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Mi amiga empieza la conversación más importante de nuestras vidas preguntándome si sabía que los escritos privados de Einstein incluyen varios ejemplos en los que usa estereotipos racistas y también que era un marido violento. Le digo que sí y me dice: Así que al carajo con la teoría de la relatividad.
Suelto una risita con buen ánimo y le pregunto qué tal se siente. La veo mal, ojerosa y amarillenta, aunque probablemente no peor que la última vez que la vi. Novedad: le tiemblan las manos, y en ocasiones solo el hecho de hablar la deja sin aliento.
Hice una cosa muy estúpida, dice.
Tienes derecho, le digo, e inmediatamente me preocupo por si cree que quería decirle porque te estás muriendo.
Aceptó participar en un podcast para la radio en el que respondía a preguntas acerca de cómo era tener una enferdad terminal. Una trabajadora social del hospital la convenció para que lo hiciera, dice, y debería haberse dado cuenta de que era un error. Ha ido fatal, dice, se me ha ido de las manos, como ella dijo, en parte porque sentía dolor y también porque estaba aturdida de no comer, dijo, no había sido capaz de digerir nada ese día, y debería haber sabido lo fastidiosas que serían las preguntas. O, aunque no fuesen verdaderamente fastidiosas, lo probable que era que ella las encontrase así.
Demasiado tarde para hacer nada al respecto, dice taciturna.
Qué más da, ¿a quién le importa?, le digo, y de nuevo querría desdecirme, pues temo que ella escuche te estás muriendo.
Tienes razón, dice. Me debería importar un comino. Pero cuando tienes poco tiempo y malgastas una parte –derrochas algo de él haciendo algo estúpido–, bueno, es un asco. Sin mencionar que no quieres que una de las últimas impresiones que causas en este lado del paraíso sean lamentables.
Estoy segura de que no estuvo tan mal como crees, digo; sinceramente: nunca la vi causar una mala impresión en público.
Me olvidé de situar la escena. Estamos en un bar. Antes de venir de visita hace unos días, preguntó específicamente si podíamos encontrarnos aquí, en este bar al que solíamos venir a menudo, a veces todas las noches durante la semana, cuando éramos compañeras de piso (junto a otra mujer a la que ambas perdimos de vista hace mucho) en un bloque de viviendas cercano. Mi amiga se estaba alojando en un hotel, pues insiste en que prefiere una habitación de hotel antes que ser huésped en casa de alguien, aunque no le gusten particularmente los hoteles siempre le ha horrorizado ser huésped, y aun cuando tiene varios amigos íntimos que viven aquí y el propósito principal de este viaje sea pasar tiempo con ellos, y también, si no se siente demasiado débil –y si mi corazón lo resiste, dijo–, visitar unos cuantos sitios, de aquellos días en que ella también vivió aquí, que significan mucho para ella. Nuestro encuentro en el bar, nuestra cita para tomar algo juntas, será el único momento en que nos veamos antes de que se vuelva a su casa.
Entonces era un barucho, atestado de borrachines, que servía bebidas baratas, y su única comida eran unos cuantos snacks envasados. Había una mesa de billar y una gramola vintage y por supuesto se podía fumar, cosa que casi todo el mundo, incluyendo nosotras dos, hacía. Tras aburguesarse al mismo tiempo que el barrio, ahora tiene una descomunal carta de vinos carísimos, un bufé de tapas de aspecto rancio donde en su día estaba la mesa de billar, y un hilo musical de jazz a todo volumen. En lo alto de cada extremo del bar hay una pantalla de televisión: las dos están sin sonido y conectadas a emisoras distintas, una de noticias, otra de deportes.
