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Fui a visitar a mi vecina, una mujer de ochenta y seis años que vivía sola en uno de los apartamentos de la planta baja de nuestro edificio desde que murió su marido hacía veinte años. La mujer trabajó en su día como auxiliar administrativa en alguna sección del gobierno local de nuestra ciudad. Cuando se jubiló consiguió un trabajo como cajera en una droguería de la zona, pero odiaba tener que estar de pie durante tantas horas seguidas, así que lo dejó al cabo de unos pocos meses. Además de cuidar niños cuando era joven, estos dos trabajos, el de auxiliar administrativa y el de cajera de una droguería, son los únicos que esta mujer ha tenido en toda su vida. La primera vez que la visité la dejé estupefacta enumerando todos los trabajos que yo había tenido desde que dejé el colegio, incluso me costaba recordar algunos. Lo único que pareció sorprenderla más aún fue que le dijera que nunca me había casado ni había tenido hijos. Que esto pudiera ser una elección y no una especie de maldición le parecía inaceptable.

Ella tiene un hijo que vive en Albany y que viene a verla una o dos veces al mes, normalmente en domingo, siempre él solo. Está divorciado de su mujer. Tiene varios hijos y nietos, pero ninguno va con él a visitar a la anciana, y como ella no quiere viajar, nunca los ve. Solo va el hijo, que baja en coche uno o dos domingos al mes desde Albany, donde trabaja como contable para un despacho de abogados.

En estas visitas él solía salir a la calle con su madre. Yo me los encontraba de camino a una obra de teatro o al cine, o los veía por el ventanal del restaurante chino del barrio. Ella mide menos de metro y medio, con una chepa que hace que la barbilla le llegue casi al esternón. Aunque esté delicada, esto le da un aspecto algo robusto e incluso amenazador, como si fuese una especie de animal que da cabezazos. Cuando se dirige a alguien que no es un niño, se ve obligada a retorcer los ojos de una manera que resulta lamentable. Su hijo es un hombre larguirucho que, para adaptarse a ella mientras caminan y hablan, tiene que dar pasitos de bebé y arquearse hacia los lados como un sauce. Desde la distancia, más que madre e hijo parecen un padre y su hija obesa. Pero últimamente no los veo caminando y hablando porque el hombre ya no consigue sacar a su madre de casa. Durante un tiempo logró convencerla al menos para que fuese hasta uno de los bancos que hay en el patio del edificio. Pero no podía ni siquiera sentarse. Le incomodaba que la viese cualquiera que mirara por la ventana de los apartamentos que dan al patio. No le importaba que se tratase de sus vecinos. Al fin y al cabo, fuesen o no sus vecinos, casi todos ellos eran unos desconocidos para ella. Aunque lleve muchos años viviendo en el edificio –al final, más que ningún otro inquilino–, aquí no tiene amigos. Tuvo algunos a lo largo de los años, pero se mudaron o, al igual que su marido y casi todos los amigos que ha tenido, se murieron.

Este tipo de temor –el temor a ser vista, u observada o espiada– comenzó a obsesionar a la mujer cada vez más. O peor aún: su miedo a que la engañasen o estafasen.

Se debe en parte a la vejez, me comentó su hijo. Todo el mundo sabe que los ancianos pueden volverse paranoicos. Pero no está chiflada por pensar que alguien la está engañando. La llaman por teléfono todo el tiempo, dijo él (se refería al fijo, porque ella nunca ha tenido teléfono móvil), y es siempre un estafador tras otro. Todo el mundo recibe ese tipo de llamadas, pero cuando llegas a cierta edad te conviertes en su objetivo principal. La confunden con su parloteo veloz y ella se asusta, especialmente cuando se dirigen a ella por su nombre. ¿Cómo saben su nombre? ¿Cómo consiguieron su número? Por supuesto que entiende lo que pretenden esas personas y que ha de estar en guardia. Pero vive temerosa de que, del modo que sea, uno de estos ladrones se le acerque. Últimamente le obsesiona una anécdota que oyó en las noticias, sobre una mujer que se sentía tan avergonzada por haber dejado que un teleoperador se quedase con sus ahorros que se suicidó. Parece que la pobre mujer temía que, cuando su familia averiguase la estupidez que había cometido, la declarasen incapaz y la privasen de su libertad.

