1998: CUENTAS ALEGRES Y CARÓTIDAS

Colombia entró por la puerta de atrás al mundial francés, y el camino resultó ser igual de tortuoso porque el juego no se veía por ningún lado. Entonces, el escenario se asemejaba al chiste de la azafata que en pleno vuelo empieza a organizar una vaca entre los pasajeros para ver si alcanzan a tanquear antes de que el avión se quede sin gasolina. En los partidos previos de preparación frente a Bélgica y Alemania a algunos comentaristas se les quedó el micrófono abierto en plena transmisión y, pensando que estaban fuera del aire, criticaron durísimo al equipo. Lo realmente curioso es que nadie despellejó a los periodistas —uno de esos deportes que daría múltiples medallas de oro a cualquier colombiano que se dedicara a eso si es que rajar del prójimo fuera disciplina olímpica— por su acto de imprudencia, sino todo lo contrario: no se podía estar más de acuerdo ante un equipo que no daba pie con bola y que se notaba envejecido en varios de sus puestos más claves.

La esperanza estaba cifrada en dos jovencitos: Iván Córdoba, zaguero central o lateral izquierdo fichado en 15 millones de dólares por San Lorenzo de Almagro, y Léider Calimenio Preciado, delantero que apareció como invitado final a la convocatoria y que le marcó dos goles a Chile en su primer encuentro con la camiseta tricolor. Porque los veteranos ya estaban más cerca del adiós, y los rumores de indisciplina —en especial de Faustino Asprilla— circulaban raudos.

El resultado final no descompuso a nadie: eliminados en primera fase ante Rumania e Inglaterra —que nos venció 2-0, pero de no ser por Farid Mondragón quedaba 15-0—; miles de historias jamás reveladas que quedaron en algunos socavones oscuros de Francia —y sin opciones de comprobarlas, a menos de que un día algún protagonista decida charlar en el diván al respecto—; Asprilla expulsado del Mundial por cuenta de su carácter y el agarrón al ser reemplazado en el primer duelo contra Rumania; Iván Córdoba comiendo banca ventiada porque el DT prefería a ‘Chaka’ Palacios; Hamilton Ricard, también desde el banco de suplentes, lanzando uno de los hijueputazos más reproducidos por aquel entonces en la televisión mundial; Amparo Grisales haciendo notas de color para la Copa, y una alegría muy corta con el gol de Léider a Túnez.

Todo esto, historia ya sabida y escrita en miles de libros. En este punto del texto el lector, que cree no encontrar nada nuevo en lo que lee, empieza a rajar del escritor y a especular sobre su vida, sus méritos, su escaso talento… sobre todas las cosas que rodean al personaje que está clavado escribiendo un libro.

“Claro, tan berraquito este que escribe lo que todo el mundo ya sabía. Valiente gracia. Para eso, ¡pónganme a mí a escribir un libro que mejor lo hago yo! Nunca más vuelvo a comprar libros de este man, ni de esta editorial, porque así son. Claro, es que este país solamente vive de las roscas porque lo malo es no estar en ellas. Y ¿con ese apellido? Pues igual de pícaro al tío. ¡Sustente lo que le pagan, perro!, o ¿va a decir que todos esos datos puestos atrás ocurrieron a sus espaldas? Esa rosca de los que escriben es que sí está llena de malparidos holgazanes que, claro, como son sobrinos de expresidentes, pues claro, les dan todo en la mano. Se levantan con ganas de escribir y el papi les da gusto. El libro se debería llamar 8000 anécdotas de fútbol. Y como les sobra la plata, entonces aprovechan y acaparan todo y nunca dejan que nadie nuevo aporte, porque bien poquito sí aportan estos manes, todos hijos de papi, gomelos, a los que nunca les ha dolido una muela porque van y le lloran a la mami para que los consienta. ¡Sean varones como uno, que sí le ha tocado berraco y que le tocó hacer prácticas sin que le pagaran, cruzando la ciudad en bus porque, claro, a ellos el chofer del papi los lleva hasta la puerta de la oficina. Y a uno le toca levantarse temprano y madruga para ver cómo arregla este país, mientras estos niños consentidos lo desarreglan, partida de hijueputas incapaces de mantener un puesto como uno. Seguro que jamás han estado desempleados y que nunca han pasado por necesidades. O que nunca han empeñado una cadena porque ellos de empeño no tienen es nada. Eso es lo que menos cargan: empeño. Es que, de puro mierda, me voy a leer el libro única y exclusivamente para pillarme todos los errores que debe tener, porque seguro que él no lo escribió, sino que puso a alguien a que se lo hiciera porque ni capaz será de estar frente a un computador. Ni lo sabrá prender. Es que así de inútiles son, pero como tienen plata, entonces el que tiene plata marranea y hace lo que se le da la gana. Hasta marihuanero será porque además esa gente es más viciosa…”.

