1978: VIS

Son muchos los trucos que ha inventado el ser humano para ejercer un extraño derecho —que a veces más que un derecho es un deber— y es caer en la tentación de recurrir a la VIS, mejor conocida como venganza inofensiva silenciosa. Pero para aterrizar este concepto se requiere una explicación mucho más avanzada.

El ser humano, concebido como tal, es de emociones, pero también de reuniones permanentes en la cabeza para saber manejar esas cargas pasionales en dosis que sean suficientes como para que haya un desfogue natural a sus propias frustraciones y que aunque sus reacciones puedan afectar el entorno, no genere daños irreparables al respecto. La venganza tiene su propia motivación, y es la búsqueda del equilibrio de cargas en el mundo real. Y el equilibrio del alma, de ese intangible que puede dar vueltas en su cama sin conciliar el sueño, tratando de buscar la paz refundida por un instante de desasosiego hasta que una pequeña acción cometida por el cuerpo, que es un instrumento muy recurrente, termina revitalizando nuestro propio interior haciendo una especie de limpia, muy recomendable hasta cierto punto, pero que no traspase los límites del Código Penal colombiano.

Usualmente esta clase de catarsis motivada por desear el mal al que nos hizo daño se lleva a cabo de formas silentes, casi sin que nadie pueda detectarlo, solamente el alma atormentada de aquel que necesita encontrar ese instante se da cuenta del proceso.

Pero la teoría no deja de ser aburrida y poco demostrativa. Por eso el equipo de investigadores que ha llevado la misión de rebuscar dentro de estas páginas maneras distintas de contar lo que todos saben, pensó en esta variante como un efectivo gancho que seguramente se verá representando en la copiosa venta de este material didáctico. ¿De dónde sale la VIS y cómo es su modus operandi?

Es sencillo: un superior lo encara a usted en un día de trabajo y decide culparlo por cuenta de una responsabilidad laboral que no hace parte de su competencia y, fuera de eso, lo amenaza diciéndole que si eso no se soluciona de manera pronta, él mismo anexará una anotación en su contra para la hoja de vida. Todo lo contrario, el responsable de esa tarea era él, el dueño del poder dentro del cubículo oficinístico. Entonces, mientras usted se acerca tranquilamente hacia la greca para tomarse un tinto, su superior le dice que por qué no ha terminado de sacar adelante la misión de revisar los balances de pérdidas y ganancias de la compañía.

Usted piensa: “Yo los hice, los revisé y dejé de pasar dos fines de semana completos con mi familia para que estuvieran listos y, además, cuando estaba tratando de escapar de esa gripa miserable que me desgarra los pulmones cada vez que toso y que desgaja una cascada mucosa imparable en el instante en el que el cuerpo se empieza a retorcer por cuenta de un ataque sistemático de estornudos que demuestran lo débil que se encuentra mi sistema inmunológico, mi jefe, el mismo que me está reclamando por algo que él no ha hecho, que es pegarle una mirada a un trabajo que reposa en su escritorio hace una semana y media, me dijo que no, que ni de vainas podía ausentarme de la oficina porque la gripa y el malestar no son contemplados por los hombres de pelo en pecho a la hora de pedir una incapacidad.

”Él, el jefe, el que se gana todos los créditos cuando yo hago las cosas bien y ni siquiera a mí me corresponde una sola migaja del éxito que ostenta con avemarías ajenas, no se ha dignado a mirar una sola página de los informes porque se va a la hora del almuerzo con la secretaria y no regresan nunca más a la oficina. Si él no los revisa, no pueden ser trasladados a otro lugar, a la junta que se viene con los accionistas. ¿Y me está echando a mí la culpa?”.

Es ahí donde el trabajador honesto, pero que está enceguecido por la rabia de una situación a todas luces injusta para con su integridad, acumula rabia desde la punta del pie hasta el poco pelo que se cierne sobre su cráneo malgastado y enfermo. El paso siguiente es encontrar el momento justo para pegar bajo, pero de manera solapada, no sea que si se le va la mano pierda el trabajo.

El jefe, después del regaño, le ordena que, ya que está ahí parado al lado de la greca sin hacer nada, le lleve un tinto a su despacho. Con dos de azúcar, por favor. Es ahí donde aparece en escena la VIS, aquel efecto placebo que trae descanso a las tribulaciones. Usted ve el pocillo del jefe y mira hacia los cuatro costados, como el pirata que se apresta para realizar un pillaje y se da cuenta de que en ese pequeño salón están usted y la venganza mirándolo a los ojos de manera penetrante, azuzándolo para que aproveche el instante y pueda pergeñar de una vez por todas el acto de limpieza que su propia conciencia pide a gritos.

