Arañas tejerían sus falacias geométricas.
ÁLVARO FIGUEREDO
¿Por qué siempre hay alarma al aparecer la araña? No asco como ante una cucaracha, sino un llamado inconsciente que pone en línea todas nuestras posibles tensiones. ¿Salta la araña? «Nosotros, al menos, nos disponemos para el salto», dice Francis Ponge, que supone condiciones acrobáticas a la criatura que yo empiezo a imaginar remolona y con tendencia al sillón de hamaca (perdón, esto tiene su lógica: por muchos años, para mí, sillón fue igual a tejido).
A la hora de resolver si las arañas son o no venenosas, Fabre enumera diversas especies, cuya mala fama le llegó en sus años corsos, y deja para el final la tarántula, de tan mala reputación en Italia. Acepta que la tarantela, danza venida de Calabria, puede tener su origen en la necesidad de curar al atacado mediante una abundante transpiración, que una danza rápida favorece. Fabre, que de todo da testimonio directo, se limita a decir que «las arañas podrían merecer, al menos en parte, su terrible reputación». Prueba de que, pese a una vida entera de andar entre matorrales en busca de insectos, nunca fue victimado por ellas (sí por los hombres, a los que inquietaba la lamparita encendida por él entre los jóvenes, como dirá). Es posible que en ese submundo por el que siempre circuló, como entre los pucheros santa Teresa, exista una callada ley por la cual no se ataca a quien con tanta devoción se ocupa de uno.
En Chile se dice picado de la araña de aquel que desvaría a ratos y padece de violenta incandescencia. Quizá de ahí que naciera cierta nerviosidad al entrar al cobertizo del jardín, que encerraba cosas útiles y cosas olvidadas. Al mover algún trasto podía revelarse, viva o muerta, susto color café, terciopelo con alambres, la araña pollito, así llamada por su apariencia plumosa. Aunque el mayor riesgo espera, menos divulgado, en una mínima cuenta negra reluciente, casi sin patas de tan finas, que una limpieza excesiva descubre bajo la tapa de un desagüe o entre las hojas de un bananero y a la que la naturaleza no dejó espacio para la advertencia veneno, que un envase honesto debe incluir. En ella el azabache tentador equivale a tósigo rojo del fruto de la belladona, al anaranjado terciopelo del políporo sulfúreo, hongo muy venenoso. Anzuelos de lo maligno. Muy parecida a la araña pollito por su aspecto y su tamaño, otra, aunque negra y sin vello, australiana, tiene a mal traer a los médicos y otros científicos de su tierra, porque su picadura es tan tremenda como la de las víboras del lugar. Pero contra estas hay suero antiofídico...
En medio de mayoritarias malignidades antiarácnidas, el recuerdo de un recuerdo —¿de quién?— de alguien, oriental o con alma de oriental, que siente el susto de una araña ante quien se ha levantado, mole oscura, haciéndola huir. A ella, a la aterradora.
También mereció estar ligada a milagros. Arreola, que se quejaba de libros perdidos y biblioteca desmantelada para filtrar alguna cita de memoria, me da una buena justificación para no buscar en Jacobo de Vorágine un curioso milagro que él cita, de san Conrado, obispo de Constanza:
De visita en un monasterio alemán [...] celebró misa solemne [...]. A la hora de la Consagración, y desprendida desde la bóveda ojival, una araña descendió hasta el cáliz, a plomo desde la invisible colgadura de su hilo. Y naufragó en el vino, ya sangre de Cristo. Cerrando los ojos con devoción profunda, el santo futuro apuró el vaso sagrado con todo y arácnido invasor. Ya en el refectorio, Conrado parecía sumido en un abismo de meditación y desdeñó los manjares del desayuno. «Estoy esperando a un invitado», dijo al prior del convento. Y poco después, en una dulce arqueada, devolvió la araña, que llena de vida se fue corriendo por el mantel, una vez cumplido el prodigio, Conrado compartió el pan y la sal con singular apetito.
Arreola ha de haber sentido especial simpatía por este obispo y su araña, dado que un tío suyo, cura de Tamazula, había pasado por el mismo trance de araña caída en el cáliz. Pero su tío, habiéndole advertido a la paracaidista que iba a ser bebida, luego no hizo el milagro.
