Capítulo 6

 

Subieron a una embarcación para llegar a la fiesta, que se celebraba en un majestuoso palazzo renacentista frente a las oscuras aguas del Gran Canal. Según se acercaban al muelle adornado con luces navideñas, Lily observó las tres plantas de la edificación con sus iluminadas ventanas finamente talladas. La música salpicaba la noche y resonaba por el agua y por los edificios de piedra de la ciudad, y unos invitados elegantemente vestidos llenaban la brisa con sus carcajadas.

Le costaba cada vez más respirar. Al menos esa noche llevaba una máscara que no solo le ocultaría su identidad al resto del mundo, sino que también esperaba que la ayudara a ocultarle sus sentimientos a Rafael. Porque él la conocía muy bien.

El hecho de que tuviera la capacidad de saber qué decían sus gestos y sus miradas en cada momento no la ayudó exactamente a respirar mejor. Intentó ocultar eso también al despojarse de la cálida capa que la cubría y dejarla en la cabina de la embarcación que Rafael había alquilado para la noche.

Él le tendió una mano cuando llegaron al muelle del palazzo y ella se sintió orgullosa de sí misma al lograr bajar sin más, como si tocarlo no significara nada. Después él la agarró del brazo mientras subían los elegantes escalones de la grandiosa entrada, con sus puertas abiertas a la noche como si el frío no se fuera a atrever a entrar y la oscuridad se fuera a rendir ante el brillo de tantas antorchas. Lily sentía que él desprendía calidez y frío al mismo tiempo.

«Ten cuidado», se dijo. «Ten cuidado con él».

Entrar en el majestuoso palazzo fue como entrar en una especie de sueño, como entrar en una caja de música adornada con joyas para danzar y girar junto con las hermosas criaturas que ya estaban allí, moviéndose por los suelos de mármol y bajo la majestuosidad de las lámparas de cristal situadas dos pisos más arriba. Rafael se disculpó para ir a saludar a sus anfitriones y sus vecinos y la dejó allí junto a una de las grandes columnas, feliz de sentirse anónima. Se apoyó en el frío mármol como si pudiera anclarla a la tierra. No sabía adónde mirar. Era una escena cargada de magia, de magia veneciana.

Sí, había asistido a muchas fiestas elegantes en el pasado, e incluso había acudido a un gran baile en una villa romana con toda la familia Castelli y su madre. Había presenciado glamurosas bodas en impresionantes escenarios, tanto nacionales como internacionales, exclusivos actos benéficos e incluso en una ocasión había empezado el año bailando con Manhattan a sus pies en un ático de cuatro plantas en Central Park West.

Pero todo eso había sucedido mucho tiempo atrás y nada se había parecido a Venecia.

Esa noche todo el mundo resplandecía como los más hermosos diamantes, perfectamente tallados. Las mujeres eran sencillamente impresionantes y los hombres gallardos. ¿Sería la gente o el lugar en sí? Lily no estaba segura. Hasta el aire allí parecía más limpio. Se veían alegres plumas y alguna que otra máscara, corbatas negras y suntuosos vestidos de alta costura. La primera planta del palazzo estaba bañada en elegancia y esplendor, y una orquesta tocaba música con tintes navideños desde un estrado de mármol que parecía estar sosteniéndose en el aire como por arte de magia sobre la refinada pista de baile situada en el centro del gran espacio, abierto al cielo de la noche y rodeado por tantas estufas que resultaba imposible llegar a sentir el frío de mediados de diciembre.

Lily tembló y supo que no era por la temperatura, sino por el exultante lujo. Era una ciudad que se estaba hundiendo, con un modo de vida casi olvidado, pero ni una sola persona de las que tenía delante bailando y riendo en la noche parecía consciente de ninguna de esas desagradables realidades.

Algo en su interior se revolvió.

–Ven –dijo Rafael susurrándole al oído y apoyando el torso contra su espalda–. Quiero bailar.

–Aquí debe de haber cientos de mujeres –le respondió Lily a pesar de que Rafael le resultaba infinitamente tentador–. Seguro que alguna bailaría contigo si se lo pidieras con educación.