Los fluidos blanquecinos de su nariz parecen no contar con una represa suficiente que detenga la viscosidad que se quiere salir de las fosas. Es que la gripa está en su peor momento. Es ahí cuando los ojos enfocan el fondo impecable de la taza, la que va a llevarle a su jefe. Usted de nuevo vuelve a observar con sigilo tanto el flanco izquierdo como el derecho; revisa la retaguardia y la vanguardia, y la fortuna insiste en que la ocasión está servida. Usted tapa con el dedo índice de la mano derecha la fosa nasal del mismo lado, acerca su nariz a la taza y sopla con la fuerza de un huracán que le hace doler eltabique, a través de la fosa izquierda que está cubierta de moco. El rocío empieza a caer sobre el fondo del pocillo y usted sabe que su jefe se va a tragar ese pedazo suyo de putrefacción y que lo merece, además.

La acción es rápida y efectiva. Dura un segundo, un segundo y medio a lo sumo. Para ocultar rastros, usted toma la manga de su camisa y retira con poca delicadeza los sedimentos que quedaron del bombardeo. Luego conduce el pocillo hacia la greca y sirve un generoso chorro de café que cubre la evidencia, que termina disolviéndose aún más con las dos cucharadas de azúcar y el palito plástico con el que se rebullen ambas sustancias que ya son una sola. Ya la mezcla de cafeína y esporas invisibles infecciosas están servidas y listas para el consumo.

Llega el momento de la ambrosía. El jefe sigue regañando, pero usted no oye. Solo concentra su mirada en el humeante café. Y todo ha valido la pena cuando el déspota ese se lo ha bajado de un solo trago.

Las modalidades varían: otros deciden no limpiarse la mano derecha después de una profusa visita al baño y estrechan la mano de su enemigo que sonríe mientras es sometido a una transfusión de coliformes; otros untan un helado en la parte trasera del saco del desprevenido verdugo que ahora es víctima…, pero siempre debe llegar hasta ahí. Nunca se debe sobrepasar el límite de la legalidad. Esa es una condición que hace de la VIS una manera de poder reír para no estar llorando las 24 horas del día.

EL TRUCO DE LAS BOLAS Y EL CONEJO

Miedo. Eso se respiraba en Argentina durante la realización de la Copa del Mundo 1978. El país estaba regido bajo el terror de una Junta Militar que producía espanto: la encabezaba el teniente general Jorge Videla, y a él lo secundaban el almirante Emilio Massera y el brigadier general Orlando Agosti. Ellos, en un plan denominado Proceso de Reorganización Nacional, tomaron el poder en 1976 y expandieron desde esos tiempos un reino oscuro y cruel ante aquellos que consideraban subversivos o diferentes, fueran homosexuales, judíos o tipos que leían libros, porque hasta en esos tiempos quema de libros hubo. Ellos, desde su ceguera, lo consideraban un acto pedagógico —cualquier parecido con el idiota de tirantas y afilados colmillos de estos lados es coincidencia ideológica, sobre todo— y un llamado a conservar los valores católicos intactos frente a la podredumbre que se podía enquistar en la mente de aquellos que traspasaran las páginas de aquellos textos apócrifos.

El torneo comenzó, a pesar de los llamados de diferentes organizaciones de activistas para el respeto de los derechos humanos en torno al cúmulo de raptos, desapariciones y asesinatos cometidos en nombre del ennegrecido poder de los del quepis, pero la comunidad internacional a veces parece pesar poco a la hora de equipararla con el fútbol. La bola rodó de inicio en el Estadio Monumental de Núñez, con el encuentro disputado entre Alemania Occidental, campeón reinante, y Polonia, que no dejó mucho para recordar: 0-0, pero los gritos de emoción que se dieron en el mítico coliseo donde River Plate hace las veces de local, callaban los alaridos de horror que se asfixiaban en medio de las paredes de la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), sitio al que condujeron a miles de argentinos de los que nunca se supo más y que estaba ubicado a 1000 metros de la sede del juego inicial y del encuentro final que ganó Argentina 3-1 a Holanda.