Yo no puedo sino anteponerle a la araña su obra, la tela para la que primero produce un hilo, que la ciencia humana por ahora no logra imitar, de tres metros, es decir de más de mil veces su propio largo; tela en la que primero vive junto con varias docenas de hermanas, antes de que cada una se vaya a tejer la suya propia; tela que siempre imagino fotografiada a contraluz en su perfecta geometría y con aljófar de rocío donde más le luzca. Una última Navidad pasada en ciudad con nieve ofrecía en la mañana un imprevisto adorno de temporada: las rejas, las ramitas de los árboles, los portones de los jardines estaban embellecidos con finísimos hilos de plata. De cerca no eran de plata, sino diminutos diamantes enhebrados en collares ingrávidos. Al rozarlos se rompían sin desgranarse. El leve hilo de la araña, invisible en situación normal, revestido de relucientes cristales de hilo, se revelaba por todas partes. No era momento de pensar en la finalidad no artística del tejido, en la efímera aturdida que lo agruma o rompe al buscar su imposible libertad, en la mariposita ya casi accidente de la tela a la que quedó sumada. Claro que de la labor debo pasar a la tejedora —ávida, pero no insaciable, ya que sabe guardar para cuando no haya— que acude al llamado de la tela sacudida, como la dueña de casa a los aldabonazos del visitante. Los naturalistas aseguran que no se puede alimentar a una araña presentándole una mosca muerta. Se niega a comerla, y no por muerta. Una araña no puede comerse una mosca viva o muerta, hasta después de haber hecho su tela (lo transmite Pascal Quignard). En cambio, puede comerse al macho que viene a cortejarla, si no llega en el momento oportuno. Suele ser más pequeño que ella y, al parecer, carece de informaciones sobre su estado de receptividad. Por lo tanto, el amor resulta una aventura más aleatoria en esta especie que en otras. Aunque es difícil saberlo; puede ser que algo le permita al macho deducir si será aceptado. Porque a veces se arrepiente de su audacia y, ya andada la mitad del camino, regresa por donde ha venido, por uno de los hilos de la tela que controla lo que acaba de asomarse, desde su escondrijo al borde de la trampa.
La araña real destruye su entorno, dirigiéndolo. ¿Y qué digestión se preocupa de la historia y de las relaciones personales del digerido? [...] La digestión toma del digerido virtudes que este mismo ignoraba y que sin embargo eran tan esenciales que después este es solo pestilencia, cuerdas de pestilencia que entonces hay que esconder rápido bajo tierra [...]. ¡Cuántos extranjeros ya han sido tragados!
Pero la monstruosa araña de Michaux, no encontrando nada que estrechar, se desespera, hasta la nueva víctima con la que tratará de establecer nueva confrontación de la que quizá surgiría una luz única. Araña real de Michaux, migala de Arreola... Tocadas por un ala negra demoniaca, se vuelven emblema de la muerte. Así la ve Lorca:
Entre los árboles tronchados
estaba el Pegaso muerto.
En cada ojo tenía
una flecha de sombra.
Enorme araña tocaba
la mandolina rota.
Pero ella no tiene la culpa.
Aracné dispone de un airoso registro en la mitología griega, que ensalza su irrefutable virtud textil. Otras tiene menos conocidas. En algún cuento de Las mil y una noches y por obra de algún djin favorable, aparece de pronto un oasis entre las arenas que agobian al protagonista. Así, en cierta época del año, surge el Paposo, un centro de florecido verdor en el desierto de Atacama, al norte de Chile, que lo es tanto como el que rodea al Mar Muerto y a sus aguas pasadas de sal. Allí llueve solo unos pocos días al año. De nada serviría eso, en la lucha contra su grave condición desértica, sin el trabajo previo de unos pocos y activos individuos que llevan el polen de una planta en otra, hasta la más solitaria flor, en espera de la puntual llegada de las nubes que descargarán el aguacero. Para la creación de este edén de colores concentrados fueron necesarias tencas y picaflores. Estos pájaros cumplen en todas partes una sabida función polinizadora. Los ayuda una minúscula arañita, cuyos méritos no son pocos y en los que ella se apoya para que olvidemos epeiras y tarántulas.
