2014: LOS HIJOS DE LA LÁGRIMA
Hubo que parafrasear a Charly García con el título con el que arranca este pedazo de historia. La hija de la lágrima fue el disco que el rockero argentino —uno de los más grandes músicos en la historia del rock sudamericano— lanzó a mediados de los años noventa. Hay una canción, de tonada infantil, llamada “Chipi Chipi”, que fue su gran éxito y que a este monstruo solamente le costó diez minutos escribirla. Cuenta García que el nombre de ese álbum surgió por cuenta de una discusión que tuvo el privilegio de escuchar entre dos mujeres. Una de ellas dijo, después de azotarle un zapatazo en la cara y ganar por nocaut la contienda, sin necesidad de que el árbitro se acercara para hacerle conteo de protección a la mujer caída: “No te olvides nunca que yo soy la hija de la lágrima”.
El Mundial fue como una obra de Charly. Porque fue sui generis. Es que Brasil, aquella que titularon medios importantes del mundo como la décima economía del mundo, andaba atravesando sus horas más bajas y el país se instaló en un profundo caos que hacía ver ridículo cualquier intento de normalidad. Porque era eso, intentar verse normales, para que el planeta entrara en una conspiración cósmica que no dejaba a los brasileños estar en paz. Los valores de aquel precio de sentirse en el Primer Mundo empezaron a enfurecer a los tipos de a pie. Es que si en una encuesta dicen que el 72 % de los habitantes están en desacuerdo con que su nación realice una Copa del Mundo es llamativo, como lo reveló un sondeo realizado por Pew Research Center. Y más si se trata de Brasil, que en títulos es más que cualquiera: levantar cinco copas del mundo hace necesario que sí, que nadie ponga objeciones si se va a reunir en sus fronteras a los mejores seleccionados del mundo. Pero una cosa es la alegría de 90 minutos que otorga el fútbol y otra es la condena miserable que se tiene que arrastrar en un país que empezaba a mostrar desigualdades.
Los enfrentamientos contra la Policía eran noticia diaria. Pedreas furibundas y represión por parte de las fuerzas estatales, los duelos fratricidas que empezaron a quitarle protagonismo a la Copa de las Confederaciones que se realizó en el país y que desde 1992 —cuando llevó el nombre de Rey Fahd— se convierte en una especie de tentempié previo al Mundial en el que juegan las selecciones campeonas de cada una de las confederaciones que hacen parte de la FIFA. Además, también se empezaron a dejar ver costos altos en escenarios inflados. Remodelaciones que dejaban ver grietas en estructuras que hace poco habían sido sometidas a resanes y a ingentes capas de estuco. Estadios ubicados en sitios inhóspitos o medios de transporte que conducirían a los centros deportivos y que ni siquiera alcanzaron a concretarse. Más fortuna tuvo Springfield, el pueblo de residencia de los Simpson cuando les construyeron el peor monorriel de la historia. En Cuiabá decían que el tren para llegar al estadio estaba cercano en valor de construcción a los 800 millones de dólares, pero no alcanzaron a terminarlo. Y para completar, una tarde, en medio de la edificación del Arena Corinthians de São Paulo, una grúa hizo un mal movimiento y se estrelló contra una torre de luz y un andamio, y como consecuencia murieron dos obreros. Lo peor es esa sensación inmensa de que la carestía en lo construido no era por el alza en los materiales. Porque, extrañamente, un ladrillo que costaba 5, terminaba valiendo 15. Una teja de zinc de 25, 50. Un cuadrado de césped de 100, 300. Y así.
Y en las calles la ira de ver todo ese dinero ahí, en medio de moles de cemento que luego el tiempo demostraría que, salvo los casos de ciudades concurridas, se iban a convertir en elefantes blancos, seguía efervescente mientras que Dilma Rousseff, presidenta de la nación, esperaba con ansias que el Mundial pudiera paliar un poco tanto varapalo y tantas pedradas sobre su tejado. Esas fueron las primeras lágrimas de esta Copa: las que empezaron a salir de las cuencas de los ojos de todos los manifestantes que debían evadir con presteza las bocanadas gigantes de gases lacrimógenos utilizados para diseminar las marchas. Las otras lágrimas eran las de los brasileños volviendo a casa porque sentían que no podían contener su molestia al ver que, como dice Capusotto, la vida se les iba al córner.