A medida que los partidos seguían su curso los que estaban como turistas no se daban cuenta de nada. Incluso muchos locales tampoco parecían estar tan enterados de lo que pasaba durante las noches en diferentes lugares del país: de repente, en medio de la noche aparecía rumiando el potente motor de un Ford Falcon frente a una casa. Del vehículo se bajaban cuatro tipos que tenían como única máscara la oscuridad e ingresaban a un domicilio previamente estudiado en búsqueda de sospechosos. La escena siguiente era un hombre amordazado y con los ojos vendados que era conducido al baúl del Falcon o a la parte trasera del vehículo mientras que atrás, la familia entera gritaba tratando de impedir la detención ilegal. Casi siempre aquellos que salieron en esas condiciones de su hogar nunca volvieron a pisarlo. Y los automóviles utilizados en los secuestros macabros pasaban inadvertidos: eran de color verde y no tenían insignias ni escudos que los identificaran como carros del Estado. Eran vehículos particulares que de día podían servir para llevar a los hijos al colegio y en la noche para llevarse los hijos de los demás hacia el limbo. La orden de la Junta Militar fue justamente esa: adquirir los Falcon a la compañía Ford con el requisito del color verde y con placas particulares. En total adquirieron 90 para tales fines.

Y en la Selección se colaba algo de esa información. César Menotti, el entrenador escogido para conducir los destinos del equipo nacional, alguna vez fue presionado. También, cuenta la leyenda, intermedió para ayudar a algunos amigos detenidos. Él, la cabeza del proyecto futbolístico en el pizarrón, pertenecía al Partido Comunista y hasta tenía el carnet que lo identificaba como miembro activo. Imposible saber cuál habría sido la suerte del DT, tipo de gran diálogo y amigo de intelectuales como Fontanarrosa, Serrat y Eduardo Galeano, de no haberse conseguido la coronación que les dio su primer título mundial al vencer en la gran final a la selección de Holanda 3-1.

Hace poco, Alberto Tarantini, extraordinario lateral derecho de ese conjunto y que era reconocido por su look afro y las medias a la altura de los tobillos, dijo en una entrevista que habló en una reunión social durante la Copa con Jorge Videla, el temible jefe de Estado. Se lo cruzó en un pasillo para tratar de interceder por tres amigos suyos que recibieron la visita de los Ford Falcon. Sentía internamente que era su deber charlar con Videla y pedirle clemencia, pistas sobre el paradero de los suyos y si su chapa de jugador de fútbol profesional de gran carisma sería suficiente como para encontrar el camino de la liberación de aquellos que estaban atrapados entre cadenas, vendas en los ojos, golpizas y choques eléctricos.

La respuesta fue frustrante: con arrogancia el teniente general le respondió que él no estaba encargado de esas cosas y lo dejó ahí, en medio del coctel, de los brindis de ocasión y del rumor de los cubiertos que se estrellan ordenadamente con los platos de cerámica mientras los comensales trataban de seguir ensalzando a los que estaban al frente de la nación. Tarantini y su intento por salvar tres vidas terminó en nada. No por culpa suya, por supuesto: hizo lo más duro, que fue encarar a la cabeza intelectual que estaba perpetrando la barbarie, pero no dejó de ser una decepción y un dolor de esos que se enquistan en el alma.

Tarantini era un guerrero en el campo, y siempre, defendiendo los intereses de Boca, River, Birmingham, Talleres de Córdoba, Toulouse y otros clubes, su imagen característica, que también trasladó al seleccionado, era la del hombre que abandona el campo de juego cubierto de tierra y barro, siendo el terror de los encargados de lavar la ropa en los equipos. Pintoso y con charm se casó tiempo después con ‘Pata’ Villanueva, una modelo de dilatada trayectoria nocturna y comportamientos alejados de las buenas artes matrimoniales, pero siempre su espíritu de lucha lo destacó entre los demás. No se iba a quedar ahí, pensando que ya había hecho su tarea frente al represor Videla. Porque cuando se quedó solo, sin interlocutor a pesar de su intención de convertirse en mediador humanitario, supo que a sus tres amigos jamás los volvería a ver.

