Aves

 

 

El pájaro, el más ardiente de nuestra

    misma sangre,

lleva al confín del día un singular

    destino.

SAINT-JOHN PERSE

 

El siglo XX descubrió el feérico despliegue de las especies submarinas, móviles o inmóviles, comparables en belleza a las flores. Pero los pájaros, «esas corporaciones chillonas, ya saltarinas más que voladoras, hablando de tú con tú con mi fantasma», como los ve José Viñals, anodinos o discretos, de prodigioso colorido y ostentosos como el ave del paraíso o la cacatúa, agregan las posibilidades del vuelo y del canto. Uno de los pájaros de más alta jerarquía en Oriente es Simurgh o Sen-murgh, el Gran Pájaro. En El parlamento de los pájaros, del siglo XII, famoso poema filosófico-religioso en prosa del poeta y místico sufí persa Farid Ud-Din Attar, los pájaros se reúnen al llamado de la abubilla: todas las comarcas tienen un rey, necesario para una buena administración. Ella tiene el conocimiento del bien y del mal, ha guiado en sus viajes a Salomón y es la verdadera mensajera del mundo invisible. Conoce bien a su rey, el Simurgh, pero sola no puede alcanzarlo, aunque sabe que su morada está cerca de la montaña Kaf.

 

Él está cerca de nosotros, pero nosotros estamos lejos de él. Todas las apariencias no son sino la misteriosa sombra del Simurgh. Su primera aparición ocurrió en China, en plena noche. Allí cayó una de sus plumas y su reputación atravesó el mundo. Cada uno hizo una pintura de la pluma y a partir de ella constituyó su propio sistema de ideas y así hubo un alboroto. La pluma está en la galería de pinturas de ese país, de ahí el dicho «Buscar conocimiento, solo en China».

 

Los pájaros: ruiseñor, loro, pavo real, pato, perdiz, grifo, halcón, búho, garza y gorrión, se entusiasman con la idea de partir en busca de su rey, pero ante la conciencia de las dificultades que los aguardan, pronto se excusan, cada uno a su modo. La abubilla responde con un apólogo. Cada pájaro hace una pregunta relativa al Simurgh y nuevos apólogos les dan respuesta. Al fin, de los cientos de pájaros iniciales, muchos quedan en el camino, agotados, comidos por las fieras, rezagados por las aguas, peleando enloquecidos con sus compañeros por un grano de trigo, etc. Solo treinta vencen las dificultades que los esperan y llegan sin plumas, sin alas, y todavía los somete a prueba el chambelán que los recibe. Todos esos trámites de purificación terminan en la presencia del Simurgh, que se comunica con ellos sin palabras: deberían aniquilarse dichosamente en su presencia, como la sombra se pierde en el sol, para encontrarse al fin en él. En el Mahabharata corresponde al pájaro Simurgh el dios Garuda.

Al florecer en la Edad Media las búsquedas alquímicas, no faltan las aves entre los elementos naturales que concurren con sus poderes. No solo el pelícano, en cuya forma se inspira el aparato de destilación usado por los experimentadores. Las aves dieron lugar a diversos símbolos alquímicos: la volatilización de lo fijo estaba simbolizada por un águila con las alas desplegadas, mientras la fijación de lo volátil lo era por un montón de pájaros aplastados. En Las doce llaves de la filosofía, de Basilio Valentín, podemos leer a propósito de eso algo tan críptico como se estilaba en estas materias:

 

El hombre doble ígneo (la conjunción de los dos principios) debe nutrirse de un cisne blanco; se destruirán mutuamente y de nuevo volverán a la vida. Y el aire de las cuatro partes del mundo se apoderará de los tres cuartos del hombre ígneo encerrado a fin de que el canto de los cisnes pueda ser oído y, con su adiós, expresados los tonos musicales.

 

Pusieron en el ser humano la obsesión de la máquina de volar, como nos lo recuerdan los múltiples diseños de Leonardo da Vinci y, mucho antes, las indagaciones de Roger Bacon. Beowulf regresa a su lugar en el país de los geats en un hermoso navío parecido a un pájaro, mucho antes de que los fabricantes de aviones se inspiraran en las gaviotas para perfeccionar sus modelos.

