Con simplicidad los animales fantásticos
salen de las angustias y de las obsesiones.
HENRI MICHAUX
Las mitologías que el ser humano creó fueron el más rico marco para su imaginación, inagotable fuente de fantasías ramificadas que comunicaron entre sí a diferentes culturas. Bajo ese techo mitológico se ampararon animales reales y extrañas criaturas cuya existencia creyó necesaria.
También los territorios de una geografía desconocida permitieron crear construcciones bellas que la razón demolió, no sin pena; así, las islas de san Brendán, de cristal o de hielo labrado como su iglesia, donde hoy se adivina el iceberg nunca visto antes; así, los quiméricos bordes de mundo, precipicios sobre la nada; las montañas fúlgidas de los cuentos árabes, de piedras preciosas o de puro imán, solo relucientes de noche, donde venían a deshacerse las naves. En esas tierras de prodigio bullían animales inventados en todas sus partes. Al decir tierras incluyo los mares, cuyas profundidades ofrecían no menos ricas e incomparables fantasías
L.N. Gumilev, en su fascinante libro sobre la invención del Preste Juan, La búsqueda de un reino imaginario, aporta un dato de esa naturaleza: para los geógrafos chinos medievales, los peiches, tribus que aparecían por la Gran Estepa sin estar establecidas en ella y cuyo apodo significaba «carro negro», eran habitantes del mundo fronterizo entre la realidad y la fantasía, donde supuestamente habitaban «los turcos con patas de vaca».
El hombre no se limitó al crear el animal nunca visto pero sobre el cual le han contado y que acepta, crédulo, o el que supone que debe existir. Le otorgó colores de pedrería, alas supernumerarias, cuernos movedizos, fuego por boca o pico, o reunió en una especie los tributos de varias. Para mayor verosimilitud, le añadió costumbres, defensas, protervias, singulares malicias y capacidades. Hoy nos asombra la general candidez de los bestiarios que se multiplicaron en la Edad Media. Esa suma de delirios pronto dejó de ser la creación libre de individuos imaginativos para constituirse en un corpus iniciático. Una teoría simbólica del color contribuyó a agrupar las quiméricas creaciones en distintos campos. Las constantes del espíritu humano que componen estos esquemas arbitrarios son fáciles de reconocer y responder a inclinaciones y rechazos cuya inspiración espera en un remoto reducto cultural de nuestra especie. La religión cristiana aprovechó esas quimeras y las relacionó con los principios que deseaba imponer, convirtiéndolas en representaciones, ejemplos, símbolos. Los monstruos figuraron los pecados que había que combatir, pero hubo excepciones: para el clérigo normando, Guillermo, en su Bestiario divino (1210-1211), la salamandra, por supuesto real, simboliza a los hombres de Dios, como Ananías, Misael y Azarías, quienes juzgados y llevados a la hoguera, lejos de quemarse, apagaron el fuego con su fe.
Todavía hoy la poesía aprovecha la poderosa imantación de estos temas: en Seamus Heaney, el poeta irlandés, el mirlo de san Kevin pone los huevos en su mano, él «olvidado de sí, olvidado del ave / y en la ribera, olvidado del nombre del río».
A veces, historias enriquecidas con variados detalles convierten a los animales reales en fabulosos. Es posible seguir el rastro de las invenciones que se suman a un núcleo inicial:
el tigre, semejante al león, de hocico más largo y más curvado [...], guarda a sus crías en una bola de cristal. Cuando descubre que le han robado a su cachorro, se precipita tras las huellas del ladrón a la velocidad del viento y lo alcanza, por grande que sea la distancia que los separe. Entonces el ladrón entrega al tigre su cachorro dentro de la bola de vidrio, y el cuidadoso animal teme romperla y herir al cachorro. Lo lleva de regreso a su guarida, haciendo rodar la esfera delante de sí.
La descripción se transforma en pequeña historia: «Entonces el ladrón...». El episodio inicial se fija: siempre habrá un ladrón que robe un cachorro. Pero hay variantes: la tigresa corre tras su prole, la bola de vidrio es una estratagema que el ladrón inventa para engañarla; la arroja y en su reflejo ella cree ver a su cachorro. Se detiene y el ladrón tiene tiempo de huir. En otro bestiario, los cazadores cubren su fuga arrojando espejos que demoran a la tigresa, porque no puede dejar de mirarse en ellos. Y en otros, el tigre es azul o el tigre ha pasado a ser una serpiente que corre más que ninguna otra bestia y también ama los espejos.
Cuenta Brunetto Latini en el Tesoro que las panteras paren solo una vez.