Ese es ahora el principal temor de mi madre, dijo el hombre. Cada vez que pronuncio las palabras vivienda asistida me amenaza con desheredarme. Y lo cierto es que para su edad se las arregla bastante bien sola.

Esta conversación –la primera que mantuvimos– se dio hace un par de años, en un banco del patio del edificio. Es algo que no hago nunca, sentarme en el patio, pero se me había quemado algo en el horno por accidente y estaba esperando que mi apartamento se ventilara. Él había venido a visitar a su madre y había salido un momento a fumar. Era un día de verano cálido y seco, los árboles del patio daban una sombra intensa, la rosaleda había florecido y el aire era tan dulce como puede llegar a serlo en la ciudad. Hacía mucho que nadie fumaba junto a mí, y más que encontrarlo desagradable, el olor me llenaba de nostalgia. Coches abarrotados de adolescentes, universitarios trasnochando, drogas, rock, cócteles, sexo. No me habría importado que me hubiese echado el humo en plena cara en vez de echarlo adrede sobre su hombro.

Su día de la madre fue un torrente de interrupciones, dijo. Felicidades, acaba de ganar la lotería. Recientemente estuvo en cierto hotel (en realidad, estuvo en un hotel nada más que una vez en la vida, en su luna de miel, hace más de sesenta años) y ahora es una de las candidatas a recibir una gratificación. El regalo de agradecimiento de un amigo anónimo la está esperando. El aparato especial de emergencia que encargó ya está listo para ser enviado. Ha sido premiada con un viaje gratuito, una nueva tarjeta de crédito, un préstamo aprobado, un surtido personalizado de wellness, un sistema gratuito de seguridad para el hogar. Para proteger su cuenta bancaria ha de verificar su información personal. Uno de sus nietos necesita dinero para salir de la cárcel; otro nieto ha sido raptado y esperan un rescate para liberarlo.

¿Conoces el registro de llamadas no deseadas?, le pregunté, y él se encogió de hombros. Había incluido el número de su madre en la lista, pero el volumen de llamadas seguía siendo más o menos el mismo. Cuando le pregunté por qué su madre no usaba el servicio de identificación de llamadas sonrió. Tiene el servicio de identificación de llamadas, dijo, pero es superior a sus fuerzas. Si suena el teléfono, mamá tiene que responder. ¡Quiere saber quién es! Y, aunque no sea racional, le jode permitir que los desaprensivos la obliguen a esconderse de su propio teléfono. Y cuando no es un mensaje grabado sino alguien real, aunque le he advertido que nunca ha de hablar con ellos, a veces lo hace. Empieza a interrogarles. ¿Cómo saben su nombre? ¿Cómo consiguieron su teléfono? O a veces juguetea durante un rato, ya sabes, haciéndose pasar por la ancianita dulce y gagá. Entonces le piden su número de la seguridad social y ella dice: Claro, cielo, ¿tienes para apuntar? Es el uno dos tres, cuatro cinco, seis siete ocho nueve. Cuando alguien le dijo que había raptado a uno de sus nietos, ella le respondió: Muy bien, tengo más, y además ese nunca me ha caído bien.

Al oír esto se me cruzó por la mente que quizás a la mujer, al estar sola todo el día en su apartamento, hasta le gustasen esas llamadas telefónicas, que podrían llegar a ser más una pequeña fuente de entretenimiento que una molestia para ella. Me acordé de otra vecina que tuve una vez, otra viuda que vivía sola y que solía llamar a mi puerta con frecuencia para quejarse del ruido –lo cual me desconcertaba, porque yo no había estado haciendo ruidohasta que me di cuenta de que se trataba de otra cosa. Le estaba sucediendo algo terrible. Por eso debemos prestarle atención.

