1974: AMENAZAS
Cuando la paz se siente tocada desde lo más íntimo, es porque quien está perturbándola es un ente que no se puede identificar con exactitud más allá de que se tengan certezas de su procedencia o del villano poderoso, omnipresente y conocido por todos, pero al que no se le puede contradecir, so pena de perder la batalla. A veces hasta cómico resultaría encararlo de frente porque los que lanzan amenazas saben cómo trabajar y dañar la mente del encargado de recibirlas. De golpe son tan caraduras de negarlo, así todas las pruebas parezcan estar en su contra, pero, alterados por sentirse expuestos frente a miles que comienzan a sospechar de los indicios que lo apuntan, llaman a sus hombres, a los que se esconden en las esquinas con poca luz, para que se encarguen de hacer ver el cumplimiento de la amenaza como un simple accidente al que podríamos estar todos expuestos.
Igual, hay un camino entre el punto A y el punto B: la llegada del comunicado que desequilibra, el arribo del mensaje que intranquiliza y la ejecución —nunca mejor utilizada esa palabra en este contexto— de aquella intimidación proferida de manera soterrada. Pero entre esos dos puntos de conexión la salud mental termina arruinándose tanto que parece mejor ser acuchillado en plena calle o torturado en una caballeriza que transitar ese sendero de la incertidumbre. Eso de salir y sentirse observado, de sentir que los niños no pueden estar solos mientras van al colegio, de irse hasta la cocina para mirar detenidamente de dónde sacan los alimentos que van a cocinar, de pensar que el escolta designado para cuidar al amenazado se quedará dormido cada vez que el auto se detenga… Y ¿si el guardaespaldas es un infiltrado y hace parte de la conjura?
Y cuando hay un stop en esa vorágine de pensamientos, suena el teléfono a las tres de la mañana. La voz de alguien dice desde el otro lado de la línea que el que acaba de levantar el auricular está destinado a morir la próxima semana. Esa voz, tomándose atribuciones de Dios —que de acuerdo con la religión es el que guarda en relojes de cuenta regresiva el tiempo que cada ser humano estará en la Tierra— es la que termina acortando los plazos de supervivencia.
Los mundiales de fútbol no han sido ajenos a semejantes situaciones. Ya en el de 1930 se hizo la mención de Luisito Monti, el tipo que nunca conoció el miedo hasta el día de la gran final del campeonato ante los uruguayos y en 1934 el gesto de Benito Mussolini cada vez que se acercaba al camerino de la selección de su país antes de disputar un juego importante.
Esa clase de presiones pavorosas y decadentes —porque, evidentemente, el que amenaza se siente inferior, débil y de ahí que acuda al constreñimiento para obtener sus maléficos fines— no se detuvieron ahí, y por eso, aunque este es el Mundial de 1974, a veces otros capítulos sirven para contar cosas que se quedaron por fuera. Véalo como un añadido, mejor, ya que vale la pena reseñar esos instantes en los que el terror resultó un método de enajenación lo suficientemente fuerte como para acabar con el sueño —de manera literal y metafórica— de los que estaban inmersos en una historia común que concluyó en espanto.
Por ejemplo, el bonachón y respetado Carlos Alberto Parreira. El hombre sabe lo que es viajar a lugares de extrema dificultad e imponer sus ideas: su primera aventura mundialista lo tuvo al frente de la modesta Kuwait en 1982. Después en 1990, el DT brasileño vio cómo los jeques del país prometían a sus futbolistas que si eran lo suficientemente valientes como para marcar un gol a sus adversarios de zona, ellos, de su dinero, les regalarían a los anotadores un Rolls Royce: Ali Thani Juma’a y Fahad Khamees Mubarak fueron los favorecidos al vencer las vallas de Yugoslavia y Alemania, respectivamente. Cuatro años después, Parreira era el timón de la selección nacional de su país, que alcanzó, luego de 24 años de espera, la cuarta Copa Mundial de la FIFA. En Francia 98, asumió rápidamente la dirección de Arabia Saudita y el equipo se terminó yendo con la misma velocidad, y en el 2010 se encargó de los destinos del anfitrión, Sudáfrica.