La carcajada de Rafael despertó en su interior un intenso deseo que se expandió en todas las direcciones y ya no fue capaz de apartarse de él, tal como debería haber hecho.

–No quiero bailar con ellas, cara. Quiero bailar contigo.

Lily deseaba más que nada bailar con él en ese mágico lugar, y precisamente por eso sabía que no debía hacerlo. Apartó la cabeza del dulce roce de su boca a pesar de lo mucho que le costó y dolió romper esa conexión. Cuando se giró hacia él, Rafael tenía la mirada posada en sus pechos. La piel que le asomaba sobre el escote se le erizó de excitación y de un modo innegable. Su reacción ante él quedó clara.

Rafael tardó unos instantes en levantar la mirada y, cuando por fin lo hizo, su expresión casi la hizo gemir.

–Yo no bailo –le dijo rápidamente antes de llegar a traicionarse quedándose callada y permitiéndole llevarla consigo.

Mientras, él se mantuvo allí de pie, tan alto y bello, con su corbata negra que parecía diseñada específicamente como un homenaje a su perfecta masculinidad, y ella quiso llorar. Gritar. Hacer lo que fuera para romper la tensión que la invadía y la palpitante sensación alojada entre sus piernas.

–Quiero decir que creo que no sé.

–Sí que sabes.

–No sé de qué sirve que me digas eso porque, si no me acuerdo, puedo tropezarme y dudo que sea la clase de espectáculo que quieras dar en una fiesta como esta.

En ese momento, él deslizó un dedo por el borde inferior de la máscara y lo que ella notó fue presión, no calor. No la estaba tocando, así que no había motivos para que se le hubiera acelerado el pulso ni para que se le hubiera cortado la respiración.

Más pruebas en su contra, pensó.

–No tienes que recordar nada, Lily –le dijo él con una brillante mirada y una melosa voz que se coló en su interior e hizo que el cuerpo se le llenara de deseo–. Solo tienes que seguirme.

Rafael no esperó su respuesta, directamente le agarró la mano y la llevó a la pista.

Mientras, Lily se decía que se estaba entremezclando con la multitud, nada más. Que no quería que la reconocieran esa noche, lo cual significaba que tampoco quería llamar la atención montando una escena. Bastante llamaba la atención ya Rafael con su impresionante presencia, haciendo que las cabezas se giraran a su paso. Para él eso era algo tan común que no parecía ni percatarse de ello. Lily se dijo que lo correcto era seguirlo obedientemente, que así lograría mantener el anonimato y pasar desapercibida; que así sería una mujer más con un antifaz. Una de las muchas que había allí esa noche.

Pero entonces Rafael la tomó en sus brazos y dejó de pensar en todo para pensar solo en él.

Rafael.

Su sensual boca esbozaba una mueca adusta, pero su mirada era tan intensa que la hizo estremecerse por dentro. No podía defenderse contra esa mano que la rodeaba ni contra la que estaba posada sobre su espalda baja, como si estuviera desnuda, como si la elegante caída de su vestido no sirviera de barrera. Un pedazo de carbón ardiendo contra su espalda desnuda la habría afectado menos. Tragó saliva, colocó la mano sobre los músculos de su esculpido hombro y sintió su calor colarse en ella.

Se había sonrojado solo por ese contacto con ropa y no podía hacer otra cosa que mirarlo mientras respiraba entrecortadamente.

Sabía que debería haber hecho algo, lo que fuera, para disimular, para ocultar cómo temblaba ante su roce, ante esa depredadora y posesiva mirada. Sin embargo, no lo hizo.

No hizo nada. Y por un momento se quedaron allí, mirándose mientras los demás bailaban a su alrededor como si fueran el centro de un carrusel. Lo único en lo que Lily pudo pensar fue en que, por fin, se estaban volviendo a tocar. Después de cinco largos y solitarios años, volvía a estar en sus brazos.

«Este es tu sitio. Siempre lo ha sido y siempre lo será».

Y entonces Rafael comenzó a moverse.

