1994: MUNDIAL POSTIZO
Treinta y cinco mil años luz. Esa continúa siendo la distancia estimada de la Tierra hasta el centro de la Vía Láctea, pero este número podía multiplicarse por dos o tres veces más si estábamos en Colombia a comienzos de los años noventa y queríamos salir a buscar por las calles una inocente barra de chocolate MilkyWay. Así estábamos de lejos de Estados Unidos o al menos esa era la impresión que nos rondaba tras años de centralismo y destierro comercial frente al mundo.
Digo que era tan difícil conseguir esa chocolatina, que nuestras únicas esperanzas de encontrarla sobre nuestra mesa eran por la generosidad de algún amigo adinerado y viajero, gracias a una tía que la traía envuelta en sus jugos propios, luego de evadir gordos empleados de aduana, en cigarrerías surtidas por contrabandistas con sombrero de ala ancha o en Maicao y San Andrés.
Así era todo de distante con el tío Sam y sus muchachos, a pesar de estar realmente muy cerca y de oír cosas que nos relacionaban con ese lugar: la posibilidad de tener una tumba en Colombia y no una celda en los Estados Unidos por cuenta de aquella frase vertida por los terroríficos extraditables —modelos de pasarela de overoles naranja desde 1985 hasta 1991—, los enlatados televisivos buenos, regulares y malos que cuadricularon ojos y nos llenaron de datos idiotas, los ávidos consumidores, las historias de mulas capturadas por allá en un aeropuerto lejano, las noticias nebulosas que daban cuenta de un lleno estrepitoso en la fiesta del Veinte de Julio en el Madison Square Garden de Nueva York, el arribismo propio de quien daba una vuelta por latitudes gringas y regresaba con acentos chiclosos en su boca… Eran muchas cosas, pero nunca se dio una vinculación cercana hacia el fútbol, porque allá en USA no sabían de eso. Tal vez por esa desconexión, por ese poseer futbolero tan nuestro y aquella enajenación y ausencia estadounidenses, también los veíamos a kilómetros. Pero en este caso por fin parecíamos mejores que ellos y, además, nos sentíamos mejores que ellos.
En una por fin les ganábamos, porque no existía un ambiente menos futbolero que los Estados Unidos, más carente de barrio y de malicia que esas tierras, sin importar que se recorriera el mapa desde Anchorage hasta Nuevo México, porque a ellos solamente parecía hacerles gracia el disco del hockey sobre hielo, el guante y el bate de béisbol, el aro de basquetbol con su pelota naranja y corrugada como la piel que sobrevive al acné y el óvalo carmelito que pateaban de punta para arriba en medio de una cauchera gigante.
De hecho, hasta lo llamaban distinto: soccer. ¿Soccer? ¿Qué es eso? ¿Podrá ser posible semejante paparruchada? En el resto del mundo es fútbol, fóbal, football, pero ellos, seguramente por carecer de ese ADN tan particular que fluye en cualquier esquina de Buenos Aires, Hamburgo, Londres, Montevideo y Tumaco, se tomaron esa licencia tan norteamericana de excluir antes de sentirse excluidos. Cualquier actuación y cualquier intento de los gringos por acercarse a esa vena que a ellos no les palpita se veía tan falsa como un dólar azul.
Porque intentaron unirse al club y crearon una liga postiza llena de equipos mediocres. Porque llevaron a sus tierras a Pelé —el que muchos llaman el mejor jugador de todos los tiempos—, a Johan Cruyff —el cerebro de la revolucionaria selección holandesa de los setenta—, a George Best —el mítico delantero norirlandés del Manchester United que era capaz de acostarse con varias mujeres y después marcar tres goles en un partido decisivo—, a Giorgio Chinaglia —aquel majestuoso crack italiano de la Lazio de Italia a mediados de los setenta que llevaba siempre consigo en la guantera de su automóvil un revólver por si alguien quería apurarlo—, a Franz Beckenbauer —monstruo gigantesco, coloso del valiente fútbol alemán— y aun así la iniciativa no pegó. De hecho, el mejor club tenía esos deseos siempre grandilocuentes y rayanos en lo soberbio que han edificado las bases de la nación estadounidense: se llamaba Cosmos. ¡Cosmos! Eran ellos contra el mundo. Faltaba más. ¿Quién iba a ser el técnico del Cosmos? ¿Carl Sagan con su peinado de Ray Conniff explicándoles a los futbolistas la inmensidad del espacio exterior?
