Al despertar, Lily se vio sola en la gran cama sobre una maraña de sábanas y cubierta por el dosel de la cama.
Por un momento no pudo recordar dónde estaba, pero al instante todas las imágenes de lo sucedido el día y la noche anteriores la invadieron.
Se incorporó lentamente, salió de la cama y se cubrió con la colcha. El fuego casi se había consumido y la fina luz del amanecer hacía que el aire pareciera azul. Fuera, la nieve de la noche anterior cubría todas las barcas del canal y los tejados de los palazzos convirtiendo esas vistas en una postal navideña particularmente veneciana.
Al posar la mano contra el cristal, tal como había hecho contra la mano de Rafael la noche anterior, sintió un intenso dolor en el corazón y entendió demasiadas cosas de golpe.
Estaba enamorada de él, por supuesto que lo estaba. Siempre lo había estado y resultaba algo tan espantoso ahora como cuando había tenido diecinueve años.
Porque nada había cambiado.
Seguían siendo los mismos a pesar de los cinco años que habían pasado, y a pesar de Arlo. Y ni todo el sexo del mundo, por muy genial que fuera, podía cambiar ni lo que había hecho, ni quién era Rafael, ni ninguna de las muchas, muchas, razones por las que lo suyo jamás funcionaría.
En el fondo él se parecía a su padre, que se casaba y se volvía a casar con cualquier pretexto y siempre creía estar profundamente enamorado sin sentir la necesidad de tener que demostrarlo nunca durante demasiado tiempo. Y ella se parecía demasiado a su madre, que se había perdido en las cosas que amaba, ya fuera su medicación o los hombres, hasta que todo eso había terminado matándola. De un modo tan egoísta. Tan destructivo.
Fugarse del modo en que lo había hecho tal vez no había sido la elección más madura, ni tampoco la mejor, y lo entendía. El dolor que había provocado era incalculable y una noche en Venecia no podía cambiarlo. Tal vez nada lo podía cambiar.
Ella no era ni menos egoísta ni menos destructiva que su madre, pero al menos era consciente de ello y asumía la verdad de su actitud, por muy desagradable que fuera. Como sucedía con todo lo demás, no había otro remedio que vivir con ello. Del modo que fuera.
Bajó la mano del cristal y de pronto sintió hambre. No podía recordar cuándo había sido la última vez que había comido. Salió del dormitorio y se dirigió al salón pensando que en semejante palacio tendría que haber algo para comer en alguna parte.
Se detuvo en seco al entrar allí. El fuego estaba encendido y había una impresionante variedad de platos de desayuno sobre la mesa, tal como se había esperado. Pero lo que más llamó su atención fue que Rafael estaba allí, junto a las ventanas, mirando lo que suponía que serían las mismas vistas que había estado contemplando ella. Así eran ellos. Separados para siempre, para siempre alejados en la búsqueda de lo mismo. En ese momento una oleada de melancolía amenazó con elevarla del suelo, sorprendiéndola por su intensidad.
Parpadeó para contener las lágrimas.
–Qué bonito está todo ahí fuera –dijo sintiendo frío de pronto a pesar del calor que desprendía el fuego.
Tal vez esa sensación tuvo que ver con el hecho de ver a Rafael ahí de pie, tan lejano, como si no estuviera allí.
–Mi madre estaba loca –dijo él sin girarse. Estaba ataviado únicamente con unos pantalones, pero parecía inmune al frío del otro lado de la ventana–. Sé que no es el mejor término para expresarlo. Hubo muchos diagnósticos, muchas suposiciones, pero al final lo que le pasaba era que estaba loca, por mucho que intentaran darle una imagen más aséptica al problema.
No era un dato nuevo para Lily, ya que en su momento solo le había hecho falta una conexión a Internet para encontrar los pocos artículos existentes sobre el primer matrimonio condenado al fracaso de Gianni Castelli. Con dieciséis años había leído todo lo que había podido sobre el nuevo prometido de su madre, pero no podía recordar haber oído nunca a Rafael hablar de su familia. Nunca. Que hubiera elegido hacerlo en ese momento hizo que le palpitara el corazón con fuerza.
