1938: LA DERROTA MÁS FELIZ
Cada cosa que se haga mal traerá su consecuencia. Si usted peca o se equivoca, recibe de inmediato el castigo o de pronto la vida se ensaña con su presencia, generando un costo retroactivo, con la misma metodología que las centrales de riesgo. Es decir, la deuda inicial por la que usted quedó embalado va a generar unos cuantiosos intereses de mora, entonces cada día que pase y usted no se ponga al tanto con la acreencia, la cifra, o la penitencia, tendrá que ser mucho mayor hasta que —si es que para usted no fue posible pagar una sola de las 72 cuotas que había pactado inicialmente o no hace una reparación completa sobre aquel al que pecaminosamente perjudicó— la vida le dará dos caminos que parecen apenas obvios: en su lenguaje cotidiano se hará muy común la frase “cobro coactivo”, lo cual, palabras más palabras menos, quiere decir que un día la recepcionista de la oficina timbrará a su extensión y le dirá que hay dos policías, un abogado —o una linda abogada, como premio de consolación— y una grúa afuera del edificio esperándolo a que por favor tenga la bondad de sacar el automóvil del garaje para que se lo lleven por cuenta de su mora y posteriormente lo rematen al mejor postor.
Con los pecados la vaina es a otro precio porque, de acuerdo con las creencias católicas, si usted tiene un mal comportamiento con uno de sus congéneres y no aprovecha el tiempo que le queda en la Tierra para subsanar esa falta, sea de la menor o de la mayor gravedad, lo estará esperando el infierno a sus pies. Las puertas del averno se abrirán para devorarlo con sus llamas, y no piense que allí habrá mujeres voluptuosas contoneándose y que se abrirá una compuerta de la que saldrá Billy Crystal para echarle apuntes simpáticos, como le pasó a Woody Allen en la película Deconstructing Harry. No, el infierno, concebido como lo ha mitificado la historia, debe ser una mazmorra oscura en las que muchas siluetas gritan en medio de una agonía eterna, donde los sufrimientos y torturas que esas sombras padecen son la condena que están pagando por cuenta de sus fechorías en la Tierra.
Hay niveles en el infierno, pero seguro que allá el concepto de primera clase no es admitido. Y es ahí donde cualquiera piensa que el tributo en las catacumbas de Satán debe ser el padecimiento del mismo pecado perpetrado, pero aumentado a la n potencia y ejecutado en nuestra contra para que tomemos un poco de esa sopa que no quisimos probar y que tiene raciones de más de dos tazas.
Vale entonces la reflexión personal: ¿recuerda esa tarde en el colegio cuando usted estaba en tercero de primaria en la que, armado de matonería y crueldad infantil, tomó a mansalva a un compañero de clase y lo sometió a una salvaje, cruel y malévola sesión de “ñonguis”?
Ya llegaremos con la condena, porque primero al lector precavido y que oye música en la ruta del colegio sin que le importe la suerte de nadie —lo cual lo convierte en culpable por omisión, pero eso es otro cuento que no desarrollaremos en este ejercicio de casuística— puede no entender bien el concepto de “ñonguis”, que no es más que la acción de atacar por la espalda a un congénere, inmovilizarlo y tomar el caucho de la parte trasera de sus calzoncillos. El paso siguiente es agarrar ese sector de la prenda y tirarla hacia arriba con las fuerzas que el verdugo pueda acumular para asfixiar testículos y crear una sensación de pañalitis express o quemazón ulterior a manera de forzado hilo dental en las zonas pudendas. El reto es que varios colegas se unan a la faena para que el caucho del calzoncillo llegue hasta la cabeza del cristiano que ha caído en la mala suerte de atravesarse con estos picapiedras. En los años ochenta pasaba y algunos fuimos víctimas y victimarios también.
Supondría uno que el infierno lo espera a uno con calzoncillos de caucho vulcanizado y tela irrompible. Y que los esclavos del tipo de cola, trinche y cuernos nos esperan en un corredor cada día hasta el fin de los tiempos para que sintamos en carne viva la peor de las versiones de aquel dolor que nos produjo risas malignas al verlo reflejado en otros.
