1970: REYES DE LA COMISARÍA

Los que tienen experiencia en eso de ver la noche tras las rejas usan una jerga propia. No hay que confiarse en el que algún exconvicto señala con la boca, a manera de puchero y cuenta que alguna vez estuvo “tocando piano”. Y eso significa que cada uno de los pulpejos de sus huellas quedaron inscritos en un cartón que utilizan las autoridades para la identificación dactilar de los cacos, previa untada de tinta en los diez dedos de las manos.

O “dar gancho”, término acuñado para aquel que, ante la peligrosidad de sus actos, tuvo que ser reducido al uso de esposas. El lenguaje de UPJ a veces también aparece entre los tipos que se ponen pantaloneta y camiseta y que saltan a la cancha para hacer el gol que le dé el título a un grande del fútbol. Lo que es llamativo es pensar en aquella ocasión que a los grandes-grandes, a los tipos top, a los que parecen tocados por la varita mágica que los hace intocables, les toca ir a sentarse frente a un escritorio roído en medio de expedientes.

Bogotá en pleno tuvo que presenciar la entrada de dos gigantes del fútbol a puestos policiales en condición de implicados en algunas contravenciones: uno de ellos era campeón mundial y el otro llevaba dos títulos y se estaba preparando para que el tercero resultara inolvidable y que lo consagrara definitivamente como el rey. Esa especie de entrega de testigo judicial los involucró a ambos sin que fueran tan importantes sus trayectorias. Eran dos humanos como cualquier otro haciendo descargos ante un juez y llenando formatos que se acumularían en medio del olvido judicial.

Así fue como un día Brasil e Inglaterra visitaron Bogotá en 1969 y 1970, respectivamente. Y no hay un recuerdo tan permanente de este suceso. O sí, porque uno estuvo enrevesado en su visita capitalina tratándose de alejar de las conjuras y montajes en su contra, y el otro, aunque ya con una fama pendenciera armada y bien ganada, tuvo un tránsito más tranquilo, lleno de mitos.

SAUDADE DEL COMENDADOR

Los brasileños vinieron sin tanto ruido, haciendo fila en la lista de aviones que iban aterrizando uno a uno en la pista del aeropuerto Eldorado. Eran muy superiores en Sudamérica aunque venían con una materia muy difícil de rendir: entre sus necesidades estaba la importancia de ganar su partido en Bogotá para ir comprando su tiquete hacia México y también entre sus planes debían lavar la imagen tan pobre —eso sí, con los árbitros como cómplices silenciosos de una selección que recibió muchos más golpes de lo que se podía permitir— que dejaron tras su paso fallido en Inglaterra 66, cuando pasaron de ser los reyes de la colina a zarrapastrosos de ocasión al ser eliminados en la primera fase de la Copa del Mundo sin poder superar a Portugal y Hungría.

No era el único manchón de una sábana verde y amarilla en la que el orden y progreso se olvidaron de repente por cuenta de la visita más próxima a nuestra tierra, realizada un año atrás para un juego que era amistoso pero que concluyó en disputas varias dentro de las blancas paredes de la estación de policía que aún se erige en la esquina de la calle 39 con carrera 13 en Bogotá. Fue aquella jornada en la que, durante el encuentro Colombia Preolímpica-Santos de Brasil se vieron las caras. No era la selección, pero el equipo de Vila Belmiro era una aparición que seguía recorriendo las esquinas de la mitología por cuenta de sus triunfos y su manera de jugar porque allí estaba Pelé. El muchachito que le prometió que llevaría a su casa el trofeo de la Copa Mundial de Fútbol cuando vio a su padre llorando amargamente por cuenta de la derrota brasileña en la final del Mundial 50 frente a Uruguay.

