Capítulo 11

 

La víspera de Navidad Rafael salió por fin de sus oficinas, mucho después de que el sol se hubiera puesto y sin el más mínimo espíritu navideño.

«No iba a cambiar. Nosotros no íbamos a cambiar», había dicho Lily.

No había podido quitarse esas palabras de la cabeza desde entonces y esa noche era aún peor, porque no dejaban de resonarle en la cabeza cada vez con más fuerza y de entremezclarse con una especie de repiqueteo. Se encontraba en su despacho trabajando en unos proyectos a los que nadie prestaría atención hasta después de Año Nuevo y por un momento había llegado a pensar que había sucumbido a la misma locura que había arrastrado a su madre. Había tardado un momento en darse cuenta de que lo que oía no era la voz de Lily, sino unas campanillas de verdad. La curiosidad lo había sacado del despacho y lo había llevado por los pasillos de la mansión en busca de la fuente de ese sonido.

Finalmente había encontrado a sus empleados adornando la vieja casa a pesar de haberles dicho que su padre estaría en las Bahamas con su nueva esposa y que Luca se había ido al extranjero para asistir a una fiesta. Las tareas de decoración se estaban llevando a cabo con mucho más entusiasmo que los años anteriores y no tenía duda de que se debía a la presencia de un emocionado niño de cinco años que no dejaba de dar brincos por el gran vestíbulo principal.

Se quedó allí, separado de la algarabía que había abajo. Se apoyó en la barandilla de la escalera y vio a unos sirvientes, a los que nunca antes había visto sonreír, sonreír a su hijo.

Su hijo.

Arlo, que era como el sol. Arlo, que irradiaba pura felicidad.

Arlo, cuya madre lo había odiado tanto que había llegado a extremos inimaginables para alejarse de él. Tras un horrible accidente, había salido del estado haciendo autostop. Había descubierto que estaba embarazada y arruinada y había supeditado sus planes a lo que fuera mejor para el bebé, pero nunca, ni una sola vez, había considerado la posibilidad de volver a su lado.

Y no podía discutirle ni un solo punto de la historia que le había contado porque sí, aquella noche había estado en la cama con esa mujer que en ese momento para él no tenía ni rostro ni nombre. Había sido el hombre que Lily había descrito en todos los aspectos, el mismo que se había reído de ella, que la había engañado a pesar de decirle que no tenían ningún compromiso formal, y que siempre, en todo momento, había dado por sentado que volvería a su lado.

¿Cómo había podido convencerse de que, si hubiera estado viva, habría sido suya? ¿Cómo había podido creer eso cuando había hecho todo lo que había estado en su mano para asegurarse de que nunca estuvieran juntos?

No podía culparla por haber decidido hacer creer a todos que estaba muerta. Y ya era hora de decírselo, pensó al ver a su hijo reír y saltar por el vestíbulo. No tenía derecho a lanzarle ultimátums cuando era él el que debería…

–Qué bien que hayas salido de tu cueva por fin.

Rafael se giró lentamente ante el sonido de esa seca voz. Lily estaba allí, con los brazos cruzados y gesto adusto.

–La cueva de la autoflagelación, diría yo. Estaba empezando a pensar que tendríamos que sacarte de allí con dinamita. Yo me decantaba más por arrojarte un poco a la cabeza.

–¿Cómo dices?

El gesto de seriedad de Lily se acentuó y a él le resultó una mirada de lo más insinuante, tanto que una excitante sensación le recorrió la espalda y se alojó en su entrepierna, devorándolo como unas dulces llamas. La deseaba. Profundamente. Completamente. Desesperadamente.

Y cuanto más seria la veía, más la deseaba. Y más se odiaba por ello.

–Arlo cree que has estado malo porque, ¿sabes qué, Rafael? Cuando eres padre, no te puedes esconder y desaparecer cuando te apetece. Se es padre todo el tiempo, no solo cuando te conviene.

Había pasado más de cuarenta y ocho horas encerrado en su despacho batallando con su sentimiento de culpabilidad, de vergüenza, odiándose por lo que había hecho, pero solo dos segundos con Lily y todo eso se venía abajo. Ladeó la cabeza y la miró.

