Has decidido qué vas a hacer? –le preguntó Rafael a la mañana siguiente de su vuelta de Venecia sonriéndole con gesto casi burlón desde el otro lado de la mesa del desayuno–. Seguro que las Dolomitas esperan tu respuesta. Y yo también.
Esa fingida educación hizo que Lily sintiera ganas de arrojarle a la cabeza el plato de salchichas.
–Vete al infierno –vocalizó en silencio para que Arlo no lo oyera y se contuvo para no hacer un gesto inapropiado con la mano.
Sin embargo, esa reacción no logró sino hacerlo sonreír más.
Lily no sabía qué hacer. Bajo ningún concepto abandonaría a Arlo, por supuesto. Eso era evidente. Solo de pensarlo se le revolvía el estómago. Pero ¿cómo iba a casarse con Rafael? Y menos cuando la clase de matrimonio que él había mencionado en Venecia se alejaba tanto de lo que se había imaginado cuando era joven y tonta y creía que las cosas podrían funcionar entre los dos algún día.
Pues bien, parecía que ese día había llegado, aunque las cosas no habían funcionado en absoluto. Era más bien todo lo contrario de lo que se había imaginado.
–Tal vez deberíamos hacer una lista de los pros y los contras –sugirió él una tarde más próxima a Navidad.
Ella se encontraba frente a las puertas de cristal con vistas al jardín donde Arlo y dos de sus niñeras estaban construyendo una legión de muñecos de nieve.
–¿Hacemos una hoja de cálculos?
De nuevo, ese tono cortés, como si ella solo tuviera que decidir cuál de sus vinos elegir para acompañar la cena.
–¿Esto es un juego para ti? –le preguntó entonces conteniendo las ganas de golpearlo y pensando que lo habría hecho si para ello no fuera necesario tocarlo, porque sabía que eso era mejor no hacerlo. Porque el hecho de tocarlo siempre terminaba en locura y lágrimas–. No estamos hablando solo de mi vida, la cual entiendo que no te importa. Se trata de la vida de Arlo, de quien dices que te importa, pero estás jugando con todo lo que quiere y es importante para él.
No se esperaba que la tocara, y mucho menos que le agarrara la barbilla para obligarla a mirarlo a esos profundos ojos oscuros. Tuvo que contener ese dulce estremecimiento que le habría revelado a Rafael todas esas verdades que no quería que supiese y todas las cosas que ya le había mostrado en detalle en aquella cama en Venecia.
–Ambos tomamos decisiones que nos han traído hasta aquí –dijo Rafael con voz suave–. No lo puedo evitar si no te gusta cómo estoy manejando sus repercusiones, Lily. ¿Tienes una solución mejor?
–¡Cualquier cosa sería una solución mejor!
Él bajó la mano, aunque tardó un par de segundos en apartarse. No podía mirarlo, no lo podía soportar, así que prefirió mirar al otro lado del cristal donde lo mejor que habían hecho juntos hacía rodar una bola de nieve más grande que él por el jardín nevado.
«Arlo es lo que importa», se recordó. «Es lo único que importa. Todo lo demás que suceda es secundario».
–Dame una, entonces –le dijo Rafael como retándola… o suplicándole. Pero no, él no suplicaba–. Dame una solución mejor.
Lily lo miró y volvió a mirar a su hijo. Su precioso hijo, a quien había amado profundamente desde el momento en que había sabido que existía en aquel lavabo de un bar de carretera. Entonces se había sentido aterrada y sola, pero había tenido a Arlo y lo había querido desde mucho antes de llegar a conocerlo.
–Puedes pensar lo que quieras –le dijo Lily–, pero ninguna de las decisiones que tomé fueron fáciles. Ni una sola. Todas me han dejado cicatrices.
–Nada de eso cambia la situación en la que nos encontramos, ¿verdad? Nuestras cicatrices son culpa nuestra, Lily. Cada una de ellas. Y eso tampoco lo puedo perdonar.
Lily no le respondió y, cuando volvió a mirarlo, él ya se había ido.
Se dijo que era mejor así.
Tal vez no fuera de extrañar que esa noche volvieran las pesadillas. Y la noche siguiente. Y la siguiente a esa.
El chirrido de los frenos, la vuelta, la horrorosa sensación de saber que no podría corregir la trayectoria del coche, y después el impacto que la había lanzado y la había dejado por allí tirada, tal como había llegado a descubrir más adelante. Había despertado boca abajo sobre el barro, completamente desorientada, con arañazos solo en algunas zonas mientras a su alrededor había caído la tranquila noche del norte de California. Algo brumosa, pero incluso preciosa, sobre todo con el mar chocando contra las rocas debajo.
