1954: ACHTUNG BABY!
¿Puede un equipo que pierde por goleada un partido de primera fase convertirse un par de semanas después en campeón del mundo? Esa clase de respuestas solamente se pueden gestar en Alemania. Ningún país diferente podría contar con un as bajo la manga para explicarlo, en especial si la afrenta sufrida fue de ocho goles recibidos en su portería.
La apuesta sube: ¿puede un equipo que pierde por goleada un partido de primera fase convertirse un par de semanas después en campeón del mundo derrotando en la gran final a la misma selección que lo humilló marcándole ocho anotaciones?
Esa clase de respuestas solamente se pueden gestar en Alemania.
Los germanos, ganadores de los mundiales de 1954, 1974, 1990 y 2014, tan solo pudieron hacer ocho goles a su favor en 2002, en la competición que recibieron de manera conjunta Corea y Japón. Arabia Saudita apareció como víctima fácil, pero no deja de ser curioso: ¿puede una selección que ha ganado cuatro veces la Copa Mundial de Fútbol haber recibido ocho goles y sobreponerse para levantar el trofeo, ganar dos más en el camino —no contamos el del 2014 por cosas de la temporalidad y estar ajustados a la línea de la historia— y haber tenido que esperar 48 años para poder anotar la misma cantidad en un partido mundialista y en esa cita no quedar campeón?
Esa clase de respuestas solamente se pueden gestar en Alemania.
Los vericuetos extraños y que no eran los de la Taberna Bávara de Unicentro, ni del restaurante Edelweiss —más vivo que nunca, también en Unicentro— continúan: ¿es posible que un país que recibe ocho goles en contra en un juego de primera fase logre el título sobreponiéndose a esa vergüenza y desde ese momento no faltar a los mundiales —cuenta con 19, contando el de Rusia— y en ese trayecto ganar cuatro finales, llegar a ocho y estar en trece semifinales?
Esa clase de respuestas solamente se pueden gestar en Alemania.
¿Puede corresponder con la vida real que un país comience cayendo 2-0 la final de un Mundial cuando el cronómetro apenas llevaba contando nueve minutos de juego y remontar las acciones para vencer? ¿Puede un equipo nacional ir cayendo 1-0 en casa en la final de una Copa del Mundo cuando apenas transcurrían 60 segundos del partido y levantar el trofeo que lo acredita como campeón?
Esa clase de respuestas solamente se pueden gestar en Alemania.
En el fútbol, donde los cambios de rumbo son una constante, ¿es normal que un seleccionado haya tenido apenas diez entrenadores en 110 años de historia? ¿Es real que más allá de los resultados la senda de los directores técnicos Otto Herz, Sepp Herberger, Helmut Schön, Jupp Derwall, Franz Beckenbauer, Berti Vogts, Erich Ribbeck, Rudi Völler, Jürgen Klinsmann y Joachim Löw haya sido respetada para consolidar una verdadera identidad en torno al fútbol?
Esa clase de respuestas solamente se pueden gestar en Alemania.
En 1954 hubo comienzo exitoso, porque ese año selló la grandeza del fútbol alemán, que hoy sigue rigiendo, apenas superado en términos numéricos por Brasil.
Pero en 1954 también hubo un final. ¿Tiene algún sentido que una de las mejores selecciones de todos los tiempos, capaz de golear a Inglaterra en Wembley 6-3, de contar con una de las delanteras más geniales de las copas del mundo, de imponer una estrella que parecía reinar en el firmamento, desaparezca del planeta como los dinosaurios tras perder una final del Mundial que iba venciendo 2-0 con 9 minutos de juego transcurridos? ¿Será verdad que una escuadra que marcó 27 goles en 10 encuentros de un mundial quedó segunda? ¿Es creíble que un seleccionado subcampeón del mundo en dos ocasiones lleve ya ocho frustraciones consecutivas desde 1990 hasta estos días en los que por más que lo intenta no logra abrir la compuerta mundialista que antes parecía un trámite?
Esa clase de respuestas solamente se pueden gestar en un país como Hungría, que encontró en Suiza 1954, con la caída 3-2 ante Alemania Occidental en la finalísima, el cierre abrupto de su mejor época.