Sus esfuerzos se enterraron rápidamente porque daba grima ver encuentros de fútbol en canchas de football: mejor dicho, daba inquina observar cómo, sin impunidad, a todos esos genios de la pelota les tocaba verse la cara con adversarios a los que les faltaba salir al campo con reloj y medias de rombos. Daba tristeza ver que una veloz carrera en el campo de, digamos, Beckenbauer, estaba marcada no por las zonas habituales que demarcan la cal en una cancha: las áreas, el círculo central, la media luna que sobresale cuando se abandona en área propia y la que es punto clave de visión para encontrarse con la ajena. Ese césped tan elemental y hermoso se veía feo porque en su afán de querer ser como los demás se adaptaron campos de fútbol americano para el soccer, entonces el pasto estaba hecho trizas porque además de las líneas características que miden los espacios en una cancha de fútbol, estaban ahí ubicadas como intrusas las líneas que indican las yardas en el fútbol americano. Estéticamente era como ver un Etch-A-Sketch propiedad de un niño de cinco años.
Y hasta los grandes cracks no se tomaban tan en serio la cosa porque más que una vitrina, la naciente liga era más como un parasol en el que ellos empezarían a resguardar sus trayectorias ya en decadencia a cambio de un puñado —o mejor, de miles de puñados— de dólares con los que podrían tener un retiro tranquilo, económicamente hablando, y exigencias deportivas menores a las que se habían acostumbrado. Viajar a disputar esa liga no era más que ponerse en el papel de aquel agente bursátil que tras romperse el lomo por su familia en Nueva York y haber sido capaz de sobrevivir a su trabajo en la bolsa decidía dejar a un lado tanta convulsión para irse a retirar con algunos amigos en Boca Ratón.
Eso fue lo que hicieron Pelé, Beckenbauer, Chinaglia y Best: convertirse en pensionados promedio que usan camisas hawaianas a diario porque por aquellos años esa liga impostada era nada más que eso: el Boca Ratón del fútbol mundial.
Con semejante carga encima —la de hacer algo para lo que uno no ha nacido—, quisieron ganar la sede de la Copa del Mundo y se la llevaron en 1988, pero la aguja no se le movió a nadie: el norteamericano promedio estaba más pendiente de ver si su país iba a ser capaz de llevarse la sede de los Juegos Olímpicos de 1996, los que marcarían el centenario de disputa en los juegos modernos. El fútbol en la casa de Mickey Mouse —y de Mickey Rooney también, no solamente de Walt Disney vive el hombre— seguía siendo ese órgano trasplantado que no encuentra compatibilidad alguna en el paciente.
De pronto todas esas percepciones estaban guiadas por el prejuicio. Si, muy plástico, muy chatarra, pero pocos más poderosos que ellos y ninguno capaz de hacer un mundial fastuoso para una nación acostumbrada al show por cuenta del show mismo: las grandes ligas del béisbol, el Superbowl y la importancia del espectáculo de medio tiempo, los Olímpicos de Los Ángeles en el 84… El empaque parecía estar impecable. Era ver fútbol con sello de Broadway, pero a esa receta tan llena de ingredientes parecía faltarle el toque secreto que en otros lugares había opacado cualquier parafernalia previa: el gusto por el fútbol. De hecho, su poderío en cuanto a selecciones estaba más cercano al amateurismo y a la posibilidad de ganar becas deportivas, y eso se había visto cuatro años antes, en Italia 90, cuando un puñado de desconocidos integró el grupo en el que estaban Italia, Checoslovaquia y Austria; perdieron los tres partidos de primera fase y además se comieron una goleada de 5-1 de los checos que no fue peor porque se interpuso Tony Meola, arquero del seleccionado, quien se dedicó a la portería porque antes hizo ensayos en fútbol americano y en lucha libre sin gran éxito.