Los hijos, cuando han crecido dentro del cuerpo de su madre, no quieren soportar estar allí hasta la hora del recto nacimiento, y así fuerzan la naturaleza de tal modo que gastan la matriz de su madre con las uñas y salen fuera de tal manera, que la madre no engendra más por simiente de su macho.
Asombroso dato: ultraje al cuerpo materno obrado mediante nacimiento por cesárea desde dentro y determinación de los cachorros, y una desconcertante precisión: «por simiente de su macho». ¿De otro modo sí vuelve a engendrar?
Hasta Michel de Montaigne, modelo de observación desprejuiciada, fantasea sobre los osos. En su viaje más largo, a Italia, si bien cruzó zonas montañosas, no pudo ver osos que al lamer a sus pequeñuelos les fueran «dando forma, como dioses amorosos y alfareros». Sin pensarlo dos veces, Montaigne se somete al acervo libresco de la época, porque eso le viene de un padre de la Iglesia, no recuerdo ahora cuál. Al menos Heródoto, a veces historiador concienzudo, al hablar del Fénix aclara que él nunca lo ha visto, salvo en figuras.
La Historia animalium de Konrad von Gesner (1516-1565), muy prestigiosa en su tiempo, remoto punto de partida de la moderna zoología, deja atrás los usuales bestiarios, aspirando a constituirse en un catálogo descriptivo de animales reales, domésticos y exóticos. Los escribe e ilustra a lo largo de tres mil quinientas páginas, distribuidas en cinco enormes volúmenes, permitidos en ese momento por el nuevo arte de la imprenta. Allí se define a la mantícora como un híbrido de hombre y de gato y el dibujo correspondiente muestra un felino de larga cola leonina con cabeza de hombre de su tiempo, barbado y peinado para atrás, pero con una larga y horrorosa doble fila de dientes.
Mi relación con la mantícora es prueba de la duradera vida activa de los monstruos. Fue asunto de sonido. Me gustaba, me gusta esa palabra. Entre los seis y los ocho años, y en la corriente de libros que me hacían las veces de mundo —parte de mi infancia de la que no tengo queja—, llegó a mis manos un cuento que quedó envuelto para siempre en las veladuras que segregó. No sé quién era su autor, ni si era largo o corto. Apenas recuerdo que el libro que lo incluía no era pequeño y que hablaba de otro, de cuyas ilustraciones escapaban los animales mencionados en este. Creo que había un grifo, creo que había un unicornio. Pero estoy segura de que había una mantícora que no concordaba con la descripción de Gesner: tenía cuerpo de esfinge y cara de gato. Las ondas de siguientes lecturas me borraron el argumento —eso cuyo nombre todavía ignoraba—, pero cierto misterio acompañó el poco recuerdo. Sin duda, nacía de mi inseguridad respecto a los límites entre lo real y lo no real. Colocaba al león en un plano y en otro al unicornio. No sabía qué hacer con la mantícora. Pero su nombre no se me olvidaría. Más tarde, algo parecido ocurrió con la mandrágora, nombre también lleno de ecos, también en un campo indeciso. Pero cosas incomunicadas en la infancia pueden aproximarse, como en Tasmania conviven seres normales o familiares junto a extrañísimas especies, conservadas desde sus prístinos orígenes. Entre estas no hay nada semejante a la mantícora, pero sí un dragón, el muy célebre de Tasmania, que solo allí existe, compartiendo nombre con los fantásticos.
Pero volvamos a estos. El dragón es uno de los más prestigiosos y antiguos. También uno de los que más deprimente evolución ha tenido. De ser el personaje aterrador de tantas leyendas orientales, árabes o de la Edad Media occidental, pasó a servir de víctima a todo caballero en trance de hacerse de una fama o de conquistar a una bella princesa en infortunio accidental. Al fin, ya en nuestros días, fue ridiculizado por Tolkien, que lo pone a perseguir al perro de la Luna y a Re.
A veces, en los refranes encontramos decantadísimos rastros del mito. Los italianos dicen: «Finché nuota sott’acqua qualunque pesce può essere sirene» («Mientras nada bajo el agua, cualquier pez puede ser sirena»). Por mi parte, me encantaría haber tenido un par de pihis, nombrados por Jacques Roubaud en Le chevalier Silence:
Pájaros fabulosos que solo tienen un ala y que vuelan por parejas; anidan sobre los Montes Negros y cambian de nido todos los años; los niños de Brycheiniog trepan sobre las rocas escarpadas de la montaña para recoger cosechas de sus plumas sedosas, con las que las bordadoras rellenan luego los almohadones.