A veces intenta reencauzarlos, dijo el hombre. La he oído hacerlo. Empieza dándoles una charla, preguntándoles por qué querrían perjudicar a gente inocente, por qué no salían a buscarse un trabajo honrado. Incluso se autoconvenció de que obtuvo algún logro. El mes pasado me habló de un tipo que le dijo que sentía de veras lo que había hecho y le prometió que no volvería a hacerlo.

El hombre se rió y yo me reí con él. Se había terminado el cigarrillo, pero en lugar de volver con su madre siguió allí sentado en el banco, hablando. Se me pasó por la cabeza que ella se estaría preguntando por qué tardaba tanto, pero él no parecía preocupado. No me sorprendió tanto que sacase otro cigarrillo del paquete y lo encendiese.

Me preocupa que se esté volviendo más vulnerable, dijo. A medida que envejece está más olvidadiza, y le pasan cosas. Su cepillo de dientes acaba en el frigorífico, le resulta difícil distinguir a los nietos. A fin de cuentas, hay gente mucho más joven y lista a la que estafan a diario.

Pensé en un amigo mío que tiene a su madre en una residencia de ancianos. Cada vez que voy a visitarla, me contó él, me dice que a ver si encuentro ya una chica agradable con la que echar raíces. Y cada vez que me lo dice, yo le digo a ella: No, madre, soy gay, ¿te acuerdas? Esto lleva años sucediendo. Cada vez que mi amigo ve a su madre, tiene que salir del armario de nuevo.

Es tan deprimente, prosiguió el hombre del patio. Como si a los viejos no les ocurriesen suficientes cosas malas. En qué sociedad tan tóxica vivimos. Y no es que haya una o dos manzanas podridas. Parece que ahí fuera hay hordas de personas listas para asediar a los más débiles. No lo entiendo. ¿Cómo se sienten esos delincuentes tras haber arruinado la vida de una pobre persona? ¿Cómo pueden disfrutar de aquello en lo que gasten el dinero de su víctima? Darse un banquete a costa de la pobreza de otro. ¿Cómo pueden siquiera mirarse al espejo? ¿Qué se cuentan a sí mismos?

Le dije que imaginaba a esa gente diciendo que era solo dinero, que en realidad no estaban haciendo daño a nadie, que no eran realmente malvados como los asesinos, los violadores o los pederastas. Dije que probablemente todos ellos podrán mencionar una ocasión en la que ellos mismos fueron víctimas, en la que alguien les causó algún prejuicio, especialmente si eran demasiado jóvenes para defenderse. ¿Y a quién le importó en aquel momento? ¿Quién estaba allí para ocuparse de ellos? Dije que seguramente podrán enumerar más de una docena de formas en las que algo a lo que pensaban que tenían derecho les había sido arrebatado. El mundo era un sálvese quien pueda. Era una selva. Era un aquí el que no corre, vuela. Esto es lo que hay.

Es lo que dije que pensaba que esa gente se decía a sí misma.

El hombre me miró de reojo. Eso es muy profundo, dijo con un pelín de sorna. ¿Eres psicóloga?

Le dije que era escritora.

Qué interesante, murmuró, siguiendo con la mirada ausente la trayectoria del humo de su cigarrillo.

Pensé en la película de Hitchcock acerca de un hombre conocido como el Asesino de las Viudas Alegres. El tío Charlie, que agredía a viejas viudas ricas: «animales gordos que resoplan», que, según él, no tenían derecho a todo ese dinero. «¿Qué les ocurre a los animales cuando engordan y envejecen demasiado?» Para él, sus víctimas merecían ser degolladas.