–¿Soy el padre de Arlo, Lily? –le preguntó con frialdad–. Porque creo que no tenías ninguna intención de contarle a ese niño quién es su padre.

–Podría haberle contado la historia de los Castelli en los dos últimos días, una y otra vez, pero de todos modos no te habrías enterado porque has estado encerrado en tu despacho compadeciéndote de ti mismo.

–No me estaba compadeciendo de mí mismo. Me sentía mal por ti, por haberte hecho pasar por todo esto.

–Bueno… –dijo ella con un tono un poco menos brusco que antes–. No es necesario recrearse en el pasado. Yo lo he hecho durante muchos años y la verdad es que no ayuda.

–Lily… –comenzó a decir él, aunque no sabía muy bien cómo continuar.

De pronto los ojos de Lily estaban demasiado brillantes y su mirada de furia más intensa.

–¿Y sabes qué otra cosa no ayuda? Que exijas la verdad y, cuando la consigues, te vayas y me dejes sola. Otra vez.

–Soy todo de lo que me has acusado y más. No puedo fingir lo contrario.

–Eso es muy noble por tu parte, por supuesto, pero no cambia el hecho de que tenemos un hijo y que a él no le importa que acabes de descubrir que la épica historia de amor que has mantenido todos estos años haya resultado ser solo una farsa.

–No. No digas eso.

–Vamos, Rafael, sabes muy bien que lo nuestro solo era sexo y secretos. Dos chiquillos jugando con consecuencias peligrosas e imprevistas, nada más.

–No piensas eso. Si lo hicieras, jamás te habrías ido y mucho menos habrías criado a Arlo sola. Que solo fuéramos dos chiquillos jugando no es razón suficiente para un engaño de semejante magnitud, Lily, y lo sabes.

Parecía completamente frágil bajo la tenue luz, pero eso no la hacía menos bella. Todo lo contrario.

–No quiero casarme contigo –dijo con tono orgulloso y hubo algo en su voz que lo atravesó–. Y no pienso dejar a Arlo aquí. Te diría lo que puedes hacer con tu ultimátum, pero ya te has pasado días en tu despacho dándole vueltas al asunto. A saber qué harías si de verdad te dijera todo lo que pienso.

Él se la quedó mirando un momento mientras la aguda voz de Arlo cargada de emoción resonaba a su alrededor. Se metió las manos en los bolsillos en lugar de intentar tocarla, porque eso era lo que haría un buen hombre. Y aunque fuera por una vez, sería ese buen hombre que nunca había sido para ella.

–Tienes el avión a tu disposición –le dijo y, al hacerlo, le pareció verla dejar caer los hombros, como decepcionada, aunque tal vez solo se lo imaginó–. Os llevará a donde queráis. No lucharé por la custodia. Seguro que podemos llegar a un acuerdo.

–Seguro que sí. Qué civilizado, Rafael. Jamás habría pensado que nosotros podríamos ser así.

Y en esa ocasión, cuando se alejó de él, Rafael la dejó marchar.

 

 

Lily intentaba dormir.

Arlo estaba tan emocionado con la Navidad que había caído rendido en su cama. Ella se había tumbado a su lado, había abierto un libro y se había dicho que todo era perfecto, que esa era la vida que había tenido durante los últimos cinco años y que era la vida que quería. Su pequeño hijo y la existencia sencilla y tranquila que llevaban juntos, muy lejos de allí. De Rafael. Libros, perros y una absoluta y total libertad. ¿Podía haber algo mejor?

Sin embargo, no había logrado encontrarle sentido a la página que tenía delante, por muchas veces que había releído las frases y al final se había dado por vencida. Se había acurrucado a Arlo y había cerrado los ojos con fuerza, segura de que se quedaría dormida inmediatamente.

A pesar de ello, había seguido despierta, mirando al techo de esa vieja casa e impacientándose cada vez más. Y cuanto más intentaba no dar vueltas, peor.

