El trayecto por el canal fue tenso y silencioso. La nieve caía a su alrededor como un regalo navideño que ninguno se merecía, amortiguando los sonidos de la vieja ciudad y transformándola, haciéndola mucho más serena.
Lily contemplaba la escena y le pareció que era como si el mundo se hubiera convertido literalmente en un globo de nieve.
Había quedado al descubierto esa noche, por fin, y ya no había vuelta atrás.
Mucho antes de lo que le hubiera gustado, él la había ayudado a bajar de la embarcación y juntos habían recorrido el embarcadero del palazzo con la furia de Rafael acompañándolos como si tuviera vida propia. La sujetaba de la mano con fuerza y en ningún momento se planteó desafiarlo.
Lo cierto era que por mucho que había intentado evitar el desafortunado momento de la verdad, en el fondo se sentía feliz. Y no por el hecho de haber sucumbido a esa destructiva pasión de nuevo, sino por el hecho de que ya no hubiera más mentiras.
Se dijo que era algo positivo, que había llegado el momento de ser sincera.
Rafael pasó por las numerosas habitaciones de la segunda planta, que normalmente alquilaban para eventos como exposiciones de arte más que para celebrar fiestas como esa a la que acababan de asistir, y subió las escaleras hasta las estancias privadas de la familia. En todo momento mantuvo posada la mano en la parte baja de su espalda, guiándola, y por la razón que fuera ella no se atrevió a desobedecerlo.
Llegaron hasta la amplia sala común central de la que salían todos los dormitorios que ocupaban la planta superior y desde los que se podía ver la nevada Venecia en todas las direcciones. Después él la dejó allí, entre los frescos que adornaban las paredes, los impresionantes cuadros y la elegancia del mobiliario. Un ejemplo excesivo de la riqueza de los Castelli, y de su poder, en una sola y cálida habitación. Lo vio acercarse al armario de madera tallada que hacía las funciones de mueble bar en una esquina y servirse algo de color oscuro. Se lo bebió de un trago, se rellenó el vaso, se giró y la miró.
Y fue entonces cuando Lily comprendió que se había quedado allí, donde él la había dejado, como si fuera una muñeca esperando a que volvieran a jugar con ella o como si estuviera esperando a ser juzgada. Como si se mereciera su censura. Sin embargo, desechó ese pensamiento de inmediato.
Rafael no era la víctima ahí, ni tampoco lo era ella. O tal vez lo eran ambos. Ambos eran víctimas de la misma pasión salvaje.
Y se dijo que el hecho de que siguiera allí de pie no tenía nada que ver con ese brillo de dolor que le había parecido ver en su mirada cuando la había seguido por la escalera del palazzo hasta el canal. El brillo que había visto era muy oscuro y atormentado, y sabía que era ella la que lo había puesto ahí. Sabía que era ella la que le había hecho eso, independientemente de quién fuera la víctima.
Lo había abandonado y del peor modo imaginable. Eso no se podía negar.
–¡Quítate la máscara! –le gritó–. Es hora de que nos enfrentemos después de tanto tiempo. ¿No crees?
Y lo cierto era que Lily había olvidado que llevara la máscara puesta.
Pero sí, había llegado el momento de la verdad, de la sinceridad, por brutal que fuera.
Se quitó la máscara y la dejó en el asiento más cercano mientras se decía que no había motivos para sentirse vulnerable sin ella porque lo cierto era que no la había protegido. Aún podía sentir cómo Rafael la había poseído, aún sentía esa palpitación entre las piernas, ardiente y salvaje.
A pesar de la máscara, la había tomado, y ella se lo había permitido. Incluso, lo había animado a hacerlo.
–Y ahora, explícate.
–Ya sabes lo que pasó.
–No –parecía más que enfadado, más que dolido–. Sé que moriste, supuestamente. Y sé que años después te encontré en una calle en un rincón de Estados Unidos. He conjeturado sobre lo que pudo haber pasado entre esos dos sucesos mientras estabas ocupada jugando a un cambio de identidad, pero no, no sé qué pasó. Y mucho menos sé por qué pasó.
Lily se había pasado cinco años intentando responder a esas mismas preguntas, pero otra cosa muy distinta era respondérselas a él. A Rafael, la razón que se ocultaba tras las terribles decisiones que había tomado. Tenía la garganta seca. Tragó saliva y se preparó para contar la historia que nunca había querido contar. Y que seguía sin querer contar.
–Tal vez sea mejor dejar las cosas como están –sugirió con apenas voz–. Por favor, recuerda que no quería que me encontrara nadie.
–Créeme, lo recuerdo –la voz de Rafael restalló como un látigo–. Te estás andando con rodeos.
