del extrarradio cercano a Manhattan, los dos ganaron un concurso de twist cuando eran niños, y los padres de ambos jugaban al fútbol americano. Pero sus madres no podían haber sido más diferentes. La madre de John, que era actriz y cantante, le animó a dedicarse al mundo del espectáculo y se hizo cargo de su formación inicial. Ahora, mucho más que el dolor en las piernas, al asesino lo atormenta esta pregunta: ¿Qué tipo de vida habría sido la suya de haber tenido él una madre como la de John Travolta?
El asesino pasa cada vez más tiempo reconcomiéndose de rabia hacia la estrella. La voz aguda y «amariconada» con la que canta «Summer Nights» no se le va de la cabeza, generándole perturbación. Si supiera cómo hacerlo, mataría a John Travolta.
Lo que en cambio hace es matar a un compañero de clase de danza, siguiéndole hasta su casa de Brooklyn una noche después de la clase. También estrangula de forma impulsiva a una estudiante universitaria tras acostarse con ella en Riverside Park.
La policía no logra relacionar los cuatro homicidios cometidos hasta ahora por el asesino. Mientras siguen bloqueados en sus respectivas investigaciones, él continúa saliendo con la incauta actriz (que comienza a lograr algo de éxito en la gran ciudad) y con su círculo de jóvenes amigos artistas.
El gato entró de puntillas. Ni siquiera me di cuenta de que estaba ahí hasta que saltó sobre la cama. Me hacía cosquillas con los bigotes al olisquearme la mejilla. Antes había estado tumbado junto a la chimenea. ¿Existe algo más hygge que estar tumbada junto a un gato de pelo cálido con olor a humo de leña al que miras juguetear con el edredón mientras ronronea bien fuerte?
Cerré el libro y apagué la luz.
Yo tenía un hogar decente, dijo el gato; aunque amortiguadas por el ronroneo, sus palabras sonaban claras. No digo que fuese el colmo del lujo. Pero tenía comida y agua fresca a diario, y una cama seca, y en ese momento no conocía nada mejor. Nací en la jaula de un refugio, dijo. Nunca experimenté lo grata que, junto al ser humano adecuado, podía ser la vida, especialmente cuando ese ser humano es una mujer de cierta edad sin pareja.
Fui adoptado para cazar ratones, no como mascota, dijo, y mi primer hogar no fue una casa bonita como esta, ni siquiera era una casa, era una tienda, una tienda abierta veinticuatro horas justo a la salida de la carretera, regentada por un viejo en silla de ruedas con su mujer y su hijo.
Yo hacía mi tarea, dijo el gato, mantenía a raya a los ratones, y en compensación tenía mi cama –en realidad no era más que una caja de cartón con una toalla vieja y raída doblada ahí dentro– y mi cuenco siempre estaba lleno de croquetas crujientes y, bueno, eso era todo, mi vida, mi mundo entero. Esa gente no era tan mala como lo son otros, pero tampoco eran aficionados a los gatos, ni por asomo, dijo el gato, y, tras cometer el error de saltarle al tipo en el regazo un día mientras recorría el pasillo en su silla y verme de inmediato aterrizando en la caja de cereales, mantuve las distancias. Es raro que la gama de respuestas humanas hacia nuestra especie sea tan variada, dijo el gato. Para algunos somos tan adorables como un humano joven; para otros, no mucho más que una planta, y para otros tantos, sucias alimañas sin más derechos ni sentimientos que un palo.
Había mucho trasiego durante las largas horas en que la tienda estaba abierta, dijo el gato, pero yo solía quedarme solo en la trastienda, y era raro que alguien me viese. Y aunque yo sí los veía a todos, apenas me tomaba el trabajo de mirar más arriba de sus rodillas. La verdad es que somos menos curiosos de lo que afirma el dicho, al menos en lo que respecta a humanos desconocidos, que después de todo no se diferencian mucho entre sí. Tras mi llegada, durante los primeros días pensé mucho en mi madre (resulta que fui el último en ser adoptado, así que durante algunos días llenos de dicha la tuve para mí solo), la echaba de menos y, ay, cuánto lloré por ella. Pero soy un gato, dijo el gato, y enseguida me adapté a mi nueva situación.
Sin embargo, cuando vine aquí, a esta casa, tras pasar tantos tormentos –incluso una segunda estancia en el refugio, donde no quedaba ya ni rastro de mi madre, ni siquiera su olor–, para el caso podría haber renacido yo también, me sentía tan desvalido, dijo el gato, tan enclenque y asustado. Y cuando esta señora se hizo cargo de mí, con sus cuencos de leche tibia y baños a base de toallitas húmedas y pilas de ropa de cama limpia y mullida, y la manera en que me rondaba cuando yo exploraba cada nueva habitación, me acordé de cómo era tener una madre, y supe que había encontrado a la segunda.
