Capítulo 5

 

El histórico palazzo Castelli era pequeño para los estándares venecianos y estaba ubicado en el imponente Gran Canal a la sombra de residencias mucho más notorias que habían sido habitadas en el pasado por las grandes y nobles familias de la vieja Venecia. Pero por mucho que se repitiera eso, por mucho que recordara cómo su antiguo padrastro se había referido a ese lugar con desdén, como si le pareciera impensable que alguien quisiera estar allí, verlo desde el agua del Gran Canal la dejó sin aliento.

Sentía como si tanta belleza reunida en un solo lugar le hiciera daño.

Se dijo que era solo por las vistas: la vieja construcción de piedra elevándose desde las profundidades del canal como si estuviera flotando, la calidad de la dorada luz que salía de su interior y se reflejaba en el agua como un oscuro sueño hecho realidad en esa fría noche.

Era solo por eso, se aseguró, no por el hombre que tenía al lado en la elegante barca privada, tan alto, silencioso e imponente. Parecía un oscuro príncipe, pensó como si estuviera encarnando a la poeta adolescente que nunca había sido. Parecía como salido de otro mundo, salido de una fábula.

«Contrólate», se dijo con firmeza. «Pierde el control con este hombre y lo perderás todo».

–Es precioso, ¿verdad? –la voz de Rafael sonó sedosa, como el anochecer en esa ciudad casi sumergida de arcos, misterios y sueños–. Y aún no se ha hundido en el mar.

–Sí, por supuesto que es preciosa –respondió ella con dureza–. Y seguro que todas las guías de viaje editadas en los últimos trescientos años están de acuerdo contigo, pero sigo sin entender por qué estamos aquí.

–Ya te lo he dicho. Es Navidad y debo hacer mi acto de presencia anual en la fiesta de nuestros vecinos porque, de lo contrario, el mundo tal como lo conocemos se detendrá. Mis ancestros se levantarán de sus tumbas en señal de protesta y el apellido Castelli se sumirá en la infamia durante las épocas venideras. O al menos eso es lo que me ha dicho mi padre en un montón de dramáticos mensajes de voz.

Ella apretó las manos dentro de los bolsillos para contener la calidez que se iba abriendo paso por su pecho y que, sin duda, sería su perdición.

–No entiendo ni qué tiene eso que ver conmigo ni por qué he tenido que dejar a mi hijo con unos desconocidos para acompañarte a hacer una especie de encargo familiar.

Rafael esbozó esa media sonrisa que siempre la desarmaba.

–¿No lo entiendes? Eres la madre de mi hijo, que, por cierto, no podría estar más feliz con un auténtico ejército de niñeras para atender todos sus caprichos, como me imagino que sabrás bien. ¿Y dónde, si no, deberías estar tú más que a mi lado, para que todo el mundo te vea y se maraville con tu resurrección?

Lily no sabía qué le dolía más, si que la hubiera llamado «la madre de su hijo» con ese tono tan posesivo o que hubiera dicho que la quería a su lado, como si fuera lo más natural del mundo, cuando el Rafael que había conocido siempre se había empeñado en mantenerla oculta como su oscuro secreto.

Por supuesto, eso no debía recordarlo, y por un momento se imaginó cómo habría sido la situación si de verdad no lo hubiera recordado. Si pudiera creerlo esa vez.

Pero pensar así solo la conduciría a la locura y al dolor. Por eso, intentó ignorarlo.

–Cuando dices «para que todo el mundo te vea», espero que no te refieras a paparazzi ni cosas así –dijo frunciendo el ceño–. Trabajo en una residencia canina en Virginia. No quiero que ningún desconocido me mire.

No pudo interpretar ese oscuro brillo de su mirada ni tampoco el modo en que Rafael tensó la mandíbula como si estuviera conteniendo algo.

–Si quieres, puedes ponerte una máscara, incluso aunque aún no estemos en carnevale. Muchos lo hacen, aunque tal vez no por ese sentido de la modestia que tú pareces tener. Porque, claro, solo eres la empleada de una residencia canina. De Virginia.