El único local de la manzana que ha sobrevivido todos estos años –y les va bien, porque está abarrotado– aunque le hayan borrado cualquier pizca de carácter. Esto es lo que nos aflige. Esto es lo que lamentamos. Pero sigue siendo un lugar sagrado de nuestra juventud, desde el que tantas veces regresamos a casa dando tumbos, apoyándonos la una en la otra, parándonos más de una vez para que una u otra pudiéramos vomitar entre los coches aparcados. Te das cuenta de que ella es tu amiga cuando te aparta el pelo de la cara mientras vomitas. Brindaremos por eso.
No pienso marcharme en una agonía humillante.
No me sorprende oírle decir eso. Ante todo, es algo que ya había dicho antes. Yo creí que lo había entendido, que yo misma había aceptado que probablemente iba a ser así. Pero hay otro montón de sentimientos que me invaden ahora que ha revelado que obra en su poder un fármaco para la eutanasia.
No sé qué decir.
Espero que digas que sí.
¿Sí a qué?
A que vas a ayudarme.
¿Ayudart...? Mi laringe produce un espasmo que consigue que trague como en los cómics. Y que ella sonría.
No estoy hablando de que me ayudes a morir, dice. Sé lo que tengo que hacer. No es complicado.
Lo que sí es complicado es lo que debería ocurrir entre ahora y entonces.
Antes de nada, dice, no puedo asegurarte cuánto tiempo durará.
Entiendo que lo que quiere es sufrir lo menos posible.
Pero también quiero que las cosas se hagan con la mayor calma posible, dice. Quiero que todo salga como debe ser.
Quiere ir a algún sitio, dice. No me refiero a viajar. Viajar sería una distracción y eso no es lo que estoy buscando. Y si volviese a algún sitio que me encantó o donde fui muy feliz (Grecia, por ejemplo, donde tuvo la aventura amorosa de su vida, o Buenos Aires, donde pasó sus mejores vacaciones): bueno, ya sabes lo que se dice. Que nunca regreses a un lugar donde fuiste realmente feliz, y de hecho es un error que ya cometí una vez en mi vida, y luego todos mis bonitos recuerdos de la primera vez se echaron a perder.
Le podría haber dicho que yo también cometí ese error. Más de una vez.
No es que se niegue a hacer un viajecito, dice. Pero lo que de verdad quiero es encontrar un lugar en calma, no tiene por qué estar muy lejos –de hecho no debería estar muy lejos– y no tiene que ser nada particularmente especial, solo un sitio donde pueda estar en paz y hacer las últimas cosas que he de llevar a cabo. Y tener mis últimos pensamientos, añade quedándose sin aliento. Los que sean.
Relajé la mano con la que agarraba el vaso. Así que todo lo que me pide es que le ayude a encontrar este lugar ideal. Le pregunté si está segura de querer que sea un lugar desconocido y no su casa.
Creo que hará las cosas más fáciles, dice. Mientras sea un lugar cómodo, seguro y atractivo. Gran parte de mis mejores obras –mis mejores pensamientos– las he hecho lejos de casa, en estancias de investigación, por ejemplo, en retiros de meditación, incluso en hoteles. Creo que será más fácil prepararme –centrarme en dejarme ir– si en ese lugar no estoy rodeada de cosas íntimas, familiares, todo eso que te recuerda a los vínculos, y demás.
Por supuesto, puede que me equivoque, dice, y quizá todo esto resulte ser una especie de fantasía. Pero he pensado mucho en ello, y me parece correcto. ¿Me explico?
Creo que sí, dije. ¿Y necesitas mi ayuda para encontrar un lugar, o que te ayude a instalarte?
No, dice. Eso lo puedo hacer yo sola. Ya he comenzado a buscar.
Posa una palma plana sobre la mesa y pone la otra mano sobre ella para contener –u ocultar– el temblor.
Lo que necesito es que alguien esté allí conmigo, dice. Quiero cierta soledad, desde luego, es a lo que estoy acostumbrada, después de todo, lo que siempre he deseado: estar muriéndome no me ha hecho cambiar. Pero no puedo estar completamente sola. Me refiero a que se trata de una nueva aventura: ¿quién puede saber cómo será realmente? ¿Y si algo sale mal? ¿Y si todo sale mal? Necesito saber que hay alguien en la habitación contigua.