El contexto es necesario porque no todos saben lo que los demás sí. Y sin tíos expresidentes de por medio en mi familia nuclear, damos por sentado un espacio que escasea en la literatura: la catarsis del lector.

Evacuado este trámite —siempre injusto y prejuicioso para quien va dirigida la epifanía de insultos y denuestos, es decir, para el que escribe—, las historias de la extinción de un artificio fantástico y un hombre sin miedo.

DIGAN “WHISKY” POR ÚLTIMA VEZ

La tecnología se encargó de dañar la magia. Lo que antes suponía una sola oportunidad, ponerse en juego en una especie de all in en el que se daba hasta lo que no se tenía para lograr el objetivo, se vio reemplazado por funestas costumbres de las generaciones que aparecieron ya entrada la década del 2000 y que sin miedo al ridículo decidieron hacer del selfipico un bastión generacional como el puño cerrado de los Black Panthers o la V con los dedos índice y corazón que no se sabía si significaba “victoria” o “Vietnam”, inmortalizada por Richard Nixon cada vez que salía ante el público. Pero los tiempos pasan y hay que adaptarse a ellos. Nada más anacrónico que oír en el 2018 echar chistes de Julio César Turbay en una chiquiteca ilegal de las del barrio San Fernando.

Pero primero qué es el selfipico: es la pose hecha por las juventudes que marca ojos cerrados con lascivia y boca en forma de ósculo. El beso masivo no tiene un direccionamiento específico, a menos de que el que se haga esa autofoto lo especifique en un pie de foto. Generalmente, y si se trata de modelos de suculentas carnes, el selfipico va acompañado de un escote prominente, un trikini casi imperceptible y una frase motivacional, por lo general inventada por la autora o extraída de portales de altísima seriedad como frasesdehoy.com: “Solo cuando sientes que no hay ruido a tu alrededor te das cuenta de que el único sonido que te acompaña es el de la paz de tu alma. Los quiero mucho, bonitos, y les dejo este pico para que comiencen el día con mucha energíaaaaaaaaa”. La mayor abominación de esta técnica fotográfica es el selfipico masculino. Es imposible —así por esto el autor sea tildado de machista, ultragodo y experto en echar chistes de Turbay— sentir conmiseración, ni siquiera pesar —uno de los sentimientos cargados de mayor ruindad— por un hombre que crea verse interesante en semejante postura, porque es ese grito infame del tipo que se siente que está bueno y que pide a gritos que el mundo por fin lo sepa: que él está muy bueno…

La fotografía, esa materia mágica que en las universidades dejaba encontrar ese extraño artilugio de poder encarretar un rollo a la cámara sin que se saliera, o cortar negativos, o ampliar imágenes, o sencillamente quemar una foto por dejarla mucho tiempo sumergida en los químicos, empezó a caer en desuso por efecto de la modernidad.

Uno de los datos más irrelevantes que a veces se conocían terminadas las copas del mundo era la cantidad de rollos fotográficos que se gastaban en un partido de fútbol. Porque en los centros de prensa llevaban la cuenta de aquellos fotógrafos que, a medida que avanzaba el juego, corrían presurosos a pedir revelados, ampliación y demás requerimientos para enviar, a través de correo tradicional, sobres repletos de imágenes que podrían ser portada. Los periódicos, las agencias de prensa y las revistas siempre se quedaban a la espera de saber cuál de los sobres podía contener esa imagen capaz de invadir una doble página. O qué postal se tomaría las seis columnas de un periódico de amplia circulación.

