Águila

 

 

 

La mitología, al atender más a la belleza que a la veracidad de sus archivos, imaginó al águila capaz de mirar al sol de frente sin quedar ciega. En La República, Platón dice que Agamenón elige reencarnarse en un águila, según Homero el ave de Zeus. En la Ilíada, cuando griegos o troyanos invocan a Zeus, y este resuelve favorecer, según la ocasión o su capricho, a unos o a otros, el águila, el más seguro de los pájaros, suele transmitir la voluntad del dios. Si un vuelo de pájaros era tenido como un buen presagio, la aparición del águila lo era en mayor grado, y la interpretación del presagio, más clara. Ya en Platón los dioses habían perdido los rasgos antropomórficos homéricos y sus peripecias terrestres eran leyendas de otros tiempos, pero el águila sigue representando el mundo de las realidades perfectas, mediante un intelecto luminoso. Leonardo da Vinci, que en su Bestiario demostró confiar en la Historia natural de Plinio y sus invenciones, agrega que cuando llega a vieja «vuela tan alto que se quema las plumas y la naturaleza consiente que renueve su juventud cayendo en poco agua. Y sus criaturas no pueden mirar el sol, no las alimenta».

Muchas religiones consuelan al hombre de sus penas terrestres asegurándole que su alma podrá llegar ante la luz divina y contemplarla en su esplendor. No es difícil, pues, establecer el puente entre el alma y el águila. En el mundo densamente simbólico de la alquimia, donde espiritualismo y materialismo se transmutan uno al otro, el águila representó el paso de lo fijo a lo volátil, pero también el proceso ascensional al que debe tender el alma. Y puesto que la finalidad de los trabajos alquímicos consiste en la sublimación y consecuente volatilización, el águila ofrece el símbolo perfecto: el pájaro real que lleva al cielo lo que ha tomado de la tierra, como nos dice Serge Hutin.

Medimos la importancia del águila en la Edad Media por la frecuencia en que aparece en los escudos de armas, hasta el grado de alcanzar al privilegiado león. No puede sorprender que en un mundo guerrero, preparado para utilizar la presentación espectacular —escudos, banderas, estandartes, colores, uniformes, cascos emplumados, vestuarios—, el perfil agresivo del águila se aprovechase para representar e imponer el poder de quien lo tomaba por emblema. Las cumbres nevadas que el águila frecuenta; la figura que planea recortada en el cielo, desde donde su vista poderosa domina una extensión en la que difícilmente algo se le esconde; la velocidad de su vuelo, que, como el del buitre, puede alcanzar los doscientos kilómetros por hora, todo le asegura el lugar que tienen en el imaginario de tantas épocas y países: águilas imperiales europeas, las estadounidenses, la mexicana.

No solo un mundo bélico o un mundo de apariencias se identificaron con el águila. Francis Ponge, a su modo un solitario, un marginal aun de lo que parecía estarle más próximo, en un breve poema en prosa, El águila común, se asimila al águila:

 

¡Oh palabra! Oh movimiento lamentable de mis alas, dónde, a qué vergüenza, a qué baja región no me llevas. ¿Dónde no descenderé? Cada sílaba me entorpece, turba el aire, de caída en caída. ¿Dónde estás, pájaro puro? No soy yo más yo.

 

La palabra, ala del poeta, lo eleva, sin otorgarle la gloria: al hablar el lenguaje de todos, el poeta ya no es águila real, sino águila común.

Quizá la única cosa que no coincide con tanta exaltación sea su voz, sumamente pequeña para el volumen del animal que la emite. De un remoto día de lluvia en el zoológico de Caracas tengo dos recuerdos: haberme sujetado a los barrotes de la jaula de unos monitos para no resbalar en la tierra mojada y el susto inmediato al leer un letrero en el que se advertían que eran muy peligrosos y que no había que acercarse, y el estupor de contemplar a una bellísima águila blanca y oírle un breve bip, delicado como si saliera de la garganta de un pajarito. No esperaba un rugido; sí una voz más congruente. Pero esto de la proporción entre los tamaños y las voces trasciende el tema de las águilas.