–Esa era la excusa que siempre se oía antes de que se la llevaran –dijo al cabo de un instante, cuando Lily no respondió–. Que estaba enferma. Que no estaba bien, que no era responsable de sus actos –en ese momento se giró hacia ella–. Pero resulta que no te sirve de excusa cuando es de tu madre de quien están hablando.
–¿Qué hizo? –preguntó Lily sin saber cómo se había atrevido a hablar.
–Nada –respondió Rafael en voz baja–. No hizo absolutamente nada.
–No sé qué significa eso.
–Significa que no hizo nada, Lily. Cuando nos caíamos, cuando corríamos hacia ella, cuando intentábamos llamar su atención, cuando la ignorábamos. Siempre era lo mismo. Actuaba como si estuviera sola. Y tal vez en su mente lo estuviera.
–Lo siento –Lily no sabía por qué le estaba contando esa historia–. No debió de ser fácil.
–Al final acabaron llevándosela a un sanatorio de Suiza. Al principio íbamos a visitarla. Creo que mi padre debió de pensar que podrían ayudarla y curarla. A él siempre le ha gustado recomponer cosas rotas, pero a mi madre no la podían curar, por muchos medicamentos o terapias que probaran. Al final todos se dieron por vencidos –metió las manos en los bolsillos–. Mi padre se divorció de ella diciendo que era lo mejor para todo el mundo, aunque parecía que simplemente era lo mejor para él. En el sanatorio empezaron a hablar más de su comodidad y seguridad que de sus avances y recuperación, y nos dijeron que era mejor que nos mantuviéramos alejados.
Lily no sabía qué debía decir. Quería decir que quería ayudarlo, pero no podía.
–Lo siento mucho.
–Tenía trece años la última vez que la vi. Había tomado un tren desde mi internado y me sentía como un joven con una misión. Hacía tiempo que pensaba que mi padre era el culpable de su declive y que, si la podía ver sola, podría saber la verdad. Quería rescatarla.
–Rafael, no tienes por qué contarme nada de esto.
–En el sanatorio no me dejaron verla, solo podía observarla desde lejos. Mis recuerdos de ella eran de sus momentos de crisis, de sus lágrimas. De cómo se quedaba en blanco y ausente en mitad de habitaciones abarrotadas. Y, aun así, la mujer que yo veía, sola en su pequeña habitación, parecía sentirse en paz –se rio, fue un sonido vacío–. Estaba feliz allí, encerrada en aquel lugar. Mucho más feliz de lo que había estado nunca fuera.
–¿Qué hiciste?
–¿Qué podía hacer? Tenía trece años y ella no necesitaba que la rescataran. La dejé allí. Tres años después, murió. Dicen que accidentalmente se tomó una sobredosis de pastillas que no debería haber tenido acumuladas. Dudo mucho que fuera un accidente. Pero para aquel entonces yo ya había descubierto a las mujeres.
–No entiendo por qué estás compartiendo todo esto conmigo.
–No tenía intención de convertirme en mi padre. No tenía ningún interés en convertirme en una especie de mecánico de relaciones, siempre buscando un alma rota que curar o reparar. Me gustaba divertirme, me gustaba el sexo. Solo quería pasármelo bien, y, cuando las cosas se complicaban, como era inevitable, me marchaba. Nunca quise sentir esa necesidad tan apremiante de ir a rescatar a nadie, ya no. No quería ni complicaciones ni problemas. Pero entonces apareciste tú.
–No deberías haberme besado.
–No –murmuró él–. No debería haberte tocado. No tenía ni idea de lo que estaba desatando al hacerlo. Y odiaba hacerlo. Te odiaba a ti.
–Me odiabas –repitió ella como si decirlo en alto le fuera a hacer menos daño.
–Pensé que, si podía fingir que no había sucedido, desaparecería. Pero siguió sucediendo. Creía que, si podía contenerlo, controlarlo, reducirlo o debilitarlo, lo podría superar. Que podría mantenerlo oculto y acabar con ello antes de que acabara devorándome.