Pero el 94 y esa fiesta inolvidable que los ponía a verse como el host esperado por siempre los llevó a un ataque de amnesia, porque ya lo importante no iba a ser tanto el rendimiento del equipo nacional —que es la discusión que divide y polariza en cualquier lugar común y corriente—, sino la forma de lucirse ante la primera vez. Y se sabe que las primeras veces en la vida no se olvidan. Mientras tanto, Francia se clasificaba, pero al Mundial del 98, como lo tituló a seis columnas Le Figaro —los franceses iban a organizar la copa del 98, por lo que tenían cupo asegurado— al ser eliminado en su propia casa por Bulgaria en el minuto 90, gracias al gol de un elfo convertido en humano y que respondía al nombre de Emil Kostadinov; Argentina entraba por la puerta de atrás ganándole en la repesca a Australia y llegaban naciones exóticas como Bolivia, Nigeria y Noruega para plantar cara a los duros. Rumania emergía como una de las sorpresas europeas al conseguir la hazaña de la clasificación en Cardiff, y España sacaba a los daneses con un gol de Hierro. Inglaterra había perdido las instrucciones del juego que se encargó de inventar cien años atrás y se quedaba por fuera, y en Colombia la Milky Way lejana y sinuosa, apenas alcanzable en las repisas del Sanandresito, era un dulce en la boca porque quizás se gestaba la mejor selección nacional de todos los tiempos, capaz de pavonearse por Sudamérica a expensas de Paraguay, Perú y Argentina, cerrando con aquel 0-5 inolvidable a los gauchos en el Monumental de Núñez.
Con semejante prólogo, a Colombia llegaría después de la Copa del Mundo un cargamento repleto de Milky Way, Mars, 3 Musketeers y Nerds que engalanaría, en medio de la indigestión por tanto exceso de azúcar, el ansiado título que nos llevaría por primera vez a levantar el trofeo dorado que diseñó un italiano llamado Silvio Gazzaniga. De golpe, las distancias ya no eran un escollo. Todo estaba al alcance de la mano.
FAKE WORLD CUP
Era una fiesta total. Pero sabía raro. Faltaba algo más allá del horizonte soleado porque en Estados Unidos costaba ver a la gente emocionada. Costaba verles eso que en el resto del mundo sobra y que hace que el fútbol sea una pasión: el fuego sagrado. Una ausencia que es imposible reparar con nada.
Piensa uno en ellos hoy, tanto tiempo después, imaginando cómo hacer una fiesta que cautivara a su público permanentemente adicto a las grandes ceremonias y cómo enganchar a un universo completo que no creía en ellos como organizadores. Uno los imagina revisando ceremonias inaugurales anteriores, viendo defectos y encontrando mejores ideas para aplicar con su propia experiencia.
Aquel sanedrín en algún momento creyó encontrar el norte: la única forma era convocar a monstruos que con su presencia disimularan en algo la falta de calle natural del gringo en términos futboleros. Era lógico, la atención debía desviarse más a sus propias fortalezas con integrantes del showbiz que a los ignotos nombres de sus futbolistas, más conocidos en el mundo que en su propia patria, a pesar de que el 80 % del plantel jugaba en su tierra. El único que estaba fuera de esas fronteras era un atacante flaquito, con peinado de bajista de Duran Duran y que prometía montones: Eric Wynalda, que andaba refundido en la segunda división del fútbol alemán.
De fútbol hasta ahí nada. Seguro que a algún genio, en medio de una reunión a las tres de la mañana, le dio por aportar y pensó que sería magnífico que Robin Williams estuviera presente al lado de Joseph Blatter, segundo de la FIFA en detrimento del pope mayor, el brasileño Joao Havelange, durante la extracción de balotas que iban a demarcar el destino de las 24 selecciones en el sorteo que se haría en Las Vegas. Y en la realidad se dio tal cual: Williams mamándole gallo a Blatter, haciendo la voz de Mrs. Doubtfire y cargando un guante de látex para asegurar la limpieza de la ceremonia era tan raro como ver a un chef de un gran restaurante lavando las ollas tras una jornada difícil en el comedor. Robin estaba ahí metiéndole ganas a un escenario que no era el suyo, con gente sumamente extraña de corbata que parecía entender los chistes a medias y esforzándose con extremo histrionismo en quitarle algo de prosopopeya a esos bodrios que siempre resultan ser los sorteos.