¿Quién iba alguna vez a pensar en Parreira como un enemigo? En teoría no hay motivos suficientes para ensañarse con él, pero en aquella Copa del Mundo de Francia 98 el buen entrenador entendió que lo mejor en esa ocasión no era rebelarse ni pelear hasta el final, sino poner pies en polvorosa. En el primer partido, su equipo, Arabia, cayó 1-0 frente a Dinamarca. La expectativa de los dirigentes de la Federación de Fútbol de ese país era, como mínimo, igualar los octavos de final logrados en USA 94, y no les gustó mucho que su seleccionado saliera derrotado en el debut. Francia sería el segundo escollo por brincar, con tan mala suerte que en pleno salto olímpico los árabes terminaron estrellándose de cara contra el caballete: los galos los atropellaron con superioridad indiscutible, enchufándoles sin misericordia un contundente 4-0 —jugando, además, los franceses con 10 hombres, por la expulsión de Zinedine Zidane—. Con ese marcador la esperanza de llegar a segunda fase del torneo se hizo escasa, casi quimérica. Era más sencillo pensar en precios accesibles y cómodos en un restaurante de Cartagena que suponer que Arabia podría pisar la ronda de los 16 mejores.
Con el 4-0 a cuestas, Parreira entró al vestuario junto con sus jugadores. Vio un par de personas que no eran de la delegación, y en el lugar en el que él se sentaba a imaginar tácticas, un sobre. Lo abrió y decía: “Estimado señor Parreira: por su salud es mejor que usted no vuelva a pisar nuestro país”. Acto seguido, Parreira abandonó el camerino y se dirigió al aeropuerto para devolverse a Brasil. Y lo imagina uno con una pequeña maleta de mano, usando la misma sudadera del partido que acababa de perder y bañándose en el Charles de Gaulle, sin intenciones de pedir que, por favor, le empacaran el libro de bricolaje y las fotos familiares que dejó en Arabia y que si alguien le podía ayudar a desconectar los bornes del carro que estaba en el garaje para que la batería no se echara a perder. El tipo tenía claro que por allá no podía arrimarse ni en chiste.
Colombia misma supo soportar algo peor que eso. Sin siquiera haber pisado la cancha del Rose Bowl de Los Ángeles en lo que sería su segunda salida —en la primera caía sorpresivamente derrotada 3-1 frente a Rumania— para jugarse la vida ante Estados Unidos, una llamada alertó a Francisco Maturana, director técnico nacional. Habían dejado el mensaje de que Gabriel Jaime ‘Barrabás’ Gómez no debería jugar o habría represalias graves. Barrabás, uno de los futbolistas más cuestionados en la formación inicial de esa escuadra, era volante de marca, y aunque buen jugador sí era, la crítica especializaba consideraba que tanto él como Leonel Álvarez tendrían que haber sido suplentes en ese Mundial, por debajo de Herman ‘Carepa’ Gaviria y Harold Lozano, dos talentosos jóvenes que se hicieron famosos por su nivel en el Preolímpico de 1992 en el que Colombia consiguió el subcampeonato.
Maturana y el resto de los integrantes de la selección entraron en pánico, pero el DT entendió que no era conveniente ceder: ‘Barrabás’ y Leonel, titulares. Al final Colombia perdió 2-1 y, sin duda, aquella amenaza tuvo que ver en la derrota. ¿Cómo salir tranquilo a disputar un partido clave para tener posibilidades de ingresar a octavos con semejante piano de cola encima? Paradójicamente, y ya eliminados, el tercer duelo del grupo ante los suizos dejó en la línea inicial a Gaviria y Lozano, en detrimento de Gómez y Álvarez. Colombia ganó 2-0 a los helvéticos con goles de Gaviria y Lozano.
La posterior muerte de Andrés Escobar demostró que esa clase de mensajes intimidatorios eran reales. Y capaces de desestabilizar lo que fuera.
