2010: LA PRIMERA POSVERDAD MUNDIALISTA

Un día iba a pasar, pero tal vez no quedó tan claro el concepto que estaría regulando los destinos del mundo en el 2016, momento en el que el diccionario de Oxford entendió que esta palabra debía ser incluida y premiada como la más importante del año.

La Real Academia Española decidió agregarla en su catálogo para diciembre del 2017 al lado de expresiones no tan mediáticas como buenismo y postureo. Su definición es simple y llana y ayuda a comprender lo que sucede en este mundo tan pasional y carente de cerebro:

Posverdad. De pos- y verdad, trad. del ingl. post-truth. 1. f. Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Ej.: Los demagogos son maestros de la posverdad.

Las noticias falsas que condujeron a Donald Trump de a poco a la presidencia, las disputas entre políticos nacionales a quienes se les endilgan cosas que no dijeron o se desmiente a través de las noticias falsas las que sí dijeron, las cadenas de WhatsApp en las que Venezuela es un reino de comodidades al lado de lo que enfrentará Colombia en pocos meses si es que no se aplican los correctivos necesarios, y las violaciones silenciosas que se cometerán contra los pensionados que perderán su mesada para financiar el proceso de paz… y en medio de ese tiroteo, nosotros como gallinas que voltean rápidamente su cabeza de izquierda a derecha sin entender lo que pasa, comprendiendo los eventos que se gestan a nuestro alrededor a partir de las verdades a medias, como bien lo sustentó el nefasto Josef Goebbels, genio propagandístico del nazismo, diciéndole a esa tía que todos tenemos que no nos mande más comunicados por el teléfono y a través del correo electrónico si es que no es capaz de saber la procedencia y que no vale decir que se la envió el primo de un amigo del chozno de un cuñado de la prima hermana de una vecina de una compañera del trabajo para que sea válida la información, sintiendo que algunos tienen miedo porque a través de un texto se está especulando con la posibilidad de que un terremoto acabe con la ciudad sin que todavía sea posible determinar cuándo va a ocurrir un sismo y viéndonos desubicadísimos en cualquier circunstancia coyuntural porque se le cree más a lo que nos mueve la fibra que a lo que es un hecho comprobable a la luz de la lógica.

Por eso, por actuar con el corazón, se dan batallas que jamás debieron contener el botón start para encenderse porque sencillamente eran inocuas y armadas a partir de falsedades. La cosa sigue ocurriendo, pero el mundial sudafricano tendió un mantel en el que hubo asuntos que más allá de ser ciertamente reales, parecían inverosímiles.

Uno de ellos lo encarnó el máximo jerarca del país, Jacob Zuma, hombre que hasta hace más bien poco tiempo —diciembre de 2017— terminó quitándose de la silla presidencial porque era imposible sostenerse ante tantas acusaciones sobre corrupción en su contra. En el 2010, Zuma fue interrogado por la prensa sobre los peligros que podrían vivir los turistas que visitaran su país con la excusa de la Copa del Mundo. Más allá de la inseguridad rampante en varias zonas, lo que buscaba la prensa era observar cuál iba a ser la reacción del primer mandatario en torno a la creciente cifra de contagios de VIH en su territorio. Mejor pregunta no pudo existir y que le cayera a él, un tipo que tenía 20 mujeres y que varias veces anduvo metido en el centro de la polémica por haber acosado sexualmente a personas de su despacho. Zuma, un habitual detractor del uso del condón en sus cópulas, lanzó una receta que dejó a los integrantes de la prensa en un estado de estupefacción total: argumentó que con un buen baño caliente cualquier virus se quitaba. La ministra de Salud, Manto Tshabalala-Msimang, terminó de hacer un cuadro mucho más demente: recomendaba que ante la posibilidad de contagiarse de VIH lo mejor era acudir a remedios caseros con ajo, limón y remolacha. Al poco tiempo debió dimitir por cuenta de semejante declaración tan idiota y la nación entera la bautizó como la Doctora Remolacha.

