2006: SALECINHA

La suerte es una sola. Hay efectos que conducen a que esa es­pecie de sortilegio de la vida se encauce a un camino o a otro. El tiempo, por ejemplo. ¿La vida puede cambiar en un segundo? Si llegamos antes o después a un lugar, ¿se modifica el destino? Hay una película de eso en la que perder un metro es el motor por el que Gwyneth Paltrow puede o no vivir ciertas cosas: ese tomar o no el vagón del tren le puede quitar el empleo y la puede llevar a descubrir que ella es portadora de unos cuernos de alce navideño. No se queje por el spoiler porque la película es de 1998 y pues si no la vio, ya no será necesario.

Suerte también es estar frente al televisor viendo tres o cuatro partidos de fútbol y convertir el control remoto en una especie de varita mágica. Es algo de fortuna que a veces cobija al que está en la poltrona porque hay que estar pendiente de cuatro juegos y empezar a cambiar de canal. Y cada vez que esta acción ocurre, esa de cambiar el canal, lleva a que coincidencialmente tres segundos después se produzca un gol. El resumen es que, sin ver un partido completo, sino varios a la vez, que es como no ver nada, coincidió el destino en que el televidente se embocara en los seis goles que se produjeron en diferentes juegos. Es el deporte de hoy: cazar anotaciones ante la imposibilidad de tener tiempo para concentrarse en un solo partido.

Pero el otro escenario también está presente. El menú nos pone en la mesa tres opciones en la parrilla de televisión: una es Milan-Inter; la otra es un choque de fútbol español entre Celta de Vigo y Real Sociedad; la tercera es un juego colombiano que enfrenta al Deportivo Cali y a Medellín. La lógica indica que la preferencia se decantaría por ver el clásico italiano y los dos encuentros restantes se observarán de refilón, con pequeños intervalos para ver cómo anda la cosa.

Acá jugársela por una opción es lo natural. El paso posterior es clavarse el Milan-Inter, pero la falta de emociones nos lleva a bostezar con un 0-0 a los 20 minutos. Damos un repaso por Celta-Real Sociedad y en el mismo período van 2-1. Tres goles en el mismo tiempo. Y la curiosidad nos clama irnos un segundo a Cali-Medellín. Lo miramos de reojo, como quien está pendiente de cuidar un niño ajeno, y nos metemos de nuevo en el Milan-Inter. Y, como ocurre con el niño ajeno al que descuidamos un segundo, de pronto nos sorprende; es que al chino le dio por untar de betún las paredes del cuarto ante una mínima desatención de nuestra parte. Pasa igual con el otro partido que sintonizamos en la televisión y lo dejamos ahí, como sin darle mucha importancia. Volvemos a oprimir el control remoto hacia Cali-Medellín y va 2-2 en el tiempo en el que quisimos meterle fe al clásico de Italia. Y esta vez las paredes de nuestra alma están llenas de ennegrecido betún de ira al haber tenido la suerte de no acertar nunca en el timming para ver los goles.

Eso es suerte. Diversa, pero suerte al fin. La más recóndita de las variantes que lleva a pensar en los agüeros que a veces nos rompen cualquier cotidianidad son las de aquellas presencias que cuentan sobre sus hombros con una especie de extraño magnetismo negativo, el mismo que arrastran sin cesar doquiera que vayan y que impregnan de solemne miseria cada uno de los lugares en los que hacen presencia. Puede tratarse de algo absolutamente coincidencial, pero eso no significa que la casualidad sea capaz de quitar el miedo hacia alguien al que sentimos como aspersor de mufa, de sal, de infortunio a manos llenas, así esa no sea su verdadera intención.

Hay personas a las que les pusieron ese piano en la espalda. Cargan con una especie de sombra negra que los acompaña en todos los senderos que transitan o con sus palabras proféticas hacen que aquel que tenía el sol a sus pies termine siendo abrazado por nubes negras. Algún primo que tiene prohibido, por dictamen familiar, ir al estadio en las finales porque siempre que va, el equipo al que le hace fuerza pierde. Hasta la famosa revista El Gráfico en algún momento se puso esa cruz: decían que después de que un jugador de fútbol coronara foto de portada y entrevista exclusiva para abrir edición, terminaba bajando ostensiblemente su rendimiento. No siempre pasaba, pero con que ocurriera una vez bastaba para alargar el mito. También sucede con futbolistas famosos, como Aaron Ramsey, el galés al que le atribuyen la muerte de un famoso cada vez que logra anotar un gol, y los ejemplos siguen y siguen alrededor de las supersticiones, el sino trágico y un ser humano al que se le achacan todos los males del mundo que puedan producirse en una cancha. La parte más terrible es que no hay manera de sentir que poseemos un antídoto, un hechizo que contrarreste esa energía.