Harald Schumacher, el portero de la selección alemana, fracturó al delantero Patrick Battiston en las semifinales Francia-Alemania del Mundial 82: le fisuró una vértebra, lo dejó inconsciente en el campo y del golpazo que le dio con su cuerpo —que era como un molino de carne— también le bajó varios dientes. La acción, que no recibió castigo, terminó siendo un suplicio para el portero, porque además de ser tildado como el tipo más mala leche del fútbol mundial y de ser un gamín capaz de cambiar una llanta sin el uso de ninguna herramienta, tuvo que contratar guardaespaldas tras este suceso. A su casa empezaron a llamarlo para decirle que sus hijos y su esposa aparecerían meticulosamente descuartizados en bolsas que serían esparcidas por distintos lugares de Colonia, su ciudad de residencia.
Más y más. Es que la amenaza nunca se detiene. La única amenaza que no fue tan grave fue la ‘Amenaza’ Daza, delantero de Millonarios, que pintaba para mucho más de lo que realmente fue.
Fue una Copa del Mundo que debía responder al reto de saberse proteger de actos terroristas: las Olimpíadas de Múnich habían dejado muy mal ubicados a los germanos en cuestiones de seguridad. Que un comando entre a secuestrar un equipo completo de atletas ya es una barbaridad y que en el rescate haya tantas equivocaciones que terminaron matando a 11 atletas es aberrante. Hubo flojas actuaciones de italianos y argentinos. Un calvo con cara de loco deslumbró al mundo entero porque a pesar de tener pinta de correcto empleado bancario que pone sellos de 8 a 5 se hizo a la bota de oro del torneo: su nombre, Grzegorz Lato. Polonia, su país, terminó en la tercera posición. Holanda resultó ser la gran revolución del campeonato: el concepto del Ajax ganador en Europa se trasladó al seleccionado, potenciado con las figuras de Johan Cruyff en la cancha y de Rinus Michels en el banquillo. Los naranjas desarrollaron el famoso “fútbol total”, que les daba a los 11 futbolistas en cancha responsabilidades que iban más allá de su posición. Por ejemplo, en las prácticas, el arquero Jan Jongbloed jugaba de volante por derecha y hubo una gran novedad porque los holandeses se dieron el gusto de irse de viaje para Alemania con sus mujeres, esposas, amantes o lo que fuera a tener convivencia y relaciones sexuales, cosa vista con malos ojos en términos físicos por los expertos.
El experimento estuvo a punto de dar resultado porque Cruyff y su tropa, exhibiendo un juego de altísimo vuelo, alcanzaron la final ante los locales, Alemania. Y empezaron ganando 1-0 con un gol de penal de Neeskens al primer minuto de juego, anotado tras una previa sucesión de pases que nunca pudo ser interrumpida por los locales, hasta que Vogts derribó a Cruyff en el área.
Pero Alemania es Alemania. Paul Breitner, aquel lateral de afro, pateó un penal que empató las cosas. Nunca antes lo había hecho. Ese fue el primero de su vida y justo en una gran final. Luego, el gran goleador Gerd Müller le dio la ventaja 2-1 al equipo dueño de casa, que controló el segundo tiempo e hizo méritos para poner en las oficinas del fútbol alemán la segunda copa conquistada, justo veinte años después de su primera hazaña en 1954.
ILUNGA Y LA MUERTE
Mwepu Ilunga. A secas. De oficio, defensor central sin muchos recursos, pero de andar correcto en la cancha. Mwepu Ilunga, de talla grande, de los que los arqueros llaman de primeros para que se ubiquen en el muro humano que construyen cual maestro de obra para evitar que se filtre un gol. Mwepu Ilunga, campeón de la Copa Africana de Naciones en un hecho inédito para su país en 1974 porque nadie suponía que ellos iban a estar metidos en un ramillete que siempre les fue bastante ajeno. Mwepu Ilunga, el expedicionario listo para inmiscuirse por primera vez en eso de estar discutiendo por la posibilidad de pelear la copa del mundo.