Esa noche a Pelé lo expulsaron del campo, cosa que nunca jamás había pasado. Y que técnicamente no pasó porque el expulsado fue el árbitro Guillermo ‘Chato’ Velásquez, propulsor de la decisión al sentirse insultado por el crack que nació en Três Corações. Mientras el réferi salía del estadio emberracado y con el ojo colombino, habida cuenta de algunos jabs de derecha provenientes de los futbolistas del Santos, Pelé regresaba a la cancha en medio de aplausos y pedidos de disculpas, aunque apenas concluido el encuentro debió ir a declarar en aquella húmeda comisaría sobre los hechos de violencia protagonizados por él y sus compañeros. La requisitoria era indispensable para que pudieran salir de Colombia sin ningún coletazo judicial.

Las heridas estaban abiertas, pero Brasil pisó Bogotá siendo un equipo seguía siendo un gran equipo, el más influyente de Sudamérica, pero no había las barricadas metálicas de seguridad que hoy evitan cualquier contacto con la gente. Tampoco existían los audífonos que tapan hasta las orejas de Dumbo. En esos adminículos los futbolistas se refugian así el volumen de su aparato de sonido esté en cero; simplemente con la pantomima buscan apartarse de esos que los aplauden durante 90 minutos porque en eso se convirtió el fútbol: en un vínculo de hora y media y ya. Las figuritas que pisan el césped ya no son peatones tranquilos, sino estatuillas del Oscar que deben ser guardadas en una bóveda apenas el show concluya por miedo a que el lumpen las enteque.

Todo era un poco más artesanal. Un combo que un año después estaría en el cielo —y que es recordado por ser la manifestación en la Tierra más cercana a la perfección hecha fútbol— llegaba modestamente para alojarse en el Hotel Comendador. Los huéspedes eran tipos como Jairzinho, Tostao, Rivelino y Pelé. Nada más y nada menos. Y el orden del día antes de jugar eliminatorias era sencillo: viajar en bus desde Teusaquillo —como denominaban en tiempos chibchas a un pueblo de recreo que colindaba con el veraneadero del zaque de Hunza— hasta el Club Choquenzá, del Banco de la República, que es usado por pensionados para tomar baños turcos profusos que les sirven para matar el tiempo que les sobra, con el fin de hacer trotes, dar vueltas a la cancha, ensayar tiros libres y saltar lazos y esquivar conos de plástico para entrar en calor. Ya entrado el mediodía, de regreso al Hotel Comendador, almorzar y salir al parque que estaba frente al alojamiento. Obvio, no podía ser otro que el Parque del Brasil.

Los jugadores salían a asolearse —es un decir, mejor a tomar aire, porque Bogotá era más fría que hoy— y a encontrarse con algunos lugareños para comportarse como hijos de vecino. Para dispararles un par de pelotas a los chinos que estaban echándose un picado en el pasto y para firmar autógrafos.

Pocas veces Brasil, la selección más grande de acuerdo con su palmarés en todas las competiciones, vivió unas jornadas más bucólicas y tuvo más vida de barrio que aquella.

LA TRAMA INGLESA

Inglaterra llegó con su armada lista a Bogotá porque iba a jugar un par de partidos amistosos programados en su agenda que estaba llevando los eslabones que armarían el camino que los tendría como grandes protagonistas en el Mundial de México 70. Había un motivo particular que los ubicaría en la mira de todos: ellos eran los campeones reinantes del mundo y tendrían que defender el honor ganado en 1966. Claro, su victoria se vio barnizada por un cúmulo de sombras que cubrieron su consagración final.

Pero eso ya era pasado. El mapa los ubicaba a 8491 kilómetros de distancia con respecto al aeropuerto de Heathrow y el escenario era distinto a su arribo: la prensa y la cafetería Nemqueteba —por la que no pasaron a comerse un desayuno continental tan famoso en este sitio y que en maya significa “hombre blanco, instruido y de elevada moral”— los vieron llegar en manada. Ya en la capital, los atletas quisieron dar una vuelta por la urbe, porque, claro, a veces confinarse en el sitio de concentración termina siendo una de las cosas más aburridas por las que deba pasar un futbolista, no importa que se trate de un aficionado a prueba en un equipo chico o que sea Gordon Banks o Bobby Moore, dos de las grandes estrellas inglesas que acapararon la atención en la ciudad.

