1966: TRES PERSONAS
Copas sucias y esta. Tal vez este campeonato terminó convirtiendo en verdad esa teoría de que no hay nadie que pueda recibir más ayudas extras que el anfitrión de un mundial. Hubo casos anteriores también documentados sobre esa malsana costumbre de que en contraprestación a la gentileza de inflar bombas, ordenar sillas Rimax, destapar gaseosas y comprar sombreritos plásticos (que eso en la vida real es construir o modificar estadios, dejar el manejo económico a la FIFA en todo lo relacionado con el mundial, alistar líneas de transporte aéreas y terrestres lo suficientemente modernas como para no pasar chascos, llenar de seguridad el país para poder garantizar el bienestar de los invitados, hacer comidas pantagruélicas para todos los jerarcas FIFA poseedores de panzas del tamaño de Saturno y de apetito voraz como las ballenas del Seaquarium), pero juntando las copas de 1934 y la del 2002, 1966 se cuelga en el cuello la deshonrosa medalla de hojalata que le da el haber hecho hasta lo imposible para que Inglaterra pudiera gritar con una mueca de felicidad bien cuestionable el hecho de ser campeón.
Para el resto la lucha se puso difícil, porque nadie asiste a un torneo para pelear por el segundo puesto. Y en eso se convirtió todo: en la lucha frente al sistema cruel y despiadado que al final terminó imponiéndose. Eso sí, y para ser justos, también hubo papelones, como los de Edmondo Fabbri, entrenador de la selección italiana, y el de ese país en general, que venía precedido de gran éxito en clubes y con una historia copera de dos títulos mundiales. Eso no fue suficiente para ellos en su visita a tierras inglesas porque, confiados de que podrían acceder a cuartos de final sin ningún inconveniente, armaron todo su plan de trabajo acorde a lo que su ego podría dictarles.
Por ejemplo, antes de disputar un juego que no parecía requerir mayor esfuerzo frente a la novata Corea del Norte, los encargados de la delegación empezaron a hacer reservaciones en hoteles para ocho días más, previendo que el paso a fases posteriores sería más sencillo que la tabla del 2. Les habían ganado a los chilenos 2-0 y en un juego parejo perdieron por la mínima contra los soviéticos. Pero todos tranquilos: Corea del Norte apenas tenía un punto —producto de una igualdad contra Chile— y era pan comido hasta que el rubiecito Bulgarelli sufrió un golpe y quedó en duda para disputar el duelo ante los asiáticos. Bueno, pensaban los tanos, Bulgarelli —crack histórico del Bologna— es en una sola pierna lo que once coreanos completos, y pues pura paja. Un zurdazo valiente del odontólogo Pak Doo-ik derribó la muralla llamada Enrico Albertosi y ahí se acabó el juego, aunque faltaban todavía 50 minutos para el final. El asunto llevó tanta pena a Italia, que hasta hubo citación en el parlamento para ver qué era lo que estaba ocurriendo en un fútbol brillante en clubes, pero que daba vergüenza en selecciones.
Y la brillante historia de los coreanos del norte, acostumbrados a comer repollo, col, carne extraña y sopas vaporosas llenas de ramas picantes y a dar batacazos, se extinguió allí. La leyenda parecía ser imparable cuando, en pocos minutos goleaban 3-0 a los durísimos portugueses, pero el sueño quedó en nada debido a Eusebio, el hombre que puso las cosas en orden con cuatro golazos que aportaron para la remontada épica que al final fue 5-3. Los coreanos no habían salido nunca de su casa y el previo amistoso les dejaba un duelo perdido contra Nantes y poco más. Pasaron 34 años en total para volverlos a ver en el ruedo. Pero eso será parte de otra historia, de otro mundial.