Ocurrió en plena noche, pero por suerte la tienda aún estaba abierta, continuó el gato (que había dejado de ronronear). El hijo estaba trabajando solo en el mostrador y yo estaba dormido en mi caja cuando empezó a salir humo del sótano. Ambos nos fuimos de allí en un abrir y cerrar de ojos: no es que él pensase en mí ni un segundo, pero yo estaba pegado a sus talones cuando se precipitó hacia la puerta. Atravesé corriendo la carretera y me agazapé allí, sin saber bien qué hacer. La llegada de los camiones de bomberos me superó –las sirenas me resonaron en los oídos durante días–, así que corrí y corrí hasta sentirme demasiado cansado para seguir corriendo. Era una noche heladora, dijo el gato, y yo no estaba acostumbrado a estar fuera. Perdí la sensibilidad en orejas y zarpas: ¡me dio miedo que se me quedasen así para siempre! Me acurruqué bajo un porche, donde al menos me sentía más seguro, aunque no más calentito. Cuando se hizo de día volví a casa y vi que ya no era mi casa, sino solo unos apestosos despojos empapados y ennegrecidos. En la puerta principal habían instalado un cerrojo y una cadena. No había ni rastro de mi gente.
Me senté allí, aturdido, dijo el gato, sin saber qué hacer. Pasaban coches, algunos reducían la velocidad para permitir que los pasajeros se quedasen mirando boquiabiertos, pero nadie aparcó en el solar ni se fijo en mí. Al ser pequeño y gris, dijo el gato, paso fácilmente desapercibido.
Entonces vi que se acercaban dos bicicletas. Conocía a los ciclistas. Chicos malos, gamberros, que a menudo se saltaban las clases y que, en más de una ocasión, cuando el viejo estaba solo en la tienda, le robaban chocolatinas o bolsas de patatas fritas y se reían de su furia impotente antes de marcharse pedaleando.
Cómo permití que me cazasen es una historia vergonzosa, dijo el gato. Pero recuerda el hambre que tenía y así quizá entiendas lo que sentí cuando uno de ellos sacó y me acercó una bola envuelta en papel de aluminio que, incluso a distancia, olía divinamente a carne. En mi estado de debilidad, era pan comido para él atraparme por el cogote. El otro me agarró del rabo, y tras columpiarme de un lado a otro, dando chillidos de satisfacción y carcajeándose todo el tiempo como demonios, me llevaron al contenedor de basura de la trastienda. Cuando me lanzaron dentro y colocaron la tapa, empezaron a aporrearlo y darle patadas por todos lados hasta que por fin se aburrieron y se marcharon.
Ahí me quedé sentado en el fondo de ese oscuro contenedor frío y húmedo, que estaba vacío pero pegajoso de la porquería, dijo el gato. No podía dejar de temblar. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Volverían los canallas a acabar conmigo? Y si no regresaban, ¿cómo me las arreglaría para salir de allí? Comencé a llorar, tratando de hacerlo lo más fuerte posible, dijo el gato, y para mí sí que sonaba muy fuerte en aquel vacío, pero nadie me oía, nadie se acercaba, y enseguida me quedé sin voz para llorar. Aun así, seguí abriendo y cerrando la boca en un maullido silencioso, como hacemos los gatos cuando nos sentimos desesperados.
Creo que me dormí a trompicones, dijo el gato, pero el frío y las punzadas del hambre y de la sed me mantenían despierto. Despierto pero no alerta. Apenas podía controlar mi mente. Me sentía como desvaneciéndome en un frío y una oscuridad aún mayores; entonces oí una voz.
Mierda, una rata.
Al mirar hacia arriba vi el cielo azul y una cabeza grande silueteada ante él. Apareció una segunda cabeza de la que surgió una voz diferente: Qué va a ser una rata, idiota, es un gato.
¡Anda!, dijo la primera cabeza. Saquémoslo de ahí.
Bah, dijo el otro. Me parece que está enfermo. A lo mejor tiene la rabia. Llamemos a la Protectora de Animales. Que se ocupen ellos.
Así que, dijo el gato, que volvía a ronronear, me encontré de nuevo en el refugio. Y un día, tras curarme gracias a los cuidados, a mí y a una docena de gatos y perros, nos montaron en un autobús y nos llevaron a un centro comercial.
Considéralo la suerte del novato: mi primer Día del Rescate de Mascotas y van y me adoptan. Lo mejor habría sido reunirme con mi madre, que era lo que anhelaba. Pero si eso no podía ser, lo segundo mejor era esta señora. Es mi segunda madre, dijo el hermoso gato de piel plateada y ojos color bourbon.
El gato me contó muchas otras historias esa noche –era una verdadera Sherezade, ese gato–, pero esta era la única que recordaba por la mañana.