No se había dado cuenta de lo sucedido hasta que el coche había estallado más abajo del acantilado. Qué cerca había estado de la muerte. Por qué poco había escapado.
Se incorporó bruscamente en la cama. ¿Qué era? ¿La cuarta noche seguida? El corazón le palpitaba tan fuerte que pensó que le haría un agujero en el pecho. Era lo mismo que había sentido cinco años atrás cuando por fin había comprendido lo sucedido. Durante los siguientes años casi había llegado a olvidar la sensación de terror, el olor del líquido de frenos y a goma quemada y ese espeso y asfixiante humo del fuego.
–Solo es un sueño –susurró–. No es real.
Pero sí era real la sombra que se movió junto a su puerta y que hizo que abriera la boca de par en par.
Rafael.
–¿Qué estás haciendo? –le preguntó cuando logró hablar–. ¡Me has asustado!
Cuando Rafael se detuvo junto a su cama, no logró interpretar su expresión. Lo miró y la imagen de su maravilloso cuerpo descalzo y cubierto únicamente por unos pantalones de chándal de cintura muy baja le resultó tanto tranquilizadora como excitante a la vez.
–¿Rafael? –preguntó antes de que el fuego que sentía se apoderara de ella y le hiciera hacer o decir algo que sabía que lamentaría–. ¿Qué pasa? ¿Qué estás haciendo aquí?
–Has gritado.
Ella tragó saliva y de pronto sintió frío.
–Oh.
–Lily –en ese momento en su voz no había rastro de esa fingida e irónica educación, no había rastro de sorna. Y tampoco pudo ver nada de eso en su rostro cuando él se acercó a la mesilla y encendió la lamparita–. ¿No crees que es hora de que me cuentes qué pasó aquella noche?
–¿Aquella noche? –preguntó, y al instante añadió–: ¿Cómo me has oído?
–Tengo un don –respondió Rafael con tono seco, pero reconfortante a la vez, por muy poco sentido que eso tuviera–. Puedo oír dos cosas con perfecta claridad allá donde vaya. Los gritos de terror de las mujeres e irritantes evasivas a las tres y veintisiete de la madrugada.
En lugar de tocarla, se apoyó contra la cama, se cruzó de brazos, la miró fijamente y esperó.
Era la historia que no le había contado a nadie.
–¿Estás seguro de que quieres que te la cuente? Lo has pasado muy bien vilipendiándome. Odiaría echarte a perder ese entretenimiento.
Él achicó los ojos y apretó la mandíbula, pero no dijo ni una palabra. Esperó, como si pudiera quedarse allí de pie toda la noche aguantando cualquier cosa que ella le dijera.
Lily suspiró y se apartó el pelo de la cara. Tal vez era el momento de confesar, tal vez aquel encuentro en Charlottesville había sido obra del destino.
–¿Recuerdas la última noche que pasamos juntos? ¿Aquel jueves en San Francisco? –le preguntó sentada en la cama con las manos entrelazadas sobre el regazo.
–Lo recuerdo –respondió él.
–Fue lo de siempre. Yo lloré y tú te reíste. Estabas con esa mujer con la que salías en todos los periódicos y me retaste a dejarte. Te dije que esa vez sí que lo haría, aunque ni yo me lo creía. Y tú tampoco. Ya habíamos tenido esa misma discusión miles de veces.
–O más –asintió Rafael, y a ella le pareció reconocer un tono de odio hacia sí mismo en su voz. Era un tono que reconocía porque ella misma lo había empleado durante años.
–Aquel fin de semana fui a la mansión. Era una noche preciosa, estaba aburrida y enfadada contigo, así que me subí a uno de esos coches rapidísimos que guardaba tu padre en el garaje. Conduje hasta la ciudad. Quería verte.
Le daba la impresión de que él estaba conteniendo el aliento.
–No respondías al teléfono, pero yo tenía la llave de tu casa de Pacific Heights. Entré. Creo que sabía lo que estaba pasando antes de llegar a tu dormitorio. No recuerdo haber oído nada, pero debí de…
Él maldijo en italiano.
–… porque cuando llegué y miré dentro, no me sorprendí como debería haberlo hecho porque ya estaba advertida. Si me hubiera sorprendido, habría hecho algo más que quedarme allí de pie, ¿no crees? Habría hecho algún ruido. Habría llorado o gritado. Algo. Pero no hice nada.
