Un año más tarde, en Navidad, Arlo era el único invitado en la boda de sus padres. Allí, en la capilla del bosque cerca de la vieja casa junto al lago, a la sombra de esas impresionantes montañas italianas.
–Tengo algo que decirte –le había dicho Rafael a su hijo aquella mañana de Navidad después de que el pequeño se hubiera perdido en un frenesí de regalos y alegres envoltorios.
–¿Es por la tarta? –había preguntado Arlo sin apartar la vista de su nuevo videojuego favorito–. Me gusta la tarta. La tarta amarilla, pero la de chocolate está bien.
–No –había dicho Rafael preguntándose cómo era posible sentirse tan extraño y tan bien al mismo tiempo–. Quería decirte que soy tu padre.
En ese momento, Lily estaba sentada en el sofá fingiendo no estar escuchando.
–¿Para siempre? –había preguntado Arlo, en realidad más preocupado por su juego que por ninguna otra cosa.
–Sí –le había respondido Rafael con solemnidad–. Para siempre.
–Guay –había contestado Arlo poniéndole fin a la conversación.
* * *
En ese momento los tres caminaban juntos y de la mano, sonrientes, hacia el sacerdote que los esperaba en el pequeño altar.
–Cásate conmigo porque quieres –le había dicho él cuando la Navidad anterior había dado paso al Año Nuevo. Seguían juntos, llenos de esperanza y seguros de que los peores momentos ya habían pasado y los habían superado–. No porque te lo diga yo.
–¿Porque tu hijo debe llevar tu apellido? –le había respondido ella con un divertido brillo en la mirada.
–Mi hijo llevará mi apellido –le había asegurado Rafael–. El único asunto pendiente es saber cuándo.
Pero primero había que solucionar otras cosas, pensó Lily, y lo principal era el asunto de su resurrección. Por el bien de Arlo, decidieron decir que había sufrido amnesia y que toparse con Rafael en la calle la había devuelto a su realidad.
–Y en cierto modo –le había dicho Lily una noche tumbados y abrazados en su casa de San Francisco–, eso es verdad.
–Es la mejor historia que podemos contar –había respondido Rafael acariciando su encantadora espalda–. Para todos.
Después de aquello, se había visto acribillada por preguntas, no solo de los medios de comunicación, sino también de sus viejos amigos, que habían llorado su muerte y que ahora querían recuperar el tiempo perdido.
Ella, por su parte, había descubierto que el tiempo que había pasado trabajando en la residencia canina de Pepper le había otorgado más habilidades de gerencia de las que se había imaginado, y, cuando había salido una vacante para un puesto en las oficinas de Bodegas Castelli en Sonoma, lo había aceptado.
Además, había visitado la tumba de su madre y le había dicho a Rafael que la reconfortaba saber que por fin descansaba en paz.
Por otro lado, lo que más le había preocupado era la relación con la familia Castelli. Rafael, por el contrario, opinaba que ayudaría mucho a que todo fuera bien el hecho de que ya tuvieran un hijo.
Y así, en un soleado día entre los cipreses de Sonoma Valley, y tras el impacto inicial al recibir la noticia, Gianni Castelli había mirado con cariño a su joven esposa, Corinna, y le había dicho a su hijo:
–El amor nos arrastra a todos a nuestro sitio, de un modo u otro. Y es mejor no resistirse y dejar que la gravedad siga su curso.
Luca, por supuesto, se había reído al oírlo y después le había dado una palmadita en la espalda a su hermano. Se había vuelto a reír y en esa ocasión Rafael se había reído con él.
Lily retomó la relación con Pepper ahora ya con su nombre real e incluso localizó a la dulce pareja canadiense que la había sacado de California aquella fatídica noche para poder por fin recompensarlos por su amabilidad.
Y entonces, un día de otoño en el sur de Francia, adonde habían asistido a una exposición de vinos, por fin había accedido a casarse con él.
–No sé por qué has tardado tanto –le dijo Rafael refunfuñando.
–Porque –respondió ella deteniéndose en seco en mitad de un abarrotado mercado en Niza– esta vez quería estar segura.
Él había sido incapaz de no acariciarla.
–¿Segura de que no iba a salir corriendo?
–De que no lo iba a hacer yo –le respondió Lily, y le sonrió–. Y no lo haré, Rafael. Nunca más.
Y así, en ese momento se encontraban en la pequeña capilla pronunciando sus votos, para ambos y para su hijo. Cuando por fin los declararon marido y mujer, volvieron a la casa de la mano mientras Arlo corría feliz delante de ellos. El resto de la familia los esperaba para la celebración de la boda y de la fiesta de Navidad, pero, antes de entrar, Rafael la detuvo en la puerta.
Su intensa conexión había logrado vencer a su escandaloso comienzo, a la muerte y a demasiadas mentiras. Había permanecido intacta mientras habían desconfiado el uno del otro y también mientras se habían enseñado mutuamente a sonreír.
–Aquí empiezan el resto de nuestros días. Mi appartieni.
–Y tú me perteneces a mí –le respondió Lily con un brillo en sus preciosos ojos azules–. Para siempre.
Y entonces, de la mano, entraron en su hogar.
Por fin, como marido y mujer.