Serpientes

 

 

 

Ya es imposible librar a la serpiente de su identificación con Satán, en la catástrofe ocurrida en el Edén. Historia aria en todos sus términos, adoptada por los judíos después de su cautiverio en Babilonia, nunca aparece en el Antiguo Testamento. En ella insisten las modernas teologías. Quede, pues, la serpiente como responsable de nuestra caída, condenada a arrastrarse por el polvo. Entre las escamas del pitón africano asoma una extraña uña, vestigio de una pata rudimentaria. ¿Está allí para que se recuerde el castigo? A las sierpes no les ha sido difícil adaptarse a esa forma de vida. En los arenales de África, la víbora con cuernos o cerasta, muy venenosa, sumerge sus sesenta o más centímetros de largo y apenas deja en la superficie su cabeza, trampeando un poco. No todas las serpientes andan, a gusto o no, por el polvo: las hay marinas también y entre ellas las hay venenosas.

En los primeros siglos de nuestra era, distintas figuras de la Iglesia se dieron a la tarea de establecer los pecados capitales y relacionarlos con animales horribles —que salían de relatos de Plinio, Heródoto y viajeros posteriores—, aptos para concitar la aversión que debía rodear el pecado. Evagrio el Póntico y Casiano fijaron ocho vicios principales, sin otorgar la representación de cada uno a un animal preciso. El papa Gregorio, en el 604, los redujo a siete. Los constructores de las catedrales dejaron a sus escultores en libertad de colmar los abundantes espacios vacíos. Los indígenas encargados de tareas semejantes tallaban figuras de su imaginería pagana en las misericordias de los coros de iglesias coloniales; los capiteles de las europeas son un muestrario de la fantasía medieval. Parte del simbolismo así fijado es una suma de inconscientes leyendas, prejuicios, asimilaciones arbitrarias, no siempre coincidentes. La serpiente no se asocia a un pecado concreto. Un hombre que se presenta con una serpiente en la mano ante un león —el león de Judea, atributo de Jesús— figura al pecador que confiesa sus pecados y es perdonado.

Se relaciona el mal con el color negro. Mejor es referir este a un interés térmico: absorbe el infrarrojo generador de calor; no solo lo encontramos en serpientes, también en salamandras, lagartos y otras criaturas que en zonas frías encuentran ese color más oportuno. No si nieva, porque los expone a la vista de sus depredadores.

Tragar es devorar y devorar implica trituración y ácidos que actúan. No hace mucho vi una fotografía, mejor dicho, dos fotografías espantosas. Tomadas en la selva amazónica, la primera mostraba una boa viva con un ensanchamiento enorme en la mitad del cuerpo. La segunda a la boa muerta y abierta y dentro de ella un hombre, con pantalón de vaquero, cinturón y botas. Pero muerto. No es agradable pensar en el proceso de digestión de un pitón o de una boa. Para facilitar la operación trituran los huesos del animal que tragan, huesos que después expulsaran. Luego, la acidez de su aparato digestivo tendrá por adelante la lenta tarea química de terminar de desintegrar el alimento para su asimilación. Esta tarea absorbe las energías del reptil, que la cumple adormecido.

Las serpientes se ligan a la medicina. Dos se entrelazan en el caduceo, su símbolo. Un obispo de Ratisbona las habría unido, gracias a un talismán, para que le fabricaran oro.

Alberto el Grande, difusor en Occidente de la sabiduría aristotélica, divulga un dato que no sabemos si él confirmó: la tortuga, enemiga de las cobras, se atreve con ellas si en sus proximidades hay orégano, que actúa como contraveneno de la ponzoña ingerida. Un ofidio alcanzó fama gracias a Shakespeare: el áspid que eligió Cleopatra para retirarse de escena. No sería la Vipera aspis, cuya picadura no es mortal, sino una pequeña cobra. O la ya nombrada cerasta, que vive en Egipto y sí es muy ponzoñosa. El hecho de que la cerasta guste sumergirse en la arena recuerda el gusto por el calor que tienen los ofidios, reptiles de sangre fría. En todos los lugares donde abundan hay leyendas que hablan de su aparición entre las ropas e incluso junto a cuerpo de personas dormidas. Es posible que no todas sean delirantes y que se expliquen por su búsqueda de calor.

La existencia en las selvas americanas de serpientes enormes como las boas y el hecho de que sean arborícolas y capaces de caer por sorpresa sobre sus víctimas, contribuyeron a difundir leyendas sobre monstruos nunca vistos. El tamaño aumentó la idea del peligro, a pesar de que especies muy grandes, como la majá de Cuba, no lo impliquen. Cuba tiene el privilegio de carecer de especies venenosas, sean o no ofidios. La pequeña coral sudamericana sí lo es. La naturaleza nos lo advierte mediante su color llamativo. Como ocurre con los hongos, el hecho de que se requiera cierta especialización y familiaridad para distinguir ejemplares nocivos de ejemplares inocuos hace que, aunque sepamos que no todos son peligrosos, eludamos el encuentro. La naturaleza aprovecha nuestra respuesta a la duda: muchas especies temibles tienen un sosias inocente, más o menos parecido, al que la confusión conviene en ciertas circunstancias. Hay una culebra, especie útil, que transforma su apariencia, inflando su cabeza, para hacerse pasar por una víbora venenosa. A veces, el disfraz defensivo imita el dibujo de otra piel. Pero ni su peligrosidad defiende a la serpiente cascabel del espíritu deportivo, levemente demente, que a veces despierta en el hombre. En las zonas desiertas y pedregosas de Texas abunda la cascabel. Una competencia, no sé si exclusiva de la zona, reúne en un galpón donde antes se han acumulado serpientes, a parejas que aspiran a demostrar rapidez en llenar una bolsa de ofidios: uno mantiene la boca de la bolsa abierta y el otro las coge, me supongo que con pinzas. Al parecer, desde lejos se siente el ruido provocado por los crótalos. Afuera esperan las ambulancias.

Nada hay peor para la fama que convertirse en tópico. El literario de la serpiente como concentración del mal es antiguo: Cervantes, siempre lleno de sentido común y de nobles recursos, hace que recurran a él tres personajes de La Galatea: «Tu tósigo cruel, cual de serpiente». Dice Elicio: «Tan terrible y rigurosa / como víbora pisada»; escribe Artidoro: «A este le roe la fiera culebra / del crudo desdén el pecho y el alma», completa Orompo. ¿Solo Sensemayá la culebra habrá sido bien tratada?