Lucho heroicamente para guardar la compostura, para elegir mis palabras.
Acepto, digo. No debes estar sola.
Pero, le pregunto tras una pausa, ¿no sería más reconfortante tener a alguien allí más cercano a ella? ¿Alguien de su familia? En la época en que veníamos tan seguido a este bar podríamos haber estado unidas por la cadera, pero, aunque siempre hemos seguido en contacto, cada una hemos tirado por nuestro lado a lo largo de todos estos años, y lo que parece que me está pidiendo me resulta desconcertante. Además, aún estoy tratando de asimilar el impacto de su revelación sobre el fármaco.
Alguien de mi familia, repite monótonamente. Bueno, pues sería mi hija –no tengo más familiares cercanos–, y no me sería posible pedírselo, no estaría bien. No es solo que ella y yo no estemos para nada cómodas la una con la otra. Es que precisamente por eso –porque nuestra relación siempre ha sido tan conflictiva–, perdona mi brusquedad, resultaría un despelote mental. Podría aceptar por obligación. Pero dada la hostilidad que siempre ha sentido hacia mí, no sé cómo manejaría sus sentimientos. No, no veo cómo podría justificar colocarla en un lugar así. Y está la complicación añadida de que ella es la principal beneficiaria de mi testamento.
Nuestro camarero se acerca a preguntarnos si queremos otra ronda, obviando que la copa de mi amiga está todavía llena. (Es solo para aparentar, dijo antes, agitando la mano sobre su gin-tonic. No puedo beber con esta medicación. Tendrás que beber tú por las dos.) Mi copa ya llevaba un tiempo vacía y nada más irse el camarero me hago con la suya. Por un momento me mira con una expresión divertida, luego dice: Ya sé que no voy a herir tus sentimientos al decir que no fuiste mi primera elección.
Sus dos amigas más cercanas dijeron que no. Nunca podrían formar parte de ningún tipo de muerte asistida, le dijeron, ni siquiera indirectamente. Aunque comprendieran por qué había tomado una decisión así, y en ninguna medida querían que sufriera, nunca podrían servirle de apoyo mientras ella se quitaba su propia vida: intentarían evitar que lo hiciera. No, dijeron. No. No.
Eso es lo que ocurre con la gente, me dice ahora. Pase lo que pase, quieren que sigas luchando. Así es como nos han enseñado a ver el cáncer: como una lucha entre el paciente y la enfermedad. Que es como decir entre el bien y el mal. Hay un modo correcto y un modo equivocado de actuar. Un modo fuerte y un modo débil. El camino del guerrero y el camino del derrotista. Si sobrevives eres un héroe. Si pierdes, bueno, quizá no luchaste lo suficiente. No te creerías todas las historias que me cuentan sobre tal o cual persona que se negó a aceptar la sentencia de muerte que recibió de estos médicos estúpidos y repugnantes y fue recompensada con muchos, muchos más años de vida. La gente no quiere oír terminal, dice. No quieren oír incurable o inoperable. Lo llaman discurso derrotista. Dicen cosas delirantes como Mientras sigas viva hay una oportunidad. Y Los milagros médicos suceden a diario, como si llevasen la cuenta. Dicen: Solo con que no flaquees, quién sabe, quizá encuentren un tratamiento. Nunca imaginé que tanta gente inteligente y formada viviese con la ilusión de que la cura para el cáncer está a la vuelta de la esquina.