¿Por qué no darse la posibilidad de soñar con dar golpes grandes? El grupo de Zaire era imposible: Brasil, campeón del mundo vigente y una aplanadora ofensiva, pero con la fortuna para los zaireños de que Pelé ya no estaba ahí. Era la oportunidad de lucirse en la zaga. ¿Qué tal sacar un 0-0?, ¿por qué no? También Yugoslavia era muy jodido: debajo de los tres palos balcánicos se ubicaba Enver Marić, para muchos el mejor portero del fútbol europeo, con su bigote mexicano, su melena de Cristóbal Colón y su gesto agrio ante los delanteros que osaban acosarlo. Eso ya no sería inconveniente para Ilunga. La vuelta era de nuevo no dejarse marcar. Bueno, detrás de él, en el arco de Zaire estaba Kazadi, uno de los buenos, así que no habría peligro. Escocia era difícil, pero en teoría los indicados para tratar de pelear un punto en la zona.
Ilunga tenía 21 años en ese tiempo y a los 21 años el ser humano sufre un inconveniente tremendo: supone que ya es grande y que se las sabe todas y, además, es cuenteado con gran facilidad a pesar de que el veinteañero está convencido de que es imposible que con su sabiduría alguien pueda timarlo.
Convencido en su momento de que las promesas del dictador Mobuto Sese Seko serían cumplidas, viajó con sus demás compañeros hacia Alemania. Bueno, tampoco daba mucho como para desconfiar: algunos billetes les dio antes de partir hacia Europa y les entregó un Volkswagen a los miembros del equipo. La promesa era que el dinero llegaría a caudales a las manos de los jugadores apenas terminara su participación en la Copa.
Se esforzaron, y a Ilunga le tocó asumir la tarea más compleja de su carrera: marcar a Joe Jordan, el delantero escocés del Leeds United que —como hemos dicho en este libro sobre aquellos nacidos en esa tierra— le faltaban todos los dientes frontales. Los había perdido en una sesión de entrenamiento, porque si no había sangre, no valía el training en el Leeds de esos años. Ilunga se dio pelea dura con Jordan y en ocasiones pudo imponer su físico frente al mañoso 9. Zaire perdía 1-0, pero no parecía que la camisa del mundial le quedara grande. Al contrario: tuvo un par de opciones frente a Alan Rough, pero su propia torpeza impidió que pudieran cantar un gol. En el único parpadeo de Ilunga apareció el segundo tanto de los europeos. Un tiro libre cobrado desde el costado derecho lo tomó distraído a él y a sus compañeros, que jamás tuvieron criterio unificado en eso de dar el paso adelante y levantar la mano derecha, como bien se enseña el fuera de lugar en la película Full Monty. Del medio de la nada y en soledad salió a relucir la cabeza de Jordan. El frentazo iba duro, con velocidad, pero hacia la posición en la que estaba parado el portero Kazadi, así que no parecía que fuera a ocurrir algo diferente a que el arquero tomara el balón con las manos, encajonándolo contra el pecho. Como si le hubieran echado un baño de abundante teflón, a Kazadi se le escapó la bola y lo atravesó por el medio, o al menos dio esa impresión.
La derrota 2-0 hizo que Mobuto frunciera el ceño y, ataviado con ese sombrero de piel de leopardo —lo que le sirvió a Hollywood para inspirar ese típico look de dictador africano con James Earl Jones y su pelón en el hombro en la película Un príncipe en Nueva York—, hiciera sentir su voz y su rabia desde Kinsasa hasta el Parkstadion de la ciudad de Gelsenkirchen en la antesala del encuentro que Zaire jugaría ante los yugoslavos. Ya lo de los premios y la salvación económica que él les juró que ocurriría no iba a poder ser, frente a semejante atado de troncos que defendían ante el mundo a su nación. La noticia cayó pésimo entre los profesionales —profesionales resulta un decir, porque su juego era amateur— y al saber que cuando sacaran del bolsillo las llaves de su casa, abrieran la puerta y se fijaran que la pobreza y las carencias estarían intactas e incluso mucho más pronunciadas al terminar su periplo mundialista, quedaron tan tristes y desolados como un emo calvo. Casi no salen al campo, lo que habría generado un escándalo de grandes proporciones, hasta que varios funcionarios de la FIFA les pidieron cacao y les dijeron que ojo, que pilas, que esto era el Mundial, que a ellos Mobuto les importaba un carajo, que debían proteger la hidalguía de su país en el campo y que después sí miraban qué hacían. Pero nada podía parar el reloj del Mundial, menos ellos, carentes de cualquier peso en el universo del fútbol.