Como dicen los políticos en tiempos de campaña electoral, esa clase de sucesos era una cortina de humo que estaba tapando un bosque tenebroso, lleno de podredumbre y de sospechas. Y nadie podía entrar a esos parajes que parecían deshabitados, pero que estaban plagados de acciones ladinas sistemáticas y ordenadas que fueron abriéndoles una alfombra roja en el hall de la fama a los ingleses. Como lo de la alfombra roja tampoco es mentira, durante los juegos del local estaba dispuesto un palco para que la realeza británica asistiera a esos partidos y, como si estuvieran en el Carnegie Hall, aplaudieran atildados con la punta de los dedos sobre su palma mientras bebían un fresco té con galletas —aunque es seguro que ahí debía haber una que otra dosis de Gordon’s, la ginebra que a diario toma la reina Isabel II y que para muchos ha sido el elixir causante de su extrema longevidad. Hoy, cuando cualquiera que esté leyendo este libro o, incluso, su autor siente la necesidad de excusarse en el trabajo por cuenta de una gripa, debería seguir el ejemplo de la reina: cada mañana se clava su vasito de Gordon’s y eso la hace vital y eterna, tanto que a los 91 años y aburrida de un acto público, buscó en su cartera las llaves de su Jaguar y huyó del lugar. ¡Viva la vejez independiente!
Pasaron cosas que la corrección política de hoy no habría dejado prosperar. De seguro la UEFA, la FIFA y demás estamentos se habrían pronunciado con sanciones muy fuertes. Alf Ramsey, el DT de Inglaterra y un tipo muy zorro en todos los sentidos, volcó la presión de los hinchas al finalizar el encuentro que favoreció por muy poco a Inglaterra y trató a los argentinos de “animales”. El buen Ramsey era xenófobo de vieja data, pero en el campo la leyenda habla de un partido en el que Argentina fue violenta y que Antonio Ubaldo Rattín (elegido por los fanáticos de Boca junto a Blas Giunta y Mauricio ‘Chicho’ Serna como los mejores número 5 que vistieron la casaca azul y oro en la historia) fue expulsado del campo por el árbitro Kreitlein porque, entre otras, Rattín parecía un radio encendido y a todo volumen marcando al juez central. La jugada cambió diametralmente la historia de las sanciones en el fútbol que hoy conocemos porque, de no haberse dado aquella escaramuza, seguramente que en 1970 no se habrían decidido a imponer las tarjetas amarilla y roja para controlar el caos.
Lo de Rattín “chamuyando” al réferi es cierto. Que Argentina pegó más de lo indicado a sus adversarios es falso de toda falsedad: en el registro de faltas la balanza se inclinó hacia el lado inglés, que en 33 oportunidades detuvo a sus contrincantes con malas artes que iban en contra de los reglamentos. Los gauchos, dirigidos por Juan Carlos Lorenzo —que le dio la orden expresa a Rattín de romperle las bolas al árbitro durante el partido—, apenas hicieron 14 infracciones en los 90 minutos.
La salida de Rattín resultó ser otra gran novela: el mediocampista se largó del campo mirando feo a Kreitlein —que también adujo este motivo como válido para decretar la salida del jugador, todo un absurdo, porque cuántos divorcios habría y cuántas relaciones se terminarían a diario por una de esas miradas pulverizadoras que todos tenemos derecho a disparar alguna vez en la vida incluso contra alguien que amamos— y estrujó una bandera inglesa que se sostenía en el córner. Vio entonces un tapete mullido cerca a los camerinos y, cansado por el esfuerzo físico y lleno de impotencia por lo que él consideraba una injusticia, se sentó en ese sitio para poder ver las acciones. Revisó los taches de sus guayos y en ellos estaban pedazos gigantes de pasto del estadio de Wembley, el escenario más legendario del que se tenga noticia. Se quitó uno de los guayos y comenzó a pegarle a la suela contra la alfombra para quitar esos residuos. Lo hizo sin malicia, pero el público reunido creyó que era una afrenta hacia la realeza: estaba ensuciando el lienzo monárquico con ese gesto primero y después con sus húmedas posaderas.