EL NIÑO DE LA BALOTA
El hallazgo se le debe a una de las revistas mejor hechas en la historia de los impresos: Panenka, de origen español, fundada en Barcelona en 2011. Sus páginas no se preocupan tanto por las coyunturas habituales de los medios que, imbuidos en el día a día, son los que se encargan de informar cuántos “bobitos” —aquella rutina de los entrenamientos en la cual los futbolistas forman un círculo y uno de ellos se posa en el centro para tratar de interceptar el balón que sus compañeros se pasan con rapidez sin dejársela tocar; cuando el jugador logra cortar la pelota, aquel que la perdió pasa al centro y es sometido al “bobito”— se hicieron en una sesión o si el 10 del equipo chocó contra el 2 y se trenzaron en una pelea que tuvo que ser detenida por los demás compañeros.
En Panenka tampoco se encuentran angustiados porque el cierre de la edición esté frenado, con la imprenta lista para escupir papel, porque el último partido de la jornada dominical sufrió un retraso por cuenta de la lluvia. Las angustias de la redacción de este medio son diferentes e, incluso, mucho más complejas, pues su necesidad no está marcada por el hoy, la chiva, el extra.
Debido a la forma como se distribuyen hoy los medios de comunicación —y por supuesto las angustias que ellos traen consigo al lado de la información cotidiana—, los impresos tuvieron que buscar una reinvención que no todos consiguieron porque, claro, no existía internet, y antes las revistas —así llegaran a nuestras manos con la portada amarillenta, con las hojas corrugadas de humedad por cuenta de un viaje en barco sinuoso o con 20 días de atraso con respecto a su fecha de impresión— eran nuestro internet. La búsqueda de un ejemplar de El Gráfico —la revista argentina que tuvo que ser cerrada hace unos meses, precisamente un año antes de cumplir un siglo de existencia— en Bogotá era hacer toda una labor de investigación privada para obtenerla. Y aunque era pan viejo —tieso en ocasiones, como cuando el pan francés es capaz de pelar el paladar de un rinoceronte— para el lector era exquisitez pura servida caliente en la mesa.
En Panenka, conscientes de que no había que competir con el ya, sino con el contenido, se dedicaron a hacer textos profundos en los que la política, las curiosidades y las historias paralelas iban a ocupar la totalidad de sus páginas. Las historias de los coprotagonistas o el lado desconocido del protagonista. Ese era su reto que hoy continúa.
Y en una de esas cavilaciones profundas en las que se empieza a pensar en la periferia para poder llegar al centro, en esos instantes en los que, bajo la ducha o en el baño, pero no en la ducha, florecen los pensamientos más alborotados, a uno de ellos, a Aitor Lagunas —el fundador de la revista— se le vino a la cabeza una fotografía muy conocida en la historia: un sorteo hecho con balotas, unos hombres engominados alzando a un niño que parece estar jugando a ponerle la cola al burro porque tiene una venda sobre sus ojos y otros tipos atrás con cara de expectativa por saber a qué equipo el niño le irá a dar la suerte de una clasificación. Ese muchachito se llamaba Franco Gemma. Entonces apareció la idea: ¿qué habrá sido de la vida de ese chino?, ¿en qué andará?, ¿tuvo familia?, ¿hijos?, ¿qué pasó con Gemma, en su momento juez y verdugo de dos equipos que estaban peleándose por un puesto para entrar a la Copa del Mundo de Suiza en 1954?
Las reseñas del hoy, es decir, los datos de internet que a veces son panditos como la piscina en la que los niños tienen permiso de bañarse en los balnearios, si acaso contaban que Franco era italiano y remitían solamente al instante en el que su mano decidió, a partir de la fortuna, la entrada de Turquía por primera vez en su historia a la disputa de una Copa del Mundo. Las caras felices de los otomanos, la dicha que la decisión del pequeño Gemma les pintó en el rostro a los habitantes de una nación a la que le resultaba ajena esa cercanía de pisar torneos de gran calado, fue el contraste de la mueca de amargura y tristeza de España, el otro equipo que terminó inmerso en medio de ese marco. Los españoles, que habían cuajado una actuación más que satisfactoria en la reanudación mundialista de 1950 y que en 1934 tuvieron contra las cuerdas a Italia, posteriormente campeón del certamen, quedaba por fuera de la contienda del 54.
Seguramente Gemma quedó ubicado en el lugar menos cómodo que cualquiera pueda desear, más cuando no se ha superado la edad del verdadero discernimiento y aún en tiempos mentales en los que el mal y el bien viven en confusión por cuenta de la inexperiencia, la virginidad cerebral y los tabúes. El pelao se convirtió a su corta edad en el verdugo de una nación que, como para completar el círculo trágico, estaba sometida a uno de los regímenes más demenciales de todos los tiempos, el totalitarismo, la censura y el silencio obligado que regía en cada una de las esquinas de España. Imposible saber a ciencia cierta y con números exactos la cantidad de muertos, desaparecidos y exiliados que dejó la estela de un tipo que se perpetuó en el poder desde 1938 hasta 1973: el generalísimo Francisco Franco.