Es una condena que algunos viven sin querer y que otros le endilgan a ese inocente que, parado con las manos en los bolsillos y sin entender bien cuál clase de leyenda macabra se ha levantado sobre él y sus poderes, termina siendo el símbolo de ese mail nunca reenviado a todos los contactos para evitar siete años de desgracias. Es ese personaje humanado que carga el lastre de ser un espejo roto.

La suerte quiso que Zinedine Zidane arribara a esta Copa del Mundo en medio de burlas. El francés, crack tremendo y campeón en el 98, estaba acabado, según la crítica especializada —en cagarla—, y el comienzo de los franchutes fue más que discreto: les costó bastante trabajo salir airosos de una zona en la que los contrincantes eran Corea del Sur, Suiza y Togo. La gasolina jamás iba a darles posibilidad de alcanzar la meta trazada por el calvo 10 y por el entrenador Raymond Domenech, también destinatario de toda clase de mofas. Tipo histriónico y de carácter digno de conectarlo a un estabilizador de voltaje, decían que Domenech armaba las convocatorias para encontrar a los elegidos de su selección a partir de lo que le revelara la carta astral de cada uno de sus futbolistas. Es decir, si un delantero acababa de marcar 35 goles en la liga italiana, pero su registro civil de nacimiento indicaba que su nacimiento se había dado entre el 23 de septiembre y el 21 de noviembre, no era digno de recibir la oportunidad.

Una de las reglas no escritas de Domenech era tratar en lo posible de no convocar futbolistas regidos bajo los signos de Libra y Escorpión.

Del otro lado estaban los italianos, que alcanzaron a pisar tierras alemanas en medio de un escándalo que movió cada uno de los cimientos de su liga: se había comprobado que Luciano Moggi, presidente de Juventus, presionba árbitros para favorecer los intereses de su institución. Otros equipos, como Lazio, Fiorentina, Reggina y Milan, también quedaron implicados, pero la mayor culpa la cargó Juventus: los dos campeonatos ligueros obtenidos entre 2004 y 2006 les fueron arrebatados por las certezas surgidas ante tantas estratagemas y malas artes. Fuera de eso, ese equipo —uno de los más populares del mundo— fue castigado con el descenso a segunda división. Y en el ínterin se especuló sobre la participación de varias figuras de la selección italiana en asuntos de apuestas, así que los fantasmas de otros tiempos empezaron a volver más turbio todavía el presente del conjunto que conducía el obsesionado fumador de tabacos Marcello Lippi.

Porque Italia ya conocía estos problemas que la pusieron a caminar por la estrecha cornisa de la ilegalidad. En 1982 la escenografía dramática parecía una copia offset de lo que ocurría en el 2006, aunque con tintes mucho más graves. Ese año el totonero fue una verdadera vergüenza porque entre algunos jugadores, dirigentes, técnicos y árbitros decidieron amangualar resultados para favorecer a los apostadores y así cobrar jugosas comisiones por los favores realizados. Uno de los señalados fue Enrico Albertosi, que no era cualquier patihinchado; todo lo contrario, era el arquero titular del AC Milan y, como para completar, su presencia se hizo casi eterna en el arco del seleccionado azzurro, ya que participó de las copas del mundo de 1962, 1966, 1970 y 1974. Al hombre le cortaron las manos: la justicia decidió suspenderlo de por vida.

Otro de los nombres que surgieron en plena investigación fue el de Paolo Rossi, promisorio atacante que era capaz de marcar muchos goles con un club modesto como Perugia, pero que quedó pegado a la enredadera de los amaños y recibió un castigo de dos años, suspensión que casi no lo deja llegar a la copa realizada en España, en la que se coronó como goleador con seis anotaciones. Con semejantes precedentes, nada parecía claro para franceses e italianos.