–No sé si ayuda o no –dijo Rafael al cabo de un momento, como si le doliera. Como si estuviera hablando con la voz de otra persona, la voz de un extraño–, pero no recuerdo su nombre.
Lily, en cambio, recordaba demasiadas cosas. Se había quedado mirando las dos figuras tendidas sobre la cama y viéndolas con perfecta y espantosa claridad. Aún podía verlas, tenía esa imagen grabada a fuego en la cabeza.
Rafael estaba hundido en el cuerpo de una impresionante morena y ambos respiraban entrecortadamente, acercándose cada vez más a un gran final. Mientras, ella había sabido lo que se sentía cuando Rafael le hacía eso a una mujer.
–No. No creo que ayude.
–¿Por qué no dijiste algo en lugar de quedarte allí de pie?
–¿Algo como qué?
Él no respondió, porque, ¿qué podría haber dicho? ¿Qué se podía decir en una situación así?
–Una cosa era saber que tenías a otras mujeres, porque eso siempre lo supe ya que no eras precisamente discreto, pero otra muy distinta fue verlo.
Se detuvo para tomar aire.
–Como no sabía qué hacer, me di la vuelta y me marché tan discretamente como había entrado. Salí y me quedé delante de tu casa. No dejaba de pensar que en cualquier momento me pondría a llorar, que lloraría tan fuerte que me partiría en dos –lo miró–. Pero no lo hice. Me quedé allí mucho tiempo, y eso no llegó a suceder. Así que me subí al coche otra vez y conduje.
–¿Adónde ibas? ¿A buscar a tus amigos?
–Mis amigos te odiaban –respondió, y lo vio quedarse atónito al oírlo–. Bueno, no sabían exactamente que eras tú, pero sospechaban que eras el hombre secreto que siempre me hacía daño y llevaban años odiándolo. En cuanto te mencionaba lo más mínimo, empezaban a gritar. No me molesté en llamarlos a ninguno porque sabía lo que me dirían.
Dobló las rodillas y apoyó la barbilla en ellas. Rafael no se movió, se quedó allí de pie tan quieto y tan frío que Lily por un momento pensó que se había convertido en una estatua.
–Me puse a conducir sin más. Salí de San Francisco y fui por la costa. No tenía ningún plan. No iba llorando ni gritando ni nada. En realidad me sentía como paralizada, pero sabía lo que estaba haciendo –lo miró–. No intentaba hacerme daño. Eso deberías saberlo.
–Entonces, ¿cómo sucedió?
Lily se encogió de hombros.
–Iba demasiado deprisa en un coche demasiado potente. Tomé una curva y había una roca en mitad de la carretera. Viré bruscamente el volante y luego no pude corregir la trayectoria. Estaba derrapando y no pude hacer nada por evitarlo.
Volvió a oír los frenos, el grito que dejó escapar en el interior del coche, y recordó aquel momento impactante en que fue consciente de que no sobreviviría, de que no podría salvarse…
Respiró hondo.
–Después el coche se estrelló. No recuerdo esa parte. Solo recuerdo que sabía que iba a morir –tragó saliva, decidida a no rendirse a la emoción que sentía invadiéndola–. Pero no morí. Me vi tirada en el suelo, pero viva. Todavía no sé cómo pudo pasar.
–Creen que saliste disparada por el parabrisas. Esa fue la teoría por lo que quedó del coche.
–Oh, supongo que tiene sentido. Recobré el conocimiento tirada boca abajo en el barro.
–¿No estabas herida?
Sonó tenso, tanto que ella estuvo a punto de preguntarle si se encontraba bien, pero se contuvo.
–Estaba aturdida. Tenía algunos cortes y estaba sangrando un poco. Sentía como si me faltara el aliento. Los hematomas tardaron unos días en salir y luego mucho tiempo en desaparecer. Pero estaba bien. Alarmantemente bien, pensé al ver el coche saltar por los aires.
–¿Alarmantemente?
–Creía que estaba muerta –dijo sin más, y él volvió a quedarse paralizado–. No le encontraba sentido al hecho de estar… bien. El coche estaba…
–Lo sé. Lo vi. Era imposible reconocerlo.
