Estaba allí.
Cinco años después, estaba allí. Rafael. Allí mismo.
Frente a ella y mirándola como si fuera un fantasma; hablando de amor como si conociera el significado de la palabra.
Lily quería morirse, y esa vez de verdad. Ese beso aún reverberaba en su interior, encendiéndola de un modo que se había convencido que eran solo fantasías, no recuerdos, y mucho menos verdad. Quería arrojarse a sus brazos, como siempre había hecho, de un modo enfermizo, adictivo. Siempre. No le importaba lo que hubiera o no hubiera pasado entre los dos. Quería desaparecer dentro de él…
Pero ya no era esa chica. Ahora tenía otras responsabilidades, y muy grandes, por cierto. Cosas mucho más importantes en las que pensar que el placer o ese hombre destructivamente egoísta que ya se había cernido demasiado sobre su vida y durante demasiado tiempo.
Rafael Castelli era el demonio que ella llevaba dentro, esa cosa oscura y egoísta contra la que luchaba cada día de su vida. El emblema de su mal comportamiento, todas las terribles elecciones que había hecho, el dolor que había provocado, ya fuera de modo intencionado o no. Rafael estaba íntimamente envuelto en todo eso. Era su incentivo para vivir la nueva vida que había elegido, tan alejada del siniestro en sentido literal en que había terminado la anterior. Su hombre del saco. El monstruo bajo su cama en más de un sentido.
No se había imaginado que esa metáfora en particular, ese recuerdo tan vívido que había empleado como brújula para alejarse de la persona que había sido cuando lo había conocido, se hubiera hecho realidad una noche de jueves de un mes de diciembre. Justo allí, en Charlottesville, donde se había creído a salvo y por fin había empezado a creer que de verdad podía vivir la vida que se había construido como Alison Herbert. Que podría convertirse en una versión nueva y mejorada de sí misma y no volver a mirar atrás nunca.
–¿Debería seguir? –preguntó Rafael.
Habló con un tono de voz que ella no recordaba. Duro, intransigente, casi despiadado. Debería haberla asustado, y en realidad así fue, pero lo que la estremeció fue algo mucho más complicado que eso, algo que ardió en lo más profundo de su vientre.
–Apenas he ahondado en las cosas que sé sobre ti, pero podría escribir un libro.
Lily no había pretendido fingir que no lo conocía. No exactamente. Pero se había quedado impactada, paralizada con una mezcla de horror y alegría, y después horror otra vez por sentir alegría. Se dirigía a su coche después de hacer unos recados, había oído un ruido detrás y entonces lo había visto, como un ángel oscuro salido de una de sus pesadillas.
Rafael.
Lo había reconocido al instante: ese cuerpo esbelto y musculoso cubierto por un abrigo negro perfecta y elegantemente confeccionado, su hermoso rostro que era como una sinfonía de belleza masculina desde su denso cabello oscuro, que llevaba más corto de lo que recordaba, hasta esa boca, que se había reído y la había tentado y atormentado más allá de lo imaginable, y esa mirada de asombro.
Pero después nada de eso había importado porque la había besado.
Había vuelto a sentir su boca sobre la suya después de tanto tiempo. Su sabor, su roce, su calor.
Y entonces todo había desaparecido. La calle, la música que provenía del centro comercial y flotaba en el aire a su alrededor. Todo el pueblo, el estado y el país.
Los últimos cinco años habían desaparecido en un golpe de calor y deseo que había desarmado cada una de las mentiras que había estado diciéndose todo ese tiempo: que simplemente había estado encaprichada de él, nada más. Que el tiempo y la distancia erosionarían esa luz que brillaba entre los dos y la reduciría a un mero enamoramiento de juventud. Que no tenía nada que temer de ese hombre que no había sido más que un niño rico malcriado que se había negado a renunciar a su juguete favorito…
La verdad era tan ardiente, tan implacable, que la quemaba. Le decía cosas que no quería saber y le demostraba que seguía siendo una adicta, tanto como lo había sido su madre. Se había mantenido limpia durante cinco años y ahora, de pronto, volvía a ser una yonqui. Darse cuenta de ello la había abrumado tanto, tan profundamente, que no sabía qué podría haber pasado después, pero entonces lo había recordado y, con brusquedad, había apartado la boca de la de él, horrorizada.
Porque había recordado el motivo por el que no podía dejarse llevar por ese hombre tal como su cuerpo ansiaba; el motivo por el que no podía fiarse de sí misma cuando estaban juntos, ni siquiera por un instante. El motivo por el que tenía que alejarlo de allí fuera como fuera.