–¿Por qué importa el porqué? –intentó sonar calmada–. El porqué solo empeorará las cosas.
–Me dejaste pensar que estabas muerta. Dejaste que todo el mundo pensara que estabas muerta. ¿Qué clase de persona les haría eso a quienes la quieren?
–¡Tú no me querías! –le contestó sin poder controlarse–. Estabas obsesionado. Eras adicto al secretismo, a la relación tan retorcida que teníamos, a ir escondiéndonos de un lado para otro y a la satisfacción que te producía toda esa pasión. Lo sé porque yo también estuve ahí. Pero… ¿amor? No.
–Ya has hecho bastante como para además darme lecciones sobre cómo me siento.
–Sé lo que sentías. Yo sentía lo que sentías.
–Está claro que no, porque de ser así no habrías lanzado tu coche por un acantilado y te habrías alejado de allí dejando que me imaginara tu horrible y dolorosa muerte para siempre. Tú no sentías lo que sentía yo, Lily. Hasta dudo que sintieras algo.
Eso le dolió, pero se mantuvo fuerte y lo aceptó. Esperó a que el dolor cesara en su corazón, a poder hablar sin que su quebrada voz la traicionara y delatara.
–Sentía demasiado. Demasiado como para soportarlo.
–Tendrás que perdonarme si eso no me convence. Tus actos hablan por sí solos, Lily.
–¿Y qué pasa con los tuyos?
–Te quería –no lo dijo en un tono fuerte y, aun así, Lily tuvo la sensación de que retumbó por las paredes e hizo que todo el palazzo se sacudiera sobre sus inestables cimientos–. Desde entonces no he vuelto a sentirme lleno.
–Creo que te has enamorado de un fantasma –le dijo ella con voz ligeramente temblorosa–. Has tenido cinco años para pensar en tu Lily. ¿Era virtuosa y pura? ¿La amabas tanto que ninguna mujer viva se le podía comparar? ¿Su pérdida fue un golpe del que no te has recuperado? Cuando hablas de ella suena como un dechado de virtudes, pero esa no soy yo, Rafael. Y tú tampoco eras tal como dices.
–Te quería –repitió él–. No puedes ignorar eso solo porque no te convenga.
–Recuerdo exactamente cómo me querías, Rafael. Recuerdo a todas las mujeres con las que te acostabas mientras decías que lo nuestro debía permanecer en secreto y que tenías que mantener tu tapadera. Te reías cuando eso me molestaba. Dime, ¿me querías tanto también cuando estabas dentro de ellas?
Y, por un momento, Lily no supo qué sería peor, si la posibilidad de que no le respondiera… o que lo hiciera.
–Si esto es lo que tú llamas «explicación», es terrible –dijo él antes de terminarse la copa–. No soy el mentiroso de esta habitación.
–Al contrario. Hay dos mentirosos en esta habitación. Tú tampoco eres como el hombre de la historia que te has estado contando, Rafael.
–¿Ahora está hablando la Lily de verdad o el fantasma que me he inventado? Porque me está costando seguir la conversación.
–Siempre hemos sido unos mentirosos, empezando por aquella primera noche en la que me quitaste la virginidad sobre un montón de abrigos en la habitación de invitados de la casa de campo de tu padre antes de volver a la fiesta y besar a tu novia como si no hubiera pasado nada –se rio al ver la expresión que puso él–. Lo siento, ¿en tu imaginación ese recuerdo lo habías pintado más bonito? ¿En tu imaginación todo eran vino y rosas y nada de engaños? Bueno, pues nosotros no éramos eso. Y no te confundas, yo soy tan mala como tú, porque sabía perfectamente bien que tenías novia y no intenté detenerte –vio cómo él parecía estar asimilando sus palabras, cómo le estaba calando hondo eso que le había dicho–. Éramos unas personas terribles –añadió.
–Debimos de serlo –respondió él acercándose y con una desolación en la voz que ella nunca le había oído–. Mira dónde estamos ahora.
–Tal vez deberías haber dejado que nos olvidáramos los dos.
Él sacudió la cabeza.
–Pero ese es el problema, ¿verdad? Que ninguno de los dos ha olvidado nada.
–Eso no significa que tengamos que regodearnos en el pasado.
–¿Es eso lo que crees que hacemos? –preguntó Rafael encogiéndose de hombros en un intento fallido de enmascarar la aflicción de su mirada–. Puede que sí. Pero no me voy a disculpar por haberte llorado, Lily. Ni por cómo me enfrenté a tu muerte. Te marchaste. Sabías lo que estabas haciendo. Yo no tuve elección.
–La tuviste antes de todo eso –le contestó ella dolida y furiosa–. Y optaste por los secretos, por las mentiras, y por otras mujeres.
