1934: CAMISA NEGRA

La perorata paterna y materna encolumnó ciertos criterios: lavarse las manos después de ir al baño, ponerse de pie y saludar a los hombres con mano fuerte a la hora de estrecharla y a las mujeres de beso en la mejilla, lavarse los dientes después de cada comida y no ponernos bravos si algún día perdemos porque en el fondo lo verdaderamente importante es haber contado con la oportunidad de competir.

A veces eso termina olvidándose y son comunes las variadas escenas de niños que, en el instante en el que la derrota pasa por su burbuja, terminan perdiendo la razón y acabando con esa comodidad que dan los primeros años en torno a no ser responsables de nada. Incluso de las derrotas. Entonces el pataleo empieza y no cesa con rapidez: el llanto, con gordas lágrimas de ira, se mezcla con los berridos de catarsis ante lo que ellos suponen es una injusticia: no pueden perder. Ni en sueños. No hay peligro ni posibilidad de que en su mundo lleno de dicha aparezca la posibilidad de no salir vencedores. Pero pasa. Las lamentaciones de plañidera contratada para velorio no cesan; de hecho, se incrementan. Es posible que el muchachito decepcionado no le dé la mano a su contrincante o que decida tirarse el juego de todo el mundo cuando, encarando una inesperada bancarrota, lanza por los aires el tablero de Monopolio sin importar que haya más jugadores en la mesa. Después vendrán los regaños por los alcances del berrinche y la frase manida, pero cierta: lo importante es competir. Punto.

Mientras el pequeño humano comprende esos valores, no hay consuelo, y es tan fuerte el calor de los sesos embriagados en ira, que bien podrían conectarse dos cables al pequeño en cada sien y de esa energía maligna, rabiosa e indómita se podría perfectamente producir la suficiente energía como para iluminar la Torre Colpatria.

Porque el sabor en la boca del que padece la caída es de perplejidad. La salida inmediata es encontrar responsabilidades ajenas o contubernios conspirativos que, armados de malas artes, fueron los que arrebataron la posibilidad de victoria, la que el niño esperaba desde el momento en el que se metió en ese torbellino llamado juego y que usualmente tiene un final que divide en dos campos a ganadores y perdedores. Y no se siente bien eso de pertenecer al conglomerado de losers.

Si eso ocurre con un niño que todavía piensa que el Ratón Pérez es quien le ubica un gordo billete bajo la almohada cada vez que uno de sus dientes de leche le dice adiós y que todavía conserva algo de inocencia en su alma, ¿qué se puede esperar de un tipo que está embebido de poder, al que todos temen y cuyo sueño es ser el perpetuo dios de un país que se transforma en su universo? El llanto de un infante se cura con cualquier cosa, incluso dejándolo chillar hasta que el cansancio en su propio cuerpo haga el trabajo sucio y lo deje dormido. A un dictador obsesionado hasta la locura por sus deseos ególatras no hay chocolatina ni juguete que le traiga algo de sosiego. En ambos casos —con el niño caprichoso y con el dictador— debe haber gente que consienta sus exageraciones por convicción o por miedo.

Ese fue el resultado de la Copa de 1934. Un desbordado deseo por sentir que Italia era superior a todos y que el fascismo era el causante de tanta alegría en las almas de los tanos. Y el colaborador impensado —e indirecto también— fue Vittorio Pozzo, el hombre designado para conducir técnicamente a la selección que organizaría el segundo mundial y que, más allá de sus intenciones de ayudar a una causa muy ajena al deporte, entendía que ese era el único camino que le había puesto el destino para obtener esa posibilidad esquiva de ganar un título mundial.

Ese pacto cooperativo comenzó en 1930 con aquella forzosa renuncia de Luis Monti para seguir defendiendo la camiseta argentina. Los elucubrados senderos que condujeron al mediocampista hasta Italia tuvieron un punto inicial pensado por Pozzo para hacerlo su lugarteniente en la cancha. Decía el coach que la idea era convencerlo sin importar el método y, en efecto, las maneras utilizadas para seducir a Monti no estuvieron llenas de modales. La forma superó el fondo del asunto y fue como ver a un salvaje en plena comida atildada pidiendo perdón a los comensales para limpiarse la boca con el mantel y el culo con las cortinas. Muy Benito Mussolini.