No fue mentira. Eso pasó, de verdad. Colombia, en tanto, sin haber obtenido su tiquete hacia Sudáfrica, se conformó con enfrentar algunos amistosos, incluido uno ante la selección local, que se perdió 2-1 y en el que llamó la atención la cantidad de sanciones absurdas de un árbitro llamado Langat Kipngetich, oriundo de Kenia. Pitó dos penaltis contra el equipo de Bolillo Gómez que nunca jamás fueron. Uno de los disparos lo atajó el portero nacional David Ospina, pero, en decisión que puso a reflexionar sobre si ese señor se podía considerar árbitro FIFA, Kipngetich ordenó repetir el remate desde el punto blanco. En esa segunda ocasión sí fue gol de Sudá­frica. Años después se revelaría que ese juego y otros más de carácter amistoso habían sido untados de corrupción por el lado de grandes apostadores clandestinos en Asia y que los jueces que dictaron justicia habrían recibido dádivas de acuerdo con lo que pudieran influir en el marcador. Mientras tanto, la Embajada colombiana en ese país no pidió repetición del encuentro o algo distinto. Édgar Perea ocupó ese cargo en tiempos de la Copa y reemplazaba en el cargo a Carlos Moreno de Caro, amigo de las tapas de alcantarilla y candidato a la Alcaldía de Bogotá con resultados frustrantes. Ambos recibieron tal distinción de manos del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez.

No fue mentira. Eso pasó, de verdad. Lo de los encuentros futbolísticos amañados y lo de Perea y Moreno de Caro presidiendo embajadas.

El clima no era bueno a comienzos del año porque Sudáfrica no se clasificó a la Copa Africana de Naciones, lo que hacía ver su debilidad, y un ataque armado de milicianos puso los ojos en el continente negro: ese torneo, que se iba a realizar en Angola, contaba con la presencia de Togo, pero un atentado contra el bus en el que se dirigían a una de las ciudades sede empañó el certamen: tres muertos y nueve heridos, y Togo, con motivos de sobra, dijo que no iba a participar. Resultado: suspensión automática de la Federación Togolesa y sus futbolistas para enfrentar las dos siguientes ediciones de ese campeonato y una multa. No importó que en la celada murieran el asistente técnico del equipo, el jefe de prensa y el chofer del vehículo en el que se movilizaban.

No fue mentira. Eso pasó, de verdad. Finalmente el Mundial empezó y el primer partido lo jugaron sudafricanos y mexicanos, lejos el partido inaugural más hueso de la historia—pero tranquilos que el 2018 promete romper ese mito con el esperpento Rusia-Arabia Saudita— desde que en el 2006 se acabó la sana costumbre de que el campeón reinante jugaba el primer duelo mundialista. La tradición murió con el cambio de reglamento que ya no le guarda un cupo al equipo que se corona campeón cuatro años atrás. El primer gol lo marcó Tshabalala, de Sudáfrica, y apareció un zumbido en el horizonte de todas las sedes: sonaba como una caja llena de abejorros capaces de fastidiar al que fuera durante un partido de fútbol. Las cornetas eran denominadas vuvuzelas, pero su ruido no era desplegado solamente por los potentes pulmones de los fanáticos, algún sistema de sonido pregrabado colaboró para que el eco tuviera punto final.

Francia, que compartía grupo con México, Sudáfrica y Uruguay, veía la posibilidad latente de repetir la llegada al último partido del Mundial por el equipazo con el que contaba. El 2006, con el cabezazo de Zidane a Materazzi, les privó de su segundo título, pero era momento para volver a ponerse de pie, eso sí, ya sin el calvo 10 en sus filas. Lo que no hacía parte del plan fueron las diferencias raciales y la insubordinación del plantel contra el técnico Raymond Domenech que expulsó al detestable Nicolás Anelka de la concentración y en respuesta recibió una carta de todo el grupo en el que decían que no iban a entrenar en vísperas del partido ante Sudáfrica porque alguien del cuerpo técnico le cantó a la prensa el incidente sucedido con Anelka y las miradas se dirigieron hacia Robert Duverne, asistente de Domenech que, además, casi se va a los puños con un referente de la plantilla, Patrice Evra. Francia pasó de subcampeón a último de su zona: empató sin goles contra Uruguay y cayó contra México y los sudafricanos.

No fue mentira. Eso pasó, de verdad. Brasil se terminó yendo a casa por cuenta de un autogol; Italia, poderosa y dominante, no se clasificó a segunda ronda, eliminada por Eslovaquia y Paraguay, y aunque Nueva Zelanda concluyó invicta su papel, eso no le garantizó tiquete a los octavos de final. España perdió el primer partido ante Suiza, y el fantasma de las predicciones de Pelé —su favorito en 2010 era el equipo que conducía Vicente del Bosque— volvía a salir del ataúd. Los paraguayos en cuartos de final casi los eliminan pero un penal que atajó Iker Casillas a Cardozo frustró la gesta. Uruguay, tras 30 años de ausencia, se coló entre los cuatro mejores del mundo, y Holanda regresó a su vestido de aspirante eterno que se queda lejos de la coronación definitiva ante otro que nunca había ganado el torneo: España. Pelé respiró en paz porque, ante la incredulidad el planeta, esta vez no falló.