–No te he pedido que me cuentes nada de esto. Me gustaría que pararas –dijo ella, sintiéndose mareada.
–Pero entonces caíste por un acantilado al que no deberías haberte acercado, en un coche que no deberías haber estado conduciendo, y por ir demasiado deprisa. Supe perfectamente que, si te habías sentido dolida, a juzgar por el modo en que dicen que debías de ir conduciendo, era por mi culpa. Dijeron que fue un accidente, que habías perdido el control y habías derrapado, pero yo me pregunté si de verdad lo fue. O si yo había hecho tu vida tan miserable que tu única opción para ser feliz era escapar de mí del único modo que podías. Al igual que hizo mi madre.
–Rafael… –le dijo Lily. Estaba temblando.
–Pero aquí estás.
Deseaba que él hiciera algo más que quedarse allí de pie como una criatura de piedra rompiéndole el corazón con cada palabra que decía.
–Y sigues dejándome sin aliento cada vez que entras en una habitación. Y hace tiempo que entendí que nunca sentí odio por ti, pero que era demasiado inmaduro y tenía demasiado miedo para entender la magnitud de mis sentimientos. Y tienes a mi hijo, ese hijo perfecto y precioso al que no quería hasta que lo conocí –sacudió la cabeza como si la realidad de tener a Arlo aún lo abrumara–. Y no te odio, Lily. Te deseo como nunca he deseado a ninguna mujer y no me puedo imaginar que eso pueda cambiar si no lo ha hecho ya. Pero tienes razón. No te quiero. Si hay algo que pueda amar, si soy capaz de albergar ese sentimiento, te diré que lo que amo es ese fantasma.
A Lily le sorprendió que siguiera de una pieza después de oír aquello. Le extrañó que la casa no se hubiera hundido en el agua que los rodeaba y que aún asomara el sol al otro lado de la ventana en ese frío y horrible día.
Pero Rafael aún no había terminado.
–Siempre amaré a ese fantasma. Está en mi cabeza, en mi corazón, tan egoísta y tan despreciable como yo. Pero es la mujer de carne y hueso a la que no puedo perdonar, Lily. Si te soy sincero, no sé si eso podrá llegar a pasar –en ese momento la sonrisa que esbozó fue como una cuchilla, letal y triste–. Pero no te preocupes. Dudo que tampoco me pueda perdonar a mí mismo.
Rafael la vio asimilar esas palabras, vio un caleidoscopio de emociones en su rostro y se dijo que no era mentira. No del todo. Pero lo cierto era que detrás de todo eso había una verdad aún mayor que no tenía intención de compartir con ella.
Porque no podía confiar en ella, por mucho que se sintiera tentado a hacerlo. La conocía mejor que nadie y, al mismo tiempo, no la conocía en absoluto.
La noche anterior había sucumbido a sus vulnerabilidades, pero no lo volvería a hacer. En esos momentos tenía que pensar en Arlo.
Y bajo ningún concepto arruinaría la vida de su hijo como sus padres habían arruinado la suya apostando por los sentimientos en lugar de apostar por la razón, la sensatez y la fortaleza, que eran el único modo de lograr algo en la vida. Había pasado los últimos cinco años demostrando justamente eso en sus asuntos de negocios. En esos momentos no podía hacer menos por su único hijo.
No viviría su vida para el fantasma al que no había salvado. No podía.
–Vamos a tener que decidir qué historia queremos contar –dijo fríamente cuando pareció que Lily había controlado su reacción. Estaba envuelta en esa colcha dorada, con la melena formando un maravilloso halo rubio cobrizo a su alrededor y cayéndole por los hombros, mientras él se sentía como un santo por mantener las distancias cuando eso era lo último que quería hacer. Pero era necesario. No importaba que sus ojos azules parecieran teñidos de sufrimiento y que a él le doliera saber que era el culpable. Otra vez–. Sea cual sea la versión, no tengo intención de ocultar el hecho de que soy el padre de Arlo. No se lo quiero ocultar ni al mundo ni a él. Eso lo tienes que asumir.