De verdad que los ingleses tenían equipo, y bueno. No brillante porque así lo dictaron sus resultados en general. La única vez que pudo golear fue en la final, y yéndose a tiempo extra, porque en los 90 minutos el duelo contra Alemania concluyó 2-2. El resto de juegos sí, los ganó —salvo el empate inicial ante los uruguayos—, pero la cosa no era fastuosa ni brillante: el colectivo empezó a soltarse de a poco y, obvio, las individualidades puntuales eran realmente desequilibrantes: la visión de campo del gigantesco Bobby Moore, el oportunismo goleador de Geoffrey Hurst, las atajadas geniales del brillante portero Gordon Banks, el trabajo laborioso de Alan Ball y Jack Charlton y la brillante pelada de Bobby Charlton, un tipo que por cosas de la suerte se dio el gusto de vencer en aquella Copa del Mundo. Y la referencia a la fortuna no tiene nada que ver con sus condiciones naturales en el césped, porque el tipo con menos pinta de futbolista de la historia sí que las tenía: dos años después de esa consagración comandó con su talento al Manchester United para ser el rey de Europa.
La mención a esos extraños vericuetos del destino apunta hacia otro lugar: ocho años antes de que Charlton pudiera sostener en sus manos el trofeo ‘Jules Rimet’ que acreditaba a su nación como campeona del mundo por primera vez en su historia, tuvo que vivir uno de los peores trances a los que un ser humano pueda ser sometido: sobrevivió a un accidente aéreo. No fue cualquier cosa: él y sus compañeros se devolvían para su país luego de disputar un encuentro de Copa de Europa —hoy Champions League— en Belgrado. El vuelo realizó una parada técnica en Múnich y cuando quiso decolar después de abastecerse de combustible no pudo desplegar sus alas en el cielo y terminó estrellándose contra una casa. El golpe —y él aún no entiende por qué se dio así, son cosas del destino— lo expulsó del avión y terminó volando, pero cayendo sobre unos arbustos que mitigaron el impacto. Al recobrar fuerzas y empezar a ordenar todo lo que estaba pasando en ese instante por su cabeza, Charlton vio que el Airspeed Ambassador de la British European Airways en el que se estaba transportando hacía un par de minutos ahora estaba en llamas. Murieron 21 personas, incluidos seis de sus compañeros de equipo y, entre ellos, el sujeto que para muchos era la esperanza del fútbol inglés: Duncan Edwards.
Pero cada uno de estos relatos quedó opacado por el amaño tremendo que vivieron los rivales de Inglaterra o aquellos que osaron ubicarse en el medio de la guarida para evitar el triunfo británico. Los portugueses, revelación del torneo, se quejaron duramente en las semifinales que perdieron 2-1 porque, lógico, el juez Lo Bello de Italia fue muchísimo más condescendiente con el dueño de casa que con los lusitanos. No, la cosa pasó a otros ámbitos mucho más sudamericanos.
La delegación completa de los portugueses se miraba con sorpresa en la madrugada previa al importante duelo. Justo cuando la última luz del hotel en el que estaban hospedados se apagó, comenzó un ruido insoportable de público, de hinchas, de sirenas, de cornetas, de pitos, que no cesó hasta que el sol despuntó sus primeros rayos. Nadie pudo dormir esa noche y, claro, con las ojeras como plato principal en el menú del desayuno y los ojos clavados mirando al plato sin que en realidad la mente esté procesando ningún pensamiento estructurado, se montaron al bus que los conduciría hacia las inmediaciones del Estadio de Wembley.
Preciso ese día hubo un extraño trancón en una vía que por lo general no tenía gran afluencia de tráfico. El tránsito era imposible, casi como la autopista del sur de Cortázar en la que solamente se veían las monjas del 2HP, la muchacha del Renault Dauphine, el matrimonio del Peugeot 203, los jovencitos del Simca, el Ford Taunus, el Citroën ID… pero Wembley lejos, lejos. Eso llevó a que antes de definir el clasificado a la final, Portugal arribara al estadio casi sobre la hora del duelo, sin mucho tiempo como para calentar y poner las ideas en orden. Apenas para cambiarse, entrar al campo y pelear por su honor.