Pero el torneo se fue desarrollando en medio de las invasiones de campo de los hinchas a las prácticas de Brasil, en donde querían todos llevarse pedazos de Ronaldinho a su casa. El crack estaba en su mejor momento: tras largarse del París Saint Germain, un club muy chico para poder desplegar sus alas, aterrizó en Barcelona y allí encantó a todo el mundo de la mano de Frank Rijkaard, el entrenador que supo sacarle el jugo que otros no. Con la camiseta del equipo catalán se dio el gusto de que el estadio Santiago Bernabéu, casa del Real Madrid y enconado rival del barcelonismo a lo largo de la historia, se levantara para aplaudirlo al unísono al finalizar un clásico que favoreció a Barcelona con un holgado marcador de 0-3 con el que batieron al Madrid gracias a una actuación sideral y gigantesca del 10. El camino del monstruo que cuatro años atrás conseguía el Mundial de Corea y Japón estaba aún más claro porque él y su magia también dejaron al Barcelona en lo más alto de Europa cuando se llevaron —a pocos días del comienzo de Alemania 2006— la Liga de Campeones de Europa, batiendo al Arsenal de Londres. Sin embargo, Brasil se quedó afuera por cuenta de los franceses, que lo sacaron en la fase de cuartos de final por obra y gracia de un Zidane que se disfrazó en aquella jornada de Ronaldinho.

Inglaterra y su mejor generación vieron por enésima vez que sus sueños de campeonar se quedaban en el papel por su mal tino para patear penaltis en la definición de cuartos ante Portugal. Coincidencialmente les había ocurrido lo mismo ante los portugueses dos años atrás, en la Euro 2004. Los argentinos, de juego vistoso gracias a su plantel y a la buena organización de José Pékerman —por ejemplo, ante Serbia hicieron uno de los mejores goles del torneo al tocar la pelota 26 veces antes de mandarla a la red— también se vieron perjudicados por las definiciones de penal. La suerte les puso una zancadilla atroz: en cuartos vencían 1-0 a los alemanes y el DT decidió sacar de la cancha a Juan Román Riquelme para darle descanso. Apenas abandonó el campo el 10 de Boca, el arquero Roberto Abbondanzieri se lesionó, lo que obligó a un segundo cambio, hecho más por emergencia que por convicción. Con una sola modificación disponible, a Pékerman le tocó apostar, como en el programa Quién quiere ser millonario a la opción 50/50: o metía a Messi —que estaba en el banco porque no era el Messi de hoy— o a Julio Cruz, delantero de gran estatura que podía aportarle defensivamente y en ofensiva. Cruz al final ingresó a la cancha y Alemania igualó. ¿Qué habría ocurrido con Messi entre los 11?

Franceses e italianos disputaron la final. Vencieron los tanos, también por penales y por la viveza de Marco Materazzi, víctima del cabezazo más famoso de la historia: el que le dio Zinedine Zidane en el juego y que opacó el gran torneo hecho por la figura de Francia.

La suerte es así: esquiva. Y si no, que le pregunten a Pelé.

NOSTRABAMUS

La racha comenzó en 1990. La Gazzetta dello Sport, aquel tradicional diario deportivo italiano, sin querer comenzó con una tradición extraña que se terminó de extender durante seis copas del mundo. Acá comienza la racha de Edson Arantes do Nascimento, ‘Pelé’, el mismo que le dio a su país tres copas del mundo y que paralizó a Bogotá durante una caminata de la solidaridad por Colombia. Para muchos fue el mejor jugador del mundo, pero para todos es el tipo con peor capacidad de adivinación.

Con un agregado: sus elecciones personales terminan echándoles abundantes cantidades de sal a quienes designa como favoritos para dar una vuelta olímpica. En ese 1990 del que empezamos hablando, un periodista de la Gazzeta le preguntó al tipo de los 1283 goles cuál era su favorito para obtener el Mundial de ese año. Pelé, tomándoselo con tranquilidad, le espetó que Italia debía ser el campeón por su gran juego y porque oficiaba como local.

En esa ocasión no se le dio el pronóstico porque a pesar de las profusas ayudas arbitrales, los italianos fueron incapaces de doblegar a los argentinos, que fueron los que se quedaron con el cupo a la final. Pero bueno… esa clase de cosas son circunstanciales. ¿Quién no ha fallado alguna vez en un vaticinio? El problema comienza a aparecer cuando se empieza a errar todo tipo de pronóstico.

