1990: EL AROMA VARONIL DE LA VICTORIA

Uno de los dramas eternos del viajero es empacar la maleta con todos los métodos posibles como para que no se quede nada. Entonces se apela a enrollar pantalones en forma de wrap para que haya más espacio y las medias se ubican en las esquinas. Hay personas que prefieren meterlas extendidas porque así su equipaje queda con mucho más aire. Otros, portadores de la masculina pecueca, empacan una bolsa pequeña de las que cobran en los supermercados para que cuando haya que guardar la ropa sucia, los interiores se queden en ese talego que al abrirlo al llegar del periplo, guarda un rancio olor penetrante que nos recuerda qué tan humanos somos.

Y este capítulo está muy ligado a los olores, o al menos la historia central de esta Copa del Mundo que los italianos organizaron con el único fin de ganarla a toda costa. Según las convenciones de oriente, nosotros, los occidentales, olemos a leche. Hay personas que quieren eliminar su propio olor y deciden echarse perfume con atomizador para pintar carros o le conectan al tarro de colonia una manguera de cárcamo de serviteca para quedar empapados en fragancias que, en pequeñas dosis, son agradables, pero que en exceso hacen carraspear la garganta y crean esa sensación de creolina en la nariz, así se trate de Chanel No. 5, capaz de fracturar el tabique nasal de cualquier incauto que se queda encerrado en un ascensor con el perfumado.

Algunos entienden que ciertas esencias corporales dan ganas de muchas cosas: la teoría de sentir una mínima pizca de mal olor en las axilas como agente afrodisíaco es de vieja data. Pero solamente puede ser apenas una pizca, dicen los expertos. En exceso podría ser causal de divorcio y manutención perpetua a la víctima.

En Italia 90 hubo olor a trampa en las semifinales porque, en un suceso que jamás se repetiría, el árbitro Michel Vautrot decidió agregarle 8 minutos a uno de los tiempos suplementarios —normalmente duran 15— que disputaron italianos y argentinos en semifinales, sin que existiera un motivo verdadero como para configurar semejante extensión de tiempo: no hubo lesionados ni expulsados que justificaran tal aumento.

Argentina soportó ese fétido bouquet de sospecha en el estadio San Paolo, de Nápoles, y clasificó a la final del campeonato eliminando a los locales desde la vía de los penales. Antes de los cobros hubo olor a orina: es que Sergio Goycochea, arquero de la selección gaucha y que llegó a la titularidad por la fractura de Nery Pumpido, dueño del puesto, acuñó una especie de sortilegio de la suerte, de cábala infalible: pedía a sus compañeros que lo rodearan para cubrirlo y él decidía orinar en la cancha como rito de suerte para que le fuera bien en las definiciones desde el punto blanco. Y mal no le fue, porque con su ceremonia —y sus manos— eliminó con sus atajadas a los yugoslavos en cuartos de final —detuvo dos penas máximas, una a Brnović y otra a Hadžibegić — y ante Italia desvió también dos disparos: uno al infalible Roberto Donadoni y otro al delantero Aldo Serena.

Y ese aroma a perjuicio también se hizo presente en la final, que resultó bastante aburrida y en la cual de nuevo los argentinos debieron ver cómo un árbitro de apellido Codesal pitaba una infracción inexistente en el área de Sensini a Völler que terminó definiendo la Copa cuando faltaban 5 de los 90 minutos.

Hubo olor a hazaña cuando Camerún, de alegre fútbol y profundo desorden defensivo, tuvo contra las cuerdas a la selección de Inglaterra en cuartos de final. Pero ese tufo terminó disipándose a partir de la jerarquía de uno y de otro en los momentos límite. Hubo aroma a extrañeza cuando la selección de Costa Rica, debutante absoluta en el jaleo de estar entre los mejores del universo, saltó a jugar los partidos de primera ronda ante Brasil y Suecia enfundado en un uniforme que no era el suyo: tradicionalmente los ticos siempre han vestido camiseta roja y pantaloneta azul, pero en esos dos encuentros se pusieron una camiseta de franjas verticales blancas y negras con pantalón negro. ¿El motivo? El entrenador, Bora Milutinović, supuso que si jugaban en Turín ambos partidos, los hinchas locales los apoyarían al llevar una réplica exacta del uniforme de Juventus, el club de esa ciudad. El experimento no salió mal porque los centroamericanos recibieron apoyo por partida doble: uno, por esa extraña tendencia que tenemos todos a hacerle fuerza a quien vemos débil e inferior en una contienda y porque era ver en la cancha a once juventinos.