Era más de medianoche cuando se rindió y bajó de la cama con cuidado de no despertar a Arlo. Se puso las zapatillas y una bata y salió a la oscuridad del frío pasillo.

Descendió las escaleras y vio los adornos navideños en la penumbra. Se quedó allí un momento, a los pies de las escaleras, y al instante, por mucho que se había intentado convencer de no hacerlo, se vio en la puerta de la biblioteca.

Esa sala era una joya. «La joya de la casa», como había dicho en una ocasión el padre de Rafael.

Esa noche, Rafael estaba de pie junto a la chimenea, con un brazo apoyado en la repisa y el rostro girado hacia las llamas.

Lily se quedó en la puerta un instante observándolo y dejándose invadir por todas las complicadas emociones que sentía por ese hombre.

–Lo has vuelto a hacer –dijo con una voz algo aguda y extraña ante la que Rafael no se movió–. Te has alejado. Antes lo hacías con otras mujeres y esta noche lo has vuelto a hacer escondido tras un gesto aparentemente noble.

–Supongo que podríamos competir a ver quién llega más lejos en su intento de alejarse –respondió él al momento, ya sin ese tono educado de antes. Siendo otra vez Rafael. La miró–. ¿Ya has hecho las maletas o piensas volver a Virginia tal cual?

A pesar de parecerle un comentario injusto y desear darse la vuelta y marcharse, dio un paso adelante.

–¿Qué más da? A ti no te importa lo que haga.

–Sí me importa. Cree lo que quieras, pero debes saber que sí me importa.

Lily siguió allí, observando su aspecto algo desaliñado, con la camisa abierta y sin su elegante ropa, mientras demasiadas emociones se enfrentaban entre sí en su interior. Demasiadas como para contarlas, demasiadas como para ponerles nombre.

–Te has convencido de que esto es una gran historia de amor, ¿verdad? Pero no lo ha sido.

–¿No? –preguntó él avanzando hacia ella y haciéndola derretirse de calor. Por todas partes–. Pues debería.

–Las cosas solo te resultan memorables cuando las has perdido, Rafael, ¿no te has fijado? –no sabía qué la ponía más furiosa, si él en sí o cómo estaba respondiendo su cuerpo ante él–. Esto solo puede ser una historia de amor si me marcho. Eso es lo que quieres.

–Te quiero –fue una respuesta apresurada y ambos se quedaron mirándose mientras las palabras pendían entre los dos.

Lily pensó que se retractaría, pero en lugar de hacerlo, él respiró hondo y mirándola continuó diciendo:

–Debería habértelo dicho entonces. Debería habértelo dicho cada día desde que lo descubrí. Debería habértelo dicho esta noche. Te quiero, Lily.

Lily lo miraba impactada, pero entonces soltó una carcajada que resultó incluso desagradable. Sin embargo, no pudo contenerla, no podía parar, ni siquiera cuando Rafael se acercó más.

–Para –le dijo él–. No tienes por qué hacer esto.

–El amor no hace nada, Rafael. No salva a nadie, no puede cambiar nada. Es una excusa, un comodín. Al final no tiene ningún sentido, y lo peor de todo es que es destructivo.

Él deslizó la mano sobre su cuello y se detuvo, como si le estuviera tomando el pulso para comprobar si su corazón se correspondía con lo que estaba diciendo. A ella le estaba resultando complicado mantenerse en pie. No podía dejar de mirarlo.

–Estás hablando de lo que la gente hace con el amor o en nombre del amor. Pero el amor es más grande y mejor que todas esas cosas.

–¿Y tú cómo lo sabes? ¿Por el maravilloso ejemplo de mi madre o por el de tu padre tal vez?

Quería apartar la cabeza, apartarle la mano, pero no lo hizo y no supo por qué.

–Son personas, con sus defectos y limitaciones, como todo el mundo.

–Mi madre se pasó la vida detrás de los hombres, de sus pastillas, de lo que fuera que la hiciera sentir algo más. Tu padre se casa por diversión. ¿A eso lo llamas «defectos»? Yo diría que es algo más bien patológico.

–¿Acaso tú y yo somos mejores? –le preguntó Rafael.

