¡Por el perro!
JURAMENTO DE SÓCRATES
Qui me amat, amat et canem meum.
SAN BERNARDO
Muchos pueblos africanos creen que el hombre estaba destinado a no morir. Las historias difieren; varias incluyen un perro. En algunas, los hombres estaban divididos. Los que preferían morir enviaron un cordero para imponer su opinión; otros, un perro para reclamar la inmortalidad. Este llegó después que el cordero, desde entonces, los hombres mueren. Variante: la muerte no existía, pero un hombre enfermó y murió. Le encargaron a un perro preguntar a Dios qué debían hacer con el muerto. El perro se entretuvo por el camino y los hombres, impacientes, enviaron a un cordero. Este regresó diciendo que el hombre debía ser enterrado. Más tarde llegó el perro con el mensaje inicial: «poned cenizas calientes sobre el vientre del muerto y volverá a la vida». Pero ya estaba enterrado. Desde entonces, estos pueblos desprecian a los perros porque por su culpa los hombres no son inmortales.
Aristóteles, con lacónico y veterinario estilo, nos deja en la Historia animalium un breve curso, fruto de su observación, sobre la parición de las perras de Laconia, cruce de perro y zorro; las de Cirene lo serían de perro y lobo. Sea cual sea su origen, el perro se integró al grupo humano, quizá del modo que imaginó algún fantasioso de los orígenes: un primitivo descubre una nidada de cachorritos y los lleva como juguetes para sus hijos. Así pierden los cachorros el vínculo directo con el ascendiente, que habría transmitido ciertos modelos de conducta, reemplazándolos la gente por otros. La jauría no está siempre unida; la paternidad se disuelve cuando el cachorro es capaz de competir con su progenitor por las hembras o por el dominio del grupo. Por salvaje que fuese la relación entre hombre y perro, la de este con la jauría lo era más. Hace doce mil años, el perro ya podía estar tan cercano a un amo como hoy. En 1978 se descubrió en territorio palestino una tumba del alto paleolítico con dos esqueletos: el de un adulto, mujer u hombre, con su mano puesta sobre un cachorro. Luego la cruza orientada iría creando una variedad de razas y singularidades, a veces muy próximas.
Como algunos pueblos africanos, el pueblo chino desdeña a los perros, salvo como alimento. La Revolución Cultural exterminó por burguesa a casi toda la población perruna de Pekín, excepto los de la policía, los que iban a ser victimados en los laboratorios o los que se criaban para ser comidos. Pero, como toda revolución organiza sus fallas de coherencia, la venta de perros de raza a precios astronómicos para los sectores privilegiados es hoy un magnífico negocio. Emperadores y nobles de épocas anteriores amaron a los perros tanto como amaron a los ruiseñores, los criaron en grandes cantidades y en situación privilegiada al grado de disponer, como todos saben, del pequinés como raza exclusiva. Pero no hay privilegios eternos. Los Ming sucumbieron a la adoración del gato, del que dejaron bellos retratos. Tampoco esto duró. En el siglo XVII llegó al poder una dinastía de Manchuria que volvió a entronizar al pequinés.
Japón, cuyo modelo cultural fue China, adoptó el gusto por los animales. En el siglo XVII, el shōgun Tsunayoshi impuso un tributo a los campesinos para mantener a cien mil perros y legisló sobre las fórmulas de cortesía para tratarlos.
En Grecia y Roma los amaron. Muchos perros contribuyeron a esta estima por su conducta heroica o, no menos loables, por su demostrada inteligencia y su constante amor a su dueño. Recordemos a Michel de Montaigne:
No hay que olvidar lo que Plutarco dice haber visto en Roma, de un perro en el teatro de Marcelo, cuando el emperador Vespasiano, padre. Ese perro servía a un histrión que representaba una obra con varias escenas y con varios personajes y él tenía su papel. Entre otras cosas, era necesario que por un rato se hiciera el muerto, por haber comido cierta droga: después de haber comido el pan en donde se suponía que estaba la droga, empezaba a temblar y a tambalearse como si estuviese aturdido; finalmente, se tendía y se ponía rígido como si estuviese muerto, se dejaba tirar y arrastrar de un lugar para otro, así como lo pedía el argumento de la obra; y luego, cuando conocía que era llegado el momento, empezaba primero a moverse debidamente, como si despertara de un profundo sueño, y levantando la cabeza miraba aquí y allá de un modo que asombraba a todos los asistentes.