Desde que su madre dejó de salir, el hombre había organizado que le hicieran un reparto de comestibles y otras cosas necesarias a domicilio y que alguien de una empresa de limpieza fuese una vez por semana a su casa. No obstante, no habían limpiado ciertas cosas desde hacía mucho tiempo. Los cristales, por ejemplo. Esto lo descubrí cuando comencé a visitar a la mujer, cosa que no habría ocurrido jamás si no me hubiese puesto a conversar con su hijo en el patio aquel día.

Tras el huracán Sandy, cuando se fue la luz de nuestro edificio durante varios días, él estuvo muy alterado pensando en que ella estaría totalmente sola en medio de la oscuridad y el frío. Al menos los teléfonos fijos seguían funcionando. Pero, dijo, en la siguiente emergencia –y siempre habrá una siguiente–, quién sabe qué pasará. Durante años intentó convencerla para que se mudase a la zona norte del estado, pero ella seguía inamovible.

Mamá siempre fue un poco cabezota, dijo él. Pero ahora, olvídalo. Sería como cambiar de sitio el Peñón de Gibraltar.

Tengo que decir que esto sucedió en un momento bajo de mi vida, cuando en la balanza pesaban más las cosas que me hacían infeliz que aquellas por las que me sentía agradecida (al oír lo útil que puede llegar a ser el bienestar emocional de una persona, comencé a elaborar una lista de agradecimientos). Dicen que una manera de animarte cuando estás de bajón es hacer algo por alguien. Nosotras, mi vecina y yo, no éramos del todo desconocidas la una para la otra. Yo también llevaba muchos años en el edificio y ella no siempre había estado recluida. Durante una época, cuando coincidíamos en el vestíbulo o en la zona de los buzones, intercambiábamos unas palabras. Acepté visitar a la madre de este hombre de vez en cuando y controlar cómo estaba en caso de emergencia. No pensé que fuese mucho pedir. Ya hice lo mismo cuando vivía en otro edificio por una vecina que, aunque todavía era joven, sufría de una discapacidad que la mantenía prácticamente confinada en casa. Además, a decir verdad, yo esperaba que, a pesar de que aún debía llevarse a cabo, mi buena acción me ayudase a soportar el resto del día con más éxito del que había tenido hasta el momento en la cocina, o incluso ayudarme a sacar adelante algo de trabajo, pues una de las razones principales de mi bajón era que hacía un tiempo que no lograba sacar adelante ningún trabajo.

Tras intercambiarnos los datos de contacto y darme él las gracias muchas veces, el hombre mostró interés en mí por educación. ¿Qué tipo de cosas escribía? Déjeme adivinarlo: novelas románticas.

Justo en ese momento, desde arriba, por la ventana abierta de uno de los apartamentos del segundo piso, se oyó un ruido. Un grito. Un grito femenino. Nos quedamos allí sentados, en silencio por un momento, hasta que el grito se transformó en un gemido.

La cama debía de estar junto a la ventana. Y dado que cualquier sonido que se produjera en ese tubo de ladrillos resultaba amplificado (de ahí la causa de las frecuentes quejas de los inquilinos), parecía incluso emitido con micrófono.

Juntos, sin mediar palabra y evitando mirarnos, nos levantamos del banco y nos dirigimos a la puerta que conducía al edificio. Yo iba un poco por delante de él, intentando no correr, mientras los gemidos nos perseguían sin pausa, cada vez más fuertes, rítmicos, extrañamente interrogativos: ¿Y ya? ¿Y ya? ¿Y ya y ya y ya? Y entonces, justo cuando llegamos a la puerta: ¡Basta!, oímos que gritaba. ¡No! ¡No! ¡Basta!

¿Nos despedimos? Todo lo que recuerdo es que el hombre se quedó ahí mientras yo subía volando a mi apartamento, donde cerré de un portazo y me quedé apoyada en la puerta, con lágrimas en los ojos y el corazón latiéndome con fuerza.