Hubo olor a nada y justo en el grupo que pintaba ser maravilloso: en una misma zona estaban enfrentados Inglaterra, Irlanda, Holanda y Egipto. Los precedentes de los equipos dictaban que podía ser la zona más dura y competida y fue un bodrio de marca mayor. Todos los partidos fueron abominaciones enmarcadas en rectángulos verdes de 120 × 90. Pero desde luego hubo olor a caca también. A excremento humano. Por cuenta del gigantesco goleador inglés Gary Lineker, que venía de ganar la bota de oro como máximo goleador del Mundial de México 86. En una entrevista para la BBC, Lineker —que hoy es comentarista de fútbol y de los buenos— reveló que en el encuentro de primera fase ante Irlanda estaba algo suave de estómago y en una jugada aislada sus esfínteres no fueron capaces de aguantar todo su fuego interno. Jugó el resto del encuentro acompañado de sus heces frescas y recién salidas de sus alteradas entrañas y terciando el hedor putrefacto que emanaba vigorosamente su mierda.

Tampoco fue posible contener el efluvio nasal por cuenta de la berriada colombiana después del gol de Freddy Rincón frente a los alemanes. Y se supo que algo olía mal en Nápoles cuando una Colombia muy diferente resignó sus chances de entrar a cuartos de final por cuenta de los errores de Perea e Higuita y el oportunismo de Roger Milla: las malas lenguas de ese entonces contaron que el grupo de jugadores andaba pechichón porque le habían prometido a cada uno un Renault 4 que no había llegado a sus respectivos domicilios. Y que aprovechando esa coyuntura se habrían discutido los premios económicos pocos minutos antes de salir al campo de juego. Craso error. La dirigencia tuvo, y nunca mejor dicho, muy poco olfato.

¿JUEGO LIMPIO?

Era su momento. Escocia así lo presentía en medio de su arribo a Italia 90. Por fin se iba a terminar esa extraña maldición que los ha cobijado siempre, que es no poder clasificar a la segunda fase de un campeonato mundial. Siempre, pase lo que pase y así la carta astral de todos los futbolistas esté en plena conjunción con las estrellas, irremediablemente les será imposible no resultar eliminados en la primera ronda. Pero en Italia todo pintaba para cambiar. Al fin y al cabo, podía ser la revancha de tantos años de frustraciones en las que, con equipos muy buenos, siempre se devolvían apenas culminado el tercer partido que jugaran en una copa del mundo.

Pero esta generación podía ser capaz de meter el zarpazo y de saltar en medio de los arbustos para sorprender. No en vano en las eliminatorias se dieron un gusto muy refinado y coqueto: eliminaron a Francia, que hasta antes de empezar el campeonato de Italia había sido tercera en México con un fútbol tan encantador como insustancial en los instantes en los que se debía exhibir más valor y menos gambetas. Jugadorazos tenía: Allan McInally, un delantero rarísimo que andaba como titular del Bayern Munich; Jim Leighton, la leyenda más grande de la portería en Escocia al lado de Alan Rough y que se destacaba por sus voladas de palo a palo en el Manchester United y por su escasez de dientes. Y el gran Mo Johnston, delantero que toda la vida se puso la camiseta verde y blanca del Celtic, el club por el que simpatizan los católicos escoceses y que generó el cisma más grande que pudieran soportar dos hinchadas enfrentadas desde el campo y la religión: la mañana del 10 de julio de 1989 Johnston fue presentado como nuevo fichaje del Rangers. No era cualquier cosa: primero, Rangers es acérrimo rival de Celtic. Segundo: Johnston se convertía así en el primer jugador católico fichado por el club por el que hinchaban los protestantes. Al pobre le tocó recibir amenazas de muerte, ser tratado de tránsfuga y Judas, pero sin quererlo terminó uniendo dos facciones divididas por cuenta de sus creencias. Ahora católicos y protestantes se unían en torno a un solo propósito: odiar a Johnston.