Hubo más llanto que felicidad en un Mundial que tuvo un nivel más alto que el habitual. Es que los gigantes sucumbieron como pocas veces frente a los climas brasileños y a su propia inoperancia: España en el arranque se comió cinco pepas de Holanda (entre ellas un delicioso cabezazo con pose de Flipper marcado por Van Persie) y jamás pudo recuperarse. Pasó de millonario a pobre en tres partidos que lo dejaron fuera de la segunda fase. Italia e Inglaterra en las mismas: los tanos trataron de cambiar su estilo de juego y ese pecado les costó una segunda eliminación consecutiva en fase de grupos y en ese tiempo era la alarma de que algo mal se estaba haciendo. Las pruebas contundentes vinieron cuatro años después, tiempo en el que se bajaron de Rusia 2018. Los ingleses, eternas promesas, perdieron lo último rescatable de una generación individualmente riquísima, pero incapaz de poner el talento en torno al colectivo. Y Camerún se agarró a trompadas en el campo entre sus mismos jugadores de pura impotencia.
De hecho, Alemania, que terminó como campeón de la Copa del Mundo al vencer 1-0 a los argentinos, se vio contenta, pero no exultante al final del partido definitivo. Sí, contentos y la vaina, chévere tener de nuevo la copa en la vitrina, pero el torneo lo ganaron justo ellos, tan afines a eso del ceño fruncido en medio de la dicha.
La diferencia estuvo en los demás, a veces exageradamente demostrativos con o sin razón. De pronto por eso los alemanes se salieron con la suya: no se dejaron timar de los sentimientos.
DE DRAMA QUEEN Y CATARATAS SALADAS
En un momento dado resultaba conmovedor y uno quería relacionar esa imagen de los futbolistas brasileños durante el himno de su país con esos sujetos a los que no les importa el qué dirán y que hacen que su sentimiento interno aflore sin pensar en que algunos los tildaran de poco machos. Al contrario: ese llanto sentido era como los hombres épicos que cambiaron el orden mundial a partir de su propio corazón; o imaginábamos aquellos soldados heridos, pero valientes que no sentían cuando el alambre de púas les arrancaba pedazos de carne de su cuerpo mientras estaban tratando de salvar los destinos de la nación ante el fuego enemigo. Eso sentimos todos cuando vimos llorar a Brasil antes del himno. El compromiso parecía ser un asunto de patria, de estado, de planeta. Era la posibilidad de reivindicarse por aquella vergüenza vestida de blanco y negro que sigue detrás de él como una sombra que no se termina de difuminar ni cuando se ha puesto el sol. La única vez que les dio por organizar una Copa del Mundo perdieron la final y nadie pudo reponerse a semejante golpazo.
Las otras lágrimas de Brasil vinieron después, pero envueltas en la ancheta más suculenta que nos da la vida: el triunfo. Por eso Pelé lloró en Suecia 1958, porque era un chino, un chino genial que podía cumplir la promesa que le hizo a su padre aquella jornada del Maracanazo. Ese día Pelé vio cómo su papá lloraba desconsoladamente por cuenta de la derrota ante los uruguayos y le juró que le iba a dar un trofeo de esos. Que iba a pelear por eso y lo pudo hacer tres veces (58, 62 y 70). Las de Romario, envuelto en la bandera tricolor y gimoteando sin consuelo, pero pletórico y envuelto en la más pura de las alegrías mientras abrazaba la Copa del Mundo de 1994.
Pero las del 2014 venían con otro gesto. ¿Es posible que un tipo se largue a llorar así porque sí, sin siquiera haber ganado o perdido? ¿Es comprensible para la mente humana que varios referentes del equipo y hombres curtidos en diferentes plazas chillaran como plañideras contratadas por horas para amenizar con sus berridos y desmayos un velorio popular en la Costa Atlántica colombiana?
Julio César, el experimentado portero, era uno de los que más parecían conmoverse como un niño castigado, aunque horas de vuelo no le faltaban: atajó para Flamengo, Chievo Verona, Inter y Queens Park Rangers y pudo coronarse campeón de la Champions League con los italianos. Como si fuera una especie de Emo viejo, pisaba el césped y se le abrían los grifos: tanto lloró que se le veían la frente y los pómulos llenos de pecas blancas y rojas —extraño efecto del que el autor no tiene explicación, pero que él también sufre cuando llora, más si es en un cine viendo Up y con la vergüenza de estar rodeado de niños de diez años más fuertes emocionalmente que él—. A él se unían David Luiz, a veces Marcelo y Thiago Silva.