La definición de lo que fue esta Copa —final 4-2 para Inglaterra con un gol de Hurst que nunca se sabrá si traspasó o no la línea de la portería que defendía el alemán Tilkowski— la dio de manera locuaz el exárbitro y periodista Leo Horn: “La FIFA está controlada por tres personas: Sir-Stanley-Rous”.
Rous era el máximo jerarca de la rectora del fútbol en 1966.
Obvio, era inglés.
LEÑERO POR SOSPECHA, MÁQUINA DE DESTRUCCIÓN POR NECESIDAD
Pelé recibe la pelota en el césped del Goodison Park, estadio en el que hace las veces de local el Everton. La ciudad es Liverpool, que tiene dos equipos y uno de los grupos de rock más importantes del mundo. El brasileño, que fue figura en 1958, necesita tomarse revancha de la Copa Chile 62, donde no pudo estar presente en la cancha debido a las lesiones. El mundo estaba pendiente porque las expectativas creadas sobre el mítico Edson Arantes do Nascimento no eran infundadas. Con el Santos de Brasil, estaba sometiendo a una presencia hegemónica a los demás grandes clubes de Sudamérica y hasta en los peores escenarios el negro dio muestras de su templanza y de su casta. Una vez en Bogotá, el autor pudo preguntarle qué era lo más jodido de haber disputado la Libertadores. Pelé primero sonrió, como pensando que a veces la mierda que se come con el tiempo es apenas una anécdota, y después de una carcajada en la que evocó el sufrimiento convertido en leyenda para contarles a sus nietos y a los periodistas dijo que en la cancha de Boca Juniors su Santos saltó a jugar en medio de una lluvia de piedras y de escupitajos. La Bombonera parecía más hostil que siempre, y él y sus diez compañeros tenían como deber sostener la ventaja 3-2 del duelo de ida.
Sanfilippo anotó el 1-0 para Boca, que igualaba las cargas y obligaba a la disputa de un tercer partido. Pelé recuerda que sus rivales le pegaron hasta el hartazgo y que los hinchas nunca detuvieron contra él el coro “Filho da puta, filho da puta”. Pelé se sentía mal. Pero no triste. Lo del crack era ira santa, era ganas de tener un esparadrapo gigante para ponérselo en el hocico a cada uno de esos que lo pitaban e insultaban. Coutinho empató el juego 1-1, y cuando faltaba poco para que concluyera el partido Pelé sacó uno de sus trucos y con un golazo venció la resistencia de Errea, el portero boquense. En ese instante —contó Pelé— se volteó y llevó su dedo índice a la boca. A los segundos empezó a gritar en un estadio enmudecido “¿Ahora quiénes son los filhos da puta?”.
Pelé no era ningún pintado en la pared. Lo iba a demostrar, si es que dejaban de levantarlo a patadas. En el primer choque del grupo, frente a Bulgaria, literalmente lo cosieron a puntapiés. Aun así, se dio mañas para marcar una de las dos anotaciones con las que los sudamericanos doblegaron a los débiles contrincantes de Europa oriental. Pero para el segundo partido de la zona, ante Hungría, no alcanzó a recuperarse de las heridas de guerra y eso lo sintieron sus compañeros: perdieron sorpresivamente 3-1 y debían derrotar a Portugal si es que querían revalidar el título de cuatro años atrás.
Alcanzó a pisar el Goodison Park entre algodones porque le dolía todo. Y porque físicamente no estaba a plenitud, debido a la para obligada. Tomó el balón entonces Pelé, y busco lo de siempre: el regate, el engaño, el artilugio y la sorpresa. Sus pies serían capaces de ello.