Esa parte salió como bien. Pero debían entender que la unión con el mundo no dependía únicamente de ese instante, así que la inauguración también debía tener un toque especial. Seguro que otro de esos ejecutivos pensó en la canción oficial, pero Michael Jackson debía costar un ojo de la cara, más allá de que cualquier comité organizador de Mundiales cuenta con chequera suficiente como para convencer al que sea. Después de varios pajazos mentales aterrizaron un poco las aspiraciones y pensaron que Daryll Hall estaba más que bien para que fuera parte del acto central, y Hall, un extraordinario músico, dueño de una singular voz y que rompió listados de Billboard liderando el dúo Hall & Oates —donde Oates era una especie de Luigi Bros en términos de importancia de esta sociedad musical de brillante trasegar gracias a Rich Girl, Private Eyes, I Can’t Go for That y Maneater (si nunca las ha oído, es hora de que rompa esa virginidad)— compuso el himno del mundial: Gloryland.
Obvio, debía estar Oprah Winfrey, reina del rating en los televisores gringos, pero lo que rompió el coco a estos primitivos hipsters creativos fue el arranque de la velada: “¿Qué tal que el comienzo de la inauguración tuviera a Diana Ross?” (no pida, pues, que también me ponga a explicar quién es ella; abandone la lectura ya y haga su labor de lector decente que averigua lo que no sabe). La apuesta subió: “Y ¿qué tal que Diana Ross entre con su paso seguro mientras empiezan a sonar los acordes de I’m Coming Out, su mayor éxito musical?”. Todos se emocionaron aún más: “Y ¿qué tal que Diana Ross entre con su paso seguro mientras empiezan a sonar los acordes de I’m Coming Out y que ella, para dar la apertura necesaria se pare frente a una portería y patee una pena máxima?”. Las lágrimas de emoción eran cataratas del Niágara emocional que se estaba viviendo alrededor del comité organizativo. Pero la emoción llegó hasta el paroxismo cuando alguien aún más genio completó finalmente la idea: “Y ¿qué tal que Diana Ross entre con su paso seguro mientras empiezan a sonar los acordes de I’m Coming Out y que ella, para dar la apertura necesaria se pare frente a una portería y patee una pena máxima, y que cuando el balón derrote a un arquero que será un actor más de los 2500 que vamos a contratar para la vuelta, el arco súbitamente se parta en dos para que ella, en paso cinematográfico triunfal, cruce ese épico sendero y llegue al escenario central para terminar la canción?”. Daban ganas de pararse y aplaudir hasta que las manos quedaran llagadas.
El 17 de junio de 1994 se empezó a dar cada situación tal como estaba planeada: el estadio Soldier Field de Chicago estaba repleto de gente: desde turistas bolivianos que parecían un ekeko cargando artesanías y chucherías para lograr pagar la entrada hasta el canciller alemán Helmuth Köhl ocupaban sillas preferenciales para estar al frente del primer duelo mundialista entre Alemania y Bolivia. Fue ahí cuando el callejón de bailarines vestidos de blanco comenzó a abrirse campo y a lo lejos se veía con vestido carmesí y blusa crema a la reina del disco, a Diana Ross. Corrió pletórica como si fuera Tom Sawyer en medio de un campo de espigas persiguiendo barcos que transitaban por el Mississippi y fue al trote, en medio de ese zaguán humano. En sus pies estaba el convencer al planeta de que sí, que Estados Unidos había sabido integrarse por fin. Se detuvo ante la pelota y frente a ella, como dictaban los planes, un arquero de caricatura amagando a volar de palo a palo, y sobre él, un arco de fútbol de mucho menor tamaño que el profesional (7,22 × 2,44). El balón Questra Adidas estaba en el punto blanco. Ross hizo el paro de que iba a disparar y frenó. En su pie derecho reposaba ese clamor popular de sentir que el mundo del fútbol recibía a Estados Unidos con los guayos abiertos. La dicha de pensar que apenas el esférico traspasara la red y se partiera el arco, como se programó en los preparativos, era también romper ese yugo, ese prejuicio maldito contra los gringos y su ineptitud futbolística. No hubo instante más perfecto y más deseado que ese.