–¿Qué quieres decir? –le preguntó ella aturdida–. Estoy en Italia, ¿no? Si no lo hubiera asumido, me imagino que ya estaría de vuelta en Virginia.
–Estás en Italia, sí. Oculta en una casa en las montañas donde nadie os ha visto exceptuando a un puñado de aldeanos que jamás cuestionaría a la familia. Y después has aparecido en público cubierta con una máscara para que nadie te reconozca. Me temo que no podrás seguir así mucho más tiempo.
Lily se acercó a la mesa y se sirvió una taza de café.
–¿Y qué historia crees que deberíamos contar, Rafael? ¿La misma con la que me acabas de atacar?
Él admitió la verdad de esas palabras encogiéndose de hombros.
–No puedes esperar levantarte de entre los muertos y pasar desapercibida, ¿verdad?
–No entiendo por qué no –respondió ella antes de dar un sorbo de café–. No es asunto de nadie.
–Tal vez no, pero la atención de los medios de comunicación será inevitable –sonó algo impaciente al responder, pero la colcha se estaba deslizando por el brazo de Lily y estaba a punto de dejar expuestos sus rosados pechos. Necesitaba centrarse–. Moriste de un modo trágico y siendo muy joven. Que ahora estés viva, que te encuentres bien y que seas la madre del heredero de la fortuna de los Castelli hará la historia mucho más irresistible.
Ella se había vuelto a convertir en esa desconocida fría e inalcanzable, o tal vez también había crecido y madurado en esos años y se había vuelto menos emocional o menos propensa a mostrar todos sus pensamientos en su rostro.
–Parece como si supieras qué van a decir. ¿Por qué no podemos dejar que lo digan?
–Aquí la verdadera historia no es tu inesperada resurrección, por muy emocionante que pueda ser, sino lo que sucedió hace cinco años.
–Y yo que creía que el hecho de levantarme de entre los muertos sería suficiente –respondió Lily con frialdad–. Los medios de comunicación son insaciables.
–Depende de la historia. ¿Te has ocultado deliberadamente todos estos años o de verdad te diste un golpe en la cabeza y olvidaste quién eras? La primera opción sin duda dará lugar a toda clase de preguntas desagradables sobre por qué tuviste la necesidad de hacer algo así y quién fue el responsable. La segunda, por el contrario, resulta una historia interesante que no solo captará la atención del público por un tiempo, sino que al final acabará desvaneciéndose.
–Entonces, aquí no estamos hablando de la verdad, a pesar de las muchas veces que me has llamado mentirosa estas dos últimas semanas. Estamos hablando de manipular a los medios para tus propios fines.
–No, Lily –le respondió con dureza–. Estamos hablando de Arlo.
–¿Qué tiene esto que ver con Arlo? –preguntó ella impactada.
–Llegará un día en que podrá leer todo lo que hayan escrito, eso contando con que ningún niño le cuente toda la historia en un parque, por ejemplo, porque eso es lo que suelen hacer los niños. Será una historia a la que todo el mundo tendrá acceso y, si la va a oír, preferiría que no fuera la historia de su madre haciéndose pasar por muerta y escondiéndose durante media década porque detestaba a su padre. Enterarse de eso no le haría ningún bien.
Algo se iluminó en su mirada azul.
–No voy a mentirle. No me puedo creer que se te haya pasado por la cabeza que pueda hacerlo.
–Por favor, ahórrame la moralina. Ya le has mentido. Has mentido a todo el mundo que conoces tanto de antes como de después del accidente. Al menos esta vez la mentira sería por su bien.
–Estás dando por hecho muchas cosas. Apenas lo conoces y una noche conmigo después de cinco años no te da derecho a tomar ninguna decisión sobre qué es lo mejor para él.
–No estoy dando por hecho nada. Arlo es mi hijo. Me lo ocultaste deliberadamente y solo por eso cualquier tribunal me concedería la custodia, a menos que no supieras lo que hacías hasta que te encontré, lo cual sugiere una lesión cerebral que no te capacita precisamente como madre del año. Si yo fuera tú, me lo pensaría detenidamente. No quiero derribarte y hundirte del modo que sea necesario, pero, si tengo que hacerlo, lo haré.