No fue mentira. Eso pasó, de verdad. Y ¿la posverdad tan anunciada en el título que encabeza esta carreta? Aquí está.

UN MUNDO APARTE LLAMADO COREA DEL NORTE

Ausentes desde siempre, por un lado, porque en fútbol no terminan siendo los más potentes y porque sus doctrinas y modo de gobierno han querido llevar a ese país desde hace décadas a la confinación y al ensimismamiento. Eso se sabe, de lo poco que queda registrado de esa nación que no le da entrada a nadie, prohíbe tomar fotografías y si recibe la visita de algún periodista, este debe ser acompañado por un miembro del Ejército para que vigile cada una de sus acciones en este territorio.

Se habla constantemente de gran represión, de escasísimas libertades individuales y de oscurantismo de pensamiento. De campos de concentración a los que son conducidos aquellos que no compartan el estilo de vida de la nación, de ejecuciones por cuenta de tonterías tales como ser miembro del gobierno y quedarse dormido en alguna intervención de su líder, de silenciosas hambrunas que contradicen el estilo derrochador y dilapidador de quien esté al frente del estadio, de largas cataratas de cognac Hennessey que hacen más amenas las horas en la casa de gobierno de sus líderes, de películas que imitan las de Hollywood, pero en las que el protagonista principal es el dictador de esas tierras, que su armamento nuclear aún no se puede contabilizar y que si de ellos dependiera, la tercera guerra mundial sería una realidad latente… La mitología y las leyendas escogieron a los norcoreanos como grandes mentores porque ellos están bajo una gran cobija que no permite verlos en su plena dimensión.

Por eso fue tan celebrada la entrada de Corea del Norte a la Copa celebrada en el 2010. De golpe esa ventana que el fútbol abría iba a permitir algo más de conocimiento sobre una cultura que parece perdida en el tiempo y en el espacio. En la nación, dicen, también se vitoreó con alborozo la clasificación mundialista de los muchachos, que no sabían lo que era estar presentes en un Mundial desde hacía 34 años. De hecho, si se repasa lo poco que existe de información en cuanto a visitas del equipo de Corea del Norte al mundo occidental, hay poquísimos recuentos: a mediados de los años noventa en Washington, ante la disputa de un juego amistoso y un encuentro que tampoco se sabe si ocurrió o no frente al Nantes francés poco antes de que se diera inicio al torneo de Inglaterra en 1966. Hubo incluso una situación que en su momento pareció ser el sendero que llevaría a la reconciliación a las dos Coreas porque, en el marco del Mundial Sub-20 de 1991, se conformó un seleccionado con parte de ambos mundos: de la capitalista del sur y de la comunista del norte. Incluso levantaron polvareda porque en el partido del debut vencieron de manera sorpresiva a los argentinos y pudieron alcanzar los octavos de final, donde Brasil los devolvió disgregados con un 5-1 en contra.

De regreso al 2010 el gobierno de entonces, comandado por Kim Jong-il les dejó en evidencia que su labor no se podía remitir únicamente a pensar en que ya la tarea estaba cumplida con el tiquete a Sudáfrica. Los coreanos del norte debían preservar y hacer valer el honor de su nación como verdaderos varones. El régimen, que no tenía tanta idea de las disparidades que hoy reinan en el fútbol, consideraba que los soldados patrióticos contaban con las suficientes aptitudes y con la consabida y denodada actitud suficiente como para ponerse una meta que, en mente de Kim Jong-il, no era una quimera: ellos debían ser, como mínimo, idóneos como para igualar la mejor participación del país en el torneo. Y ya se sabe que en 1966 las páginas amarillentas de la historia lo ubicaron en la fase de cuartos de final, donde terminaron frustrando su sueño de alcanzar las semifinales por culpa del genial Eusebio, delantero portugués que les empacó cuatro pepazos.

