INTRODUCCIÓN

Era un muchachito apenas y apareció con cara de nervios cuando estuvo como portero de primera división en el Cali, y con razón: el día de su debut, en 1990, le tocó jugar contra Santa Fe en Bogotá, con todo lo que significaba equivocarse en la gran carpa, de donde mostraban la mayoría de imágenes en los resúmenes televisivos y el lugar en el que las crónicas de prensa parecían ser más largas que las del resto de plazas del país.

Allí se le vio comenzando esa historia que conduce a cualquiera que empieza a desandar el camino del fútbol con la intención de poderla coronar, si es posible algún día, en una copa del mundo. Porque ese resulta ser el deseo de cualquier tipo que se dedique a eso, más allá del disfrute personal, aunque al muchacho que resguardaba la portería esa vez solo le dieron 45 minutos. Lo sacaron para el segundo tiempo, historia recurrente en aquellos que trataron de llegar y no pudieron, quedándose entonces con eso en el recuerdo: 45 minutos de trayectoria.

La idea de un jugador es que a partir de esa felicidad tan genuina de poder derrochar talento en el debut, un mundial sea consecuencia de aquel camino trazado en un principio. Ya llegarán vicisitudes de esas que se ensañan con algunos —diga usted un Falcao García, al que, trabajando juicioso y serio, le tocó vivir la mala hora con la lesión de rodilla—.

Imagínese usted en los pies de Djibril Cissé antes de irse al Mundial de Alemania 2006: lo pusieron a jugar uno de esos amistosos que sirven para subir el ánimo de una tropa futbolera y fue la endeble selección de China el sparring de turno. Cissé tuvo que ir a disputar una pelota dividida con un jugador del que hoy no se tiene memoria y en el choque se vio cómo el tobillo se salió de su lugar con el hueso incluido.

Otros se quedaron lejos de la fiesta por causas que no dependieron de ellos. Por ejemplo, porque uno de los suyos les quitó a él y a una generación completa un mundial.

Cómo serían de grandes las ganas de Roberto ‘el Cóndor’ Rojas de ser titular en una copa del mundo, que a los 67 minutos de juego contra Brasil por eliminatorias se dio cuenta de que eso iba a ser imposible en la cancha y activó un plan que había pensado junto con su compañero de zaga, Fernando Astengo, y el entrenador Orlando Aravena: si las cosas llegaban a salir mal —es decir, perder en el Maracaná contra el vigente campeón de América— debían simular una agresión y retirar el equipo de la cancha para así conseguir un imposible, que era nada más y nada menos que decirles a los brasileños que con ellos, por primera vez en la historia, serviría aquello de reservarse el derecho de admisión por cuenta de un penoso incidente.

Para fortuna (o mejor, infortunio) de Rojas, en las graderías estaba sentada una mujer que, de acuerdo con su documento de identidad, se llamaba Rosenery Mello, linda y valiente como esas mujeres que veíamos con tanto asombro y admiración lanzar voladores con una mano y prenderlos con un cigarrillo. Rosenery parecía ser de esas, de lavar y planchar; entonces, envalentonada, decidió lanzar pirotecnia al verde césped del estadio de Río de Janeiro para celebrar lo que parecía ser el trámite natural de una clasificación de su país al torneo en el que siempre dijo presente.

La pólvora cayó a unos tres metros del portero chileno Rojas, quien al ver el papayazo, se lanzó al suelo como esos extras de las p­elículas del Viejo Oeste que antes de sufrir los disparos de las flechas de los indios en su pecho o antes de que los balazos de un rudo vaquero los atravesaran, ya estaban convulsionando para hacer más dramática la escena. Si a Rojas lo hubiera visto en esa caída John Wayne, seguro que lo hacía contratar como doble de riesgo.

Las imágenes de la época muestran a Rojas salir en brazos de sus compañeros bañado en sangre, como Sissy Spacek en Carrie el día en que es elegida reina del baile y cae sobre ella un baldado de coágulos de cerdo que le echa a perder su única velada feliz.

