Esto es imposible –fue todo lo que Luca dijo mientras Lily fingía no inmutarse por su gesto de asombro.
–He aquí –dijo Rafael con su ardiente y furiosa mirada posada en ella y haciendo que le ardiera la piel bajo sus capas de abrigo–. Te traigo buenas nuevas. Nuestro propio milagro de Navidad.
–¿Cómo? –preguntó Luca.
La hizo sentirse muy mal verlo así de conmocionado, pero no era momento para preocuparse por eso.
Allí estaban los tres, junto a la hilera de taburetes situados frente a los ventanales engalanados con esplendor navideño. Los hermanos Castelli, con su casi metro noventa, la miraban con demasiada emoción e intensidad. Intentó mostrarse impasible y ligeramente preocupada a la vez, como se preocuparía cualquier desconocido en la misma situación.
–¿Cómo logró salir del accidente? –preguntó Luca–. ¿Cómo ha desaparecido durante cinco años sin dejar ni un solo rastro?
Lily no tenía la más mínima intención de contarle a ninguno lo fácil que había sido. Lo único que había tenido que hacer había sido alejarse y después no volver a revisitar su pasado. No mirar atrás jamás. No volver a visitar ni los lugares ni a las personas que había conocido antes. Lo único que había necesitado había sido una buena razón para fingir que no tenía una historia detrás. Y entonces, a las seis semanas de su impetuosa decisión, había descubierto que tenía la mejor razón de todas. Pero ¿cómo podía explicarles que había borrado su pasado a dos italianos que podían remontar su linaje varios siglos atrás?
Eso, suponiendo que quisiera explicárselo, que no era el caso.
«No puedes», se recordó con brusquedad. Ese era el problema que tenían los Castelli. En cuanto quedaba mínimamente expuesta a esa familia, comenzaba a hacer lo que ellos querían.
–Pero ella dice que es otra persona y que no le ha pasado nada de eso.
–Y además la tienes delante y puede hablar por sí misma –apuntó Lily ásperamente–. Que me hayas confundido con otra persona es problema tuyo, no mío. Me has asaltado en una calle oscura. Creo que estoy siendo bastante indulgente dadas las circunstancias.
–¿La has asaltado? Eso no es propio de ti.
–Por supuesto que no –respondió Rafael sin apartar la mirada de Lily.
Bajo la luz y la calidez de la cafetería, ella podía ver los toques dorados de esos oscuros ojos que un tiempo atrás la habían tenido fascinada de forma desmedida, y de pronto volvió a sentir su boca contra la de él. Se dijo que eran solo recuerdos, nada más que recuerdos.
–Creo que… –estuvo a punto de decir «tu hermano», pero se detuvo a tiempo.
¿Una desconocida podría saber a simple vista que esos hombres eran hermanos? Pensó que el parecido físico era inequívoco y obvio. Su imponente altura, sus fuertes hombros, sus formas tan masculinas y tanto músculo hacían que parecieran estar tallados a la perfección. Ese denso cabello negro que tendía a ondularse si quedaba a su libre albedrío.
Luca tenía un estilo algo descuidado y en el rato que llevaban juntos ya lo había visto apartándoselo de la frente en varias ocasiones. Rafael, por el contrario, parecía una especie de monje letal con el pelo tan corto y ese gesto adusto. Pero compartían la misma boca carnosa y diestra y se reían del mismo modo, tan cautivador y asombroso, empleando todo el cuerpo como si entregarse al placer fuera para lo que habían nacido.
–Creo que tu amigo no está bien –terminó Lily dirigiéndose a Luca.
–Buen intento –dijo Rafael–. «Amigo». Muy convincente.
–Me alegro mucho de que estés aquí –prosiguió Lily aún mirando a Luca, aunque tenía la sensación de que mirara donde mirara solo podía ver a Rafael, como un sol oscuro que lo eclipsaba todo a su alrededor–. No estoy segura, pero puede que necesite atención médica.
Rafael soltó un torrente de palabras en italiano y Luca parpadeó aturdido y asintiendo. Estaba claro que le había dado una orden porque al instante Luca se giró hacia una mujer y un hombre que estaban sentados en unos taburetes próximos y comenzó a hablar con ellos, claramente con intención de distraerlos.