Lily lo miró por un breve instante justo antes de que la elegante embarcación llegara al muelle del palazzo.

–Pero no te confundas, Lily. Yo siempre sabré quién eres.

Su voz pareció una caricia y ella odió esa traicionera parte de su ser que deseaba que lo fuera, que lo anhelaba de todas las formas que temía admitir. Porque temía que, si lo admitía, fuera como el equivalente emocional a lanzarse por un acantilado, esa vez de verdad. Y entonces, ¿qué sería de ella? «Tal vez no quieras saber la verdad», la había acusado él y quizá tenía razón. No la quería saber porque ya había visto exactamente a dónde conducía. Ya sabía exactamente lo que amarlo le hacía hacer; las repercusiones de esos sentimientos la habían convertido en alguien a quien detestaba.

–El día está despejado –había dicho Rafael una luminosa mañana la semana anterior al entrar en el salón privado del ala familiar en el que Lily y Arlo se habían acostumbrado a desayunar.

Lily había alzado la mirada y se había quedado sin aliento al encontrarlo allí inesperadamente. Ese cuerpo alto y esbelto cubierto por un atuendo engañosamente informal que lo hacía parecer una especie de aventurero poderoso, un príncipe italiano moderno, igual de dispuesto a escalar las montañas que se alzaban fuera que a subir a un trono…

En ese momento pensó: «Tal vez todas esas ridículas mentiras que te contó sobre tu absurdo y melodramático comportamiento de adolescente no se alejaban tanto de la realidad».

–Gracias –había respondido ella con el tono más indiferente que había logrado adoptar–, te agradezco el informe meteorológico.

Rafael había esbozado entonces esa media sonrisa que la encendía por mucho que intentara controlarse.

–Me abrumas con tu agradecimiento –había murmurado él, y ella no entendió cómo podía hacer que solo eso pudiera sonar sexual. Cómo podía hacer que ese tono sonara a sexo.

Por otro lado, Arlo sí que parecía apreciar verdaderamente a Rafael, de un modo puro y sincero, y eso hizo que se le encogiera el corazón y que la invadiera una emoción parecida a la vergüenza. El pequeño había alzado los brazos y había comenzado a cantar a pleno pulmón ajeno a la tensión que fluía por la habitación. Lily había forzado una sonrisa cuando Rafael había enarcado una ceja.

–Es la canción del «hola» –le había dicho con tanta dignidad como había podido reunir sentada al lado de un niño de cinco años que estaba cantando y bailando como un loco en la silla–. La ha aprendido en la guardería. La cantan todas las mañanas.

–Me siento honrado –había respondido Rafael sonriendo a su hijo.

Y había sido una sonrisa de verdad, una de esas puras sonrisas de Rafael que ella recordaba, una tan luminosa que incluso podría haberlos catapultado de lleno en la primavera.

Y en ese momento se había odiado, porque la sonrisa que le había dirigido a Arlo había sido auténtica, preciosa, llena de orgullo y de una dulzura que jamás habría dicho que Rafael Castelli pudiera poseer.

A continuación, Arlo había saltado de la silla y había corrido a engancharse a las piernas de Rafael para darle un fuerte abrazo.

Lily no había sabido si reír o llorar, sobre todo al ver que Rafael se había quedado aturdido por un momento antes de posar delicadamente la mano sobre la cabeza del pequeño y sonreírle.

–Les hace lo mismo a todos los hombres que conoce –había dicho arruinando el momento.

Y esas palabras habían quedado pendiendo en el aire del salón, como amplificadas por los viejos muros de la mansión. Si hubiera podido alargar la mano y atraparlas para retirarlas, si hubiera podido contenerlas, lo habría hecho.

Pero no había modo de reparar el daño que siempre le había hecho a ese hombre, ni el que él le había causado siempre a ella. Solo podía vivir con ello.