Ahora, puede haber una especie de rebaja de penas si es que, en su tránsito por el universo, usted condonó a la brava parte de esta sentencia el día que, sin un peso y en búsqueda urgente de un trabajo, entró a la oficina de un tipo poderoso y que resultó ser aquel muchachito de tercero de primaria al que usted le sacó lágrimas y que hoy, usando vestidos finos, sentado en una silla de cuero ergonómica, mirando hacia el ventanal de una poderosa sala de juntas, frotando un gato angora en el sillón y moviendo un lápiz como si fuera una baqueta, le recuerda ese episodio y le comenta por lo alto que además de no tener cabida para la vacante, hará hasta lo imposible para que usted no encuentre camello remunerado en la medida de lo posible.
Así opera el tema, según la visión que cada quien tenga del bien o del mal. En el campeonato del mundo organizado por Francia en 1938 la perspectiva era distinta: se era pecador o deudor moroso si es que los caprichos de Mussolini no se cumplían. Simple. Los futbolistas de Italia no eran malos: todo lo contrario. Habían proporcionado por cuenta de su talento —y de ayudas extras— un campeonato del mundo cuatro años atrás, pero eso no era suficiente para Benito Mussolini, necesitado de atención y enviciado hasta la médula con la idea de seguir usando el instrumento futbolístico para perpetuar sus creencias. De nuevo, para el grupo de tanos el fútbol era una cuestión de vida o muerte en el transcurrir de 90 minutos. Como condenados a la pena capital, tendrían que recorrer el túnel de salida del vestuario del estadio y, a partir de goles y gambetas, dilatar la llegada hasta el final del corredor de la muerte, donde serían obligados a llevarse, por cuenta de la oprobiosa caída deportiva, la inyección letal.
Salir a romperse el cuero así debió ser un infierno porque se estaba condenado hasta que se demostrara lo contrario. Suponer que ser futbolista, una tarea con la que cualquier hombre soñó, y pensar que una anotación obtenida en el minuto 90 es el cénit de la alegría, para ellos era lo diametralmente opuesto. Era terminar con la certeza de saber que estaban viviendo en cuenta regresiva si es que no vencían. Por algo Luis Monti agarró a patadas de la felicidad al indio Guaita el día que derrotaron a los austríacos en las semifinales del 34. Le pegó patadas en el piso en vez de abrazarlo y gritar con él el gol y le decía que les había salvado la vida. El tanto ocurrió en el minuto 19 de juego y el marcador quedó así, 1-0.
Sin embargo otra era la formación italiana si se hacía la mirada por el retrovisor. Vittorio Pozzo, el sagaz entrenador, entendía que el recambio debía ser una necesidad para enfrentar el campeonato del mundo con otros bríos y con la pasión intacta, más allá de las terribles presiones externas proferidas por el fascismo sobre él y los demás. Futbolísticamente hablando, el conjunto que dirigía había recibido el bautizo de la renovación con la obtención de la medalla de oro en los Juegos Olímpicos realizados dos años atrás en Berlín y esa base terminó siendo la clave del éxito porque un proceso llevó a cabo una gran victoria, mucho más alejada de las manipulaciones evidentes del pasado reciente, pero con el doble de peso en la espalda al saberse favoritos.
Mientras tanto, uno de los juegos programados en el fixture no se pudo realizar. El 5 de junio de 1938 en Lyon estaba pactado que las selecciones de Suecia y Austria pusieran a rodar la bola. Los austríacos, que caminaron muy lejos en el 34, tenían pinta de favoritos; sin embargo, el partido entre ambos países jamás se jugó. La razón parecía más que poderosa: una de las dos naciones ya no existía. O al menos así lo dictó el feroz y espantoso Adolfo Hitler, que en abril de ese mismo año se tomó el trabajo de invadir territorio de Austria para anexarlo a las fronteras alemanas.
El Anschluss se llamó aquella acción y —como si el horrendo Führer decidiera dar los pasos de Mussolini— se ordenó que aquellos jugadores de fútbol que estaban defendiendo los intereses austríacos se pusieran la camiseta germana para así poder disputar la Copa del Mundo. Se pensaba que los alemanes podrían llegar a la gran final del certamen gracias a los servicios de sus nacionalizados a la brava, pero ese experimento, como todos los demás que tuvieron el símbolo nazi, fracasaron estrepitosamente. El equipo unificado no superó la ronda inicial —que no se definía por grupos, sino por choques directos a un solo encuentro— frente a los suizos, ordenados y eficaces gracias a una estrategia bien interesante que pergeñó el genial técnico Karl Rappan. Precursor de los movimientos tácticos revolucionarios y un convencido de la importancia del equilibrio, entendió que una buena defensa respaldaría su fuelle atacante. Ubicó a un jugador más en defensa —en tiempos en los que solamente se protegía la portería contraria con dos zagueros— y retrasó un par de jugadores más. Daba la impresión de que el terreno para el adversario estaba libre, en especial por las zonas vacías del mediocampo, pero la presión y la recuperación rápida de la pelota hacían surgir la bestia táctica: punteros abiertos y veloces que aprovecharan las llanuras que dejaban los equipos con dos atrás, centro al área y definición del centre-forward. Tiempo después y con algunas pequeñas modificaciones, el modelo de Rappan se popularizaría en Italia y llevaría el nombre de cerrojo: catenaccio.