–Ahora te dejaré en manos de tu amigo –le dijo Lily a Rafael con tono animado.
Rafael esbozó otra de esas leves sonrisas que alteraban hasta el último nervio de su cuerpo.
–¿Eso crees?
–Tengo una vida –no debería haber dicho eso, no debería haberse puesto tan a la defensiva porque una auténtica desconocida no se habría mostrado así, ¿verdad?–. Tengo… –tenía que tener cuidado con lo que decía. Mucho cuidado–. Tengo cosas que hacer que no incluyen atender a unos extraños confundidos con temas que no tienen nada que ver conmigo.
–¿Por qué has venido aquí? –preguntó él, y ella pudo ver dolor y algo más en su mirada.
–Es mi cafetería favorita de Charlottesville. Esperaba que un moca de menta me relajara un poco después de esa escena tan incómoda en la calle, y que te despejara un poco a ti.
–¿Es que crees que estoy borracho?
–No sé cómo estás. No sé quién eres.
–Eso ya lo has dicho.
–Me imagino que será cosa de ricos. Ves a alguien por la calle, la persigues y exiges que admita que es tal persona a pesar de demostrar que no. Si yo le hiciera eso a alguien terminaría en la cárcel o en un psiquiátrico, pero supongo que eso no le preocupa a alguien tan rico como tú.
–¿El valor de mi patrimonio ha superado de pronto el alcance de tu amnesia? Suele pasar. Es asombroso cuántas mujeres a las que no he visto en mi vida pueden calcular mi patrimonio hasta el último centavo.
–Me has dicho que eres rico. Por no mencionar que no vas vestido precisamente como un vagabundo.
–¿Cuándo va a terminar esta farsa?
–Ahora mismo. Me voy a casa. Y no te pienso preguntar si te parece bien. Te estoy informando. Y te sugiero que duermas bien. A lo mejor así dejarás de ver cosas que no son.
–Lo más gracioso de todo, Lily, es que hoy es la primera vez en cinco años que no veo un fantasma –dijo, aunque no parecía que a él le resultara nada gracioso–. Eres completamente real y te tengo aquí delante, por fin.
Ella forzó una sonrisa.
–Dicen que todo el mundo tiene un doble en alguna parte.
–Si te abriera el abrigo y mirara bajo tu ropa ahora mismo, ¿qué encontraría? –le preguntó con un suave tono amenazador.
–Un cargo por agresión –contestó ella con brusquedad–. Y una probable condena.
–¿Encontraría tal vez un lirio de color escarlata anidado en una enredadera que sube por tu cadera derecha?
Su mirada era tan intensa que le quitó el aliento e hizo que le resultara infinitamente difícil quedarse allí, sin hacer nada, controlándose para no llevarse la mano a la cadera, para no apartarse como si la hubiera descubierto.
–En la zona de Charlottesville hay buenos psiquiatras –le dijo una vez estuvo segura de que podía hablar sin rastro de confusión en la voz y solo con la compasión y con la educación que le mostraría a cualquier persona que se encontrara y que estuviera así de loca–. Estoy segura de que cualquiera de ellos te recibiría de urgencia. Además, sin duda, tu patrimonio ayudará bastante.
Él le lanzó una amplia sonrisa, aunque no fue nada parecida a las antiguas sonrisas de Rafael, tan resplandecientes que podría haber iluminado toda Europa con ellas si hubiera querido. Esa fue una sonrisa dura. Centrada. Con determinación. Y, aun así, ella la sintió por dentro como una caricia.
Estaba tan ocupada diciéndose que era inmune a él, que su presencia no la afectaba en absoluto, que no se apartó lo suficientemente deprisa. Ni siquiera vio el peligro hasta que fue demasiado tarde. Al instante, los dedos de Rafael estaban sobre su sien y ella no supo reaccionar, abrumada por las sensaciones.
¿Una desconocida se apartaría bruscamente? ¿O se quedaría allí paralizada e impactada?