Si ganaba el fútbol, la política también. La palabra derrota no estaba en el vocabulario de absolutamente nadie en ese país, menos en el de su máximo líder, que entendió el gran poder de dominar un espectáculo masivo en pos de sus propios intereses. Se entendía de plano lo complicado que iba a ser para los demás animarse a dar una sorpresa, pero igual había que estar presente. Ese es otro factor que conspira con las ideas de aquellos que quieren imponer sus ideales como si estuvieran conduciendo una aplanadora: nadie sabe en qué instante alguno quiera salirse de ese cinturón y el riesgo puede ser alto si al frente de los soldados aparece uno que otro tipo con intenciones de ser héroe. Resulta apenas obvio: no hay nada más placentero que ir caminando y de pronto hacerle zancadilla al poderoso, más allá de las consecuencias posteriores. El triunfo, sin importar la venganza subsiguiente frente al acto de iconoclasta desacato, habrá valido más que mil torturas.

No es obvio, eso sí, que cualquiera decida arriesgar la tranquilidad por el orgasmo momentáneo de ver derrumbado al que se dice llamar “mesías”. El operativo miedo parece más grande que la posibilidad de ganar una medalla moral. Italia tenía en el radar esa idea de que, ante las dificultades, aparecería algún milagro extrafutbolístico que lo catapultaría, pero para ellos aguantar la presión tampoco era sencillo: el mensaje primigenio apelaba a entender también que la primera responsabilidad de fracaso iba a recaer sobre los jugadores y el cuerpo técnico, no así la de la victoria: allí otros —los poderosos que miraban desde los palcos— iban a jactarse de haber hecho hasta lo imposible para conducir a los de la bota hacia el curubito, claro, ayudados por algún talento de los futbolistas que pisaban el campo de juego. Ahí los valores sufrían una modificación innegable: si había triunfo, era obra y gracia del fascismo; si lo que iba a cobijar a la nación que gastó montones de dinero en organizar un torneo, que debió contar además con algunos árbitros amigos generosos en esas cuestiones de modificar ciertos fallos y de hacerse los ciegos como Míster Magoo en otros, que amedrentó a quien osara pararse frente a ese bus de la victoria, es la implacable derrota, los señalados con el dedo serían los que vistieron la casaca azul, los que fallaron los goles, los que no tuvieron manos para detener los balones enviados como arponazos por los adversarios, los que equivocaron un pasegol a cinco metros del receptor o los que, faltando un minuto para concluir el encuentro, desperdiciaron esa pena máxima que les otorgaría la gloria eterna. Nadie más que ellos.

Paradójico todo, porque el país se volcó a apoyar a sus ídolos con grandes asistencias a los estadios, avivó lo suficiente, pero también insultó al menor fallo y ante los errores, que son parte de la naturaleza del fútbol; la clemencia para con el afectado era menos que nula. Y en el camerino las visitas de Mussolini y de los miembros del partido Fascista, que organizaban la Copa, eran muy claros: a ganar o todo se iba a pudrir en cualquier momento. Benito, el calvo y oligofrénico mandamás, no tenía rubor en hacer sentir que podía provocar más que una reprimenda: pasaba su dedo por el contorno de su cuello como quien quiere degollar a alguien para decir que sí, que su discurso era en serio.

¿Qué pensaría Luis Monti, uno de los nombres más repetidos en estas historias de comienzos mundialistas, al ver el infierno en el que se había metido? Primero, con Argentina tuvo que perder para salvar su vida y la de su madre. Ahora, como nacionalizado, debía salir a vencer porque era su único seguro para continuar vivo.

Italia venció aprovechándose de todos, como el matoncito de colegio experto en hacer bullying a los más pequeños en la zona de lockers del gimnasio colegial. Su víctima más dura resultó ser España, por cuenta de su temperamento aguerrido y sus ganas de cambiar un cuento que parecía escrito incluso antes de que se pusiera en escena el primer partido del campeonato. Empezaron ganando los ibéricos con gol de Regueiro y nunca nadie estuvo más solo en el mundo entero que esos 11 hombres con sed de triunfo, pero con los valores del deporte y de la competencia trastocados porque su tiempo vital se podía extinguir si al final de los 90 minutos no había balance favorable en su disputa. Empujaron con más instinto de supervivencia que con fútbol y pudieron empatar con un tanto de Ferrari que no estuvo exento de controversia: el arquero Ricardo Zamora, de España, era víctima de una clara infracción apenas un par de segundos antes de la igualdad, pero al juez Baert de Bélgica poco le importó una contravención tan evidente, cosa que enfureció profundamente al guardameta, cansado de recibir golpes y de ver cómo su país estaba siendo despojado arteramente de cualquier equidad en la cancha de Florencia.

