Apagar un gallo como un incendio.
VICENTE HUIDOBRO
Hay gallinas sin desmayo,
a mí su pasión me asombra
no necesitan al gallo
y ponen huevos de sombra.
MARDONIO SINTA
De la cultura griega en adelante siempre encontramos un gallo representativo. Recordemos aquel momento álgido —es más, congelado— en que la sociedad griega, fija para siempre en el gesto de la injusticia, condena a Sócrates. Mucho se ha tejido sobre sus palabras finales. Cuando Critón, el amigo que lo acompaña, quiere sacarlo de la ciudad y esconderlo en Tesalia para sustraerlo de la muerte, Sócrates le recomienda: «¡Oh Critón, le debemos un gallo a Asklepios, paga la deuda y no lo olvides!». Asklepios es el dios cuyas recomendaciones para lograr una cura se expresaban mediante sueños. Se le pagaba sacrificándole un gallo. ¿Cuál es esa enfermedad cuya deuda Sócrates recuerda en sus momentos finales? Una antigua, para unos, por lo que Sócrates tendría con el dios una deuda que quiere pagar antes de morir. Según otros, piensa, de modo más budista o más cristiano, en el achaque de la vida misma. Georges Dumézil encontró la solución en ese sueño final de Sócrates, enviado por Asklepios, mientras Critón vela a su lado sin querer despertarlo. Una majestuosa dama blanca le asegura a Sócrates que en tres días (plazo en que deberá beber la cicuta) podrá llegar a Ptía la de los bellos terrones (cita casi textual de Homero, al referirse a la partida de Aquiles a su ciudad cuando, ofendido, abandona a los griegos). La receta del dios afirma toda la vida de filósofo de Sócrates, indicándole no ceder a la claudicación que Critón le propone. El gallo queda unido para siempre a este pasaje memorable.
Hay quienes no soportan cercanías de gallináceo, alérgicos al polvo que guardan entre las plumas. Pero no es por problemas de alergia que el dios de un lugar de Japón, Mionoseki, detesta las gallinas, los pollitos, los huevos y, sobre todo, los gallos. Si se ha cometido la imprudencia de desayunar un huevo, no hay que arriesgarse a hacer el viaje hacia la isla. Cuentan que un pequeño barco que cumplía a diario ese recorrido se vio envuelto en una gran tormenta no bien alcanzó el mar abierto y eso porque un pasajero fumaba en una pipa adornada con la silueta de un gallo cantor.
De mera gallina a gallo hay mucha distancia. No importa que la gallina ponga útiles huevos. Siempre se le reprochará no ser la gallina de los huevos de oro. Me faltó contacto con ellas como para hablar con autoridad de su cerebro, pero tengo cerca a alguien que guarda entre sus recuerdos de infancia el juego de marear gallinas: cada jugador tomaba una, le ponía la cabeza bajo el ala, la meneaba un poco y la ponía en tierra, donde quedaba hipnotizada o dormida. Este fácil sometimiento a los juegos de campo no debería bastar para denigrar sus cerebros, aunque no resuelven, ya lo sé, ecuaciones de segundo grado, ante las cuales muchos humanos tiemblan.
Siempre será el gallo el portador de áureos símbolos en diversas religiones. Su honesta costumbre de madrugar lo vincula —sigamos con Japón— a la diosa Amaterasu, a quien despierta a diario en su cueva. Porque si el sol es su dios, el amanecer, el alba, la Aurora de rosados dedos de Homero, será siempre una diosa. Y dado el sexo, sometida a órdenes, hasta de gallo.
El cristianismo, adaptándolo como símbolo de la Luz y por ende de Cristo, no hizo más que recoger el privilegiado lugar que ocupaba como símbolo solar en el imaginario oriental. En alas de ese símbolo voló a los campanarios del mundo, no por azar más o menos acordado, sino por orden de Ramberto, obispo de Brescia. Estando allí se olvidó su intervención —bien que dispuesta desde otras alturas— al pautar las abjuraciones de Pedro. En tierra, el gallo se transforma en un personaje más, el Chantecler del Roman de Renard. En lo que llegaría a ser Francia es le coq gaulois, emblema nacional.
Hoy, si bien su imagen se mantiene en un lugar de tanto prestigio en el cristianismo como el pez, los gallos de carne y hueso, los pobres gallos terrestres pasibles de concluir en una olla con olor de coq au vin, se ven relegados por las ciudades invasoras, como tantas otras especies. El gallo y su esplendoroso canto me acercan, antes que a nada, al campo, y no al campo abierto y más o menos natural, sino a la franja intermedia, en extramuros o parajes donde todo prestigio decae, pero con granjas y gallineros alegres y rústicos caminos vecinales, donde hasta una niña de la ciudad podía andar sola sin inquietudes. Desde entonces, donde canta un gallo reina la calma bonhomía, aunque ese canto implique una previa lucha dentro del gallinero, donde triunfó el espolón más eficaz; la bonhomía aparente de los Sonetos vascos, en la que nuestro Julio Herrera y Reissig descansaba de los brillos subversivos de otra parte de su poesía.
Los gallos fueron siempre un canto en general distante, un tornasol lujoso y rápido —«En menos que canta un gallo»—, donde sobre un brillo verdinegro retrepado en algún punto del corral como en exaltada gradería, relampaguea una roja cresta y las no menos rojas carúnculas. Esa distancia, ese brillo y su prestigio como de león de las aves explican el papel que la imagen del gallo ha representado en siglos de cultura.