–No te voy a negar que era un hombre egoísta, Lily. No puedo, y lo lamento cada día. Pero no teníamos ningún compromiso. Puede que no te haya tratado tan bien como debería, pero no te traicioné.
–Claro que no –ojalá pudiera odiarlo. Ojalá. Porque seguro que eso sería mejor. Más sencillo–. Ah, y por cierto, yo jamás te oculté a Arlo. Técnicamente. Si te hubiera visto, te lo habría contado.
Rafael dijo algo en italiano y enérgicamente la llevó contra su cuerpo. Después dejó de hablar y la besó.
Y esa vez no había ninguna fiesta cerca ni padres que se quedarían horrorizados por lo que estaban haciendo sus hijos. No había nadie que los fuera a interrumpir. Nadie que los fuera a oír.
Esa vez, Rafael se tomó su tiempo.
La besó como si lo suyo fuera realmente amor, como si ella hubiera estado equivocada. Su boca fue como una condena y una caricia al mismo tiempo, y Lily se perdió en esa sensación como siempre hacía.
Con despreocupación. Con deseo. Con desesperación y entregándose a él por completo.
Como siempre.
Rafael se quitó el abrigo y lo dejó caer sobre la gruesa alfombra sin dejar de besarla. Hundió las manos en su pelo y le fue quitando las horquillas hasta que su melena cayó alrededor de ambos y los brillantes accesorios acabaron en el suelo. Y mientras, le acariciaba la lengua con cada vez más intensidad, como si en el mundo nada importara tanto como la delirante fricción de su boca contra la de ella.
Lily dibujó con los dedos las formas de su torso, incapaz de controlarse y tampoco segura de querer siquiera intentarlo. Coló los dedos entre los botones de la camisa, tiró, y agradecida vio la piel expuesta de su esculpido pecho. Al instante sucumbió al mismo viejo deseo y deslizó las manos sobre su suave y ardiente piel salpicada de un fino y oscuro vello. En todo momento fue consciente de su aroma, a jabón y a Rafael, de cómo su boca saboreaba la suya y de la verdad del intenso deseo que sentía por ese hombre al que no debería anhelar casi con dolor.
Apartó la boca y ambos se miraron jadeantes; parecía como si todas las mentiras que se habían contado y todo el mal que se habían hecho estuvieran cayendo sobre ellos como una densa bruma.
Le parecía más sencillo atacarlo con palabras envenenadas, intentar odiarlo, odiarse a sí misma, aleccionarse sobre la importancia de la abstinencia, llamarse «adicta». Por eso le resultó infinitamente complicado acercarse y besarlo en el pecho como ofreciéndole una disculpa que no se atrevía a pronunciar, que temía admitir.
Rafael suspiró, o tal vez gimió, y se despojó del resto de la camisa sin que ella se lo tuviera que pedir. Y entonces se quedó allí, desnudo de cintura para arriba, incluso más perfecto de lo que lo había visto todos esos años en su cabeza. Al verlo, no pudo ni interpretar su expresión ni definir lo que ella sintió en respuesta.
–Date la vuelta –le ordenó él con una mirada implacable y demasiado oscura y brillante–. No me hagas repetirlo.
Lily obedeció casi sin pretenderlo y se situó de espaldas a él.
–Rafael… –comenzó a decir, pero se detuvo y tomó aire bruscamente cuando él se le acercó y apoyó su impresionante torso contra su espalda, haciéndola sentirse mareada de deseo.
–Estas son tus opciones, Lily –le dijo contra ese punto tan sensible detrás de su oreja.
Se vio rodeada por él, rodeada de sexo, y ya no supo ni qué sentir, ni quién era ni qué hacía. Pero tampoco se veía capaz de parar.
–Puedes marcharte ahora mismo, irte a dormir y soñar con todas las formas en que nos hemos hecho daño para poder seguir destrozándonos por la mañana. No te culparé si lo haces.
Ella sentía que no podía respirar, aunque en realidad estaba jadeando de placer.
–¿O…? –preguntó con una voz que no reconoció como la suya propia.
–O puedes inclinarte sobre este sofá y agarrarte con fuerza.
Rafael se esperó que saliera corriendo, y era posible que una parte de él en el fondo deseara que fuera así. Se dijo que se lo permitiría, que no tenía elección.
–¿Y… y qué pasará si lo hago?
Triunfante, él sonrió.
Deslizó la mano por su cuerpo sabiendo que su sedoso calor y el tatuaje lo esperaban bajo el vestido y que, independientemente de lo sucedido, de cómo se habían mentido, nada podía cambiar que era suya.
–Inclínate, Lily –le ordenó, y disfrutó al sentir la temblorosa reacción que ella intentó contener–. Ahora.