A ellos y a varios entusiastas más los dirigía desde el banco Andy Roxburgh, entrenador de muchos años en el trabajo de crear ahorros para el fútbol de su país fortaleciendo la labor de divisiones inferiores y de categorías juveniles y que era observado por la nación como una especie de gran refundador. Roxburgh, además, era un tipo muy estudioso hasta de los más mínimos detalles, porque entendía que en esos puntos imperceptibles al ojo del humano estaban las claves para resolver problemas futbolísticos capaces de gestar hazañas.

Llegaron sentados en una especie de reclinomatic masajeadora de las que venden por televisión porque su primer adversario sería un debutante desconocido y débil en teoría: jugaban contra Costa Rica, selección llena de hombres de bigote ralo y al parecer endebles. Y si ellos habían sacado a Francia en las eliminatorias, ¿qué demonios iba a importar un país en el que ni ejército había? Escocia estaba lista y preparada para por fin darse ese gusto aplazado. Ellos justamente, que hicieron sus contribuciones en esto de inventarse ese deporte, no iban a claudicar porque si no iba a ser en esa oportunidad, nunca más habría tantas chances. Ese juego, el del debut, tendría que convertirse en la primera piedra de una meta deseada. Porque ya se sabe que el primer partido de un torneo corto marca mucho lo que va a ser el sendero: si se pierde, casi siempre el resto del trabajo será muy complicado.

De los pocos que superaron eso de arrancar mal fueron los argentinos, precisamente en este mismo campeonato del 90. Jugaron pésimo —además venían de ser campeones mundiales— y tuvieron que aguantar su propia torpeza y la de Camerún, que no encontró mejor manera de frenar el ímpetu de Claudio Caniggia —un velocísimo puntero que surgió en las inferiores de River Plate— que usando todas las lecciones de karate que sabían. Un karate, valga la pena acotar, muy rudimentario. Terminaron con nueve hombres, pues se fueron expulsados por exceso de fuerza André Kana-Biyik y Benjamin Massing, el dueño de la patada más violenta de los mundiales, cuya víctima fue el mismo Caniggia y que lanzó a volar el guayo ¡de Massing! Búsquela en YouTube y rece por el alma de ambos: la de Caniggia, por sobrevivir a semejante impacto, y la de Massing, que falleció recientemente. Los africanos dieron el primer golpe de opinión porque ganaron. Argentina debió amarrarse a un modelo de juego pacato y de las manos de su arquero Sergio Goycochea para cambiar el destino: alcanzaron la final.

Para Escocia también era momento de ajustar un par de tornillos. O de zafarlos. Andy Roxburgh, el estudioso adiestrador, se obsesionó con el desodorante. La presentación no importaba. Podía ser de spray, en gel —aunque en esa época no existía en Colombia, atérrese, el desodorante en gel—, en crema —no hay manera más desagradable que esa para echarse un desodorante: agarrar dos dedos como si metiéramos las manos en una grasa para arreglar rodamientos y luego la ponemos sobre los sobacos armando un menjurje pegajoso y húmedo absolutamente desapacible— o en barra. Podía ser Speed Stick, Yardley, Old Spice de Shulton, 8×4 o Yodora. Algunos químicos que servían para frenar la transpiración podrían afectar el rendimiento de los jugadores. Con esos elementos de juicio, Roxburgh llamó a sus dirigidos para decirles que no podían echarse nada en las axilas, ni leche de magnesia Phillips, y que habría problemas si el camerino olía a pino septentrional o cool wave.

