Asnos y mulas

 

 

 

¡Pobre asno! Platón no habla bien de él. En el Banquete lo denuesta por boca de Alcibíades, en el Teeteto por boca de los niños, y en el Fedro remata: «La sombra del asno y el asno son lo mismo». A la hora de las reencarnaciones, lo destina a los glotones. Pero hubo pueblos sabios que poseyeron el sentido de lo sacro y lo enaltecieron... Existió desde la antigüedad en todo el Mediterráneo un amor reverencial al asno y al sicomoro. Es casi el único animal en el paraíso musulmán, con la burra de Balaam y el perro de los siete durmientes. Por todas partes hay asnos: en la Biblia, como medio de transporte de gente de alcurnia, fundamental en la huida a Egipto; protagonista de El asno de oro de Apuleyo, aunque ahí más bien representa la metamorfosis descendente de un lujurioso. Eso no quiere decir que no debiese cumplir las más diversas tareas, hasta la de molinero. En Egipto le hacían caminar sobre cebada y sobre distintas clases de trigo, para separar el grano de la paja, que, sin duda, luego pasaría a ser su alimento. Brunetto Latini, cristiano, no respeta al asno. Reconoce dos clases: el doméstico y el salvaje u onagro. De aquel, ejemplo de descuido y tontería, nada merece ser incluido en el Tesoro. Al onagro al menos le reconoce una virtud: rebuznar todas las horas, de modo de señalárselas a los hombres.

En sus Fábulas, La Fontaine registra su forzada condición de débil y víctima de los otros. No hay aparición escrita en que un asno, y secundario, recorra en tan pocas líneas tan contrastada trayectoria como en Piel de asno de Perrault. El asno ocupa en las caballerizas de la corte, entre caballos ricamente enjaezados, el lugar más visible, mostrando sus dos grandes orejas, vistas siempre como emblema de torpeza. Esta injusticia es pronto explicada:

 

Tel et si net le forma la nature

Qu’il ne faisait jamais d’ordure,

Mais bien beaux écus au soleil...

 

Es decir, que producía escudos de oro en vez de normal boñiga y era muy apreciado y cuidado por el rey, cuya fortuna aseguraba. Este asno maravilloso, con materia para ser de suyo un poderoso motor narrativo, queda reducido a demostrar el maligno delirio del rey, que, enamorado de su hija, antepone este amor a todo. Aconsejada por su hada madrina en el intento de poner freno al padre, la infanta le pide, después de tres caprichos que ella creyó imposibles, la piel del asno que defeca oro. Y acá concluye el recorrido del asno en la fábula, la infanta recibe, espantada, la piel del animal recién desollado. La aprovecha para huir de la corte, disimulada en dicha piel. Sobrevive, repulsiva criatura (además de revestir la piel que, supongo, empezará a apestar, engrasa y tizna la suya), como mendiga y haciendo trabajos míseros. Como es natural, un príncipe la descubre, cuando, limpia, ha revestido sus ropajes maravillosos, que la siguen por los mágicos recursos del hada. Todo vuelve a su sitio, menos la piel del asno.

En la historia de la conquista hay un punto de los que se fijan —o fijaban— en la memoria de cualquier estudiante: el que atañe a la geométrica multiplicación en las tierras americanas del ganado vacuno y de los caballos salvajes, a partir de algunos ejemplares traídos por los españoles. Félix de Azara, con precisión que puede ser falsa —como tantas cosas que la historia admite y refrenda para siempre—, pero que ofrece la garantía de la inmediatez, dice que, fundada Buenos Aires por Pedro de Mendoza en 1535 y pasando un tiempo después los pobladores a Paraguay (quizá por las incursiones de los indios) en barcas pequeñas, debieron abandonar caballos y vacas. De los primeros señala que fueron cinco yeguas traídas de Andalucía con siete caballos. Cuando Juan de Irala vuelve a fundarla con sesenta paraguayos, en 1580, encuentra una abundante caballada hija de aquellos doce primeros ejemplares. Ya eran tantos que los ministros de la Real Hacienda pretendieron declararlos propiedad del rey, aunque en 1596 se había establecido que pasarían a ser de quien se los apropiara.