No es que piense que todos se creen de veras lo que dicen, prosigue, pero obviamente creen que es lo que deberían decir. Bastante gente ha intentado convencerme para que no deje de trabajar. Tienes que hacer el esfuerzo, dice que le dijo esa gente, tienes que seguir trabajando. Tienes que seguir con mi vida era a lo que se referían, dijo. Seguir como si todo fuese bien y así quizá entonces todo vaya bien. Algo así como: finge hasta que lo logres, dice mi amiga, riéndose hasta quedarse sin aliento. La quimioterapia puede llegar a producirte acné y llagas en la boca, pero tienes que seguir poniéndote pintalabios.
El único modo en que la gente parece capaz de lidiar con esta enfermedad, dice, es convertirla en una narrativa heroica. Los supervivientes son héroes, si no son niños, en cuyo caso son superhéroes, e incluso los médicos, que simplemente están cumpliendo con su maldito trabajo, se dice que están tomando medidas heroicas. Pero ¿por qué el cáncer ha de ser una especie de prueba de la entereza de una persona? No te puedo explicar los problemas que he tenido con esto, dice. Prácticamente todo lo que me ha dicho la gente ha sido una banalidad o un cliché. Dejé las redes sociales porque quise alejarme de todo ese ruido. Algunas de las peores cosas proceden de la comunidad de apoyo a los enfermos de cáncer: piensa en tu cáncer como un don, una oportunidad para crecer espiritualmente, para desarrollar recursos que no sabías que tenías, piensa en el cáncer como en un paso del trayecto en el que desarrollas tu mejor yo. En serio te lo digo. ¿Quién quiere morir escuchando esas estupideces?
Se estremece exageradamente al tomar aliento.
Llega un momento, prosigue, en el que, si eso es realmente lo que quieres oír, tu médico te lo dirá enseguida. Incurable. Inoperable. Terminal. En mi caso, dice, aunque nadie la usa nunca, yo prefiero la palabra fatídico. Fatídico es una buena palabra. Terminal me hace pensar en estaciones de autobuses, lo que me lleva a pensar en humo de tubos de escape y tipos raros que acechan a niños fugitivos. Pero volviendo a lo que decía: me he informado. Ya sé lo que me espera si dejo que la naturaleza siga su curso. Los cuidados paliativos solo llegan hasta un punto. No le veo el sentido a resistir en la unidad de cuidados paliativos, cada vez más desvalida hasta que ya no pueda hacer nada por mí misma. La gente debería ser capaz de entender que esta es mi manera de luchar, dice. El cáncer no me pillará si yo llego primero. Y qué sentido tiene esperar, dice, cuando estoy lista para irme. Lo que ahora necesito es a alguien que comprenda todo esto y que prometa apoyarme y no ir y hacer alguna tontería como tirar por el váter las pastillas cuando esté dormida.
Se me ocurrió, dice, que quizá debería buscar a alguien que ahora mismo no sea tan cercano a mí, alguien en quien confíe pero a quien no acostumbre a ver todo el tiempo y que no suela verme a mí. Se me ocurrió otra vieja amiga que encima es médico y que habría sido ideal en muchos aspectos. Pero no puede dejar su consulta. Esta es otra razón, dice mi amiga: la gente tiene trabajos.
Incluyéndome a mí. Pero, como mi amiga se apresura a mencionar, estamos en verano. No hay clases.
Digo, por decir algo, que ojalá no estuviésemos en un lugar público.
Ah, pero si era adrede, dice. Pensé que nos impediría ponernos... demasiado sentimentales. Además, no pude resistirme cuando pensé en aquella época en la que tú y yo nos sentábamos aquí mismo en este bar y comentábamos esto mismo.
No tengo ni idea de qué está hablando.
Introducción a la Ética. ¿No te acuerdas? El profesor dividió la clase por parejas, y cada pareja tenía que debatir una cuestión ética específica. La nuestra era el derecho a morir. La santidad de la vida frente a calidad de vida. Trabajamos en ello juntas mientras nos bebíamos un par de jarras de cerveza, ¿te acuerdas? Tú sostenías que las personas tenían derecho a quitarse la vida bajo cualquier circunstancia, no solamente en casos terminales. Era un asunto personal y de nadie más, y mucho menos del Estado. Yo recuerdo que eso hizo que me pusiera nerviosa, dice, porque en aquel momento estabas a menudo deprimida y podías ser también muy impulsiva, y oírte argumentar con tanta vehemencia a favor del suicidio me asustó.