Me figuré que sería una obligación fácil de cumplir. Me figuré que ella querría hablar, como a menudo hace la gente, especialmente los que están solos, que con frecuencia hablan por los codos incluso con completos desconocidos de cosas totalmente ajenas a quien le escucha. Yo imaginaba que probablemente me hablaría de sí misma, de su larga vida, de sus recuerdos del pasado, y que no tendría que fingir atención porque las vidas de los demás, y específicamente sus recuerdos del pasado, son una fuente de interés genuino para mí. Creo que es muy cierto lo que oí decir una vez a un famoso dramaturgo, que no hay seres humanos verdaderamente estúpidos, ni vidas humanas que carezcan de interés, y que lo descubriríamos si estuviéramos dispuestos a sentarnos y escuchar a la gente. Pero a veces has de estar dispuesta a sentarte durante largo tiempo. Ahora siempre me sorprende pensar en mi adolescencia y recordar la poca atención que mis amigos y yo dedicábamos a nuestros padres y abuelos. ¿Qué podían aportar esas personas corrientes, la mayoría de las cuales, si no eran amas de casa o jubilados, iban a trabajar a diario en empleos que ni por asomo imaginábamos que tuvieran el menor interés? Hasta más adelante no se me ocurrió que se trataba de gente que había vivido algunos de los acontecimientos más dramáticos del siglo. Se habían hecho adultos en periodos turbulentos, habían padecido todo tipo de adversidades, habían huido de situaciones aterradoras en países extranjeros, o en el Sur profundo, habían perdido sus hogares durante la Gran Depresión, combatido en guerras mundiales, les habían hecho prisioneros en cárceles, habían sobrevivido a campos de concentración. Habían pasado por algunas de las cosas más extremas a las que la vida puede arrojar a una persona, como los protagonistas de las películas que veíamos, pero si bien quizá tuviésemos una idea vaga de esto, por esas películas, me refiero, comparado con el tipo de ropa o maquillaje que llevaban tus amigas, aquello no nos provocaba la menor curiosidad. Mis amigas y yo no perdíamos detalle de cada palabra que decían las demás, estábamos embelesadas por las minucias de las experiencias de nuestras mejores amigas, aunque fueran idénticas a las nuestras. Yo tenía una compañera de clase cuyo padre había trabajado para J. Edgar Hoover, y otra cuya madre era enfermera de la sección de emergencias. Esa gente tenía historias, el mismo tipo de historias que nos tenían extasiadas frente a la tele noche tras noche. Pero ni soñábamos con mantener con ellos una conversación, y si en algún momento hubieran empezado a hablar sin tapujos sobre sí mismos nos habríamos muerto.

Más tarde me di cuenta de que, incluso entre ellos, con otros grupos de adultos que incluían a los más allegados, la mayoría de estas personas no tenían ningunas ganas de hablar acerca del pasado, sobre todo de las partes traumáticas. ¿Quién quería recordar? ¿Quién quería oír? Solo los que son escritores, parece, llegan a contar lo que ocurrió.

Lo incontable es un buen concepto. Cuando quiere decir, obviamente, lo que no ha sido contado o narrado. Pero también, lo que resulta demasiado inabarcable para decirlo. La historia no contada de su juventud. Un sufrimiento incontable.

El aire en los hogares de la gente mayor, ¿te has dado cuenta?, siempre está viciado. Aunque estuvieran abiertas las ventanas, yo sentía que me ahogaba. Normalmente cuando pasaba por allí, a primera hora de la tarde, ella tenía las persianas echadas y la única luz de la habitación procedía del televisor, que parecía estar siempre encendido. Yo no quería crearle complicaciones, así que siempre llegaba con café y magdalenas que había comprado en el café de la esquina. Ella claramente lo valoraba, y yo me sentía agradecida por el modo en que proporcionaba cierta estructura a esas visitas, nos daba algo que hacer, algo que compartir, y, una vez que nos terminábamos el café y las magdalenas, no resultaba incómodo usar eso como señal de que me tenía que marchar.