–Aparta tu mano de mí ahora mismo –le dijo entre dientes decidiéndose por la opción de paralizarse, porque en realidad así estaba. De la cabeza a los pies. Le parecía imposible poder moverse. Podía sentir su caricia por todas partes. Por todas partes. Ardiente y perfecta. Como si después de todos esos años, el más mínimo roce de sus dedos fuera lo único que Rafael tuviera que hacer para demostrarle que, sin él, había estado perdida en la oscuridad.
Eso era calor. Eso era color y luz y…
¡Eso era peligroso! Todo su interior gritó alarmado.
–Te hiciste esta cicatriz esquiando en Tahoe un invierno –murmuró él como si le estuviera susurrando palabras de amor o sexo, en lugar de lanzarle una acusación, mientras acariciaba la diminuta marca que ella había olvidado que estuviera ahí. El efecto de esa caricia resultó embriagador–. Te tropezaste con un bloque de hielo y después chocaste contra un árbol. Tuviste suerte de que lo único que se te rompiera fuera un esquí. Tuviste que bajar caminando por un lateral de la montaña y le diste un susto de muerte a toda la familia cuando apareciste sangrando.
Rafael se acercó, mirándola con intensidad y centrado en esa pequeña cicatriz que ella había dejado de ver cada vez que se miraba en un espejo. Y seguro que la desconocida que estaba fingiendo ser se habría quedado igual de paralizada en esa situación y luego… dividida entre la necesidad de salir a la calle gritando y el deseo de quedarse allí. Sin duda, cualquiera habría hecho lo mismo.
«Cualquiera para quien ese hombre haya sido una terrible adicción», dijo una dura voz en su interior.
Pero seguía sin moverse.
–Y tuve que soltar el típico comentario sarcástico del hermano mayor que en realidad nunca fui para disimular delante de nuestros padres. Hasta que pasó un rato…
Lily parpadeó. Recordaba lo que había pasado un rato después: él había usado la llave de su habitación de hotel que ella no debería haberle dado y la había encontrado en la ducha. Lo podía recordar con demasiada facilidad y con demasiado detalle. El vapor. El cosquilleo del agua ardiendo contra su congelada piel. Rafael entrando en la ducha aún vestido, con gesto adusto y con una dura luz en sus preciosos ojos.
Después la había besado y ella lo había abrazado, fundiéndose en él como siempre hacía. Él había deslizado las manos sobre la curva de sus caderas y ese maldito tatuaje que ella había dicho odiar y él había reconocido adorar. A continuación se había quitado los pantalones, la había levantado en brazos y se había adentrado en ella con un decidido movimiento.
–No vuelvas a darme otro susto así –le había susurrado contra el pelo antes de sumirlos a los dos en un salvaje éxtasis. Después, la había sacado de la ducha, la había tendido sobre la cama y lo había repetido todo de nuevo. Dos veces.
En su momento a ella le había resultado terriblemente romántico, pero, claro, en esa época era una chiquilla patética de veintidós años bajo el hechizo de ese hombre. En la actualidad, se dijo firmemente, todo aquello no era más que un mal recuerdo envuelto en demasiado sexo que no debería haber mantenido con un hombre al que jamás, nunca, debería haber tocado.
–Es una historia muy inquietante con alguna que otra dinámica familiar problemática –respondió ella apartándole la mano de la cara–. Pero eso sigue sin convertirme en esa mujer por muchas historias que cuentes para convencerte a ti mismo de lo contrario.
–En ese caso, hazte la prueba de ADN y demuéstralo.
–Gracias, pero paso.
–No era una sugerencia.
–¿Era una orden? –preguntó Lily soltando una carcajada. Al ver a Luca y a esas personas que estaban con ellos supo que se había quedado allí demasiado tiempo. Tenía que irse porque una desconocida ya lo habría hecho hacía un buen rato–. Estoy segura de que estás acostumbrado a dar muchas órdenes, pero eso tampoco tiene nada que ver conmigo –miró a Luca y forzó una sonrisa–. Todo tuyo.
Cuando echó a caminar hacia la puerta se esperó que Rafael la detuviera, esperó sentir una mano sobre su brazo, y, cuando nada de eso sucedió, se dijo que no estaba decepcionada. Abrió la puerta y no pudo evitar mirar atrás.