Lily se sintió como si estuviera flotando. Sentía la melodía del vals, su roce, el modo en que se deslizaban por la pista como si estuvieran solos, el modo en que él la miraba. Olvidó dónde terminaba ella y dónde comenzaba él. Estaban demasiado cerca.

Giraban y giraban. Sentía como si estuvieran volando.

Ahí estaba esa poesía que nunca había escrito, en cada paso perfectamente ejecutado, llenando el ardiente espacio que apenas los separaba.

Y entonces la canción pasó a una melodía más navideña que romántica y Lily parpadeó como si se hubiera roto un hechizo. Rafael aminoró el paso y murmuró algo parecido a sus improperios en italiano.

–¿Qué pasa? –preguntó ella, que seguía sintiéndolo todo. La presión de su fino vestido contra su acalorada piel. La calidez del gran salón, de la ardiente mano de Rafael en su espalda flirteando con la parte superior de sus nalgas. Su fuerte muslo demasiado cerca de esa libertina y salvaje zona de su cuerpo que más lo deseaba.

¡Cuánto lo deseaba!

Rafael no respondió a su pregunta y a ella no le importó. Vio su mirada de aflicción y supo lo que le había sucedido durante el vals. Siempre pasaba lo mismo, hicieran lo que hicieran. Era justo lo que los había destruido tantas veces.

Parecía como si ese baile siguiera todavía dentro de ellos, insistente y elegante.

Él emitió un sonido más propio del lobo que llevaba dentro que del hombre gentil y civilizado al que jugaba ser esa noche, y Lily sintió sus pezones endurecerse contra el roce del vestido. Al momento, Rafael comenzó a moverse de nuevo, sin bailar, sino alejándose de la multitud. Llevándola consigo hasta un pasillo que salía del vestíbulo principal.

–No creo que esto esté abierto al público –dijo Lily mirando a su alrededor–. Creo que no deberíamos estar aquí. ¿Y tú?

–No me podría importar menos –murmuró, y añadió–: Mi appartieni.

«Me perteneces».

Y al instante, la llevó contra la pared y la besó.

Fue un momento de puro y exultante deseo mutuo.

Era fuego. Era pasión. Estaba ardiendo. Se olvidó por completo de sí misma y se dejó llevar por él.

Rafael besaba del mismo modo que hacía todo lo demás: con devastadora habilidad. Tomó su boca y la saboreó una y otra vez mientras la sujetaba contra la pared y gemía, como si nada le bastara. Como si nunca le fuera a bastar.

Como si la palabra «suficiente» no existiera en sus idiomas.

Sostuvo su cara entre sus manos y ladeó la cabeza, llevando el beso a otro nivel de vertiginosas sensaciones. Lily notó que le fallaban las rodillas y todo su cuerpo comenzó a temblar mientras lo saboreaba y se sumergía en esos besos, cada vez más embriagadores y delirantes.

Debía de haber soñado con él miles de veces desde que se había marchado de aquella vida, de su lado, pero la realidad era mejor. Mucho mejor.

Rafael bajó las manos hasta la curva de sus pechos y, con un gemido, los acarició a través de la suave tela del vestido. Y, cuando los cubrió con las palmas y ejerció presión, fue ella quien gimió y echó la cabeza atrás para sentir con más intensidad esa deliciosa presión.

Él la seguía besando, como si se negara a perder su sabor ni por un instante. Ella ya no sabía quién tiraba del otro, quién se movía, quién tocaba. Formaban una salvaje maraña de sensaciones, de deseo y de esa eterna habilidad para volverse locos mutuamente, como un estallido que no cesaba. Que no tenía fin.

Sintió la necesidad de apartarse de esa diestra boca por un momento para respirar o, al menos, para intentarlo. El pasillo donde se encontraban seguía tan oscuro y desierto como antes, pero las luces y la música llegaban hasta allí. Un arco los alejaba de toda esa cantidad de gente que podría salir al pasillo en cualquier momento…

Como siempre había pasado. El deseo y el riesgo de ser descubiertos se entremezclaban y ocultaban donde solo ellos podían verlo, sentirlo y sucumbir.