–Entonces sería una obra de ficción –logró decir por fin–. Porque a mí nunca me ha pasado nada de eso.
A él le cambió la cara. Esa expresión se ensombreció y algo se iluminó con un brillo dorado en las profundidades de su oscura mirada.
–Mis disculpas –dijo con voz suave.
Ella sabía lo peligroso que resultaría creer en ese tono de voz.
–¿Quién has dicho que eres?
–No estoy segura de querer compartir mi información personal con un loco que me he encontrado por la calle.
–Soy Rafael Castelli –dijo él.
Ese nombre le sonó a música, a lírica. Otra razón más para odiarse.
–Si no me conoces, como dices, los detalles pertinentes serían estos: soy el hijo mayor de Gianni Castelli y heredero de la fortuna Castelli. Soy presidente en funciones de las Bodegas Castelli, famoso en el mundo entero por mi agudeza para los negocios. No persigo a mujeres por la calle. No tengo necesidad de hacerlo.
–Porque los hombres ricos son bien conocidos por su sensata actitud.
–Porque, si tuviera la costumbre de abordar a mujeres por la calle, ya habría salido a la luz. Sospecho que los países se lo pensarían dos veces antes de dejarme cruzar sus fronteras.
Lily intentó mostrarse confundida y aturdida.
–Sigo pensando que debería llamar a la policía –murmuró–. Las cosas que dices no tienen ningún sentido.
–No es necesario.
Al responder, Rafael sonó mucho más italiano que un momento atrás, y la inquietó. Porque ese tono junto con la tensión de su mandíbula eran señales de su rabia. Lily podía verla, podía sentirla.
–Yo mismo los llamaré. Hace cinco años te dieron por muerta, Lily. ¿En serio crees que seré la única persona interesada en tu resurrección?
–Tengo que irme.
Él plantó la mano sobre la puerta del coche, como si solo con ese gesto lograra mantenerla allí. Y, para pesar de ella, lo cierto era que probablemente podría.
–No pienso perderte de vista.
Lily lo miró mientras en su interior se desataba una batalla que esperaba no fuera visible en su rostro. Él debía marcharse. Tenía que hacerlo. No había otra opción. Pero era Rafael y, durante el tiempo que lo había conocido, jamás había hecho algo que no quisiera hacer.
–Mi nombre es Alison Herbert –repitió. Ladeó la cabeza para mirarlo a los ojos y comenzó a contarle la historia de Alison, exceptuando un detalle crucial–: Nací en Tennessee. Jamás he estado en California y no he ido a la universidad. Vivo en una granja a las afueras del pueblo con mi amiga y casera, Pepper, que dirige una residencia canina y centro de acogida. Yo los saco a pasear, juego con ellos, limpio lo que ensucian y vivo en una casita allí desde hace años. No sé nada de vinos y, para serte sincera, prefiero una buena cerveza –alzó un hombro y lo dejó caer–. No soy quien tú crees.
–En ese caso, no tendrás ningún inconveniente en someterte a una prueba de ADN para que así me quede tranquilo.
–¿Y por qué me iba a interesar a mí tu tranquilidad?
–Lily tiene personas que se preocupan por ella –el modo en que Rafael encogió los hombros resultó mucho más letal que el suyo; pareció un arma más que un simple gesto–. Hay asuntos legales. Si no eres la mujer que yo juraría que eres, demuéstralo.
–O podría meter la mano en el bolsillo y sacar el carné de conducir que demuestra que soy exactamente quien digo ser.
–Los carnés se pueden falsificar. Los análisis de sangre son mucho más fiables.
–No pienso hacerme una prueba de ADN solo porque un loco con quien me he topado en la calle piense que debería hacerlo –le contestó con brusquedad–. Mira, he sido bastante agradable teniendo en cuenta que me has agarrado, me has aterrorizado y me has…
–¿Ha sido terror eso que he saboreado en tu lengua? –le preguntó él con una voz que pareció seda. Una voz que se deslizó sobre ella, que la atravesó, derribando en un instante las pocas defensas que tenía, recordándole una vez más por qué ese hombre era más peligroso que la heroína–. Porque a mí me ha parecido que era más bien otra cosa.
–Aléjate de mi coche –le ordenó. No podía dejarle ver lo que estaba sintiendo al verlo–. Voy a entrar y a marcharme y tú no me lo vas a impedir.
–Nada de eso va a suceder.
–¿Qué quieres? ¡Ya te he dicho que no sé quién eres!