La ecuación no puede ser más obvia y, de hecho, generó en esos años un chiste frecuente en cafés, estaciones de bus y conversaciones caseras: España en pleno odiaba a dos Franco. A Francisco y a Gemma. Y con razones por ambos lados.
Entonces en la redacción de la revista se pusieron en la tarea de tratar de contactar al chino luego de su fugaz aparición, luego de 62 años de misterio sobre su figura. La consigna: averiguar qué le había deparado el destino al pasar los años. Comenzó entonces la rudimentaria y extraña búsqueda del paradero del tal Gemma, que ya para esos tiempos debía ser un tipo muy adulto, pero capaz —a menos que hubiera sido víctima de una enfermedad que se lo impidiera o que hubiera muerto— de poder sostener una conversación que lo llevara a él y a los periodistas a una evocación de lo que fue, de lo que pasó el día del balotaje famoso entre ibéricos y turcos y sobre sus posteriores hazañas silenciosas, comunes a las de cualquier humano, como tener hijos, trabajar y esa clase de asuntos baladíes que, igual, son únicos en cada ser de la especie.
¿Por dónde comenzar? Ese era el segundo reto. Partir desde cero, sin nada de información diferente a las reseñas someras. Era sentarse a sacar sangre a las piedras, pero lo hicieron: encontraron un directorio telefónico de la capital italiana, Roma, que en esta historia también es una ciudad determinante para comprender todo lo que ocurrió.
A orillas del Coliseo Romano se debía dirimir el futuro de España y Turquía por medio de un partido de desempate. En primera instancia los españoles —en esta suerte de fase eliminatoria que enfrentó solamente a dos países, tal como le ocurrió a Colombia cuando encontró su primer destino mundialista en 1962— no tuvieron piedad alguna con los de la luna y la estrella. El esfuerzo de ‘la Furia’ no fue tan grande. Incluso la leyenda dice que el peinado con el que los jugadores españoles salieron al campo fue el mismo con el que ingresaron al camerino terminados los 90 minutos. Es que el primer round de esta contienda se lo llevó con sobrados méritos España, que le aplicó un 4-1 lapidario a Turquía.
La vuelta se jugó en Estambul y la sorpresa dejó bocas con forma de O en la cara de los de la península. Los de la tierra de Atatürk mostraron que no iba a ser fácil eso de sacarlos de taquito, y vencieron 1-0. Claro, con un atenuante: la máxima figura de los visitantes era Ladislao Kubala, un tipo con una historia singular.
Como futbolista fue de los hombres más admirados en el barcelonismo, pero mucho tuvo que luchar para poder ser alguien en la vida: huyó de su Hungría natal escapando de la guerra, disfrazado de soldado ruso, recaló en Checoslovaquia y posteriormente en Italia. Fue suspendido por la FIFA un año por pedido de la federación de fútbol de su país natal, que así castigó el deseo de huida del crack. Volvió a su patria y jugando para el Hungaria fue cuando desconcertó a los dirigentes del Barcelona, que insistieron en ficharlo, aunque a su llegada a la ciudad cayó enfermo de tuberculosis. Su nivel era gigantesco, tanto que con él en la cancha estaban seguros de que el Mundial de 1954 sería una realidad y, de hecho, se puso la camiseta de España por primera vez como seleccionado en un encuentro amistoso frente a los argentinos en 1953. Parecía que los problemas no iban a llegar.
El asunto es que no pudo jugar la serie ante los turcos porque, en la primera contienda, el entrenador no lo utilizó, con el fin de guardar su talento para el juego de revancha. Y después, ya con el uniforme puesto y a punto de saltar al campo, apareció un telegrama en el que se solicitaba que el delantero no estuviera presente mientras que se investigaba si su alineación era legal. De nuevo la Federación de Fútbol de Hungría le ponía una piedra en el zapato a sus intenciones. Él ya había vestido la casaca de los magyares como internacional de selección, entonces se preguntaron: ¿cómo puede ser posible que un tipo que ya besó el escudo de su país ahora vaya y defienda sin más ni más el de otro, sin olvidar que el mismo Kubala también, durante su escape, alcanzó a disputar algunos encuentros como jugador de la selección de Checoslovaquia? Kubala no era ningún imbécil, por supuesto, y ya había hecho los trámites necesarios para poder acceder a la nacionalidad española. Pero de acuerdo con los tiempos, faltaban algunos papeles de esos que suelen desaparecer en el momento en que se necesita despachar rápido un trámite y, además, no llevaba el tiempo necesario viviendo en España como para poderlo considerar nacionalizado. La regla hablaba de tres años, pero, de acuerdo con la radicación de su trámite, solamente llevaba dos.