Rafael seguía donde lo había dejado, observándola. Su aspecto le resultó más bello y más duro que nunca. Contuvo un escalofrío y se dijo que era por el frío de diciembre. No por él.
–Mi appartieni –dijo él con tono suave y rotundo a la vez.
Y ella lo entendió, porque eran unas palabras que le había enseñado un tiempo atrás.
«Me perteneces».
–No hablo español –respondió fingiendo que no sabía distinguir ese idioma del italiano–. No soy ella.
Una vez desapareció en la fría noche de Virginia, todo dentro de Rafael se calmó.
Su hermano y la presidenta de la asociación vitivinícola estaban charlando, y su asistente estaba intentando mostrarle algo relacionado con el negocio en la pantalla del móvil, pero Rafael alzó una mano y todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo.
–Hay una residencia canina a las afueras del pueblo dirigida por una tal Pepper –le dijo a su ayudante en un veloz italiano–. Encuéntrala –y mirando a Luca, añadió–: Llama al médico personal de papá y pregúntale cómo una persona podría haberse salvado de un accidente así y qué clase de lesiones cerebrales podrían haberle quedado.
–¿Crees que de verdad tiene amnesia? –preguntó Luca–. A mí me suena a algo sacado de una telenovela. Pero, sin duda, es Lily.
–De eso no hay ninguna duda.
Había sabido que lo era desde que la había visto pasar por delante de la ventana, y el resto no había hecho más que confirmar una verdad que ya conocía y reafirmar su sabor en sus labios después de tanto tiempo.
Luca se le quedó mirando un momento.
–El dolor que sentiste por su muerte fue extremo. Yo soy más de su edad y me afectó menos. El accidente alteró toda tu vida, tanto como si…
Rafael miró a su hermano pequeño como desafiándolo a terminar la frase. No sabía qué estaría viendo Luca en su rostro, pero el joven se limitó a asentir, esbozó una pequeña sonrisa y sacó su teléfono.
Tardó muy poco tiempo en conseguir las respuestas que había solicitado, en despedir con educación a la mujer de la asociación vitivinícola y pedirle que le transmitiera sus disculpas a quienes iban a ser sus acompañantes durante la cena, y en disponerse a ir a buscar a Lily en el coche que su asistente les había preparado.
–Si está fingiendo la pérdida de memoria –dijo Luca al entrar en el elegante coche con Rafael–, puede que ya se haya ido. ¿Por qué iba a quedarse? Está claro que no quería que la encontrase nadie.
Rafael miraba por la ventanilla; primero las calles y después los bosques pasaron ante sus ojos bajo una pálida luna. Al igual que estaba seguro de que ella lo estaba fingiendo todo, también estaba seguro de que no se habría movido de allí. La testaruda chica que había conocido resistiría y sería valiente en lugar de darse la vuelta y salir corriendo…
«Aunque lo cierto es que no la conoces en absoluto», dijo una sombría voz en su interior. «Porque la chica que tú conocías jamás se habría alejado de ti».
–Ya que somos la única familia que le queda, tenemos la responsabilidad de comprobar que no esté sufriendo algún tipo de estrés postraumático tras el accidente.
Dijo eso aun sabiendo que solo eran excusas. Lily estaba viva y eso significaba que haría lo que hiciera falta para recuperarla, tal como debería haber hecho cinco años atrás.
Pero eso no se lo quería decir a su hermano. Aún no.
Luca no respondió a su comentario y fue mejor así.
Las carreteras estaban cada vez más desiertas a medida que se alejaban del centro de Charlottesville y las tierras que se veían a cada lado del coche eran hermosas. Los árboles se alzaban desnudos sobre campos aún blancos por la última nevada. Eran tierras ricas y arables. Lily siempre había adorado los viñedos Castelli del norte del valle de Sonoma, así que tal vez no debería sorprenderle que hubiera encontrado un lugar para vivir que se le pareciera tanto. Las vides y las uvas habían formado parte de su vida desde que, con dieciséis años y no de buen grado, había visto a su madre casarse de nuevo.