La sonrisa de Rafael se había desvanecido hasta desaparecer por completo y después, cuando la había mirado, lo había hecho con furia. Lily pensó que no podría sentirse peor, pero lo cierto era que había un lugar mucho más oscuro y horrible.

«Esto es lo que haces cuando estás con él. En esto te conviertes», había pensado, y había querido decirlo en voz alta para recordarle que siempre terminaban en ese mismo horrible lugar. Sin embargo, no podía decir nada y por eso se había quedado sentada y callada.

–Está lo suficientemente despejado como para bajar paseando a la aldea –había dicho Rafael al cabo de un rato.

Y durante ese largo momento en silencio había pensado que él habría visto la fealdad de su interior, una fealdad que se había imaginado llenando la habitación y expandiéndose por toda la casa. Por suerte, Arlo era ajeno a todo y seguía aferrado a las piernas de su padre y cantando otra alegre canción.

–He pensado que podría ser una agradable excursión en familia, siempre que no estés demasiado ocupada pensando en nuevos comentarios despiadados que lanzarme.

Lily se había negado a disculparse con él, pero aun así había notado la garganta dolorida por todas las disculpas que tenía allí atascadas. Le había borrado esa maravillosa sonrisa porque era una persona terrible.

Además, Rafael había empleado la palabra «familia».

–Me parece una idea encantadora –había respondido con la voz ronca, saturada por todas las cosas que no podía decir. Las cosas que no quería admitir que sentía. Los recuerdos que había temido que él pudiera ver reflejados en su cara–. Gracias.

De pronto, Lily regresó al presente y encontró a Rafael mirándola fijamente de ese modo que le hacía olvidar cómo respirar. Al cabo de un instante, fue consciente de que estaba alargando la mano y esperando que ella la tomara.

–Solo quiero ayudarte a bajar, Lily –le dijo él con voz suave y cierto tono de oscura diversión.

–Ahí va otra mentira –no había pretendido decir eso, debería haberlo contenido junto con todo lo demás.

Pero tal vez para demostrarle lo poco que la molestaba, le tomó la mano.

Fue un error. Sabía que lo sería.

No importó que ambos llevaran guantes para protegerse del frío, no importó que no pudiera sentir su piel contra la palma de la mano ni su calor, porque pudo sentir su fuerza. Pudo sentir su desatado poder llenándola de unas sensaciones que no quería, tan peligrosas como la misteriosa noche veneciana que los bañaba.

En ese momento no hubo ninguna media sonrisa. Solo una mirada penetrante.

Calor. Pasión. Deseo.

Se sentía descolocada, alterada, como si el mundo se tambaleara bajo sus pies igual de inestable que la embarcación, que el muelle, que las casas venecianas erigidas sobre el viejo terreno; algunas sumidas en la oscuridad de la edad y el abandono, y otras iluminadas desde dentro con perfectos adornos navideños hechos de cristal de Murano, pero todas ellas tan bellas como inseguras.

Igual que Rafael.

Lily subió al muelle con más presteza que elegancia y después le soltó la mano, como si le quemara. Sentía que seguían conectados, que compartían una conexión que iba más allá del sexo y que nada había podido aplacar. Ni el tiempo ni la distancia, ni la traición ni su supuesta muerte. Y en esos momentos comenzaba a entender que ya nada lo haría, que se había estado engañando todos esos años al imaginarse que podría ser de otro modo.

El palazzo se alzaba ante ella con sus elegantes plantas resplandeciendo contra la oscuridad del cielo. Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se aseguró que era solo debido al frío viento que le sacudía la cara.

«Es por el frío», se dijo. «Solo por el frío».

Pero entonces sintió las manos de Rafael girándola hacia él y supo que estaba condenada, que ambos lo estaban. Estaban destinados a destrozarse mutuamente desde el momento en que se habían conocido.