Luis Monti y sus compañeros se dedicaron a disparar leñazos y a destruir cualquier atisbo impetuoso de los españoles y los dejaron convertidos en un hospital. Les convenía, a sabiendas de que ante el marcador en tablas, se debía realizar un encuentro de desempate para dirimir al clasificado a la ronda de semifinales. Pozzo, el DT local, se avivó y cambió a cuatro jugadores de la formación inicial —fatigados ante la lucha y con dolencias físicas— para poder sacudir el marasmo del primer encuentro y con vocación ofensiva pensó en un partido similar: de brusquedad, pero donde debía emerger algo más de claridad: afuera Pizziolo, Castellazzi, Schiavio y Ferrari; adentro Ferraris, Bertolini, Borel y Di María.

Les extrañó a los italianos ver salir a su adversario sin su mejor valor: el arquero Zamora no era alineado. La leyenda oficial cuenta —como lo hizo un par de veces el mismo Zamora— que el cuerpo del atlético jugador encargado de aburrir a los italianos a punta de atajadas estaba en su peor momento por cuenta de las magulladuras, los golpes y el maltrato físico del que terminó siendo víctima en cada pelota aérea, en cada balón dividido y en cada manotazo salvador. La leyenda paralela indicó una versión diferente a la de las dolencias físicas. Lo que padecía Zamora era dolor de alma. Razón sí tenía porque el arbitraje en el duelo de cuartos, aquel del empate heroico, era un monumento vivo a la vergüenza y nadie se puso frente a esa responsabilidad para detener tanto abuso y tanta injusticia. Zamora quería algo de insurrección, un grito en medio del silencio y protestó ante la dirigencia de su país para ver si ellos podían, dada su influencia, retirar a la selección nacional de España de aquel campeonato, a manera de protesta, pero parece el ruido de sus palabras que no encontró destinatario de valor que pudiera intentar cambiar el mundo. El mutismo directivo lo dejó desairado y muy molesto: ¿era posible que se pudiera acudir al estoicismo como método de descompresión frente a semejante situación que tenía visos de rapto?

Zamora entonces habría decidido tomar su propio camino, de acuerdo con lo que cuenta este mito periférico: él no se pondría al frente del arco y listo. No iba a ser uno de los actores de semejante payasada. Al pobre Nogués, suplente eterno, le tocó salir a plantar cara ante los duros.

La imagen del duelo inicial se repitió: hubo falta clara contra el buen Nogués, pero el árbitro prefirió omitir y dio como válido eltanto de Meazza, que terminaría encarrilando a Italia. España no protestó nunca, a pesar de que el partido lo definió todo el juez, quien aparte de pasar por alto una nueva infracción, de ñapa les anuló dos goles legítimos.

La final dejó a los italianos con drama en algún momento porque el equipo checoslovaco se puso en ventaja, pero pudieron remontar. Italia ganó 3-1 y el mundo del fútbol era de ellos. No de los jugadores que alcanzaron la cima para no caer al infierno. Esa era su motivación: seguir con vida. Mussolini, entre tanto, aplaudía porque el fascismo salía sonriente, con la victoria enmarcada en la boca y con la promesa de seguir la hegemonía. Vittorio Pozzo, el DT, aparecía entre las fotografías de la época aupado por sus dirigidos. Haber hecho las cosas bien solo les aumentaría la agonía, porque debían repetir campeonato en 1938. Esa fue la orden marcial. No se sabe, pero seguro que, en medio del triunfo algún jugador debió querer largarse a llorar porque la angustia se iba a acrecentar durante cuatro años más. Es el castigo que la vida proporciona a quienes un día hicieron las cosas bien.

MÉXICO Y EL EFECTO ALCACHOFA

Cómo resulta de aburrido cuando alguien nos pide, por ejemplo, ir al supermercado para comprar allí los productos anotados en una lista en la cual parece que no va a faltar nada. Hay que caminar por las góndolas, revisar fechas de vencimiento, apiñar productos en la canasta, esperar con paciencia de maestro zen la extensa fila de la caja registradora, mirar con sigilo si es que hay menos público en otro de los puntos de pago, encontrar uno y salir corriendo con el carrito de mercado como si estuviéramos trepados en un fórmula 1. Sentimos que ganamos a los demás esa lucha que significa salir airosos del mercado y cuando apenas una persona nos separa de la meta final, que es la cajera registrando cada uno de los productos que tenemos que llevar a casa, ese ser humano que nos precede le da por pagar con monedas. O con bonos Sodexo. Y sentimos que perdimos porque la fila en la que antes estábamos fluye como agua de manantial y aquellos que permanecían allí ya no están. Ya se fueron rumbo a sus casas y nosotros allí, esperando a que terminen de registrar los Sodexo.