De hecho, era tradición que algunas editoriales publicaran, pasado el torneo, un compilado de las mejores imágenes que dejaban los respectivos mundiales: en sus páginas siempre podían encontrarse las caras horrorizadas de hooligans amenazados por las babeantes dentelladas de un furibundo pastor alemán; la tradicional de la final, en la que el capitán del equipo alza el trofeo en señal de victoria mientras lo besa apasionadamente; las hinchas que en las tribunas se encargaban de darle el toque bello al deporte brusco; muchos gestos desfigurados de cracks del fútbol al observar que un balón se les avecinaba raudo para impactarlos en la cara, y porteros sostenidos en el aire volando para evitar un gol cantado. Ah, siempre, pero siempre, la imagen de un futbolista escocés desdentado.

El Mundial de 1998 empezó a marcar un poco el fin de la fotografía tradicional, la del rollo, la de maldecir si se velaba la película, la de cargar conitos diminutos y hablar de ASA 100, 200, 400, 600, 1200, de exposición de la película y la de tener un buen dealer de papel fotográfico en resma y baratero. En aquellas extrañas estadísticas hubo dos reveladoras —como para que el juego de palabras quede más que óptimo—: los partidos en los que más rollos fueron desarrollados en los centros de prensa fueron, por una parte, la inau­guración de la Copa, con el duelo que protagonizaron brasileños y escoceses —triunfo 2-1 para los sudamericanos—, algo lógico si se tiene en cuenta que el juego en sí mismo, aunque es importante, aparece algo opacado por la ceremonia que da la apertura del certamen y en la que los flashes ya son rigor, y por la otra, la final que disputaron Francia y Brasil, también lógico porque bueno… se define el trofeo, las grandes figuras están ahí presentes en el césped y en el caso de esta final en particular mucho más si se tienen en cuenta dos factores preponderantes: la presencia del país organizador en el encuentro que le iba a dar la posibilidad de por fin levantar una copa que le había sido esquiva varias veces y en la figura de Ronaldo Luís Nazário de Lima, conocido a secas como Ronaldo y de quién se filtró que en la víspera del choque definitivo había sufrido graves convulsiones que incluso pusieron en riesgo su vida. Pero ahí estaba en el campo, pálido como un papel fotográfico, mirando al cielo del Stade de France y errabundo en el campo, sabiendo que si fuera por él estaría en una clínica. Los patrocinadores del jugador y de la selección brasileña presionaron para que estuviera presente sin importar su estado, eso es lo que dicen.

En total, para cada uno de los encuentros citados se revelaron 1000 rollos, aproximadamente. Y si nos guiamos por las cifras tradicionales que hablaban de 36 fotografías por rollo, estaríamos hablando de que en el Francia-Brasil se tomaron más o menos 36.000 fotos por arte de la prensa acreditada en la pista de tartán que bordeaba la cancha, es decir, cerca de 400 imágenes por minuto disputado en el campo, lo que nos conduce a una cifra aún más escalofriante: por segundo transcurrido se tomaron 6,6 fotos.

Pero hubo un colero, un último lugar en estas cuentas llenas de demencia —porque, evidentemente, unas cifras de estas sirven para todo y para nada—, uno de esos partidos que hicieron parte de la programación mundialista que no atrajo tanta expectativa: fue el duelo de primera fase entre Austria y Camerún, un huesazo que terminó 1-1 y que en el saldo dejó 302 rollos revelados, o sea 10.872 fotos, 121 imágenes por minuto, 2 fotos por segundo.

Hoy todo es celulares y foticos que nunca saldrán borrosas porque esas se eliminan. No quedan en ningún negativo.

EL HOMBRE QUE NO LE TIENE MIEDO A CHUCK NORRIS

Nadie entiende cómo el delantero croata no institucionalizó su método e impuso un nuevo modelo de televentas en las que un hombre pudiera salir airoso de una cita con una mujer muy guapa sin sudar como un beduino en el desierto o sin tartamudear como Demóstenes ante la pregunta “¿Estudias o trabajas?” qué haría la beldad con el único propósito de sacarle pedacitos de escarcha a un hielo irrompible. Irrompible por cuenta del susto del tipo, por supuesto.

Davor Šuker fue una de las grandes figuras de esa Copa del Mundo. Ya había sido noticia dos años atrás porque su país, Croacia, disputaba por primera vez en la historia, constituido como país, una Eurocopa de Naciones, torneo que aglutina a 16 selecciones del Viejo Continente y que era incluso mejor que ver un mundial cuando se jugaba con este formato. Ahora que son 24 los participantes es un bodrio, pero eso es harina de otro libro.