Podía verlo en el gesto de esa preciosa boca, en el fuego de esa mirada. Y lo que era aún peor, podía sentirlo por el modo en que ella simplemente… se derretía. Nunca había deseado nada tanto como volver a sentir la presión de su boca contra la suya.

«Solo una vez más», se dijo al mirarlo.

Aunque sabía que era una gran mentira.

–No me beses –le susurró de un modo demasiado revelador–. No quiero que me vuelvas a besar.

Rafael tenía la boca totalmente cerrada y esa mirada que podía haber asolado ciudades enteras.

–Vaya, hablando de mentiras… –dijo, y la llevó hacia sí en algo que parecía simular el abrazo de dos enamorados.

O tal vez no fue ninguna simulación.

Ella plantó las manos contra su torso, aunque no sabía si para apartarlo o simplemente para sujetarlo.

–No es una mentira solo por el hecho de que no te guste.

Rafael se la quedó mirando un momento y Lily olvidó dónde estaban, en qué continente y en qué año. En qué ciudad. Porque allí no veía nada más que el oscuro brillo dorado de su mirada. Él levantó una mano enguantada hacia su mejilla y el roce del cuero resultó una caricia, aunque también un castigo porque no se podía comparar a lo que habría sido el roce de su piel desnuda.

–Relájate –le dijo él con tono de indiferencia, como si fuera ella la única que estaba sintiendo aquello. La única afectada–. No voy a besarte aquí. Hace demasiado frío.

–Querrás decir que es un lugar demasiado público.

–Quiero decir que hace frío –repitió él con un peligroso brillo en la mirada.

–No entiendo qué tiene que ver la temperatura –contestó Lily con un tono demasiado enojado.

Rafael sonrió.

–La próxima vez que te bese, Lily, no será como en Virginia. Esta vez no habrá nada más que nuestra química habitual. Y ya sabes qué pasa luego…

Sí, lo sabía. Miles de imágenes la asaltaron, cada cual más luminosa y más pecaminosa que la anterior. Su resbaladiza boca y sus manos. Su cuerpo hundiéndose dentro de ella. El sabor de su piel bajo su lengua, la dura perfección de su cuerpo bajo sus manos.

El fuego, el deseo. El imposible e invencible fuego.

–No –le respondió mirándolo directamente a los ojos sin importarle cuánta emoción se le pudiera reflejar en la mirada convirtiéndola en una mentirosa–. No sé lo que pasa.

Él deslizó el pulgar sobre su labio inferior y el golpe de calor que ella sintió casi la hizo gemir. Casi.

–Pues prepárate para el viaje –la miró como si estuviera dentro de ella y moviéndose a un ritmo enloquecedor–. Es incontrolable. Siempre lo ha sido.

Lily echó la cabeza atrás, consciente de que él le habría impedido apartarse si hubiera querido. Rafael bajó la mano con un gesto de satisfacción que a ella le hubiera gustado borrarle de una bofetada, tanto que tuvo que apretar los dientes para controlarse.

–No sé qué significa eso –le dijo con un tono tan gélido como el aire que los rodeaba. Como las oscuras y misteriosas aguas del canal–. Estoy segura de que no quiero saber lo que significa.

Él seguía mirándola como si estuvieran haciendo el amor, como si fuera a ser un resultado inevitable. Como si eso fuera un preámbulo.

–Significa que te beso y al instante estoy dentro de ti –le dijo con una voz salida de esos salvajes y ardientes sueños que ella no dejaba de decirse que eran pesadillas. Llevaba años diciéndoselo–. Siempre.

–Me lo tomaré como una amenaza –contestó ella retrocediendo y sabiendo que nunca lo había deseado tanto.

–Puedes tomártelo como quieras, pero es un hecho, Lily. Tan inevitable como el amanecer tras una larga y fría noche. E igual de ineludible.

 

 

Rafael pensaba que huiría.

Había situado a unos sirvientes en la puerta de su dormitorio, pero a pesar de sus sombrías suposiciones, las horas pasaban y no había saltado ninguna alarma.