Es como si todo se les hubiera juntado: la presión de ser los anfitriones, la leyenda del Maracanazo que quería ser desterrada y que los rivales le jugaron a cara de perro casi siempre, así como el no contar con un referente 9 de área que les salvara la vida, hecho que les hizo sufrir más de lo habitual para marcar goles. Neymar, llorón cuando el viento lo toca y él se deja caer para que le piten siempre foul a su favor, parecía más pendiente de su penacho, más similar al aspecto de un mango chupado que a la suerte de su escuadra. Llamó mucho la atención este rito lacrimógeno y en algún momento el entrenador Luiz Felipe Scolari —que era ídolo por ser campeón en Corea-Japón 2002— convocó a una reunión privada con los periodistas deportivos más influyentes de Brasil. El mitin se debía al llanto: los 11 que Scolari alineaba estaban cargando el peso de un país inconforme que pedía a gritos una sonrisa y eso resultó contraproducente en la moral. Por eso pidió el entrenador que Brasil, como seleccionado, así como sus individualidades, no fueran tratados con crueldad en las críticas en radio, prensa y televisión.
Era muy difícil que esa receta de presión diera resultados: contra Croacia el arbitraje los favoreció durante los 90 minutos de manera descarada porque jugaron muy mal. A México les fue imposible doblegarlo por cuenta de las manos de Guillermo Ochoa, y Camerún era tan flojo que Brasil se vio grande. En octavos no fue Chile, sino Chille. Se salvaron mil veces y se recuerda aquel postazo de Pinilla que los pudo dejar afuera. En penales avanzó Brasil, pero andaba muy resquebrajada la imagen. Y seguían llorando antes, durante y después de cada juego. Colombia fue su siguiente rival y de nuevo el árbitro los ayudó —y los primeros 60 minutos de Colombia también le colaboraron a Brasil—. Eso sí, nosotros fuimos incapaces de dejar la lloradera esa idiota de que “Fue gol de Yepes”. Eso nos hace ser humanos atrasados. ¡No fue gol de Yepes! ¡NO FUE!
Pero volviendo a Brasil, todo parecía pegado con babas. Como que daba miedo toser al lado del equipo porque cualquier pequeña ventisca producida iba a derrumbar los andamios, y esas lágrimas que inicialmente nos conmovieron ya daban fastidio. Ese sentimiento, esa chilladera se volvió insustancial por culpa de la repetición, porque se volvió costumbre.
Y los únicos sujetos que, junto a Chuck Norris, no lloran nunca, los vieron a la cara. Alemania, con ese gesto de piedra, con esa cara muy dura, con el ceño fruncido, no se dejó ablandar por cuenta de tanta lágrima de cocodrilo, y con un uniforme lejano al legado teutón —usaron camiseta de franjas horizontales rojas y negras como la del Flamengo de Río de Janeiro, en vez de su tradicional casaca blanca con pantaloneta negra—. no les importó ni verlos envueltos en salinas gotas oculares ni que Scolari pidiera clemencia en los conceptos, y se los comieron vivos. Entre los minutos 23 y 29 hicieron cuatro anotaciones y el primer tiempo quedó a favor de los alemanes por un marcador de 5-0 irremontable. De hecho, dio la impresión de que los europeos fueron generosos y empezaron a jugar a media máquina al ver a su rival deshecho y jadeante en el campo en la segunda parte. Y a pesar de eso les alcanzó para clavarles dos goles más. Pocas veces un equipo de Brasil sintió tanta vergüenza. Ni siquiera se llevó el tercer puesto. Holanda desnudó sus groserías tácticas y les empacaron tres.
Las lágrimas… ahí están para uso libre y sin posología medida, aunque en exceso dan rabia. No fueron las únicas: Onazi, el jugador nigeriano vio cómo su tibia y su peroné se partían como un palo de paleta por una entrada criminal del francés Matuidi. El dolor no fue lo que lo hizo llorar: sí la ceguera de Mark Geiger —uno de los árbitros más malos de la historia—, que consideró que era una entrada que no merecía detener el juego y mucho menos una amonestación. Sin la gravedad del caso, pero fue parecido lo de Tim Howard, el portero de Estados Unidos. Alguien tiene que pasarle al exarquero de Manchester United una carta con letra de Timoteo ofreciéndole disculpas y, si se puede, un tarrito de M&M a manera de perdón: nunca un arquero tuvo que enfrentar con tanta soledad a 11 jugadores adversarios. El tipo atajó 16 pelotas de gol, ¡16! Lógico, su selección cayó 2-1 pero él se pudo ir con la frente en alto. Sus compañeros, no tanto. ¿Cuáles compañeros? ¡Si lo dejaron solo en medio de la nada!