Un psicólogo se habría dado un banquete en la mente de los muchachos de Zaire. Sin alternativa diferente a salir a jugarse el cuero de mala gana, las consecuencias eran más que predecibles: a los 18 minutos ante los yugoslavos era tal la desolación, que habían recibido tres anotaciones en contra. Kazadi, el guardameta imbatible, estaba guardándose un gol cada siete minutos y el entrenador, Blagoje Vidinić, decidió sacarlo y meter a un pobre tipo de apellido Tubilandu, que para su puesto era muy bajito: medía 1,65 metros. Lo demás fue predecible. El juego terminó 9-0 para los balcánicos.
Cuando era aún más difícil darle aliento al agonizante, el temerario Mobuto ya no aguantó más y le echó doscientas paladas de tierra a la tumba del plantel, destruido anímicamente y sin una moneda partida por la mitad: si Brasil les hacía más de cuatro goles, mejor que se olvidaran de pisar su nación de nuevo. El mensaje era igual al que recibió Carlos Parreira en 1998.
¿Qué hacer? Pues pensar en que, como siempre, todo podrá ser peor: Brasil estaba soportando las críticas rabiosas por cuenta de su escaso juego, tan lejano al de aquella formación de ensueño de 1970. Sus empates frente a Escocia y Yugoslavia sin goles eran el punto de polémica. Algún día Brasil tendría que abrir el grifo: sería inexplicable que se quedara por fuera del Mundial tan temprano. Al frente estaba Zaire, listo para ser goleado.
Era la necesidad de uno contra la angustia del otro: Brasil debía destruir a los africanos, y los africanos no podían comerse cuatro canapés si no querían estar en el destierro eterno. Y a los 13 del primer tiempo Brasil daba el golpe con el 1-0 de Jairzinho. Los zaireños estaban blancos: no podía repetirse el cuento de terror de los yugoslavos, entonces fue dar pata y defender con torpezas, pero sin rubor. Al 67, Rivelino, de tiro libre que perforó la barrera, anotó el 2-0 y ya los ahorros se acortaron. Máximo podían soportar una anotación más, pero hasta ahí; de lo contrario, a pensar en escaparse de la concentración y pedir asilo en Alemania.
Faltaban 12 minutos, y Valdomiro —que anduvo por Millonarios— metió el tercero y a falta de un par de minutos una infracción al borde del área acabó con la seguridad ontológica de Zaire. En una jugada igual, Rivelino les demostró su poder de remate. Si el volante brasileño acertaba, la vida empezaba a tener un final. Por eso Ilunga, mientras estaban armando la barrera y con el balón listo para ser disparado, salió corriendo desde su lugar en la enredadera humana y reventó la pelota a los cielos en una de las jugadas más recordadas de los mundiales. Los brasileños se reían porque supusieron que Ilunga no tenía idea de reglamento. Hubo escaramuzas, cachetazos de Jairzinho a sus rivales, insultos cruzados y, en especial, burlas.
Lo que se suponía que había sido una torpeza de Ilunga no lo fue tanto: el defensa pateó el balón por tres motivos: 1) desconcentrar a los adversarios en el tiro libre, algo que efectivamente logró, porque el disparo posterior salió desviado; 2) sacar sus demonios internos y hacer su catarsis por tantos engaños y abandonos por parte de su país. No es raro que Ilunga viera la cara de Mobuto en aquella pelota que reventó con inusitada violencia; 3) dormir el juego. Si les metían el cuarto nadie los habría salvado.