En 1994 de nuevo el mismo juego de poner al pobre Pelé a pronosticar el futuro, como si fuera Walter Mercado. Pero el man tampoco se ayuda mucho porque esa pose le gusta, la de ser consultado como si se tratara de Sai Baba, como si él en realidad fuera un consiglieri, una biblia, un oráculo divino del que la humanidad misma debía confiar, y ese jueguito terminó siendo costosísimo. Para el Mundial de Estados Unidos, Pelé se aventuró y lanzó un ‘palo’ de esos que nadie esperaba: él, con su sapiencia suma, advertía que el conjunto con mayores posibilidades de guardar el trofeo en sus vitrinas era aquella vistosa selección colombiana encabezada por Carlos Valderrama, Faustino Asprilla y Freddy Rincón. No importaba que nuestro país poca tradición tuviera. Su juego envolvente y la goleada contra Argentina 0-5 en Buenos Aires le llenaron el pecho de emoción. Pues qué miseria, porque lo del equipo de Francisco Maturana no pudo salir peor: amenazas sobre la delegación, eliminación tempranera, derrotas impensadas ante Rumania y Estados Unidos y la muerte de Andrés Escobar configuraron uno de los cuadros más espantosos y tristes de los tiempos en los que el fútbol fue un deporte.

Llegó 1998 y ya cualquiera empezaba a pasar saliva si Pelé se pronunciaba porque claramente lo suyo era una antisentencia. Pensó en aquella ocasión en España y en un conjunto que en eliminatorias demostraba que estaba más fuerte que nunca. Ese iba a ser el caballo ganador en el que cabalgaría. Lástima que de nuevo el vaticinio fue tan frustrante como un coitus interruptus: España, mostrando lo peor de su esencia, cayó en el encuentro inicial frente a los entusiastas nigerianos, con el añadido de que el seguro arquero Zubizarreta anotó un gol en su propia puerta. Después, por cuenta de las voladas de José Luis Chilavert y la imprecisión para definir, los ibéricos no pasaron de un empate sin goles frente a los paraguayos. El tercer partido no les sirvió de nada a los hombres de la roja, porque, aunque acabaron con la patética Bulgaria —que no era ni sombra del chispeante equipo que dio la sorpresa en USA 94— con una estrepitosa goleada de 6-1, esos cuatro puntos alcanzados no resultaron suficientes frente a sus rivales de grupo. Paraguay hizo cinco, y Nigeria, seis. El favorito de Pelé se quedó fuera en primera fase.

Ya daba miedo que Pelé abriera la boca y los periodistas no querían ni cruzar media palabra con él, si es que el tema eran los candidatos. La experiencia fallida del crack hizo su propio trabajo dentro de su alma, y entonces Pelé pensó que tal vez no era tan buena idea jugar todas las monedas del casino en un solo número de la ruleta. Por eso para Corea-Japón 2002 volvió ese rito, esa pregunta, y él, vivísimo y canchero, pensó que si daba dos opciones podría abrir el paraguas y rebajar su propio margen de error. Con su dedo índice señaló a Francia y Argentina como los que partían con las mayores posibilidades de triunfar. Y como para tener una salida de emergencia cercana sumó en su ramillete a Portugal. Ya con tres oportunidades el asunto podía ser más fácil en términos de acierto. O eso debió imaginar él en su inocencia…

Francia armó el mayor papelón de su historia mundialista, tanto que el entrenador tuvo que ir al parlamento de su país para justificar su eliminación en primera fase ante Dinamarca, Uruguay y Senegal. Contra los contrincantes apenas hizo un punto (0-0 contra los uruguayos) y no pudo marcar ningún gol en la competición. Argentina, por su parte, no resultó una mejor tabla de salvación: la albiceleste se despedía en primera ronda al no poder superar a suecos, nigerianos ni ingleses. Portugal fue el charco de vómito que le dio a sus pronósticos un broche de hojalata inigualable: sin importar que los portugueses pintaban para mucho más, ¡también quedaron eliminados en la fase de arranque! Les fue imposible ganar esa lucha contra coreanos, estadounidenses y polacos.

Y ¿ahora? Seguro que a alguien en el 2006 le iba a caer con lo mismo. Y cuando era interrogado ya no parecía tan despreocupado como en aquel inicio de 1990. Pelé, apenas le tocaban el tema, se ponía nervioso, acomodaba el cuello de su corbata y profusas gotas de sudor llenaban su frente de turbio rocío. El gran Pelé se dejó acorralar por su propia omnipotencia mal entendida: empezó a disparar nombres: Brasil, República Checa, Croacia, Inglaterra, Alemania, Argentina y México. De vainas no dijo que los 32 eran favoritos. Menos mal nunca pronunció esa sentencia porque seguro pasaba algo, el Mundial se suspendía y el título iba a quedar desierto.

Brasil, Inglaterra y Argentina se despidieron en cuartos; República Checa no alcanzó a superar la ronda inicial; Croacia tampoco; y México se iba a su país en octavos.

Dijo siete países. ¡Siete! Para fortuna de Italia y Francia, él nunca los contempló como una opción.