Por eso es misión del turista pegarse una vuelta para conocer las esquinas insondables del lugar del que su pasaporte tenga sello. El propósito suele ser el mismo: echar en la bolsa de compras imanes para las neveras con sombreros vueltiaos, llaveros rococó como yipaos y canasta de frutas, bolsas de café —como si en el resto del mundo no se consiguiera una bolsa de café— y si el bolsillo está un poco más holgado, una que otra esmeralda.

Hospedados en las suites de lujo del hotel Tequendama —vocablo muisca que significa “caer hacia abajo”— algunos integrantes de la delegación se fueron a dar vueltas por el lobby del hotel para matar el tiempo y conseguir algún souvenir que los hiciera quedar como unos príncipes en sus casas. Bobby Charlton —un genial mediocampista con pinta de empleado bancario por su calvicie profunda, sobreviviente de un accidente de avión que acabó con la mayoría de sus compañeros que viajaban con él y que defendían la camiseta del Manchester United y estrella en la consagración de 1966— y Bobby Moore —rubio mediocampista con pinta de actor de cine, de profundo respeto en su país por su caballerosidad a toda costa en cada duelo futbolístico, uno de los estandartes del modesto West Ham United de Londres y capitán de la selección— entraron a una de las joyerías que estaban en la parte baja del hotel. Cruzaron el umbral y quedaron enceguecidos por la belleza que de repente aparecía frente a sus ojos: la luminosidad de gigantescas esmeraldas hizo que tuvieran que colgarles tanto a Charlton como a Moore sendos baldes en el cuello para contener las cataratas de babas que por sus fauces caían al observar semejantes gemas que estaban expuestas en las vitrinas de la joyería Fuego Verde.

Y ahí perdieron los muchachos: porque nada más doloroso que contar con pinta de turista. No es nuevo esto, ni de sorprenderse que cobren 750 mil pesos a un par de viajeros en el Rodadero por dos platos de pescado, ni que un vendedor ladino decida engrupir a sus clientes con la famosa “muestra gratis” de las ostras cartageneras que al irse destapando incrementan su valor a velocidades de bitcoin. Moore y Charlton no fueron advertidos de la malicia indígena y fueron víctimas redondas de uno de los episodios más extraños que envolvieran a cualquier protagonista del fútbol en el mundo entero.

Pidieron a la dependiente que si por favor ella, en su gentileza desmedida, les dejaba ver más de cerca las piedras, y la despachadora atendió con gusto sin igual la requisitoria. ¡Cómo no! Seguro que alguna cosita se iban a llevar los dos ingleses que no sabían ni jota de español y que se hacían entender a través de precarios códigos naturales de lenguaje de señas. Vieron un cojín en el que se desplegaban varios anillos, collares y esmeraldas solas, simplemente talladas. Después pidieron observar otro de los aparadores y ahí se desató el horror: la encargada empezó a decir que en la primera vitrina hacía falta una joya, que ella no las había sacado y que alguien se la debió embolsillar. Era un brazalete de oro con 12 esmeraldas incrustadas. Un hombre que estaba presente también en Fuego Verde empezó a atizar la fogata y señaló a los dos asustados futbolistas. El dedo acusador se puso sobre Bobby Moore y en medio del alboroto se lo iban a llevar preso. El jugador hacía cara de signo de interrogación mientras que dejaba ver sus bolsillos para demostrar que allí no estaba el objeto perdido.