España temió ser eliminada por WO y Kubala ya sabía lo que era comerse una larga suspensión, así que mejor no jugar. Se quedó vestido en Estambul viendo desde un palco la sorpresiva derrota de su España. Como en esos tiempos el tema de diferencia de gol, los penales y el valor agregado de gol de visitante no era ni un cigoto, pues tocaba jugar hasta que alguien ganara. De ahí que se organizara un tercer juego.
Cerrado el largo paréntesis, de vuelta a Roma, a la guía telefónica y al partido definitivo que de una buena vez marcaría el destino de cualquiera de los dos. La agonía se prolongó porque quedaron 2-2. No hubo otra alternativa diferente a la de hacer un sorteo. En una bolsa negra de terciopelo se meterían dos nombres: “España” y “Turquía” y alguien tendría que extraer uno, y ese iba a ser el dueño del pasaporte mundialista. Acá es donde aparece Franco Gemma en la escena: sacó el papelito de Turquía y sanseacabó.
De regreso a la redacción de la revista Panenka. En la mano, la guía telefónica de la ciudad de Roma. El paso siguiente era irse directo hacia la letra G. Pasaron páginas cuidadosamente y observaron cada uno de los renglones. El método, antiguo por demás, no pareció surtir tanto efecto, pero al menos se avizoró un indicio, un punto de partida con el que se podía comenzar a trabajar: en las hojas del directorio vieron el nombre de Francesco Gemma. A marcar el número y a ver qué pasaba.
Del otro lado de la línea respondió una mujer, seguramente extrañada por la llamada más absurda que recibió en su vida. Unos tipos, desde España, le preguntaban sobre un muchachito que ya no era muchachito. Un niño con una venda en los ojos, rodeado de tipos desconocidos y cuya imagen estaba documentada, pero que seguramente hoy no sería tan niño. ¿Cómo acudir a la razón en estos casos? Preguntar por un infante, pero que hoy es viejo. Era estar metido en el proyecto inicial de Benjamin Button.
La mujer, al salir de la sorpresa, les contestó en medio de las risas producidas ante semejante escena del teatro del absurdo que, infortunadamente, ahí no iban a encontrar a Franco. Que Francesco, su marido, no tenía ninguna clase de vínculo con él o su familia. Empezaron a husmear en Turquía entre periodistas jóvenes con recuerdos dementes, de mediana edad y con recuerdos dementes y a veteranos que simplemente tienen recuerdos. Pero nada, aunque a uno de ellos le pareció que alguna vez, en medio de una charla nebulosa o en un texto que ya no parecía tan claro en la mente, que Gemma no podría responder a toda la curiosidad que en ese instante poseía a los miembros de la revista porque ya estaba muerto. Pero, ojo, a confirmar, porque ir matando gente por ahí sin preguntarle al potencial occiso es asunto de pésimo gusto, ya que, como ocurre con las infidelidades, la víctima es la última en enterarse.
De nuevo la línea de teléfono fue hacia Italia, pero no a la casa de los falsos Gemma; el destino era la sala de redacción de La Gazzetta Dello Sport. Luca Bianchini levantó el tubo y de nuevo la historia del niño que clasificó a Turquía a un Mundial. ¿Sería que él, en su sabiduría, podría contarles o averiguar si Franco Gemma estaría muerto? ¿Habría algún registro cercano que confirmara o desmintiera la más reciente información que tenían? Bianchini prometió hacer las pesquisas mientras lidiaba con otros avatares del oficio.
Seguro que Luca dejó el texto que escribía para refundirse un rato en los archivos, que es una de esas malas-buenas mañas de los periodistas; buena, porque se empiezan a desvelar las realidades que se encuentran ocultas, y mala porque a veces la afición se descontrola y, aunque la labor arqueológica da alegrías, es posible que al llegar a la casa con el sabor en la boca de haber cumplido el deber y de calmar la curiosidad, el portero del edificio reciba con cara de perro Giordano al comunicador con la noticia de cierre: cortaron la luz porque, por estar clavados entre revistas viejas y fotografías, se olvidó hacer el pago.
Allí se encontró con una noticia proferida por el Corriere Romano: Franco Gemma no habría podido contestar nunca los llamados desesperados de Panenka ni hoy, ni ayer, ni hace 27 años. En 1987 murió en un accidente de tránsito.