Mi vecina era muy quejica. Se quejaba sobre todo de nuestro edificio: la basura se apilaba en el sótano, el conserje tardaba demasiado en arreglar las cosas y su inglés le resultaba muy difícil de entender, el ruido de los tacones de aguja de su vecina de arriba («la de los Jimmy Choochoos»), los niños que hacen botar la pelota en el patio. Le irritaba particularmente que el olor del arenero del gato de alguien a veces se filtrase a través de la ventilación en su propio baño. (Esto sucedió una vez cuando yo estaba allí; de hecho, era el olor de alguien que estaba fumando hierba, pero no se lo dije.) Cuando le hacía preguntas sobre su vida temprana echaba balones fuera. No le gustaba recordar su juventud, decía. La hacía sentirse vieja. Sobre mi propia vida, no sentía curiosidad. Yo era soltera, sin hijos: ¿Qué vida? Una vez que terminó de quejarse del edificio, pasó al mundo en general, acerca del cual sus sentimientos podían resumirse en cinco palabras: el infierno en una cesta.

De nuevo llegó el verano y yo me marché, tenía unos viajes pendientes, y cuando volví seis semanas más tarde, supe que en mi ausencia había estado hospitalizada brevemente por lo que su hijo describió solo como un problema coronario. A mí no me pareció muy cambiada al principio: la misma cantinela de siempre, más o menos, pero la cuenta atrás hacia las elecciones presidenciales había empezado y ella cada vez estaba más preocupada. ¿Era de veras posible que los norteamericanos eligieran para el puesto directivo más alto del país, para el cargo más poderoso de la tierra, a una persona tan manifiestamente inadecuada, tan inmoral y corrupta sin pudor alguno, una persona que mentía en cada exhalación y que encima era un completo incompetente?

La fe de mi vecina en la humanidad nunca se había visto tan alterada.

Esa mujer es tan falsa como un barril lleno de anzuelos, dijo. Peor aún que la gran Obaminación. La mujer tenía sangre en las manos, era una traicionera desleal, merecía que le pegaran un tiro, dijo mi vecina. ¿Cómo había podido llegar tan lejos? Seguro que era algún tipo de conspiración.

Yo nunca tuve tanto interés en la política, me comentó su hijo. Ahora mismo no me gusta lo que veo en ninguno de los dos bandos, así que me mantendré al margen. Pero lo que sucede es que mamá nunca fue así. Es decir, nunca se alteraba tanto por unas elecciones, y cuando yo era niño, papá y ella solían votar a los demócratas. Y mamá era hasta feminista. No quiero decir que lo fuese de modo políticamente activo, pero la recuerdo leyendo aquel libro (La mística feminista, lo llamó), y la recuerdo hablando de la liberación de las mujeres y de lo bueno que era y lo malo que era que no hubiese más mujeres en el poder.

No quiero parecer un loco, dijo, pero cuando la escucho ahora es como si alguien le hubiera implantado un chip en el cerebro cuando estuvo en el hospital. Cree que los cristianos están amenazados, cree que Hillary Clinton es una especie de..., no sé realmente qué, pero la he oído decir que Hillary Clinton satisface a Satán. Pero a lo que voy, mamá no es religiosa, nunca lo ha sido, y nunca pensé que creyera en Satán. Así que ¿de dónde viene todo eso? ¿Y cómo es que, sobre cualquier cosa, si ha de optar entre lo que dice Sean Hannity, el comentarista político, o lo que dice su propio hijo, confía en Hannity.

Lo siento, me dijo, sé que te estoy sermoneando, pero creo que después de las elecciones se calmará.

Pero después de las elecciones no se calmó. Siguió igual de paranoica, de rabiosa hacia los enemigos de la cristiandad y de los norteamericanos auténticos y patrióticos. Se lo tomó mal cuando se me ocurrió comentar que Sean Hannity me recordaba a Lou Costello, como si lo hubiera dicho para calumniarlo.