El asunto desagradable es que los ingleses debían disputar un duelo contra su similar de Colombia y largarse ipso facto a Quito, jugar de nuevo e irse a México para el Mundial. Lo hicieron y de regreso de la capital ecuatoriana una escala en Bogotá los encontró en la guandoca. Bobby Moore era detenido por la policía aeroportuaria por cuenta de la joya perdida. Mientras el caso por la pérdida del brazalete de oro estaba a cargo de Pedro Dorado —no puede haber paradoja más grande que esa—, juez 18 de instrucción criminal, Moore temía que lo enviaran directo al calabozo. Las prácticas en Los Lagartos estaban llenas de ídem, ansiosos de saber cuál sería la definición de semejante entuerto.

Para que la cosa no fuera indigna, apareció como amable contemporizador entre las llamas Alfonso Senior, dirigente colombiano que supo hacer grande a Millonarios y el único humano capaz de creer que su país podía hacer una Copa del Mundo, para pedirle al juez Dorado que Moore pagara la detención en su casa del Chicó. Y mientras los muchachos ingleses pateaban balones, Moore se iba a la sede campestre de Millonarios a rematar pelotas mientras esperaba que le fuera otorgada su salida del país sin inconvenientes.

Parece que la pérdida del brazalete se debió a una conjura que preparaban con asiduidad los empleados de muchas joyerías que hacían pagar lo perdido a turistas que no querían quedarse anclados en una estación policial de una Banana Republic. Hasta que Moore dijo que no era él y al parecer se acabó la pendejada. En su lecho de muerte, Moore siguió sosteniendo que nunca tuvo nada que ver en ese robo.

En 1970 se encontraron por fin los huéspedes del Tequendama y del Comendador y se estrecharon las manos uno a uno cuando, en el marco del Mundial México 70, el destino los unió en un partido oficial válido por esta competición en el estadio Jalisco de Guadalajara. Los simpáticos caminantes del parque del Brasil cruzaron miradas con los enrojecidos e iracundos clientes de la joyería Fuego Verde. Moore y Pelé, visitantes de sendas comisarías bogotanas, intercambiaron un abrazo eterno. Tal vez se acordaron en ese instante de la húmeda comisaría.

Brasil fue el mejor, lejos: ganó cada uno de los partidos que encaró. Jairzinho, la dupla de Pelé en el ataque, marcó en todos los encuentros que jugó y fue el máximo goleador de un Mundial que tuvo no solamente a Brasil como protagonista destacado tras aplastar 4 1 a Italia en la final y ganar su tercera copa. Hubo mucho más: una amenaza de bomba en el duelo Israel-Uruguay en Toluca que para muchos fue el precedente de la tragedia de Múnich en 1972, momento en el que murieron todos los integrantes de la delegación israelí en un secuestro perpetrado por Septiembre Negro y frustrado infructuosamente por la Policía alemana; fue la primera vez que se vieron tarjetas amarillas y rojas en este deporte y que aparecieron para castigar la rudeza impune con la que se disputó el mundial anterior. Fue un mundial en el que no estuvo Argentina y en el que Perú se destacó y también dejó tres intentos de gol que no cumplieron su cometido pero que hicieron historia: todos protagonizados por Pelé. El primero, ante Checoslovaquia: el 10 recibió, sin dejarla caer, un saque de arco del portero checo Ivo Viktor y pateó la pelota desde 50 metros de distancia. El balón se fue por muy poco por fuera. El segundo, frente a Inglaterra: Pelé se levantó por los aires y cabeceó al piso, pero el guardameta inglés, Gordon Banks, sacó la difícil pelota con una pirueta extraña y virtuosa, tanto que esa volada de Banks aún se conoce como “la atajada del siglo”. El tercer ensayo tan infructuoso como inolvidable fue frente a Uruguay en semifinales, día en el que Edson Arantes do Nascimento —así se llamaba el tipo— burló al portero uruguayo Ladislao Mazurkiewicz con un ocho —una gambeta en la que el hombre pasa por un lado y el balón por el otro— en el que nunca toca el esférico. Con el ángulo muy cerrado, Pelé remató, pero la pelota se fue desviada.