Hubo cábalas también: el portero de Indias Orientales, el invitado más pintoresco del torneo, guardó consigo una muñeca que lo ayudaba a resguardar su portería de los golpes rivales. Ellos habían clasificado en la llave de definiciones por el continente asiático y Japón iba a ser su contrincante, pero los primeros vientos de guerra enviaron a los nipones a preocuparse de otros asuntos. La muñeca no dio el resultado que esperaba el guardameta Mo Heng: Hungría, seguramente el mejor conjunto del certamen por valor individual y colectivo, los devolvió a casa con un inclemente 6-0 en sus alforjas. Cuba también fue parte de las rarezas y alcanzó los cuartos de final eliminando a Rumania. El juego de calendario inicial quedó empatado a tres goles pero al no haber penales para dirimir igualdades, en un segundo juego los de la isla derrotaron a los europeos orientales 2-1. Fue soñar para que el globo se estallara pronto, porque Suecia los bajó de la nube de un solo sopapo. O mejor, de ocho que le infligieron al sacrificado portero Carvajeles.
A la final llegaron italianos y húngaros. Italia se llevó la Copa con un 4-2 lapidario que les devolvió el alma a los jugadores que fueron odiados por cuenta de su saludo fascista y porque utilizaron en algunos encuentros camiseta negra para estar muy a tono con el discurso de su líder.
Es entonces cuando por fin alguien le encontró a la derrota un sabor positivo y sin necesidad de recurrir a Coelho. El portero húngaro Antal Szabó parecía estar tranquilo, en un estado de paz interior llamativo porque nadie se siente tan relajado tras ver cómo los hombres que eran sus rivales levantaban el trofeo por el que él peleó de manera honesta. Szabó, tiempo después, atinó a decir que su derrota realmente había sido alegría. Es que los cuatro goles de los que fue víctima salvaron la vida de once seres humanos. Nunca alguien tuvo más razón en la vida.
No hubo papel picado, vuelta olímpica ni celebración con el equipo italiano trepado en una portería cantándoles a sus hinchas. Al contrario, debió ser, junto con la de 1950, la ceremonia más rara de la entrega del trofeo ‘Jules Rimet’, porque apenas reposó en manos de los azzurri, la formación italiana se escabulló hacia los vestuarios en medio de silbidos e insultos proferidos por parte de los aficionados que vieron el juego desde las graderías.
“ÑONGUIS” VICTORIOSO
Patear un penal es más que una lotería, desgraciado lugar común que algunos periodistas le otorgaron al acierto o al fallo de un lanzamiento directo desde los 11 metros. De lo contrario, un tipo como Stephen Hawking no le habría tirado corriente a una situación que solamente estaría regida por el azar. Hawking decidió dejar a un lado la física cuántica, los hoyos negros, la relatividad y el cosmos para adentrarse en ese castigo que brinda el fútbol al que ocasionó una falta en su propia área, y a partir de revisar constantemente videos, probabilidades, maneras de patear la pelota, tamaño de la portería, velocidad del impacto y reacción instintiva de los porteros que son sometidos a esa pena, llegó a un mar de conclusiones que hombres estudiosos como José Mourinho, Jorge Luis Pinto y Pep Guardiola no habrían sido capaces.
Sin tener un solo trofeo futbolístico en sus vitrinas, el físico británico encontró un par de conclusiones más que llamativas de los tiros desde el punto penal y quiso ayudar a su país, Inglaterra, para que perfeccionaran la técnica con un par de consejos que les deslizó antes de que iniciara el Mundial de Brasil 2014. Hawking encontró la teoría del penal perfecto. Sus profundas investigaciones en el marco del estudio del fútbol —seguro con su genialidad le tomó menos de un minuto— revelaron que el 84 % de los penaltis que son disparados arriba, en la unión de travesaño y vertical terminan en el fondo de la red, sin importar el lado al que se envíe la bola. Para poder conseguir este objetivo el pateador debe tomar impulso, ir en velocidad hacia el impacto del esférico y siempre, a pesar de que el instinto diga lo contrario, pegarle al balón con el borde interno del pie.