Podía recordarlo con absoluta claridad mientras el coche atravesaba los campos helados de Virginia. Por entonces, Rafael tenía veintidós años. Sus respectivos padres los habían reunido a todos en la mansión que hacía de centro de operaciones de las Bodegas Castelli en los Estados Unidos, y Francine Holloway había sido exactamente lo que se había esperado. Preciosa, de rasgos frágiles y finos, con una exuberante melena rubia platino y los ojos del azul del cielo. Se había mostrado temblorosa y había hablado con un tono suave que habría hecho que determinado tipo de hombre se le acercara. Y el padre de Rafael era precisamente ese tipo de hombre. Nada le había gustado más que solucionar los problemas de pequeños y destrozados seres como Francine, y esa era una tendencia que se remontaba a la época en la que había conocido a su madre, que había pasado muchos años, antes y después del divorcio, internada en una institución de lujo en Suiza.
Rafael se había esperado que la hija adolescente fuera prácticamente como la madre, sobre todo teniendo un nombre tan fino y femenino. Pero esa Lily era una joven con garra.
–No parece que compartas la felicidad de nuestros padres –le había dicho tras una interminable cena durante la cual su padre había soltado unos discursos que habrían resultado emotivos de no ser porque Francine era su cuarta esposa y Rafael ya los había oído todos antes.
–No me importa la felicidad de nuestros padres –había respondido ella sin mirarlo.
El hecho de no mirarlo ya había supuesto una novedad para Rafael, porque la mayoría de las chicas se derretían literalmente por él. Sin embargo, esa jovencita, aparentemente inmune, había desviado la mirada hacia los grandes ventanales.
–Y supongo que a ellos tampoco les importa la nuestra.
–Seguro que sí –había dicho él pensando que podía aplacar los miedos de la chiquilla con su sabiduría y experiencia–. Tienes que darles una oportunidad para que olviden lo perfectos que se consideran el uno para el otro y puedan volver a prestar atención a sus vidas.
Lily se había girado hacia él y en ese momento, al ver su melena rubia rojiza moverse y sus hombros tan suaves bajo el vestido de tirantes, se había preguntado cómo sería acariciarla.
Y se había horrorizado por ello.
–No necesito un hermano mayor –le había respondido ella con descaro–. No quiero consejos que no pido, y menos viniendo de alguien como tú.
–¿Alguien como yo?
–Alguien que sale con chicas únicamente para salir en la tele, algo que seguro es superimportante en el mundo de los ricos. Felicidades. Y no necesito que me informes sobre los ridículos gustos de mi madre. Los conozco demasiado bien, gracias. Tu padre es el último de una larga lista de caballeros de la blanca armadura que nunca logran salvarla. No durará.
Y con eso había vuelto a mirar hacia la ventana con claro desdén.
Rafael no estaba acostumbrado a recibir ese trato, y menos proviniendo de una adolescente cuando normalmente las chiquillas tendían a seguirlo por todas partes mientras soltaban risitas nerviosas. Sin embargo, a Lily Holloway no se la podía imaginar así.
–Ah, pero ya verás cómo durará.
Ella había suspirado, pero no lo había mirado.
–Las relaciones de mi madre tienen la duración de un producto orgánico. Para tu información.
–Pero mi padre es un Castelli.
En ese momento, ella lo había mirado arrugando la nariz como si le resultara desagradable.
–Y los Castelli siempre conseguimos lo que queremos, Lily. Siempre.
En ese momento, mientras el coche salía de la carretera principal para acceder a un pequeño camino privado iluminado con farolillos, Rafael seguía sin saber por qué había dicho aquello. ¿Lo había sabido ya por entonces? ¿Había sospechado lo que sucedería? Lily lo había odiado abiertamente durante tres años más, lo cual la había diferenciado del resto de las mujeres del planeta. Lo había insultado, se había reído y burlado de él y lo había ignorado miles de veces mientras Rafael se decía que era una chica odiosa y que estaba celosa.
–¡Es insoportable! –le había gritado a Luca en una ocasión cuando Lily se había pasado toda una noche cantándoles canciones malintencionadas a su acompañante y a él.
–Pero Lily tiene razón, tu pareja se está comportando como una niñata –le había respondido su hermano con una sonrisa.