Pero lo cierto es que una de las cosas más extrañas sobre su actitud era que en realidad no le importaba lo que yo dijera. Nunca se detenía durante una de sus rabietas para preguntar si yo estaba de acuerdo o no con ella, nunca preguntaba cuál era mi opinión sobre ambos candidatos, y cuando yo le proporcionaba esa información, la recibía encogiéndose de hombros, nunca hizo el menor esfuerzo para convertirme. Si yo quería la verdad podía ver Fox News por mi cuenta, y si no, pues me podía ir al infierno.

Pero casi siempre era como si yo ni siquiera estuviese allí. Nunca me sentí más superflua. El café y las magdalenas podrían haberlos traído los duendes. Empecé a preguntarme lo que realmente podrían suponer para ella mis visitas. Suponía que yo funcionaba correctamente como una especie de oreja, pero no parecía haber ninguna conexión humana real. Había empezado a visitarla por el deseo de hacer una buena acción, algo que beneficiase a otra persona: a dos personas, contando a su hijo. Pero ¿podía seguir considerándola buena cuando había empezado a odiar cada minuto de aquello, a lamentarme, para empezar, de haber accedido a hacerlo, de haber siquiera puesto mis ojos en ellos, hasta de que la mujer hubiese nacido? ¿No era esto más bien lo que se considera una situación enfermiza? Aparte de la ansiedad que se acumulaba durante días antes de hacer acopio de fuerzas para tocarle el timbre de nuevo, había momentos en los que de hecho le tenía miedo, cuando alzaba la voz con ira y me fulminaba con la mirada desde su postura encorvada con los ojos inyectados en sangre y yo temía que realmente me fuese a dar un cabezazo por encima de la mesa de centro.

Por otra parte, yo ya no sabía cómo escabullirme de esas visitas, qué le diría a su hijo (¿la verdad o alguna excusa?), o a la mujer (pero ¿le llegaría a importar?), y me sentí cada vez más atascada en una situación que parecía tanto perversa como ridícula.

Qué lástima fue una de las últimas cosas que me dijo su hijo. Si no viese la tele nunca, dijo, sé que no sería así. Y me enfada tanto. Podría pasar sus últimos años con cierta paz y confort, agradecida por lo que tiene. Pero en cambio se encuentra en un estado constante de amargura y resentimiento hacia todos los enemigos que, según piensa con terror, están ahí para causarle problemas. Qué lástima lo que sucede con los ancianos. Me sigo diciendo que no es culpa suya, que lo mismo podría pasarme a mí. Pero sé que preferiría morirme pronto antes de tener que vivir eso.

En el último momento de su muy larga vida, un profesor mío de la universidad que dedicó su juventud a la lucha por los derechos humanos se limitaba a un vocabulario de unas cuantas palabras (proferidas a gritos), una de las cuales era maricón y la otra negrata.

Salí de viaje otra vez y en esta ocasión, mientras estaba fuera, quien tuvo un ataque al corazón fue el hombre. Me enteré por otro vecino tras mi regreso. No mucho después del funeral, me dijo, unos parientes habían venido a llevarse a la madre del hombre. Él no sabía adónde. La mayoría de sus pertenencias, no obstante, todavía estaban en el apartamento, y pasó un mes hasta que los mismos familiares llegaron y las sacaron. Poco después se mudó allí una pareja joven. Nunca he hablado con ellos, pero hace poco me di cuenta de que están esperando un bebé.

No habría sido muy complicado averiguar la nueva dirección de mi antigua vecina, y eso, pensé, era precisamente lo que debería hacer, y debería mandarle un mensaje de pésame. Pero el alivio que experimenté al saber que se había ido fue tan grande que sentí menos remordimientos por mantenerme en silencio.

¿Cuál es tu tormento? Cuando Simone Weil dijo que ser capaz de formular esta pregunta era el sentido real del amor al prójimo, estaba escribiendo en su francés materno. Y en francés, la gran pregunta suena muy diferente: Quel est ton tourment?