Como no se quedó simplemente en lo que puede aportar al pateador, se recluyó en el solitario mundo de los arqueros, que en últimas parecen las víctimas de una ejecución sumaria. Entendiendo que la misión del guardameta es mucho más compleja en esa clase de remates y haciendo uso de esa salvedad, igual pudo encontrar algo positivo entre lo negativo: si el guardameta es de esos que empiezan a brincar, a dar saltitos sobre la línea de cal o que deciden moverse de un lado a otro paralelamente a la raya blanca de sentencia, tendrá un 18 % más de oportunidades de detener la pena máxima.
Pero en 1938 se dio la teoría del penal efectivo, justo cuatro años antes de que Hawking viniera al mundo. Italia debía chocar en semifinales con Brasil, equipazo que cometió el error tan sudamericano de confiarse antes de tiempo. Ellos, con el patrocinio del técnico Ademar Pimienta, pensaron que la final era suya sin contar que la azzurra resultaba ser un conjunto de fortaleza sin igual. Esa falta de previsión llevó al director técnico de prescindir de los servicios de su máximo goleador, LeÔnidas, gran figura de la Copa. Pensó que sería magnífica idea darle un tiempo de relax al ariete para que en el juego cumbre de la final estuviera lo suficientemente descansado y que con sus frescas anotaciones le diera a su país el campeonato esperado.
En el camerino italiano era a otro precio: un telegrama que apareció en la concentración decía “vencer o morir” y venía de parte de Benito Mussolini. Pimienta, un virgen de aquellos, ni debía saber de Il Duce, ni que sus adversarios estarían dispuestos a dejarse más que el pellejo en la lucha por el cupo finalista. Ante tanta mansedumbre e inocencia, Brasil empezó el encuentro desorientado por el ímpetu italiano y les tocó soportar el primer gol, obra de Colaussi a los 51 minutos.
Nueve minutos más tarde hubo un penal que el árbitro suizo Wüthrich le dio a los de Vittorio Pozzo. El encargado de patearlo era Giuseppe Meazza, elegido por muchos como el mejor futbolista italiano de todos los tiempos. Meazza, de fructífera trayectoria, curtido ya por la experiencia de la primera Copa que se llevó su país en 1934 y que realizó una fulgurante carrera en Inter, Juventus, Milan, Atalanta y Varese pidió la pelota y la ubicó en el lunar que está en la mitad del área con la seguridad de que por fin podría marcar su primer tanto en el torneo.
Miró al arquero brasileño Walter para encontrar el resquicio ideal donde colar la bola hasta el final de la red y asegurar un duelo que, aunque difícil, los tenía felices, dada la superioridad europea en grandes lapsos del choque. Meazza se alistó para entrarle de lleno a la pelota, pero justo en aquel instante que requiere una concentración extrema, pareció irse todo al demonio: el caucho de su pantaloneta había cedido a los esfuerzos dentro del campo y estaba tan desjetado que era imposible que se sostuviera por sí solo. Al darse cuenta, el atacante empezó a tratar de arreglar con disimulo el desperfecto y, ayudado con una mano, intentaba que la prenda de vestir se quedara en el sitio indicado, pero no era viable. Si el tipo tomaba impulso y corría moviendo los brazos para hacer más fuerza, la pantaloneta se escurriría y, además de hacerlo enredar a la hora de ejecutar el penal, seguramente se iría de bruces haciendo el ridículo más portentoso de la corta historia del Mundial. Y pues cómo iba a darse ese lujo de fallar la oportunidad, en especial si todo ese escenario imaginario llegaba a los oídos de Benito Mussolini. Sería el edecán más visible en el cadalso.
Sin pensarlo y con peligro a quedar descalzurriado agarró la pantaloneta con su mano y empezó a correr, peleando para que la parte inferior de su atuendo estuviera tan cerca a las axilas como los pantalones de Roberto Gerlein. Ese movimiento desordenadamente cadencioso despistó al meta brasileño, que se concentró más en el extraño serpenteo de su rival que maniobraba para no quedar empeloto, que en la trayectoria de la pelota, la cual, con no poca dificultad, fue pateada por Meazza y, obviamente, fue gol. El 2-0 de la tranquilidad (terminó 2-1) de quien lleva bien puestos los pantalones.