Todos miraron raro y la leyenda cuenta que hicieron caso. Patearon y patearon sobre las porterías del estadio Luigi Ferraris de Génova hasta que los pies de bailarines quedaron con punta roma, pero la pelota nunca pasó la línea de gol. Intentaron cuanto camino encontraron: centraron, cabecearon, remataron en el área chica y también a 30 metros de distancia… Fue un bombardeo infernal, y Costa Rica estaba ahí, esperando —esperando es un decir, eran estacas que clavadas en el campo sufrían el aguacero—, recibiendo golpes cada dos segundos como si la cara de sus futbolistas se hubiera transformado en una pera de boxeo. Porque es imposible recordar en la historia del fútbol escocés una selección capaz de rematar tantas veces. Cada intento se estrellaba con un desconocido portero llamado Gabelo Conejo, que se cansó de desviar balones de gol. Y la única vez que Costa Rica se animó les metió un bofetón a los muchachos de carnes rojas y pelo ídem. Cayasso —tras un taco genial de Claudio Jara— marcó el único tanto, el 1-0, el símbolo de la tragedia de los europeos, impotentes de vencer al tal Conejo, que era un Keylor Navas. pero con delgado bigote y pelo esponjado y ordenado, como el de esas amigas de la abuela que en vez de pelo parece que cargaran en la cabeza un pelo de los que tienen los muñecos de Lego.

¿De qué había servido el olor a cebolla grillé? ¿Cuál había sido el efecto de tener en cada costado un visible mapa de sudor? ¿Tuvo sentido eso de dejar ropa con olor indeleble por cuenta de un invento extraño de última hora alejado de cosas de las que hablan los entrenadores como táctica y estrategia? ¡Qué carajo pasa con el desodorante! El plantel quiso hacer golpe de estado. El golpe de ala ya era un hecho. Se pusieron fuertes los escoceses contra el DT y le dijeron que no les jodiera la vida, que el que quisiera echarse el bendito desodorante podría hacerlo. Porque ya nadie quería taparse la nariz con ganchos de plástico para colgar ropa en las cuerdas.

El rito mañanero postducha regresó y en el borde del lavamanos quedó en varios cuartos de la concentración el desodorante destapado —maña masculina, nunca femenina— cuando se fueron a disputar su partido ante Suecia y, ¡oh, sorpresa!, Escocia ganó 2-1. Faltaba el escaño más alto, Brasil. Durante 80 minutos las cosas salieron bien en un juego muy enredado y ante un Brasil ya clasificado, pero un tiro de Alemão que fue mal retenido por el portero Leighton de Escocia derivó en el gol de Müller. Con desodorante perdieron 1-0 y se esfumó la chance. Pero todo iba más allá de tener los brazos abiertos. El chupe de algunos de sus integrantes hacía poner colorado a Rod Stewart. Y en eso, en el levantamiento de copa, sus nacionales pueden ser perfectamente campeones mundiales.

Igual, a pesar del brindis, hubo mar de fondo: Roxburgh desde cinco años antes de esa Copa habló con algunos cercanos y comentó que su país no estaba haciendo bien las cosas en las bases de su fútbol y eso lo preocupaba muchísimo porque si no había siembra, la cosecha jamás se iba a dar. De hecho, alcanzó a manifestar que si las cosas seguían por ese sendero oscuro, la desaparición de la selección escocesa sería un hecho a mediano plazo, y en 2018 la vida le ha dado la razón a Roxburgh, el incomprendido hombre que alguna vez en medio de una Copa del Mundo se obsesionó con un indispensable artículo de aseo: la última visita de ese país a un mundial se dio en Francia 1998 con tristes resultados: caída ante Brasil —además esos manes son muy de malas, siempre les clavan a los pentacampeones en su zona—, empate frente a los noruegos y descalabro en la última jornada ante Marruecos con un 0-3.

Y el presente del fútbol escocés es turbio e incierto —como auguraba Roxburgh antaño—: en competiciones de clubes, pocas noticias buenas, lo más cercano de poder soñar con un título a gran escala se dio en el 2003 cuando el Celtic disputó la final de la Copa UEFA, pero la perdió frente a Porto. No cualquier Porto: el que dirigía un muchachito que empezaba a peinar canas llamado José Mourinho. Después el Rangers alcanzó también la final del mismo torneo y cayó 2-0 en el 2008 ante el Zenit de San Petersburgo. Muy escaso todo. Y en selecciones, ni hablar. Desde 1998 no ha podido regresar a disputar un mundial.

Esa fue su última copa. Del mundo, claro está. De las otras nunca faltarán en la mesa.