Y Diana Ross pateó.
No estaba en los planes de nadie que la cantante pifiara tanto su lanzamiento: el Questra nunca ingresó al arco que se debía romper. Salió hacia un costado. El ridículo arquero se lanzó hacia el lugar opuesto —como estaba en los planes—, pero eso supuso estar en presencia de un marco todavía más patético, porque la portería se rompió, como se suponía que ocurriera. ¿Por qué se partió el arco si la pelota no pasó ni cerca? ¿Qué clase de Cannabis consumió aquel portero que se dejó engañar de Diana Ross? El papelón estaba listo, servido en el plato. Diana siguió su camino, que para ese momento rozaba con lo surreal y delirante, y cantó I’m Coming Out. Fue muy extraño sentir que los gringos, tan aplomados y esforzados fallaban en su gran especialidad.
La prueba de ello (una de tantas) es que el día de la patada fallida de Diana Ross también se disputó aquel Alemania-Bolivia. Pero el rating lo acabó en Estados Unidos. Los números de aquel encuentro estuvieron bien por debajo del espectáculo que en realidad cada ciudadano quería ver: los locales empezaron a cambiar el canal solamente para ver en una carretera una Ford Bronco desplazándose por la interestatal 405. Horas y era la misma escena: dentro del auto iba O. J. Simpson, acusado de estar huyendo tras haber estado presuntamente involucrado en el asesinato de su mujer y de un amigo de ella, que además era joven y guapo.
Y es que al final de cuentas, cada segundo de esta Copa del Mundo estuvo signada por lo extraño, por lo absurdo, por ese empaque que parecía impecable, pero que no era más que eso: un envoltorio que termina dañándose. Arabia Saudita hizo un gol al mejor estilo maradoniano, y Maradona fue tratado como terrorista árabe cuando dio positivo por efedrina durante el control antidoping al finalizar el encuentro Argentina-Nigeria. Bulgaria, que jamás había ganado un juego mundialista, se trepó hasta las semifinales doblegando en su camino a Grecia, Argentina, México y Alemania, y su arquero, Borislav Mijailov, resultó ser una de las imágenes más particulares del certamen: cuando atajó para su país en el campeonato de 1986 estaba calvo, y ocho años después apareció con pelo. Roberto Baggio, de destacadísima participación en la Copa, cobró un penal a lo Diana Ross justo en la final del torneo, que llevó a que los tanos se fueran con el rabo entre las piernas a expensas de un Brasil que no precisamente fue jogo bonito, como lo marcó su tradición, pero al que le bastó su precisión en los penales para alzarse con su cuarto torneo de selecciones. Esa final tuvo también su lado raro: Brasil e Italia, ambos garantes habituales de grandes espectáculos cuando tuvieron que verse las caras en mundiales (cómo olvidar el 3-2 en España 82 o la final del 70 con triunfo brasileño 4-1) protagonizaron en medio de la sorpresa uno de los más gigantescos e insufribles bodrios que alguna vez tuvo que padecer un estadio entero. Fue 0-0 y triunfo brasileño en penales.
Lo peor y más espantoso estuvo a cargo de Colombia porque a pesar de haber estado en lo que parecía la zona más sencilla (USA con sus amateurs, Suiza y sus incógnitas y Rumania con sus altibajos) terminó de última en su grupo. Pero lo peor fue ver que Andrés Escobar, el tipo más correcto que hubiera parido el fútbol colombiano en todos los tiempos, fuera asesinado por un imbécil a la salida de una discoteca en Medellín como si se tratara de un maleante. Fue la Milky Way más amarga que alguna vez probamos.