Y entonces Lily se olvidó del pasado, se olvidó de la fiesta, de la gente y de todo el mundo porque Rafael coló las manos bajo el vestido y le colocó la pierna sobre su cadera mientras su boca parecía un fuego desatado contra su cuello.

Ella ya no pensaba. Ardía.

Le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él con la pierna. Se miraron y lo vio tensar la mandíbula mientras se desabrochaba los pantalones. Al instante, él le apartó con los dedos la ropa interior y la rozó con su miembro.

Ella tembló. Por todas partes. Tembló y recordó esa maravillosa sensación. Había olvidado cómo era, lo necesaria que era. Tan necesaria como respirar.

Pero mejor.

–Te lo dije. Un beso. No hace falta más.

Y entonces la penetró. Con fuerza y pasión.

Lily se desmoronó en mil pedazos ante el glorioso modo en que sus cuerpos encajaron. Cada movimiento de Rafael se volvía más salvaje y profundo y la envolvía en una intensa pasión.

Él bajó una mano para alzarle las nalgas y ella lo rodeó con las dos piernas por la cintura y se aferró a sus hombros mientras él seguía hundiéndose en su interior.

A Lily le encantó la sensación. La adoró. Fue como volver a casa cubierta de fuego. Era Rafael. Eran ellos.

Una vez más. Por fin.

Y, cuando echó la cabeza atrás y se mordió el labio inferior para contener un grito de placer, él pronunció su nombre entre gemidos contra su cuello y continuó.

 

 

Rafael no sabía cuánto tiempo estuvieron así.

Con la frente apoyada en la de ella intentaba recuperar el aliento y entendió que hacía tanto tiempo que no se sentía tan bien que había empezado a pensar que se lo había imaginado todo. Que se la había imaginado a ella y ese modo tan poético en que habían hecho el amor.

Estaba volviendo a excitarse dentro de su cuerpo; movió las caderas y comprobó que el deseo seguía ahí, como una profunda sed que no había podido aplacar en los últimos años. Solo quería sumergirse más en ella. En Lily.

–Bájame –le dijo ella con voz tensa.

Rafael se apartó y la ayudó a bajar al suelo. Contuvo una sonrisa de satisfacción cuando ella se tambaleó ligeramente y se agarró a la pared como si las rodillas no pudieran sostenerla.

Sin embargo, al ver su mirada atormentada, esa sonrisa se desvaneció.

–Lily… –comenzó a decir acariciándole la mejilla y nada sorprendido de que estuviera temblando incontrolablemente. Sentía pequeños terremotos sacudiéndola y sentía lo mismo dentro de él–. Cara, seguro que…

–¡No puedo volver a hacer esto! –le contestó con brusquedad.

Él se abrochó los pantalones mientras la miraba y la veía llevándose la mano al pecho como si le doliera.

–¡No puedo hacerlo!

–Lily –repitió Rafael, pero era como si no pudiera oírlo.

–¡Mira dónde estamos! –exclamó señalando el salón–. ¡Ya que estábamos, podríamos haber dado el espectáculo en mitad de la pista de baile! ¡Cualquiera nos podría haber visto!

–Nadie nos ha visto –respondió él con impaciencia.

–Eso no lo sabes. Esperas que haya sido así. Es algo tan infantil, inmaduro e irresponsable como lo era hace cinco años. Bueno, es peor, porque, ¿qué pasará con Arlo si nuestras aventuras sexuales salen a la luz esta vez?

Rafael comenzó a hablar para reconfortarla, pero se detuvo, paralizado.

–¿Qué has dicho? –le preguntó en inglés al darse cuenta de que antes lo había hecho en italiano.

–¡No lo puedo hacer! Sé exactamente adónde nos lleva esto. Yo, sola en una carretera, sin más opción que huir de mi vida. Eres como la heroína, yo soy poco más que una yonqui y todo entre nosotros es tóxico, Rafael. Siempre lo ha sido.

Y con eso se giró y se adentró entre la multitud sin darse cuenta de que seguía tambaleándose ligeramente. Mientras, él permaneció en el pasillo, aturdido. Impactado.

Lily se acordaba de todo. Lo sabía.