–¿Cómo podría sobrevivir alguien a eso? Pero, cuando intenté levantarme, empecé a vomitar y supuse que los muertos no vomitan. No dejaba de temblar –al continuar con la siguiente parte ya no fue capaz de mirarlo y se cubrió el regazo con la manta–. Y entonces lo primero que pensé fue que te quería, que te necesitaba. Había pasado un pueblo no mucho más atrás, así que decidí ir hasta allí caminando y buscar un teléfono. Pensé que, si oía tu voz, todo saldría bien –aún podía sentir el aire de aquella noche, salado y húmedo, y la niebla alzándose. Tenía sangre y barro en la boca y le había dolido caminar, pero no se había rendido–. Cuando llegué al pueblo vi los camiones de bomberos dirigiéndose hacia el accidente. No sé por qué no les hice ninguna señal. Creo que estaba preocupada porque era el coche de tu padre y no tenía permiso para conducirlo. Durante todo el camino hasta el pueblo no dejé de pensar en los cientos de miles de dólares que le debería y cómo se lo iba a devolver teniendo únicamente una estúpida tesis sobre elegías anglosajonas. Era como un remolino en mi cabeza. No estaba pensando con claridad.
Rafael murmuró algo en italiano, pero Lily continuó.
–Llegué a una gasolinera y encontré un teléfono público. Tal vez incluso fuera el último teléfono público en funcionamiento de toda California. Lo levanté para llamarte –sintió un nudo en la garganta y una enorme presión en el pecho. Lo miró–. Pero ¿de qué habría servido?
–Lily –dijo él como si pronunciar ese nombre le doliera. Se pasó una mano por la mandíbula, pero no dijo nada más.
–Nada cambiaría.
En ese momento él se sentó a los pies de la cama. Tenía la mirada atormentada, pero ella continuó sin dejar de mirarlo a los ojos.
–Fue un momento de terrible claridad. Tú estabas en la cama con otra mujer y durante años siempre había sido lo mismo. Tú ibas de mujer en mujer, y eso no iba a cambiar. Nosotros no íbamos a cambiar. Y esa idea me estaba matando, Rafael. Me estaba matando.
Se quedaron allí sentados, separados por la longitud del colchón, y al cabo de lo que le pareció una eternidad, él cambió de postura y se aclaró la voz.
Eso le indicó a Lily lo poco que había cambiado ella en todo ese tiempo porque habría dado lo que fuera por saber en qué estaba pensando Rafael en ese momento. Esa fue la prueba que necesitaba para saber que nada había cambiado después de tantos años. Que ella era la que menos había cambiado.
–¿Y qué hiciste entonces?
–Le dije a una pareja canadiense que vi en la gasolinera que mi novio me maltrataba y me había dejado allí después de una pelea. Fueron tan amables que me llevaron hasta Portland, Oregón, para alejarme de él. Cuando ellos continuaron hasta Vancouver, me dejaron en la estación de autobuses con dinero en metálico y un billete para la casa de mi tía en Texas.
–Tú no tienes ninguna tía en Texas. Tú no tienes tías.
–No, pero no era motivo para no ir a Texas. Y eso fue lo que hice. Y entonces pasó una semana y todo el mundo pensó que había muerto. Nadie me estaba buscando, así que decidí que podría seguir muerta.
–Pero estabas embarazada.
–Sí, aunque en ese momento no lo sabía.
–¿Y si lo hubieras sabido?
Quería mentirle, pero no lo hizo.
–No lo sé.
Rafael asintió con dureza, como si le hubiera dolido la respuesta.
–¿Y cuando descubriste que estabas embarazada no se te ocurrió que una mujer a la fuga y dada por muerta no podía ser la mejor figura materna para un hijo?
–Claro que lo pensé. Si no era capaz de mantenerlo por mí misma, no me lo quedaría. Lo tenía todo planeado.
–¿Adopción?
–No. Tú, Rafael. Por supuesto que tú. Pensé en dejarlo en tu puerta o algo así. Lo cierto es que, si me paraba a pensarlo, me parecía un milagro que eso no te lo hubieran hecho ya cientos de mujeres.
Él se quedó pensativo un momento antes de responder:
–Pero en ninguna de las versiones de esta historia te planteaste volver, ¿no es así?
–No, Rafael. No iba a volver. ¿Por qué iba a hacerlo?
En ese momento él la miró y ella contuvo el aliento. Parecía hundido y no entendió cómo verlo así pudo hacer que por dentro se sintiera hecha pedazos.
Quería acercarse a él, quería abrazarlo, tocarlo, lo que fuera con tal de que esa terrible mirada desapareciera.
Pero no se movió. No se atrevía.
–La verdad es que no se me ocurre nada por lo que quisieras volver –respondió él en la oscuridad, en lo que quedaba de noche. Respondió dirigiéndose directamente a ese corazón que Lily creía que ya estaba curado, pero que claramente seguía roto–. No se me ocurre ni una sola razón.