–¿A eso vino lo de anoche? ¿Querías debilitarme para poder hundirme hoy? ¿Acaso es fruto de mi imaginación que lo que acabas de decirme suena a amenaza?
–No te he amenazado. Simplemente estoy señalando la realidad de la situación en la que nos encontramos.
–Un hombre medio desnudo en un palazzo veneciano perteneciente a su familia desde hace siglos no debería creerse conocedor de lo que es la realidad. Hace que parezcas idiota. Entiendo que te sientas dolido, Rafael, que el sexo lo haya empeorado todo.
–No sabes cuánto. Te deseo, Lily. No lo puedo negar. Pero eso no cambia lo que nos hemos hecho, cómo nos comportamos y qué consecuencias ha tenido.
–Y tampoco cambia nada utilizar a mi hijo… a nuestro hijo… como arma. ¿En qué te convierte eso?
–En un hombre decidido –respondió como si pudiera controlarse cuando estaba cerca de ella–. Me he perdido cinco años de su vida y no me perderé ni un solo momento más.
–No te he negado acceso a él ni lo haré. Seguro que podemos pensar en algo.
–No me estás entendiendo. No habrá custodia compartida ni casas separadas. Se queda conmigo.
–¡Debes de estar loco!
–Me temo que eso te deja muy pocas opciones y lo siento –dijo Rafael odiando que ella hubiera palidecido–. Puedes quedarte con él, conmigo. Pero en ese caso tendremos que hacer esto oficial. Y aunque no fingiré que vaya a poder mantenerme alejado de ti sin problema, no te puedo prometer que vaya a darte más que sexo. No me imagino confiando en ti. La otra opción es que vuelvas a tu casa en Virginia o que te marches a otro sitio y te pongas el nombre que te guste. Pero, si optas por eso, lo harás sola.
Ella no se movió y él deseó que la situación fuera distinta, que pudiera abrazarla, hacerla sonreír. Solucionarlo todo. Pero la triste verdad era que no sabía cómo. No sabía hacerla sonreír, solo sabía sacar lo peor de ella y hacerla llorar.
Era lo único que había hecho siempre, una y otra vez.
Pero no sabía cómo detenerlo, cómo solucionarlo, cómo salvarlos.
–No voy a dejar a Arlo contigo. Eso nunca sucederá, Rafael.
–Mi hijo llevará mi apellido, Lily. Sea como sea. Puedes formar parte de esta familia o no, como prefieras, pero se te agota el tiempo para decidir.
–¿Que se me agota el tiempo? Hace dos semanas, Arlo ni siquiera sabía que existías y tú pensabas que estaba muerta. No puedes lanzarme estos ultimátums y esperar que te tome en serio.
Él se cruzó de brazos y se dijo que ella era el enemigo, como todos los rivales a los que había diezmado durante los años que llevaba ejerciendo como presidente del negocio familiar.
–Siento que esto te resulte duro. Lo siento por ti, de verdad que sí, pero eso no cambiará nada.
Sin embargo, sí que habría cambiado las cosas que ese brillo de su mirada se hubiera convertido en lágrimas, porque eso le habría recordado que podía ser compasivo, que de verdad la había amado. Pero así era Lily, testaruda hasta el extremo.
Ella alzó la barbilla y lo miró casi con altanería, tal como lo había mirado en aquel vestíbulo cuando tenía diecinueve años. Como si no hubiera nada que pudiera hacer para tocarla.
Y él ahora se veía invadido por el mismo deseo de demostrarle que sin duda podía, que podía hacer mucho más que tocarla.
Sin embargo, ahora tenía que pensar en su hijo y precisamente por eso mantuvo las distancias, al contrario de lo que había hecho entonces. Y aunque lo estaba matando tener que contenerse, era el precio que tenía que pagar a cambio del bien de Arlo.
–Tienes hasta Navidad. Después, o te casas conmigo o sales de mi vida, esta vez para siempre. Y también de la suya.