Croacia era una de las naciones que se edificaron a partir de la guerra de los Balcanes, cuando la antigua Yugoslavia terminó desha­ciéndose en medio de bala y muerte. También, en medio de las ruinas debieron empezar de cero Eslovenia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro, Macedonia y Serbia. Y clasificó a la Euro 96 ese equipo croata que tiene un uniforme irrepetible: camiseta a cuadros rojos y blancos con pantaloneta azul. Llegaron lejos, hasta cuartos de final, y demostraron que en medio del dolor había talento listo para colaborar en su propia refundación. Ya en el Mundial del 98 su fútbol resultó más que encantador: era brillante.

Les alcanzó para ser terceros después de derrotar a Holanda 2-1 en esa extraña costura que habla de un partido por la disputa del tercer lugar —el Mundial es la única competición de selecciones y clubes que todavía insiste con este encuentro—, pero para alcanzar esa impensada cumbre tuvieron que acabar con su propio susto. Y ese silencioso grito independentista se dio en octavos de final contra Rumania, cuando se vieron favorecidos por una pena máxima a su favor. Hasta ese instante Croacia enfrentó a una potencia (Argentina) y a dos rellenos (Japón y Jamaica), por lo que no se sabía bien el potencial real del seleccionado.

El penal, además, se pitó en el minuto 45 del primer tiempo y ya se sabe del profundo valor anímico que tiene un gol cuando alguno de los tiempos reglamentarios está finalizando. Suker era el encargado de ejecutar el remate frente a la portería del rarísimo arquero rumano Bogdan Stelea (raro porque era capaz de atajar 300 pelotas de gol, pero marcarse un autogol). Y pasó lo que habitualmente ocurre en un penal: unos tipos se le van encima al árbitro para rodearlo y jurarle inicialmente que no, que no fue penal, ni por el chiras. Otros prometen juicio posterior y llevan de abogados a Jaime Lombana y Francisco Bernate como garantía de que lo van a ganar y los que quedan por ahí pajareando empiezan a decirle vainas al que está listo para patear.

Ese hombre, el que patea, se va hacia el punto blanco arrastrando el censo nacional de su país que lo mira por televisión y que le pide que, por favor, no se le ocurra fallar porque si él se equivoca, el país se va al carajo; están sus compañeros, que también cuando regresen a casa serán víctimas de los insultos de todo el censo nacional y no quieren tener la vida hecha jirones; está el técnico, que sabe que de un gol o de un fallo puede depender la continuidad de un proceso. Y está él, que no quiere que sus hijos sean víctimas de bullying por culpa del idiota de su papá, el que desperdició el penal que no se podía lanzar mal, ni que sus padres le recuerden tiempo después que no debió rematar hacia la derecha, sino hacia la izquierda y su esposa que le echará la culpa de una crisis matrimonial a ese disparo que nunca entró…

Los nervios y el miedo se hacen al lado de todos los que patean un penal como si fueran los ladrones que crucificaron con Jesús. Suker andaba en semejantes enredos y aprovechando el barullo y la demora midió sus pulsaciones tocándose el cuello. Cuando sintió que estaba bien, arrancó. Pateó y fue gol, pero al salir a celebrar tuvo que frenar su carrera. ¡El árbitro ordenó repetir el cobro por invasión de área! Suker se había quitado el peso de encima marcando el gol, pero de repente esa carga se multiplicaba por 100 al tener que estar de frente en el paredón.

Cualquier humano entonces empieza a improvisar trucos: piensa en ovejas pasando por una cerca, a imaginar nubes con formas del dinosaurio Barney, le da por recordar a Juan Salvador Gaviota. A Suker no: puso de nuevo la pelota y mientras retrocedía se tomó de nuevo el pulso y esperó a que la sangre irrigara con menos velocidad. Apenas sintió esa calma pateó. Y de nuevo fue gol.

Croacia resultó un recuerdo feliz, así como los paraguayos muy cerca de eliminar a los franceses armando una muralla defensiva casi infranqueable. También Dinamarca apostó a jugar lindo y tuvo contra las cuerdas a Brasil. El abrazo fraterno de los futbolistas de Irán y Estados Unidos olvidándose de los políticos que eternamente los pusieron en contra y las decepciones de España, Bulgaria y Colombia marcaron el rumbo del Mundial que Francia ganó jugando no tan vistoso como en el 82 y en el 86, pero con el corazón suficiente como para coronarse sin objeciones por primera vez campeón del mundo.