Los ojos de rabia se dirigieron hacia Rosenery, que inicialmente subió los hombros como para decir que no había sido su intención, pero con la posibilidad de que Brasil perdiera en los tribunales y escritorios lo que ganó en cancha, las cosas se le pusieron muy duras a la mujer: era el enemigo público número uno. La empezaron a entrevistar de todas partes mientras que ella sollozaba, y era de verdad, no eran esas lágrimas-chantaje usadas por algunas mujeres para expiar culpas y delegarlas en sus parejas o para lanzar un capricho contenido. Este era llanto serio, de vergüenza, de arrepentimiento, de dolor, de angustia por sentirse observada cuando antes no era nadie: Rosenery había hecho daño sin intención, pero ya era demasiado tarde y Brasil, al unísono, empezaba a detestarla. Si no hubiera tirado esa maldita bengala al campo, podría salir a la calle sin miedo, tranquila.

Los exámenes a las heridas del portero descubrieron el entramado: no existía un solo rastro de pólvora en la chamba, y el guardameta no supo justificar por qué su llaga estaba limpia y pareja como la del corte de un filete. Al final se supo la verdad y todo radicó en una cuchilla que guardó celosamente Rojas entre sus guantes para utilizarla contra sí mismo en el instante indicado —igual a esos banqueros o políticos que cargan en el bolsillo de su camisa una pastilla de cianuro por si se pudre todo—.

Así, con esos dos ingredientes, pólvora y navaja, Rojas montó una de las más grandes escenas del teatro del absurdo en el fútbol. El castigo resultó duro por las circunstancias lógicas y porque el presidente de la FIFA era João Havelange, tipo turbio si los hubo y nacido en Brasil. Por cuenta de ese caos, Rojas recibió una suspensión perpetua; Astengo y Aravena, cinco años por fuera del circuito, y como si fuera poco, la Federación de Fútbol de Chile no podía participar de las eliminatorias hacia Estados Unidos 1994.

Eso lo supo el mundo entero, pero ¿qué sucedió con Rosenery Mello, la señalada instigadora inicialmente y que terminó pasando saliva después de semejante salvada? El país la empezó a querer a pesar de que en el fondo sí había pecado por imprudente, pero ya el indulto estaba firmado: perdón y olvido al inicio y fama posterior producto de la desfachatez cometida por ella. Era 1989 y el concepto actual de reality estaba lejos de las mentes sudamericanas, pero Rosenery fue pionera en eso de ganar toneladas de fama a partir de un hecho aislado, pero que envolvió a toda una nación.

Así fue como Mello —el apellido daría para infinidad de chistes del majestuoso y admirado Álvaro Lemmon— luego apareció en la portada de la Playboy Brasil y, a diferencia del arquero chileno, ella sí coronó mundial e hizo parte del cubrimiento televisivo de un canal brasileño para hacer notas de color en el torneo de Italia 1990. Pobre Rosenery: murió años después de un aneurisma cerebral y no de envidia, la que sí debió sentir Rojas al verla empuñar el micrófono en campos italianos.

De esa clase de cosas se trata este libro: de sacar a flote las historias de las Rosenery y rodearlas de los Rojas que le dieron sentido a su existencia. Para mi fortuna, Catalina Torres, fantástica editora y cómplice de carcajadas y toses en este viaje, vio viable lo inviable y decidió lanzar la bengala.

Quedó un hilo suelto en el prolegómeno: aquel muchachito larguirucho y nervioso quitándose la virginidad futbolística en El Campín. Aunque no recibió goles en contra, solamente jugó 45 minutos. Rarísimo que a un portero no lo dejen estar los 90 de regla sin que haya mediado una lesión o algún asunto extrafutbolístico. Veinticuatro años después lo volvimos a ver, esta vez calentando nervioso desde la banca, listo para reemplazar al titular, pero no para ser llanta de repuesto del inicialista. Tras atajar en Cali, Sporting de Barranquilla, Santa Fe, Cerro Porteño, Argentinos Juniors, In­dependiente de Avellaneda, Zaragoza, Metz, Galatasaray y Colonia, Farid Camilo Mondragón Alí ingresó para reemplazar unos minutos a David Ospina en Brasil 2014 y así convertirse en el futbolista más longevo en disputar una copa del mundo.