Desde hace siglos, desde que así lo concibió Homero, Penélope está sentada ante su tela y con justificadas razones teje y desteje; teje durante el día, cuando la ven los pretendientes, y desteje por la noche, mientras se angustia por la tardanza de Ulises y no imagina otro recurso para defender su casa de la invasión de aquellos: mantenerlos en impaciente espera de la conclusión de su tela. La suya es una razón de amorosa supervivencia, una astucia de mujer fiel, a la cual, a través de los largos años que va durando la guerra de Troya, se le va la vida en hacer respetar un plazo basado en una esperanza absurda. Realizar una acción y deshacerla tiene mucho de tradicional castigo. Según la mitología, recayó en las hijas de Danao el de llenar un tonel que todo el tiempo se vaciaba. Una tarea igual de inútil fue el castigo de Sísifo: subir hasta la cima de una montaña un peso que de inmediato se desplomaba. Esto antes de Homero. Penélope tiene la libertad de asignarse un trabajo, al parecer vano, que ella llena de oculto sentido.
Astucias y castigos pertenecen al mundo de las criaturas literarias o mitológicas. En el mundo de los insectos, no menos complejo, las cosas son distintas. Alguien puede tejer a conciencia una tela en las horas de la luz y destejer de noche, día tras día de su vida breve. Esta tejedora empecinada, que ignora que cumple una labor mortificante, es la epeira, la araña común de los jardines. Teje una tela con una seda de tan sutil calidad que se seca con las horas. Eso la obliga, cuando llega la noche y sus presas ya no vienen a la cita, a tragársela para poder mantener la calidad pegajosa y flexible con la que enreda a sus víctimas. No importa tanto el centro en que se instala para tener bien vigilada la totalidad de su tela, como la red que sirve para la caza, tendida de una rama a otra, a la altura que le permite interceptar el vuelo de los insectos y con la elasticidad necesaria para sostener a la presa hasta que ella llegue para succionarle sin más sus jugos. Quien tropieza o toca una de estas telas grisáceas comprueba su condición adherente. Es posible que por un segundo lamente destruir una mínima obra de arte. Sin duda crea una crisis de materia prima. Una presa grande o difícil le acarrea a la araña el mismo problema. Deberá lanzar grandes cantidades de su baba preciosa para envolver y neutralizar su presa a distancia y acercarse sin peligro al banquete.
Otras arañas, la migala vellosa y temible del trópico o la migala mediterránea, pequeña y no tan aterradora, utilizan su seda para fabricarse su propio hilo de Ariadna, es decir, para inventar un recurso que les permite aventurarse lejos de la residencia que se ha construido y no perderse en el mundo para ellas inmenso. Pertenecen a una categoría superior de insectos que no aceptan cualquier lugar sino que se lo construyen a la medida, valiéndose, como el hombre, de una herramienta. Más: la fabrican.
De todos modos, aprovechamos casi todo lo que la naturaleza ofrece. En noches atroces del verano, cuando los mosquitos proliferan y zumban sin dejarnos dormir y abominamos tanto de ellos como de los productos cancerígenos para eliminarlos, un esperanzado vistazo a los rincones del techo busca una tela de araña escapada al fervor higiénico, un aliado contra el modesto díptero. Lo mismo hacen los campesinos franceses; las dejan crecer en sus galpones, para proteger los vellones guardados de la polilla y para protegerse ellos. Y, a pesar de la vulgarización de la penicilina, estoy segura de que en muchos lugares del mundo todavía se envuelven las pequeñas heridas con telas de araña, para evitar infecciones...
Pero el ser humano no se limita a aprovechar, también experimenta. Ve la perfección y quiere saber cómo nace, qué la justifica, por dónde derrotarla. La Zygiella notata es una de las arañas que hace una tela más regular, con más perfecta simetría. Allá va el hombre y logra, vaya a saber cómo, que la Zygiella ingiera una porción de hongo alucinógeno. Es fácil imaginar el resto: la perfección de la obra se arruina; la labor que se repitió y se preservó por generaciones y generaciones, igual a sí misma, sin duda desde la primera tela de esa araña, se convierte en un caos sin plan, sin estructura, sin utilidad, donde, si fuese obra humana, diríamos que reina la demencia. Esto lo recoge Henri Michaux, que algo sabía de drogas como prótesis para lo insatisfactorio.