James lloró apenas se concretó la eliminación en cuartos de final porque el sueño armado a partir del buen juego exhibido por los hombres de José Pékerman generó esperanzas que nunca en este país se sintieron. James, el muchachito de Cúcuta que quería seguir en la fiesta. Y él, por esas cosas que tiene el destino, resultó ser el hombre que paró las lágrimas de todos por su fenomenal explosión y porque tras la lesión de Falcao García —en ese momento nuestro Messi— jugando con el Mónaco ante un equipo impronunciable de cuarta división, nosotros fuimos como Brasil en el Mundial. Lloramos porque ¿quién podría defendernos? Ahí apareció James para secarnos los ojos.
LA MANO PELUDA
Antes de ese camino triunfal hubo momentos duros para pelear una clasificación mundialista que Colombia no lograba desde 1998. Jugar las eliminatorias en Sudamérica es muy difícil, no solamente por la calidad de los rivales, sino por todo lo que empieza a jugarse por fuera del campo. Trampas, movidas extrañas, trancones para demorar el desplazamiento de una delegación en calles donde nunca hay tráfico, pólvora en las noches quietas para perturbar el sueño de aquellos visitantes que van a jugar, comida que debe ser probada por un par de esbirros antes de que las estrellas la consuman por miedo a que los intoxiquen… todo eso y más ocurre en esta parte del mundo siempre. Y nuestro capítulo de conflicto durante esas brillantes eliminatorias fue ir a Venezuela.
Ni sombras chinescas podían hacerse porque todo estaba negro. El escenario era perfecto para apuntarse a jugar la mano peluda —ese terrorífico juego de la niñez—, pero daba pena poner a Cuadrado, James Rodríguez y Falcao García a hacer semejante infantilada.
Ellos, y el resto de sus compañeros, trataban de abstraerse del clima hostil que ahogaba a cada uno de los futbolistas visitantes antes del partido de eliminatorias rumbo a Brasil 2014 entre la selección Colombia y la selección Venezuela.
Apenas se veía un destello de luz de velas a través de la puerta del camerino abierto: era el halo que producía desde afuera el sistema eléctrico de las torres de iluminación que estaban ubicadas en los cuatro costados del estadio de Puerto Ordaz. En ese rincón lóbrego debieron concentrarse los futbolistas para pensar en el encuentro, entrar en calor y hasta amarrarse los guayos. Seguramente la última de las labores, la más difícil, pero no el único sobresalto que debieron vivir esa tarde-noche aciaga en la que, además, se fueron derrotados 1-0.
En el marco de la puerta empezó a asomarse gente rara que se apostó alrededor del vestidor colombiano a vigilar a José Pékerman y sus hombres. La oscuridad no dejaba ver si estaban armados o no, ni tampoco se podía determinar si eran de la seguridad del estadio, militares o civiles con una Glock en la pretina, pero sin duda su primera misión, que era la de intimidar al visitante, se estaba consiguiendo. Y muy cerca los perros de estadio. No los hot dogs de repulsiva salchicha rosada de textura blandengue y delgada como fideo. No. Los canes de la seguridad que jamás serán pequineses ni pomeranias. Ahí se les oía ladrar con fuerza, con rabia, cerca al lugar en el que los futbolistas trataban de ponerse a punto antes de saltar a la cancha.
El clima venezolano estaba más enrarecido que nunca ese 26 de marzo del 2013. Hugo Chávez había muerto 21 días atrás y un país dividido entre seguidores del gobierno y contradictores del régimen se unió por 90 minutos para hacer sentir a Colombia peor que nunca. Parecía un recuento de las tretas extrafutbolísticas de las historias de la Copa Libertadores de los años setenta: alfileres, rasguños, peleas a nudillo abierto y con Vick VapoRub en los ojos del adversario. Los nuestros apelaron a la prudencia, a no contestar eso ni los escándalos de la noche anterior en las afueras del hotel para perturbar su sueño. Salieron y jugaron, como correspondía.
No pudo existir un peor marco en tiempos recientes para un partido de la selección. Ni siquiera en la última visita por cuenta de las eliminatorias rumbo a Rusia 2018 cuando, por cuenta de la Asamblea Constituyente organizada por Nicolás Maduro, a Colombia le tocó transportarse en bus desde Cúcuta hasta el estadio Pueblo Nuevo de San Cristóbal. Alguna vez le pregunté a José Pékerman en un ámbito distinto al de las ruedas de prensa cómo no se había denunciado semejante atropello del 26 de marzo del 2013. Pékerman, tranquilo y sabio, no es llorón. Solo dijo que no sabía qué habría podido llegar a pasar dentro de ese estadio si Colombia ganaba aquella noche.
No solamente el gol de Salomón Rondón, previo error de Amaranto Perea en marca, acabó con cualquier posibilidad de hazaña. Desde antes de jugarse el encuentro, a punta de estratagemas y mañas, Venezuela había hecho hasta lo imposible para irse goleando.