–¡Quiero recuperar los últimos cinco años de mi vida! –bramó Rafael con un tono que retumbó por las paredes de los edificios de la calle–. Te deseo. Llevo media década persiguiendo a tu fantasma.
–Yo no…
–Asistí a tu funeral. Estuve allí desempeñando simplemente el papel de tu hermanastro como si el corazón no se me hubiera salido del cuerpo y estuviera aplastado sobre las rocas del acantilado por el que cayó el coche. Estuve meses sin dormir, años, imaginándote perdiendo el control del volante y cayendo en picado… –apretó los labios y se detuvo un instante antes de continuar–: Cada vez que cerraba los ojos, te imaginaba gritando.
Ella estaba allí de pie mirándolo como si le estuviera hablando de otra persona, y en realidad así era, porque la Lily Holloway que él conocía sí que murió aquel día. Y ya no volvería jamás.
Y el Rafael que ella había conocido jamás se había preocupado por ella… ni por nada. ¿A quién pretendía engañar? Ella no había sido más que una de sus muchas mujeres y lo había aceptado porque no había conocido otra cosa.
–Lo siento. Lo siento por todo el mundo que se viera implicado en aquello. Debió de ser horrible.
–Tu madre no se recuperó jamás.
Pero Lily no quería hablar de su madre. Su frágil y ausente madre, que había temblado al más mínimo roce del viento, susceptible a todas las tormentas emocionales que la habían asaltado. Su madre, que se había automedicado a su antojo con peligrosas combinaciones de pastillas, siempre bajo la tutela de medicuchos charlatanes.
–¿Sabes que murió hace dieciocho meses? –continuó Rafael–. Eso no habría pasado si hubiera sabido que su hija estaba viva.
Lily sabía que ese dato dejaría unas cicatrices muy profundas, pero no podía quebrarse. Lo que sentía por su desconsiderada madre no era nada en comparación con lo que tenía que proteger en esos momentos.
–Mi madre está en la cárcel –le dijo–. Lo último que supe de ella fue que había encontrado a Jesús por tercera vez.
–Son todo mentiras.
Era demasiado intenso y su mirada demasiado penetrante. La aterraba que pudiera verlo todo, ver en su interior.
–Y lo que no puedo entender es cómo te piensas que me las puedes decir a la cara. No pensarás que me las voy a creer, ¿verdad?
Lily no sabía cómo habría salido de esa situación si de pronto no hubiera oído unas voces llamándola por la calle.
Dos de los clientes de Pepper, un matrimonio que la llamó por el nombre de Alison y que entabló una cordial conversación mientras ella estaba allí paralizada, aterrorizada, temiendo que le preguntaran por Arlo. Pero, cuando lo hicieron, se dio cuenta de que no tenía motivos para asustarse. El hombre que tenía a su lado ni se inmutó. ¿Y por qué lo iba a hacer? Rafael no conocía ese nombre y no podría saber qué significaba.
Cuando la pareja se marchó, sintió tanto alivio que estuvo a punto de marearse.
–Espero que eso te lo aclare todo.
–¿Lo dices porque te han llamado por ese supuesto nombre que tienes ahora? Las preguntas solo conducen a más preguntas. Está claro que llevas un tiempo viviendo aquí y te has convertido en parte de la comunidad –su expresión era dura, implacable–. No tenías intención de volver a casa jamás, ¿verdad? Te quedaste tan contenta dejándonos llorar tu muerte como si fuera real.
Él soltó la puerta y ella la cerró de golpe. Ignoró el modo en que él la miró, cerró el coche y echó a caminar de vuelta al centro comercial, donde habría luces y gente. Más gente que la conocía. Más gente tras la que situarse como si fuesen una barrera.
–¿Adónde vas? –le preguntó él no de muy buen grado–. ¿Es eso a lo que te dedicas ahora, Lily? ¿A salir huyendo? ¿Dónde te encontraré la próxima vez? ¿Vagando por las calles de Paraguay? ¿En Mozambique? ¿Bajo un nombre distinto?
Ella seguía caminando y él la alcanzó. Tenerlo al lado le hizo recordar demasiadas cosas que era mejor dejarse guardadas bien dentro. Le hizo pensar en cosas que solo le producían dolor. Él caminaba con su paso atlético a su lado, como siempre había hecho. Estaba tan cerca que, si se inclinaba un poco a la izquierda, podría acurrucarse contra su brazo, que era la mayor muestra de afecto público a la que se habían limitado en el pasado.