 

Mi uguisu se ha despertado por fin y repite su plegaria matinal. ¿No saben qué es un uguisu? El uguisu es un pajarito sagrado que profesa el budismo. Todos los uguisus han profesado el budismo desde tiempo inmemorial. Todos los uguisus predican del mismo modo a los hombres la excelencia del Sutra divino.

—¡Ho-ke-kyo!

En japonés significa El Sutra del Loto de la Buena Ley, el libro divino de la secta de Nichiren. La confesión de fe de mi pequeño budista emplumado es muy breve: tan solo el hombre sagrado, reiterado varias veces seguidas como una letanía entrecortada por demostraciones perladas por gorjeos.

—¡Ho-ke-kyo!

Solo esta única frase, pero ¡de qué manera deliciosa la murmura! ¡Con qué lento éxtasis amoroso se demora en esas sílabas de oro!

—¡Ho-ke-kyo!

Siempre hace una breve pausa reverente después de haber pronunciado esa palabra antes de lanzar su cantito extático, su canto de pájaro apologético [...]. Es uno de los más pequeños entre los cantores de pluma; sin embargo, su canto se oye por encima del ancho río y los niños que van a la escuela se detienen todos los días sobre el puente para oír su canción. Además es bastante feo: un átomo de color neutro, perdido en su enorme jaula de madera de hinoki, oscurecidas por pantallas de papel puestas sobre sus ventanitas alambradas, porque le gusta la oscuridad.

 

Desde que leí Viaje al país de los dioses de Lafcadio Hearn, o, si se prefiere, de Yakumo Koizumi, nombre que adoptó al naturalizarse japonés, mi curiosidad por el canto del ruiseñor, más fácil de satisfacer, dio paso a la curiosidad por el canto del pájaro budista. Antes me intrigó el hototogisu, que dio su nombre a una importante revista japonesa de principios de siglo, uno de cuyos directores y frecuente colaborador fue el admirable Natsume Sōseki, autor de novelas que han contribuido a convertirme en una devota de un mundo que supongo extinto. Ya mencioné Si yo fuera un gato. En las muy abundantes notas de la edición francesa aprendí que el hototogisu era el cuclillo, ese pájaro tan favorecido por los relojes suizos y que aprovecha los nidos ajenos para poner sus huevos. La explotación del nido usurpado irá más lejos: el pájaro al que pertenece el nido alimenta como suyo al hijo ajeno, incluso en el frecuente caso de que el feroz cuclillo novísimo empiece por devorar a sus «hermanos de leche». Sin duda, esta situación es una de las curiosidades de la naturaleza: un pájaro, a menudo de menor tamaño que el hambriento pichón invasor, se agota para tenerlo abastecido sin caer en la cuenta de que pertenece a otra familia. Los cuclillos adultos insisten, inimputables, una generación tras otra, en el abandono ordenado de sus genes. Los horneros deben defender su espléndido nido contra invasores, pero estos suelen ser derrotados y no pretenden tomarlos de niñeros. A veces, el instinto auxilia la picardía de un ave; otras, falla porque conduce al error. El ave siempre elige los huevos más grandes para empollar y las aves de buen tamaño terminan afanosas sobre un pomelo o una naranja. De esto se libra el astuto cuclillo.

Los pájaros le han ofrecido a Emily Dickinson una hermosa metáfora: «Esperanza es la cosa con plumas / Que se posa en el alma», dice. Y Meschonnic les presta, diríase, las posibilidades de ejercer la crítica: «Un libro no es el mismo según a quién tenga cerca. Está ligado a encuentros, hasta a la anécdota. En nuestra casa, un pájaro domesticado y libre dormía sobre los Zola».

Muchos pájaros querríamos traer aquí, alfabéticamente, para no perdernos en discutibles preeminencias de tamaño, gracia o utilidad. Pero, como tantas veces, será el azar el que seleccione: águila, alondra, avestruz...