Mientras que todo eso ocurría, Túnez era picante; Alemania Occidental se despedía en la segunda fase del torneo (por esos tiempos en la Copa del Mundo solamente extendía el cupo a 16 naciones); Brasil era mediano y sin brillo, salvo los fierrazos que metía el genial lateral Nelinho, autor de los goles más lindos, incluso por encima de tipos como Roberto Carlos, y que vencían porterías con violencia; España era un fantasma que, además, quedó en ridículo por el gol increíble que falló Cardeñosa con el arco solo frente a Brasil —el ibérico, que jugaba entonces para el Betis de Sevilla, interceptó un mal agarre del arquero Leao, que salió muy lejos de su portería para cortar un centro llovido, y el balón referencia Tango Adidas le quedó a Cardeñosa en el punto del penal con el arco desguarnecido, se demoró en rematar, y cuando decidió hacerlo, disparó justo en el lugar en el que un zaguero brasileño se ubicó para tratar de evitar la conquista—; Alemania perdía sus opciones de repetir final y título luego de caer frente a los alegres austríacos 3-2; Holanda se hacía magnífica sin la presencia de su máxima estrella, Johan Cruyff, que no viajó a Argentina porque una amenaza de secuestro contra su familia lo obligó a quedarse en su casa, pero que contaba con Arie Haan, Neeskens, Rep y Rensenbrink como puntas de lanza; y Perú deslumbraba porque el arquero Quiroga atajaba lo que le patearan, y Cubillas, con gran sutileza, era capaz de patear un tiro libre con perfil diestro con la parte externa del zapato y engañar así a la barrera escocesa y al portero Alan Rough.

Y ¿Argentina? Pasó con dificultad la zona de grupos venciendo a Hungría y a Francia, pero cayendo ante Italia. Después sacó a Polonia del camino, igualó con Brasil y goleó a los peruanos en un partido en el que las sospechas de un arreglo de los incas para dejarse ganar con amplitud —Argentina tenía que marcar más de cuatro goles para entrar a la final— se han hecho hoy más fuertes que nunca luego de que José Velásquez, integrante del plantel peruano, declarara hace muy poco que seis de sus compañeros en cancha se habían “vendido” para que Argentina no tuviera mayor resistencia. Señaló con el dedo acusador a Rodulfo Manzo (defensor central que el año siguiente, a pesar de su mala actuación, terminó jugando en… Vélez Sarsfield de Argentina), Juan José Muñante, Ramón Quiroga (arquero, nacido en Argentina) y Raúl Gorriti, que no se pudo defender de las acusaciones: murió hace tres años. Incluyó en la lista el verborrágico Velásquez a dos integrantes más, pero se reservó sus nombres porque “son famosos”.

Justamente en ese partido Tarantini —ante la laxitud de Manzo en la marca— clavó con un inolvidable cabezazo uno de los tantos con los que Argentina humilló a Perú 6-0. Fue el único que hizo en 64 partidos con la camiseta albiceleste. Celebró la anotación con inusitada rabia, lanzando putazos al aire, nadie sabe si como catarsis por aquel diálogo inconcluso con Videla.

La final, que favoreció de nuevo a los argentinos contra Holanda, desató la celebración en toda la nación y desde el palco presidencial Jorge Videla y sus secuaces se frotaban las manos por el uso efectivo que le habían dado al fútbol como cortina de humo para desvanecer tanta sangre derramada.

Ya en la intimidad del camerino Tarantini, sucio y pletórico de alegría, entró a ducharse al igual que el resto de sus compañeros. Ahí una voz estentórea que saltó de la nada le pareció conocida: era otra vez Jorge Rafael Videla, que ingresó al camerino para felicitar uno a uno a los artífices de la proeza deportiva, y ahí al lateral —al que apodaban Conejo—, se le vino a la mente una idea de VIS que podría incluso darle plata: cuando el presidente de la Junta Militar se acercaba, Tarantini le tocó el hombro a Daniel Passarella, defensa y capitán del equipo argentino, y le apostó mil dólares a que él, con su afro y su caradurismo, le estrecharía la mano a Videla, pero no sin antes habérsela pasado por los testículos. Passarella vio imposible la opción y aceptó el reto.

Tres segundos después el ‘Conejo’ Tarantini oyó que Videla pronunciaba su nombre y que estaba a su lado, con la sonrisa del poderoso que se endilga el triunfo de los demás sin el mayor asomo de recato, porque Videla se sentía tan campeón del mundo como los 23 convocados. Tarantini se refregó las bolas frente a él y le estiró la mano derecha al mandatario, quien, sin poder de reacción y tratando de disimular, se la apretó en lo que resultó ser un acto de justicia poética por sus amigos desaparecidos. Fue un pequeño triunfo en medio de tanta adversidad.

Y ¿los mil dólares? En una entrevista llevada a cabo 34 años después del suceso, Tarantini dijo que aún estaba esperando que Passarella se pusiera al día con la deuda.