No olvidemos al buen perro Gellert, galés: defiende al pequeño hijo de Llewellyn de un lobo, atacando a este; el príncipe ve la boca del perro ensangrentada y la cuna caída y mata al perro antes que el grito del niño y el cadáver del lobo le den a entender su error. Todavía en Snowdon se muestra el lugar donde está la tumba del perro llamado Beth Gellert. No importa que el nombre parezca provenir de san Celert, un santo galés del siglo V. La misma historia aparece en otros pueblos, no siempre atribuida a un perro. Pierre Gascar, en Fuentes, cuenta la de un tío suyo con un viejo y ejemplar perro mestizo, el más celoso guardián de la casa. El hombre empieza a encontrar gallinas muertas, mordidas y aparentemente desangradas. En las primeras ocasiones, encontrando dormido al perro, el amo le ha gritado e incluso maltratado. El perro ahora duerme hasta tarde y se despierta receloso. El tío ha oído historias de viejos mastines que le toman gusto a matar conejos o aves, y cuando después de la gallina de turno descubre que el perro tiene sangre en el hocico, lo ata, lo enfrenta ejemplarmente a la gallina muerta y lo mata de un tiro. Al arrastrar el cadáver detrás de la casa, descubre el de un zorro, animal que se creía desterrado de la región.
Dice Platón en el segundo libro de La República que «lo natural en los perros de buena raza es ser tan dulces como sea posible con quienes frecuentan la casa». Su gusto natural es cuidar de su amo, de sus posesiones, su casa, su ganado; es el san bernardo que lo rescata entre la nieve, el golden retriever, el perro de ciego, el labrador que lo saca del agua si se ahoga, el pastor que lo ayuda a cuidar de un rebaño. Pero el hombre puede destruir aun lo que admira o quiere. Cada tanto, la prensa, imaginándonos faquires de la resistencia espiritual, nos acerca al alma, como carbones encendidos, diferentes facetas del horror. Desde Alemania: dos pitbulls entraron al patio de una escuela e hicieron pedazos a un niño. Mi guía Marabout de 1978, con cuya ayuda imagino qué clase de perro elegiría para que me acompañara si fuese sedentaria y ociosa, ignora esta especie. Es bastante nueva pero algunos de sus miembros ya han cometido otras atrocidades, por su instinto orientado al ataque eficaz. Francia y otros países no los matan, pero prohíben que se los críe.
Cito dos ejemplos literarios notables y coincidentes que registran el horror que nace de un perro adiestrado para matar: uno, de Los perros negros de Ian McEwan. Una joven recién casada es atacada cerca de un pueblo francés por perros que la Gestapo abandonó cuando la derrota alemana y cuyo salvajismo se ha acentuado. Logra defenderse de ellos, pero no sin que se transformen en la encarnación del mal y marquen para siempre su matrimonio y su vida. El otro, de La doctrina del Sainte-Victoire de Peter Handke. El enfrentamiento del protagonista con un dogo, aunque los separe una alambrada que guarda los terrenos del cuartel de la Legión Extranjera, pesa dentro del libro casi tanto como la montaña, tan pintada por Cézanne: el hombre supo que era odiado por el perro por no tener ni armas ni uniforme y por ser simplemente el que era. El animal había aprendido a atacar aquello distinto de sus dueños. Como en McEwan, el ser humano enfrenta el mal en terrorífica concentración; en Handke el horror es superado con la muerte del perro. Ambos escritores piensan en un perro cuya maldad viene de los hombres, como la guerra. Así aparecen los perros en el campo de concentración de La tregua de Primo Levi. O al servicio de la guerra, en Les Bêtes de Pierre Gascar. Así nos lo presenta Guillermo Cabrera Infante:
Para perseguir a indios fugitivos y perros cimarrones se inventó en la isla una soberbia máquina de rastreo y aniquilación: el sabueso asesino. Su fama se extiende por todo el territorio y bien pronto muchos fueron exportados al sur de los Estados Unidos, donde eran conocidos como Cuban hounds.
Tras ellos o tras el pitbull adiestrado está la insensatez del hombre, que crea horror en tiempos de supuesta paz y transforma a un perro en una bomba de mal tiempo.