Se sentía cegada por el dolor y por ese deseo enfermizo que se había apoderado de tantas cosas en su vida, pero siguió mirando al frente y diciéndose que era el frío lo que hacía que le escocieran los ojos, nada más.
Tenía que haber un modo de escapar. Tenía que haber un modo de librarse de él. Tenía que mantener a Arlo a salvo. Era lo único que le había importado en los últimos cinco años y era lo único que podía permitir que le importara ahora.
Se sintió más segura una vez se acercó a la multitud que abarrotaba el alegre centro comercial.
–¿Vamos de compras? –la voz de Rafael sonó burlona y penetró las barricadas que ella había levantado en su interior–. Esto me recuerda mucho más a la pequeña y solitaria heredera que conocí una vez.
–Se me ha ocurrido comprarme algo caliente para beber y resguardarme del frío un momento –respondió ella negándose a reaccionar ante lo que él había dicho.
Ella no había sido una pequeña y solitaria heredera. Para empezar, había tenido poco que heredar a excepción de la casa de su madre. Por el contrario, el pobre niño rico había sido un chico sibarita y juerguista, amante de actrices de tercera, pseudoestrellas de programas de televisión y modelos de lencería. Esas eran las mujeres con las que se había dejado ver en público. Esas habían sido las mujeres que había llevado a casa, las mujeres con las que se había mofado de ella durante las vacaciones familiares en el lago Tahoe, dejándoles tender sus cuerpos retocados con cirugía sobre él para después hacerle admitir a ella que estaba celosa y, a continuación, aplacar su dolor con sus diestras manos y esa terrible boca en tan solo unos instantes robados tras una puerta cerrada con llave.
Era un hombre terrible, se recordó al esquivar a un chico con un monopatín. La había tratado de un modo espantoso y lo peor de todo era que ella se lo había permitido. Todo en su relación había estado mal. Detestaba a la mujer que había sido junto a él, las mentiras que había contado, los secretos que había guardado. Había odiado esa vida en la que se había visto atrapada.
Y se negaba a volver a ella. Se negaba a aceptar que su único destino era convertirse en alguien como su madre, de un modo u otro. Se negaba a dejar que el veneno de aquella vida, de esas personas, infectara a Arlo. Se negaba.
No quería ver si Rafael la estaba siguiendo; sabía que lo estaba haciendo, podía sentir que lo tenía justo detrás. Se limitó a seguir caminando hasta el centro comercial hasta que llegó a su cafetería favorita, abrió la puerta y entró… Para toparse con otro cuerpo masculino.
Oyó un improperio en italiano que Rafael le había enseñado cuando era adolescente y retrocedió con brusquedad. Al alzar la mirada, vio los oscuros ojos de los Castelli.
«¡Maldita sea!».
Luca tenía tres años menos que Rafael y, que ella recordara, era el hermano tranquilo y serio, aunque lo cierto era que nunca había mirado más allá de Rafael lo suficiente como para conocerlo bien. Luca se mostró como si le hubiera dado un puñetazo. Y ella sintió lo mismo. Tal vez habría sido posible convencer a Rafael de que era otra persona, o eso había creído desesperadamente. Pero ¿hacérselo creer a los dos hermanos Castelli? Imposible.
–Ah, sí –dijo Rafael tras ella envolviéndola con ese tono sardónico–. Luca, recordarás a nuestra difunta hermanastra, Lily. Resulta que ha estado viva y muy bien aquí en Virginia todo este tiempo. Sana y fuerte, como puedes ver.
–¡No soy Lily! –contestó ella con brusquedad, aunque sospechaba que fue más por desesperación que por estrategia, sobre todo encontrándose bajo la fulminante mirada de los hermanos. Pero solo la mirada de un hombre podía sentirla por dentro, quemándola como el ácido–. Me estoy hartando de repetírtelo.
La mirada de Rafael fue como una llamarada de oscuro fuego cuando se hizo a un lado y la agarró para apartarla de la puerta que estaba obstaculizando. Ella tardó un instante en soltarle la mano de su brazo y lo vio esbozar una pequeña sonrisa, como si supiera perfectamente lo que le producía el roce de sus dedos incluso tantos años después.
–Aunque –añadió Rafael dirigiéndose a su hermano–, como habrás notado, parece estar afectada por un oportuno caso de amnesia.
Lo cual no era una solución, pero sí la mejor respuesta a su actual situación, por supuesto.
Y fue así como Lily decidió, allí mismo, en esa abarrotada cafetería, que lo que tenía era justamente eso, amnesia. Y a raudales.