Las teorías medievales que estudiaban la calidad de la materia y sus posibilidades de transmutación respondían a dos posiciones bien definidas: quienes creían en la existencia de una materia primera y quienes se oponían a esta unicidad. Heinrich von Mügeln afirmaba, siguiendo la primera posición, que, en el fondo, hombre, asno, caballo y buey venían a ser lo mismo, en tanto que la división entre orgánico e inorgánico todavía no se cumplía. Para los indios, que no sabían nada del pasado de los asnos, la diferencia entre ellos y los animales y entre caballo y asno era bien clara.

En Irlanda, un asno encantado aparece en varias leyendas en la cocina de una mansión, lava la vajilla y las criadas se dan la gran vida. Después de un tiempo, agradecidas con el asno, le ofrecen el regalo que le guste. Modesto, solo pide «un viejo abrigo, para alejar el frío estas frías noches de invierno». No bien se lo dan y se lo pone, adquiere forma humana, supuestamente recuperada, dice adiós y se va, quizá con su servicio a otra parte, maniático coleccionista de abrigos viejos. Las cocinas de ese país —de todo el Reino Unido— conocen leyendas de criaturas encantadas que dependen de algo puesto (o quitado) para pasar de una forma a otra. El cristianismo aprovechó este tema: supone la búsqueda desesperada de un alma por esas criaturas sobrevivientes de un mundo legendario.

Entre los registros literarios del asno, uno es obvio para hispanohablantes: Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, la tierna y para nosotros familiar versión del burrito gris y calmo que todos acariciamos alguna vez. Otro merece acompañarlo desde los territorios del francés, L’âne Culotte, de Henri Bosco:

 

Un asno de oreja distraída, de ojo modesto, andar mesurado; sin indolencia ni bajeza; un asno que se sabía asno y no enrojecía por serlo [...], un asno que había visto mucho, aprendido mucho; un asno afectuoso, sensible a los buenos modos, educado en sus contactos con los asnos y deferente sin vulgaridad en sus relaciones con los hombres; un asno que podía presentarse en todas partes, con el almacenero, a las puertas del albergue, ante el ayuntamiento, sin provocar uno de esos ruidosos escándalos de asno, como a veces provocan con sus gritos y su actitud incongruente los otros asnos; un asno, para decirlo todo, que se hallaba en su lugar tanto en su establo como en el atrio de la iglesia; un asno dotado de alma, bueno con los débiles, que honraba a sus dioses; un asno que podía ir por todas partes con la cabeza en alto, porque era honesto; un asno que, si había justicia entre los asnos, hubiese sido la gloria de su raza.

 

¿Puede pedirse himno más cálido y conmovedor para una criatura, sea de la especie que sea? Un poco más adelante, a los ojos del niño que narra, el asno Pantalón (llamado así porque el cura, su amo, como si hubiera oído del asno irlandés, le abriga absurdamente las patas delanteras con un pantalón de pana) aparece como un asno encantado, mágico, sin edad, salido de una provincia fabulosa, encargado de llevar al niño al territorio prohibido, al jardín del Edén, que es para algunos un jardín diabólico.

Ramón Gómez de la Serna, genial retratista de todo lo que mira, pone su luz sobre el asno:

 

que sonríe cuando pace y tiene alrededor de los ojos y del hocico, suave y pulida carne humana como de nuestro padre, y que cuando camina parece que medita y es como si la cuneta se hubiera levantado del borde del camino y con toda la naturalidad se hubiera puesto a acompañar al solitario.

 

Cristóbal Serra le hace decir:

 

Cuando abanico mis orejas enseño los primeros asomos de duda sobre el orden y concierto de las cosas temporales.

 

Azara apenas presta atención a la mula (pero la declara «más sagaz e intelectual que el asno y que el caballo») y a los asnos (excepto para decir que jamás un indio se rebajaría a montar en uno). Como había señalado la crueldad del colonizador con sus caballos, cabe admirar la inteligencia con la que los asnos se libraron de ella, mostrándose ingobernables y de poca utilidad para las tareas del campo. Hudson, que como buen hombre de las pampas adoró a los caballos, tampoco se ocupa de ese subequino, que tiene la nada desdeñable condición de solo ser superado en cuanto a resistencia por el camello.