Y entonces había llegado aquella fatídica fiesta de Año Nuevo en Sonoma. Era posible que Rafael hubiera tomado demasiado champán Castelli, pero había sabido perfectamente lo que estaba haciendo cuando Lily había pasado por delante de él en el vestíbulo superior del ala destinada a la familia, ataviada con un vestido que le había parecido vulgarmente corto y subida a unos «zapatos de furcia», como él los había definido claramente. Como siempre por aquella época, la melena le caía suelta sobre los hombros y deslizándose de un lado para otro. Su aroma, acaloradamente dulce, lo había hecho enloquecer.
–Si estás buscando a «Calliope» –había dicho ella haciendo que el nombre de su por aquel entonces novia sonara como un insulto–, seguro que estará en la guardería junto con los demás niños. Tu padre ha contratado servicio de canguro. Está claro que os estaba esperando.
En ese momento Rafael había sabido que lo último que debería haber hecho era rodearle el cuello con las manos y besarla, pero se había imaginado que ella le respondería con un puñetazo, que él se reiría de ella y le diría que, si no pretendía ocupar el lugar de Calliope, lo mejor que podía hacer era callarse.
Sin embargo, al primer roce de sus bocas, todo había cambiado.
Todo.
«Y tú lo echaste a perder», se dijo justo cuando una vieja granja apareció al final del camino. «Porque eso es lo que haces siempre».
El coche se detuvo frente a la iluminada casa y enseguida quedó rodeado por un grupo de perros aullando. Bajó del coche justo cuando una mujer de pelo canoso salió corriendo de la casa para intentar controlar a los perros.
Y a pesar de los ladridos, los aullidos y el alboroto en general, Rafael lo supo en cuanto vio a Lily salir tras la mujer. Ya no llevaba puestos ni el abrigo ni la bufanda y no pudo evitar recorrer las elegantes y finas líneas de ese esbelto cuerpo. Los vaqueros se le ceñían haciéndole la boca agua y la camiseta de manga larga que llevaba se pegaba a sus pechos y le hacía darse cuenta de lo excitado y deseoso que se sentía por ella, incluso rodeado por tantos animales.
E incluso a pesar de ver lo horrorizada que se quedó al verlo.
–¡Esto es acoso! –le gritó desde los escalones–. No tienes derecho a seguirme hasta mi casa. ¡No tienes ningún derecho!
Antes de que Rafael pudiera responder, alguien pasó corriendo tras ella y a punto estuvo de caer por los escalones si Lily no lo hubiera agarrado.
Un niño. Un niño pequeño.
–Te he dicho que no salieras bajo ningún concepto –le dijo Lily con firmeza.
–Arlo apenas tiene cinco años –dijo la mujer desde la pequeña zona vallada, adonde había logrado llevar a todos los perros, mientras Rafael no podía apartar la mirada de Lily. Ni del niño–. No entiende lo que significa «bajo ningún concepto».
El niño miró a la mujer y después a Lily, que seguía sujetándolo por la camiseta.
–Lo siento, mamá –respondió con tono angelical antes de sonreír.
Era una sonrisa pícara, llena de luz y de la esperanza de que sus pecados quedaran perdonados. Rafael conocía bien esa sonrisa. La había visto en el rostro de su hermano, y la había visto en el suyo propio miles de veces más.
Se le paró el corazón. Después comenzó a latirle de nuevo con un golpeteo ensordecedor, terrible, que podría haberlo hecho caer redondo al suelo. No entendía cómo se había mantenido en pie.
–No tienes derecho a estar aquí –repitió Lily con las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes. Rafael no entendía cómo podía desearla tanto. Nunca lo había entendido.
El niño no se parecía a la mujer a la que había llamado «mamá». Tenía sus rizos morenos y los ojos oscuros de los Castelli. Era como él en las fotos que había visto de pequeño esparcidas por el ancestral hogar familiar al norte de Italia.
–¿Estás tan segura de que no tengo derecho a estar aquí, «Alison»? –le preguntó asombrado de poder hablar cuando todo en su interior estaba dando gritos–. Porque, a menos que esté muy confundido, ese niño parece ser hijo mío.