Me llevo tal sorpresa que casi pego un salto. No es que no me haya sucedido antes: una persona cuenta una anécdota del pasado que recuerda al detalle cuando, de hecho, la anécdota es completamente inventada. Y no es que piense que mi amiga está mintiendo; al contrario, sé que solo hablaba con total inocencia. Sé que lo que ha ocurrido es esto: su imaginación le ha proporcionado un recuerdo para ayudarla a que resulte más coherente cierta manera particular de pensar acerca de una situación traumática. Es perfectamente probable que ella y yo debatiéramos alguna vez la cuestión del derecho a morir de las personas. Es más que probable que yo adoptase la posición que ella dice. Incluso es probable que yo fuese realmente la joven crónicamente deprimida e impulsiva que ella recuerda. Pero ella y yo nunca quedamos en este bar ni en ningún otro lugar para hacer un trabajo así para una clase. Nunca estudié Introducción a la Ética.
Todo esto, no obstante, me lo callo. De hecho, no digo nada acerca de nada. No me siento bien. Me he tragado dos copas seguidas. Pero no es solo el alcohol lo que hace que todo me dé vueltas.
Sé lo que estás pensando, dice. Estás pensando: ¡No me puedo creer que estemos teniendo esta conversación! Te estoy pidiendo algo muy gordo, lo sé. Una responsabilidad enorme. No tienes que darme una respuesta ahora. A no ser, por supuesto, que puedas.
Niego con la cabeza. Al ver lo dudosa que estoy, dice: Ay, venga. ¿Dónde está tu sentido de la aventura?
Ante lo cual solo puedo volver a negar con la cabeza.
Entonces muy bien, dice. Me marcho mañana a casa. Te llamaré cuando llegue.
Cuando estamos saliendo del bar, me detengo y le digo que tengo que ir al baño.
¿Vas a vomitar?, pregunta.
Puede ser, digo girándome, ya en camino.
¿Quieres que te aparte el pelo?
Me debato entre dos lugares, dijo. Uno era una casa de verano en una isla del sur de la costa atlántica. Pertenecía a la familia de un primo suyo que no pensaba usarla hasta más adelante durante la temporada. Este primo y ella no se conocían bien, pero cuando él supo de su enfermedad fue lo suficientemente amable como para ofrecérsela para una escapadita. Ella había estado allí una vez, hacía muchos años, en una boda, y recordaba lo bellas que eran la casa y la playa, pero incluso tan al principio de la temporada era probable que la isla estuviese llena de turistas, dijo, y no era tan fácil llegar, y además, dijo, no quiero pasar los últimos días de mi vida en un estado de mayoría republicana.
Así que se inclinaba por el otro lugar, la casa en Nueva Inglaterra de una pareja jubilada, antiguos catedráticos de universidad que ahora pasaban la mayor parte del tiempo viajando y usaban Airbnb para alquilarla por temporadas cortas siempre que podían y así financiar sus viajes.
Podríamos tenerla durante un mes, me dijo por teléfono. No es que piense que necesite tanto tiempo.
¿Me acostumbraré alguna vez a este tipo de conversación? Aunque me preguntaba qué haría con mi correspondencia –dejar que se acumulase, avisar en correos de que me la reenviasen o me la guardasen–, me pareció impensable preguntarle para cuánto tiempo tendría que organizar mi ausencia.
No es que haya elegido una fecha, dijo. Aunque, como digo, estoy preparada para irme. Incluso se podría decir que estoy impaciente por irme, en cierta medida porque he dedicado tiempo a pensar en morir y también porque he llegado al límite de lo que creo que puedo aguantar. Pero no sé qué hará mi cuerpo.