Llegamos con bolsas numerosas y con la satisfacción del deber cumplido. Pero esa persona que nos dio la lista se pone la mano en la cabeza y dice que no, que hay que emprender viaje de regreso a ese manicomio porque faltó, no sé, una alcachofa, y que sin esa alcachofa el resto de cosas que van dentro de las bolsas simplemente no sirven para nada porque la clave en realidad era la bendita alcachofa. Hay que refunfuñar en silencio, de nuevo pensar en que las gigantescas colas de las cajas van a estar mucho más extensas, como si se tratara de un concierto de los Rolling Stones. Pero sin alcachofa no hay nada, así que a volver al ruedo.

No vamos a pie porque nos da pereza y decidimos montarnos en el automóvil para emprender de nuevo el camino inicial que habría sido exitoso si es que la persona que hizo el listado no hubiera olvidado anotar la palabra alcachofa. ¿Era tan difícil hacerlo? ¿Por qué, si era lo más importante, se generó semejante omisión? Esa persona, la que con su puño y letra ordenó las compras en el papel, no podría trabajar al frente de un reactor nuclear porque si olvida lo más importante, que en este caso sería el correcto funcionamiento del reactor, seguro su puesto de trabajo sería Chernóbil.

No hay parqueadero, entonces toca esperar con luces de parqueo puestas para ver si conseguimos un hueco donde depositar el auto. Pasa media hora y por fin alguien sale del lugar y deja un espacio libre. Estacionamos con ira y corremos hacia las canastas donde hay verduras. Vamos revisando una a una y nos damos cuenta de que justo ese día no hay alcachofas y menos mal no hay gasolina cerca porque el deseo de inmolarnos recorre la mente como una opción viable.

México vio que la cosa de ir al Mundial de 1934 era más bien sencilla porque debía decidir su cupo ante los débiles cubanos. La FIFA les ordenó que disputaran tres partidos entre sí para definir al clasificado. El que venciera dos ya obtenía el pasaporte para unirse al resto de selecciones, y México, con mayor tradición que los de la isla, definió los matchs con suficiencia plenipotenciaria: 3-2, 5-0 y 4-1. Así dicen las planillas que los mexicanos ratificaron su poderío centroamericano.

Ya con el tiquete en el bolsillo, los herederos de Cuauhtémoc esperaban con ansia emprender el viaje en barco y vérselas con los duros del fútbol. Pero apareció Estados Unidos en el medio y ya se sabe qué ocurre cuando USA pide la palabra: los gringos le dijeron a la FIFA que querían estar en Italia 1934, que cómo así que a ellos los habían dejado a un lado, que era el colmo, y los dirigentes del fútbol entraron en ese permanente miedo que significa negarles alguna cosa a los patrones del mundo. Pensaron y echaron cabeza a ver qué se les podía ocurrir para incluirlos y surgió la brillante idea de que el seleccionado norteamericano tendría que enfrentarse a los mexicanos para ver cuál de los dos era más fuerte. El que venciera, tendría su cupo mundialista en el bolsillo.

No valieron los reclamos mexicanos. ¡Ellos habían hecho bien la tarea y de un momento a otro les cambiaban las condiciones del negocio pactado con anterioridad! Desde la FIFA dijeron que era eso o nada. Y que el duelo se definiría a partido único. Ya resignados, los aztecas preguntaron entonces cómo era la cosa, que en cuál terreno neutral se llevaría a cabo semejante idiotez. La respuesta fue una sola: Roma, Italia.

Los gritos de angustia llenaron los salones de la Federación Mexicana. ¿Tocaba pegarse semejante viaje tan macho hasta Europa, con el dinero que podría costar eso, para no ir seguros de contar con un puesto en el Mundial? ¿Por qué demonios debían someterse a tal estupidez? ¿Solamente porque Estados Unidos tuvo un capricho de última hora? ¿De quién provino la orden de que tocaba jugar tan lejos? La respuesta al último interrogante se resumió en dos palabras: Il Duce.

México viajó. Realizó un periplo larguísimo y cansador en barco con la idea de que iba a pelear por algo que había ganado en sana ley. Todo un despojo. El 24 de mayo de 1934 México pisó el campo del estadio Mussolini de Roma y enfrentó a Estados Unidos. Resultado final: 4-2 a favor de los gringos. Apenas se acabó el juego se devolvieron sintiéndose humillados y asaltados en su buena fe. Esa vez tampoco hubo alcachofas.