Junto al buen perro, el perro diabólico viene de tradiciones milenarias, como los Devil’s Dandy Dogs, que andaban en manadas y, sí, suelen ser negros, pero también los hay blancos; los más fantásticos son verdes. Al parecer los detiene una oración. ¿Habría funcionado contra los pitbulls?
Joseph Conrad muestra en un libro de memorias, Crónica personal, las dos caras de su vida, el marino vocacional y el escritor, junto a recuerdos de familia. Un episodio vivido por Nicolás Bobrowski, cuñado de su abuela, historia de perros también, es el envés de las anteriores. Tres oficiales napoleónicos se pierden por varios días en una tormenta de nieve, durante la Gran Retirada en los bosques lituanos. No tienen qué comer, y aunque un piquete de cosacos acampa en la aldea inmediata, al llegar la noche crece el hambre y se acercan a una choza en busca de alimento. Del otro lado de un cerco empieza a ladrar un perro; parece tan formidable como un lobo.
De contentarse con ladrar, los tres oficiales habrían perecido con honor bajo las lanzas de los cosacos o habrían muerto decentemente de hambre tras escapar tal vez a su persecución, pero antes que pensaran huir, aquel perro nauseabundo y fatal, llevado por un exceso de celo, salió por uno de los boquetes abiertos en el cercado. Salió de golpe y murió con idéntica rapidez. Entiendo que fue decapitado de un solo mandoble [...]. Era un perro de buen tamaño que fue cumplidamente devorado [...]. El resto es silencio [...]. Un silencio en el que un mozalbete se estremece y afirma «Yo no habría podido comerme ese perro», a lo cual comenta su abuela con una sonrisa: «Tal vez no sepas lo que es tener hambre de veras».
De Conrad también:
Ah, perro viejo: esa dama nunca te oyó aullar, casi en silencio, de agudo dolor (esa oreja izquierda que no te deja ni a sol ni a sombra) al tiempo que, con increíble dominio de ti mismo, conservas una rigidez estatuaria por miedo a despertar al pequeño ser humano a quien prodigas tu amistad. Nunca habrá visto esa dama tu resignada sonrisa cuando a ese pequeño ser humano se le interroga severamente: ¿Qué le estás haciendo al perro?, a lo cual contesta con mirada fija e inocente: Nada, mamá, nada. Solo le hago caricias.
Julian Barnes logró un delicioso libro híbrido, El loro de Flaubert, un hilván novelístico en una seria investigación crítica, tras descubrir que dos museos mostraban, embalsamado, al legítimo loro del escritor francés. Si esa historia de loros es atractiva, una de sus perros no lo sería menos. Flaubert, aburrido de una amante que le reclama más tiempo, para mostrarle las ventajas de su calmada vida en Croisset, en la devota compañía de su madre, le cuenta: «Me acuesto muy tarde [...], no oigo ni un paso, ni una voz humana [...]; me sirven sombras. Ceno con mi perro». A un amigo: «Dackno [el perro] pasa todo el día junto a mi chimenea y de tiempo en tiempo oigo los remolcadores». Un tiempo después, furioso con alguien que entiende la literatura como un modo de lograr el dinero que la gloria puede deparar, aduce que antes que escribir como un chapucero preferiría ser conductor de un coche de alquiler, aunque no tener dinero signifique «no tener mujer [...], ni perro, ni caballo», todos ellos necesarios por igual para «el buen vivir».
De los animales que Álvaro Cunqueiro honró en sus preciosos registros de verdaderas realidades imaginarias, elijo a perro Remo, que
declaró su nombre, tomando un palo en la boca y dibujando las letras en la arena. Atiende voces en latín, quizás porque nació en casa de cura, da y porta la perdiz y, con una bolsa al cuello, va por vino a la bodega, y lo elige él, oliendo en la pinga de las billas. Sabe soplar el fuego en las acampadas nocturnas, y da la mano. Pero la mayor virtud de Remo es ser leal en la amistad. Cuando Lionfante, caballo amigo, es vendido, traza unos signos en la arena y se sienta al lado.
—No entiendo la letra —dijo Nito— pero está claro que se niega a abandonar a Lionfante.
Remo movió la cola, y afirmó con la cabeza.
El clérigo sacó de una bolsa de piel de serpiente unos grandes anteojos dominicanos, y miró y remiró los signos.