Recibió en ese instante tres patadas de un mismo futbolista: João Pedro Morais. Fueron arteras, criminales, malintencionadas. Los guayos de Morais eran escalpelos de un practicante de medicina que buscaba a toda costa realizar una operación de rodilla sin anestesia previa, y ahí Pelé no se pudo poner de pie de nuevo. Lo atendieron en el pasto y el dolor era intenso, pero su valentía y ese reto contra sí mismo lo obligaron a continuar; además, por esos tiempos no existían los cambios en el fútbol y prefirió hacer estorbo que dejar a los suyos con uno menos. Sin embargo, hubo un momento en el que dijo basta. Mario Américo, el masajista del equipo, entró por él y salió entre lágrimas, cojeando, sin opción de pelearla más. Morais, atento, veía cómo se iba su némesis.
Nunca más se vio a Morais pegarle igual a nadie. El hombre, que era un actor de reparto en esa formación portuguesa en la que brillaban Augusto, Coluna y, en especial, Eusebio, era un tipo tranquilo, más técnico que picapiedras, pero que en un rapto decidió, como si se tratara de un peleador de Mortal Kombat, hacerle un fatality al jugador más valioso del Mundial de Inglaterra.
Morais diría años después que Pelé era bravísimo y que también le pegó y que nunca imaginó que sus golpes lo iban a dejar fuera de combate. Pensaba que el mundo había sido injusto juzgándolo tan fuerte por aquella acción que, definitivamente, lo ubicó del lado de los forajidos, no de los buenos, que en esencia era lo que representaba Morais.
Ese fue su momento de extraña gloria que, además, opacó la que verdaderamente era su medalla más valiosa. Como jugador de fútbol se ubicaba en el lateral del Sporting de Lisboa, un club que, aunque crio a monstruos de la talla de Luis Figo y Cristiano Ronaldo, resulta ser casi que una definición de la tristeza portuguesa. El equipo que juega con uniforme de rayas blancas y verdes horizontales ha vivido siempre a la sombra de los poderosos Porto y Benfica y jamás se equiparó en victorias continentales a esos equipos. De hecho, una final de Europa que disputó en la Copa UEFA le pintó la gran opción de quitarse de encima ese mote de ser el perdedor elegido por el destino. En el 2004 se decidió que la final de la UEFA se disputaría en el estadio José Alvalade, casa del Sporting. La UEFA nombra los estadios sede de finales con una anticipación asombrosa. Lo curioso es que un año después el Sporting, el que jugaba en el Alvalade, clasificaba a la final del torneo, ante la sorpresa de todos. Su rival no era cualquier cosa: el CSKA de Moscú.
No existía forma humana de perder en la final, que, además, se jugaría en su propia casa. Pero el Sporting Lisboa está a prueba de cualquier buen juicio: se le escapó el trofeo al perder 1-3.
Morais tal vez resultó ser el único hombre capaz de proporcionarle a una hinchada muy sufrida su única gran victoria en tantos años de desatinos, decepciones y lágrimas. En la final de la Recopa —que era una UEFA o en estos tiempos, una Europa League—, el Sporting debía decidir el título contra el MTK de Budapest en el estadio Heysel, de Bruselas. Morais se enteró de que no iba a ser titular porque su entrenador necesitaba mucha más marca por su zona, pero él le imploró que no le quitara la chance de estar en ese instante. Empezó a convencerlo diciéndole que si él se quedaba en el banco de suplentes, perdería un excelente pateador de faltas y tiros de esquina, cosa que era cierta: Morais contaba con una técnica en la pegada muy refinada y ensayaba siempre a marcar goles olímpicos en las prácticas. El DT no aceptó y anunció que Hilario ocuparía su puesto. La cosa es que un día antes del encuentro el tal Hilario se lesionó. No tuvieron otra alternativa que ubicar a Morais en ese sitio.
Sporting de Lisboa ganó el trofeo venciendo al MTK de Budapest. Fue 1-0 y el gol lo hizo Morais. Y claro, fue gol olímpico.