Aunque se sentía mucho mejor desde que dejó la quimio, sus síntomas podían cambiar cada día, y las medicinas que tomaba para evitarlos tenían también algunos efectos secundarios.
En cualquier caso, quiero que las cosas sucedan de forma natural, dijo. Siento que voy a saber cuándo es el momento.
Pero tú..., bueno, tú no lo sabrás, dijo. Obviamente no voy a anunciarlo a bombo y platillo.
Como la venida del Señor, dijo bromeando: Del día y la hora, nadie sabe.
Ella había decidido no informar a nadie sobre nuestros planes. Ya que he llegado hasta aquí, no quiero exponerme a alguna intervención estúpida, dijo, ni siquiera a una alteración minúscula. Quiero paz.
Nadie iba a saber dónde estábamos.
Y, para tu propia protección, me dijo, necesitas hacerte la tonta: yo nunca te conté lo que iba a hacer, ni siquiera sabías que tenía el fármaco.
En realidad, yo ya le había contado todo a otra persona, pero no se lo dije.
Una foto de la casa estilo colonial le trajo a la mente la casa en la que ella había crecido. Ambas se construyeron en la década de 1880, dijo, aunque esta es más pequeña. Me contó lo mucho que le apenó tener que vender la casa de su infancia. Pero cuando sus padres murieron, ni ella ni su hija se veían viviendo en una casa tan grande, en lo que lamentablemente se había convertido para aquel entonces en una zona de las afueras demasiado poblada. Otra de las cosas que le gustaban de la casa de los jubilados, dijo, era que había sido renovada teniendo en cuenta las necesidades de los que envejecen. Había un dormitorio amplio en la planta baja con su propio baño, y en él se habían instalado barandillas para agarrarse y un asiento de obra en la ducha. Como ahora se sentía tan frágil y algunos días tenía problemas para caminar, era una suerte, dijo. Además, el que en su día fue el dormitorio principal, en la segunda planta, estaba en el extremo opuesto de la casa. Así que cada una tendremos nuestra privacidad, dijo. (Lo que yo haría con toda esa privacidad era, para mí, una gran y abrumadora pregunta.)
Las casas de los vecinos se encontraban lejos y un lado de la casa estaba junto a una reserva natural.
No conozco bien la ciudad, pero he pasado por ahí, dijo. Siempre me han gustado los pueblos costeros de Nueva Inglaterra. Y lo que me gusta es que, según parece, hay algunos restaurantes buenos, ahora que otra vez vuelvo a disfrutar de la comida.
De hecho, no tenía que pararse a pensarlo más. Este lugar parece perfecto, dijo.
Tanto entusiasmo en su voz: cualquiera habría pensado que estábamos planeando unas vacaciones.
Te estoy mandando fotos, dijo, y enseguida que colgamos llegaron. Seis instantáneas de la casa, por dentro y por fuera. Una del jardín en su esplendor otoñal rojiamarillo, otra bajo la nieve virgen. Las miré fijamente con cierto estupor. Para mí no era importante en qué casa, en qué ciudad estábamos. La importancia que ella le daba me resultaba casi insoportablemente conmovedora.
Le quedaban unas cuantas cosas más que hacer en casa, dijo. Unos cuantos cajones más que vaciar, un poco más de papeleo, alguna gente a la que ver por última vez.
Había pasado una semana desde que nos vimos en el bar.
Haz el equipaje, me escribió en un mensaje de texto.
Yo estaba colocando capas de ropa mecánicamente en una maleta cuando me escribió de nuevo: Gracias por hacer esto.
Cuando le dije que la respuesta era afirmativa, que haría cualquier cosa que necesitase que hiciera para ayudarla a morir, su alivio fue tan grande que empezó a sollozar.
Unos segundos más tarde, me volvió a escribir: Te prometo que haré que sea lo más divertido posible.