—Para mi ciencia —dijo—, estas son las letras etruscas. Remo ladró con un acento que nunca le habían escuchado [...].
—Etrusco, etrusco —afirmó el clérigo.
En el mes de febrero de 1500, el perro Remo solicitó de la Cofradía de San Ramón Nonato de Huérfanos Pobres, de la ciudad de Pisa, «un cajón con escudilla en el piso alto del San Hospicio, en lugar soleado», por haber quedado sin empleo tras la muerte de su amo, Fanto Fantini della Gheradesca, cuyas Vida y fuga nos cuenta Cunqueiro. Remo suplica que, de concederle manta, sea negra, por el luto que guarda.
La conducta del hombre no siempre es noble como la del perro. ¿Qué ocurre cuando a la adopción le sigue el abandono del amigo ya del todo dependiente, con sus mutilados instintos por única ayuda? Todos hemos podido verlo. El perro abandonado en una ciudad italiana por los turistas que disfrutan de él durante un tiempo y que, como me explicó una indignada lugareña, desaparecen sin misericordia, sin dejarlo encomendado a nadie. El pobre animal, flaco, rabicaído, recorre los lugares familiares y cree descubrir en una mirada compasiva el comienzo de la nueva adopción que lo salve del hambre, del frío y de la no menos horrible soledad. En un balneario vacío, en invierno y de noche, vi un grupo de perros guiados por el hambre, sus hocicos apuntaban hacia delante como detrás de una pista segura pero no había ya ni basura en la ciudad, desierta desde tiempo atrás. ¿A qué pasos los puede arrastrar la hambruna? Recuerdo la desolada luz de los faroles, cómo resonaban sus ladridos, y una rara sensación de miedo: no me lo suelen causar los perros. Y yo estaba en un auto...
Las guerras de independencia en el Río de la Plata, de modo preciso en la Banda Oriental, vieron nacer al perro cimarrón. Multiplicado en total salvajismo, fue la réplica de los animales de presa que en África, y en distintos estratos (aves, mamíferos), limpian el medio ambiente tras el paso de los grandes carniceros. Eduardo Acevedo Díaz, el primer épico importante del siglo XIX latinoamericano, los introdujo en la literatura como indelebles personajes laterales de El combate de la tapera. Los cimarrones aparecen al final de la obra (al final de la batalla) para cumplir su atroz tarea de devorar los cadáveres que cubren el campo alrededor de la tapera (rancho o habitación campesina en ruinas). Se han querido explicar las visiones desoladas y terribles, tan frecuentes en Los cantos de Maldoror, por las impresiones que Isidore Ducasse recibió en su infancia uruguaya, en medio de las guerras fratricidas en las que se gestó su país. Las de esas manadas de perros cimarrones, flacos y feroces, entre otras cosas.
Hoy todo se ha vuelto explotable. Los cimarrones han regresado, en calidad de perros domésticos de lujo, a la ciudad, que encuentra singular su pelaje jaspeado. Uno conozco, de nombre Canelón, como el de la obra de Acevedo Díaz. Tiene unos ojos curiosos, como mínimos mosaicos, donde sorprenden fragmentos celestes, color nada canino. Combinan con su mansedumbre, que no se diría heredada de sus antepasados, de estos parece venirle, en cambio, la costumbre de dormir al aire libre, en la tierra, bajo un árbol. Salvo que ella le haya sido impuesta por el peso de la tradición literaria y las veneraciones de su amo, y él, dócil, la haya asumido. Detesta, claro, a los gatos.
Es curioso que en Cuba el cimarrón fuera el esclavo alzado, huido, que se hacía montaraz como el animal: el negro cimarrón. Cabrera Infante comenta un grabado: «El cimarrón, sorprendido por los perros, se defiende de ellos como fiera acosada».
Apollinaire, antes de ir al frente donde sería herido, a punto de terminar la Primera Guerra Europea, llevaba una columna periódica. Según la moda del ready made literario por él inventada, incorporaba noticias tal como las encontraba en los telegramas.
Es la última invención de la guerra. Se ha sacado de los graneros las viejas ruecas de antaño y ahora se invitará a perros de aguas y terranovas, san bernardos y lulús a sacrificar sus vellones para mantenernos calientes. Será muy cómodo a la hora de pagar los impuestos. Le diremos al fisco: «Perro de lujo, mi king-charles, para nada... ¡Lo tengo por su pelo!».