Él no se imaginaba el calor que le estaba transmitiendo con su mano posada en su cuello ni cuánto deseaba dejarle que la acariciara para siempre.

–A eso me refiero –dijo Lily con poco más que un susurro–. Te he contado la verdad y después no has querido saber nada de mí. Te he dicho que volvería a alejar a tu hijo de tu lado y me has permitido hacerlo. Tú y yo somos peores que nuestros padres, Rafael. Somos mucho, mucho, peores.

Rafael levantó la otra mano y le giró la cara hacia él.

–¡No! –le respondió con rotundidad, con seguridad–. ¡No lo somos!

Pero ella necesitaba soltar todo lo que la estaba ahogando por dentro.

–Y lo que no entiendo es de qué sirven las cosas que hiciste o que hice yo, tanto entonces como ahora. Las cosas que hace la gente. ¿De qué sirven?

–Así es el amor. Así es la vida. Es complicado, es brutal, es maravilloso –la acercó más a sí hasta que quedaron casi a punto de besarse–. Estamos Arlo, tú y yo. Esto es nuestro.

–Rafael…

–Yo mismo te subiré a ese avión, si es lo que quieres. Si de verdad quieres dejar esto y dejarme a mí.

Ella abrió la boca para decirle que eso era exactamente lo que quería hacer, pero no pudo. Todo le daba vueltas en su interior. El miedo, el dolor, la huida, el hecho de ocultarse todos esos años. Las mentiras, de entonces y de ahora. ¿Se había alejado de su vida por Rafael o lo de Rafael había sido la gota que había colmado el vaso en una triste existencia tras la sombra de la debilidad de su madre en aquel momento en concreto?

A lo mejor ya había llegado la hora de dejar de huir.

Nunca había dejado de amar a ese hombre. No había aprendido a hacerlo sin perderlo todo en el proceso. Su vida. A sí misma.

–¿Y si no lo quiero? –se atrevió a preguntar en voz muy baja–. ¿Y si no quiero eso?

Rafael la observó durante un largo momento, tan largo que Lily se olvidó de todo excepto de esa dura belleza masculina. Se olvidó de sí misma, de toda la oscuridad que había plagado su pasado, y le sonrió con eso que sentía por dentro y que temía que fuera un atisbo de esperanza.

Y mereció la pena hacerlo a cambio de ver el rostro de Rafael esbozar una sonrisa y transformarse ante sus ojos en el Rafael que había amado. El Rafael que le había resultado tan bello al conocerlo con dieciséis años que no se había atrevido ni a mirarlo directamente a la cara.

Como si hubiera sabido ya que con solo mirarlo una vez, jamás habría podido desviar la mirada.

–Quiero hacerte sonreír, Lily. Quiero hacerte feliz –le dijo antes de besarla, sonrisa contra sonrisa, y haciéndola temblar por dentro–. Pero no tengo la más mínima idea de cómo hacerlo.

Ella le rodeó el cuello con los brazos y lo acercó más a sí para apoyar la frente en la suya.

–Quiéreme –le dijo con la voz cargada de emoción y las rodillas temblorosas–. Creo que es un buen comienzo.

–Siempre lo he hecho. Y siempre lo haré –respondió él y sus palabras sonaron como un juramento.

Lily respiró hondo y dejó salir todo el dolor y la oscuridad, la furia y el rencor. Los dejó marchar.

–Rafael –susurró–, llevo enamorada de ti toda mi vida y no sé cómo podría dejar de hacerlo. Nunca lo he hecho, y no creo que lo haga nunca.

–Me aseguraré de ello –le prometió él.

Se besaron y en ese momento la esperanza brilló con fuerza en su interior y también dentro de él, inundándolos a los dos. Amor. Vida. Ambos complicados, pero maravillosos. Y por primera vez de verdad creyó que podía tenerlo todo. Con él. Por fin, con él.

Rafael la levantó en brazos y la tendió bajo las centelleantes luces del primer árbol de Navidad que les pertenecía a ellos, en el primer día del resto de sus vidas.

Avanzando juntos para siempre.

Beso a beso.