Una cosa había sido sospechar que lo recordaba todo, y otra muy distinta era que se lo hubiera confirmado.

La alcanzó en las escaleras del palazzo, junto al canal. Ella se giró bruscamente antes de que él pudiera agarrarla del brazo, como si lo hubiera oído llegar y hubiera sabido que se trataba de él solo por el sonido de sus pies contra la piedra. Se secó las lágrimas de las mejillas.

Rafael se dijo que no le importaba que llorara, que lo mínimo que podía hacer, después de lo que le había hecho, era soltar unas cuantas lágrimas.

Tardó un rato en ver que la humedad de su rostro no eran lágrimas, sino nieve. Caía a su alrededor, suave y en silencio, desapareciendo al tocar el agua del canal, el muelle a sus pies y el encantador puente iluminado en la distancia. Posiblemente era lo más bello del mundo exceptuando a esa traidora mentirosa que tenía delante.

–Me mentiste –por fin había admitido la verdad. Había admitido que lo había traicionado y él se sintió tan desesperado y hundido que no sabía qué podría llegar a hacer. Por primera vez en su vida, no se reconocía–. Me has mentido todo este tiempo. Te ocultaste de mí a propósito, alejaste a mi hijo de mí deliberadamente durante cinco años y después, cuando te encontré, me mentiste aún más.

Pero Lily no se acobardó con sus palabras. Se rio.

–Así somos nosotros y así hemos sido siempre. Nos hacemos daño mutuamente. Una y otra vez. ¿Qué importa ahora?

–¡Fingiste tu muerte! –bramó él–. ¿En qué se puede parecer eso a algo que yo te haya hecho?

–No la fingí –respondió Lily con la respiración entrecortada.

Estaban allí de pie, como congelados en ese espantoso momento de la verdad, como si ninguno pudiera evitarlo ni escapar.

–Simplemente no di la cara cuando todo el mundo se temió lo peor. No es lo mismo.

Él no reconoció la dureza y la violencia del sentimiento que lo embargó en ese momento y retrocedió sabiendo que debía contenerse porque estaban en un lugar público. Tenía que controlar lo que estaba sintiendo antes de que lo consumiera del todo.

Silbó para llamar a su barca y su conductor apareció de entre las sombras tan rápido que no pudo evitar preguntarse cuánto de la conversación habría oído el hombre. Y como no podía hacer nada al respecto, se limitó a agarrar a Lily del brazo.

Pensaba que el descaro de su traición podría haber aplacado su insaciable deseo por ella, pero sucedió justo lo contrario porque en cuanto la tocó, la deseó como si no la hubiera poseído hacía solo un momento. Era como si quisiera más a pesar de saber lo que le había hecho.

«Siempre has estado obsesionado con ella», se dijo. «¿Por qué iba a sorprenderte esto?».

–¡Aquí no! –le dijo a Lily con brusquedad–. Creo que ya hemos dado bastante el espectáculo.

Lily intentó soltarse y lo fulminó con la mirada cuando tiró de ella al bajar por la escalera en dirección al muelle.

–¿No pasa nada por haber mantenido relaciones sexuales casi públicas, pero parece que se acaba el mundo si alguien nos oye discutir? No pienso ir a ninguna parte contigo. ¡Tienes que estar loco!

–Estoy mucho más que loco, Lily –le respondió con un tono suave y letal y la vio abrir los ojos con gesto de sorpresa–. Te he llorado. Te he echado de menos. Mi vida ha sido poco más que un mausoleo erigido en tu memoria, y resulta que todo fue mentira. Una mentira que has contado durante años y que después, cuando te he encontrado, has seguido contándome deliberadamente a la cara.

Podía sentirla temblando bajo su mano y ver una tormenta formándose en su mirada. Había pasado cinco años soñando con su regreso, con verla volver sana y salva, pero no había pasado mucho tiempo preocupándose por las circunstancias en las que eso podría llegar a suceder y no estaba seguro de querer saberlo.

Tal vez había puertas que era mejor no abrir.

–Rafael… –comenzó a decir ella con una voz quebrada que podría ser su perdición.

–Si fuera tú, me subiría a la maldita barca.