Los federativos y los futbolistas pasaron gruesas gotas de saliva porque las condiciones eran diferentes. En la Copa de 1966 solamente estaban convocados 16 seleccionados, así que apenas terminada la zona de grupos, se llegaba a cuartos. En 2010 la brecha de clasificados era mayor: 32, así que había que pensar en que si lograban superar la primera ronda, tendrían que encarar la fase de octavos. Y después de eso sí cuartos. Existía un retén más en el objetivo fijado, pero ¿quién le iba a explicar eso al dictador y jefe supremo?

La perspectiva casi siempre tiene posibilidades de empeorar, y el sorteo ya dio susto: Corea del Norte tendría que empeñarse bastante en pos de su felicidad porque los adversarios no eran pintados en la pared: Brasil, cinco veces ganador del Mundial; Portugal, dueño de una generación fantástica de futbolistas que estaban vistiendo las camisetas de los clubes más importantes de Europa y que en Alemania se metieron en semifinales, y Costa de Marfil, el conjunto africano de mayor evolución en las dos décadas más recientes y que en sus filas se jactaba de contar con el único centrodelantero que triunfó en el Chelsea de Londres, ganador de cuanta cosa jugó. Le pusieron a ese futbolista competidores como Claudio Pizarro, Adrian Mutu, Mateja Kežman, Hernán Crespo, Nicolás Anelka, Salomón Kalou, Andriy Shevchenko y Fernando Torres, pero ninguno le pudo quitar la titular. Ese atacante se llamaba Didier Drogba.
Pero ¿quién iba a contradecir la palabra de Kim Jong-il para contarle que era absolutamente inferior su seleccionado y que habría que pensar en un método para no vivir una humillación histórica? Porque algunos ya sabían las consecuencias que podría acarrear un estruendoso marcador en contra, bien factible frente a esos contrincantes. Las víctimas serían ellos: los futbolistas y el entrenador.

Pues en medio del escepticismo se dio el debut y era frente a Brasil. Las cámaras de televisión siguieron la instrucción de siempre que es, durante los actos protocolarios, tomar los primeros planos de las caras de los protagonistas. Uno de los que vestían camiseta colorada con la bandera de estrella única lloraba desconsolado mientras las notas del himno sonaban por los altoparlantes del estadio Ellis Park de Johannesburgo. Era Jong Tae-se, delantero que, aunque nació en Japón, logró obtener la nacionalidad norcoreana. Más allá de su afinidad con el régimen, tampoco sufría mucho porque mientras sus compañeros eran trabajadores del Ejército o funcionarios administrativos, él podía vivir en Japón porque actuaba en un club de ese país. Las lágrimas del futbolista conmovieron al mundo y se especularon tres posibles motivos por los cuales estaría al punto de la conmoción: 1) su fanatismo exacerbado hacia la causa nacionalista; 2) sabía que si él y sus compañeros fallaban en la misión encargada de alcanzar colarse entre los ocho mejores, el castigo sería cruel y tortuoso; 3) en Corea del Norte hay un exagerado respeto a todo lo que invoque su patria y hay que llorar casi que a manera de protocolo. El que no lo haga será visto con malos ojos —como si Yamid Amat ve a una mujer judía negándose a darse la bendición—. El llanto es un mandato obligatorio en ciertas ocasiones y mejor lagrimear de mentiras a sufrir lágrimas reales por cuenta de la represión.

Al parecer fue una mezcla del 1 y del 3. El 2 no le interesaba tanto porque era el Maradona de Kim Jong-il, su ídolo. Las derrotas no dieron espera: 1-2 ante Brasil, 0-7 contra Portugal y 0-3 enfrentando a los marfileños. Con la imagen de Tae-se y su drama humano, el mundo entero pensó que mínimo iban a filetear en finas julianas a los orientales. Llegaron noticias: al plantel, por no cumplir con las expectativas, se le obligó a permanecer seis horas de pie frente al palacio de gobierno, y al director técnico eso y un par de trabajos forzados indeterminados. Y ¿Tae-se? Fue indultado, y la leyenda dice que él rajó de sus colegas como forma de salvar su propio cuero.

Lo peor estaba por venir: sin muchas noticias en torno a Corea del Norte, una información falsa empezó a diseminarse como una gripa porcina: para evitar burlas y críticas, Kim Jong-il y sus good fellas armaron una transmisión paralela por la televisión estatal en la que informaron que su país había ganado el Mundial derrotando 7-0 a sus adversarios del sur, 4-0 a Estados Unidos y en la final 2-0 a China.

Como era complicado confirmar los datos, varios medios la asumieron como cierta. Fue un papelón peor que el de Tae-se embalando a sus compañeros de camerino.