Y, cuando el reloj marcó la hora señalada, Lily apareció en lo alto de las grandes escaleras del palazzo como la última de las fantasías que llevaba conjurando los últimos cinco años.

Lo había planeado bien. Había hecho que enviaran el vestido desde Milán y había dispuesto a un grupo de sirvientes para que se ocuparan de peinarla y maquillarla.

Había creído estar preparado para ver el resultado, pero una cosa era imaginarse a Lily, su Lily, sana y salva y vestida como un miembro de la clase alta veneciana con la que se codearían esa noche, y otra cosa era volver a verla con sus propios ojos.

Nunca se había alegrado tanto de que la escalera fuera tan larga porque, gracias a eso, había tenido tiempo para recomponerse. Lily se movía con la fluidez del agua, con elegancia y belleza a cada paso. Llevaba su cabello de color miel rojizo recogido en lo alto de la cabeza y sujeto por pequeñas y brillantes horquillas, tal como él había solicitado. El vestido que había encargado a su medida envolvía sus preciosos pechos y caía hasta el suelo insinuando su esbelta figura a la vez que la ocultaba con esos metros y metros de resplandeciente tela verde azulada.

Nunca en su vida había visto nada tan hermoso.

Y entonces esa diosa perfecta de rostro increíblemente bello se detuvo y lo miró.

–Quiero una máscara.

Rafael se quedó atónito e intentó contener su reacción porque de nada serviría tenderla sobre las escaleras, lamer su calor y saborear los secretos que le seguía ocultando. De nada serviría hacer jirones ese perfecto vestido para venerar la curva de su dulce cadera y el tatuaje que sabía que se contoneaba ahí, bajo la tela.

–¿Por qué? –respondió intentando sonar lo más educado y civilizado posible dadas las circunstancias.

–¿Acaso necesito una razón? Has dicho que la gente se las pone.

–Sí –no se podía permitir tocarla. No hasta estar seguro de que podría controlarse–, estamos en Venecia, pero quiero que me digas por qué quieres una.

Lily ladeó esa maravillosa barbilla y él sintió una sacudida de calor recorriendo su anhelante sexo. Pronto le resultaría difícil caminar. Podría sentarla a horcajadas sobre él y tenderse sobre el frío suelo y…

Como pudo, se sacó esas imágenes de la cabeza.

–Quiero fingir ser una de las grandes cortesanas de Venecia –le dijo con brusquedad como si le hubiera leído el pensamiento–. ¿No me has traído por eso? ¿Para que yo pudiera recrear la historia?

–A menos que quieras recrear tu propia historia aquí mismo, sobre los duros suelos de mármol, te sugiero que pruebes de nuevo.

Ella lo miró, manteniendo bien alta esa orgullosa barbilla.

–No quiero que me reconozcan. No me gusta que me traten como a un fantasma salido de la tumba –le dijo mientras él contemplaba la elegante curva de su adorable cuello–. Y menos cuando no puedo recordar a la persona que ellos creerán que soy.

–Yo lo recordaré por los dos.

–Eso es lo que me da miedo.

Y entonces Rafael descubrió que no podía hablar. Avisó a un sirviente alzando un dedo y se alegró de que tardara poco tiempo en encontrar una máscara antifaz dorada perfecta para su vestido. Para su hermoso rostro.

Ella alargó la mano, pero él se le adelantó y, con delicadeza, de un modo casi reverencial, se la colocó en la cara. La ajustó sobre sus elegantes pómulos y a cambio recibió la dulce recompensa de verla respirar entrecortadamente.

–Ya está. Ahora solo yo sabré quién eres.

Lily lo miró a través de la máscara y a él le pareció una mirada atribulada, oscura, solitaria.

–Creía que de eso se trataba, que has estado asegurándote de que así sea –susurró ella con tono acusador.

Y ya que no podía hacer lo que quería hacer, Rafael hizo lo que le pareció mejor después de eso. Le tomó la mano y la sacó del palazzo.